Oscar: Aquí tienes la llave de la puerta de atrás. Limítate a no ir más allá del pasillo y tu habitación, y no sufrirás daño alguno.
Felix: ¿Eso qué quiere decir?
Oscar: Quiere decir que, si pretendes vivir aquí, no quiero verte, no quiero oírte, no quiero oler lo que cocinas. ¿De acuerdo? Ahora, haz el favor de retirar esos espaguetis de mi mesa de póquer.
Felix: [Empieza a reír con sorna]
Oscar: ¿Qué demonios te hace tanta gracia?
Felix: [Aún riendo] No son espaguetis, son lingüini.
Oscar: [Agarra el plato y lo tira con furia contra la pared de la cocina] ¡Ahora son basura!
Como les habrá pasado a muchos de ustedes, crecí con las comedias de Neil Simon. De niño y adolescente las tenía grabadas en VHS y las veía cada vez que tenía oportunidad, aunque por entonces no albergaba la menor idea de que las había escrito el mismo individuo. Películas como La extraña pareja, La pareja chiflada (que nada tiene que ver, aunque en España decidieron titularla así para, supongo, aprovechar la fama de la anterior), El prisionero de la segunda avenida, Los encantos de la gran ciudad.
Lo que me maravilla de estas y otras comedias escritas por Neil Simon es que funcionan, por motivos distintos, en diferentes momentos de la vida. Cuando era un crío, me reía del humor más obvio, de las situaciones surrealistas, de las discusiones, de las expresiones de los actores. Un poco más adelante, cuando uno todavía no sabía nada pero tenía el inocente atrevimiento de creerse algo más inteligente, me reía porque pensaba que empezaba a captar el contexto de aquellas historias y el mensaje que había detrás. Hoy me sigue haciendo mucha gracia todo lo anterior, pero además me río porque me doy cuenta de que son películas que hablan sobre mí. Y sobre usted, y sobre cualquiera haya pasado buena parte de su existencia creyendo que las cosas que le suceden en la vida, por más habituales que sean, tienen algún tipo de sentido. La vida es absurda; de lo contrario, no existiría el humor.
Si preguntásemos por la calle sobre los mecanismos que hacen funcionar una comedia, imagino que mucha gente respondería que la comedia consiste en reírse de lo que les sucede a otros. Neil Simon tenía una idea completamente opuesta: «Desde el escenario te ríes de tu público, mostrándoles lo absurdas que son sus vidas». Riéndose de su público se convirtió en uno de los pilares de Broadway, donde siempre gozó de una enorme popularidad y donde varias de sus obras sobrepasaron el millar de representaciones. Algunas de aquellas obras trasladaron ese éxito al cine, con guiones adaptados por el propio Simon, y es en el cine donde de manera más fácil podemos entrar en contacto con su mundo. También escribió un puñado de guiones expresamente pensados para la gran pantalla. Aunque se lo recuerda por encima de todo como un hombre del teatro, para muchos de nosotros fueron las películas las que nos hicieron enamorarnos de su particular manera de hacer humor.
Si ha vivido usted en algún apartamento de mierda, soportando ruidos, malos olores, vecinos molestos, calor infame en verano y frío inexplicable en invierno, constantes averías, grifos que no cierran, cisternas que no abren, extraños e incomprensibles compañeros de piso para quienes también usted era extraño e incomprensible, entonces ha vivido usted dentro de una comedia de Neil Simon. También si ha discutido de forma melodramática con sus parejas por motivos triviales e infantiles ha estado dentro de sus comedias. Simon tuvo el raro talento de convertir en comedia, y de manera elegante y digestible, incluso tragedias cotidianas —y no por ello menos terribles— como el desempleo, los desequilibrios psicológicos o la demencia senil. Dicen que la tragedia sumada al tiempo se convierte en comedia; Simon ni siquiera necesitaba que pasara el tiempo.
Nadie como él ha diseccionado los sinsabores del urbanita medio, o las relaciones sentimentales convertidas en pequeñas tragedias por la estupidez intrínseca de dos enamorados que hacen una montaña de cualquier cosa, o las disfunciones y egoísmos disfrazados de madurez e independencia que plagan familias de toda condición. La ciudad, el amor, la familia. Ah, y el infame invento de las escaleras, que —deduce uno de las constantes referencias que les dedica en sus guiones— hubiesen debido ser prohibidas en cuanto empezó a funcionar el primer ascensor. «No escribo sobre política ni temas sociales», dijo, «porque la familia es lo que lo mueve todo. Las pequeñas guerras domésticas son las que nos llevan a las grandes guerras».
Neil Simon nació y creció en Nueva York, tapándose los oídos con la almohada para no escuchar las constantes peleas que estallaban entre sus padres, atenazados por la Gran Depresión. Tímido e infeliz, el pequeño Neil encontró su vía de escape en los cortometrajes de Charlie Chaplin, de quien, agrego yo, heredó la capacidad de convertir la tragedia en farsa. Chaplin se burlaba de la miseria que él mismo había conocido de niño, escenificada en barrios marginales donde unos pobres roban a otros pobres, pero cómicamente, como en el chiste que Thomas Hobbes nunca supo escribir. Antes de que Chaplin virase hacia el sentimentalismo su retrato de las clases bajas era descarnado y más bien poco romántico. En sus cortos describe a obreros, desempleados, inmigrantes, vagabundos, y nunca sabemos muy bien si nos reímos con ellos o de ellos. Una distinción que, probablemente, tiene poca importancia en el cine. La comedia no es caritativa, o deja de ser comedia.
Neil Simon, también marcado a fuego por su pasado, se burló de la desasosegante inseguridad que se oculta tras la fachada de aparente estabilidad de la clase trabajadora urbana. Su retrato de la gente común es menos crudo y más magnánimo que el de Chaplin, pero, al contrario que el inglés, pocas veces cae en el romanticismo. Chaplin era cínico con los personajes, no tanto con los ideales. Billy Wilder era cínico con los personajes y con los ideales. Neil Simon no necesitaba ser cínico, porque poseía la habilidad de convertir la vida en parodia sin que apenas se notase el efecto de la traducción: «La comedia es más realista que el drama», afirmaba. Y tenía razón. La vida real es mucho más cómica de lo que pensamos; cuando sufrimos una calamidad no le vemos la gracia por ninguna parte. Pero la gracia está ahí, escondida.
En El prisionero de la segunda avenida, un oficinista neoyorquino de mediana edad —encarnado por un Jack Lemmon tan magistral como de costumbre— experimenta una crisis cuando se da cuenta de que las pequeñas cosas de la vida que nunca habían parecido molestarle, como el calor, los ruidos, los olores o el que la cisterna del baño no funcione bien, le están amargando una existencia que había creído plácida hasta entonces. Poco después se queda sin trabajo y pierde el control, enloqueciendo por momentos. Cuando la mujer del protagonista —una apabullante Anne Bancroft en uno de los mejores papeles de su carrera— deja el papel de ama de casa y se pone a trabajar para hacerse cargo del hogar, termina sucumbiendo a un proceso de deriva neurótica similar al que ha estado desmoronando la salud mental de su marido. Lo que en la pluma de Simon es gracioso sería y es terrible para quien lo sufre en la vida real. En su ficción todo sucede de manera graciosa, pero inquietante. Es inquietante porque El prisionero de la segunda avenida no es Alien ni Pulp Fiction; cuenta una historia que puede sucederle a cualquiera en cualquier momento y en cualquier ciudad del mundo.
A veces se compara a Neil Simon con Woody Allen porque ambos son neoyorquinos y judíos, provienen de entornos similares y hasta trabajaron en un mismo programa de televisión durante la etapa inicial de sus respectivas carreras. Pero Woody Allen, en la ficción al menos, vive en una Nueva York idealizada, cuyas imperfecciones son también idealizadas. Describe una clase media conformista y esnob de la que se burla, pero con cariño. «Él adoraba Nueva York», dice la voz de Allen en la obertura de una de sus obras más celebradas, Manhattan. Es difícil encontrar un rescoldo de adoración en la Nueva York desagradable y claustrofóbica de Simon, hecha de apartamentos atroces, huelgas de basureros y una agenda repleta de pesadillas cotidianas. Y de escaleras interminables que quitan el aliento a sus personajes.
La gran ciudad es una cloaca que desciende trazando nueve círculos hasta el infausto lugar en el que viven, sin saberlo, quienes nunca han salido de ella. En Los encantos de la gran ciudad el protagonista —también interpretado por Lemmon— es un individuo que, procedente de un tranquilo entorno rural, viaja a Nueva York para intentar obtener un ascenso en su trabajo. A la Nueva York de 1970, que poco tiene que ver con la de ahora. Desde que pone pie en la ciudad el pobre tipo se ve mezclado en toda clase de incidentes desagradables (muchos de ellos sacados de la realidad, pues habían sucedido en las calles neoyorquinas durante los cinco años anteriores al estreno) que lo terminan convenciendo de que la ciudad es un infierno con el que no quiere tener nada que ver. Aunque, si no la ha visto, esto no es el spoiler. Le apuesto una cena a que no adivina el final.
La teatral tendencia a la histeria operística en las relaciones sentimentales se convirtió en otro de los temas que a Simon le gustaba tratar. El ejemplo más famoso es Descalzos por el parque, en el que una joven pareja de recién casados —un espléndido Robert Redford y una inconmensurable Jane Fonda que ya daba buenas muestras de su inmenso talento como actriz— termina enfrascada en una tontísima crisis por culpa del motivo más peregrino imaginable. Aunque hay partes de la historia que han quedado un tanto anticuadas, los momentos típicamente simonianos abundan y los diálogos, cómo no, contienen pasajes memorables, incluyendo una de las discusiones de pareja mejor escritas que puedan ver ustedes en una pantalla («¡Eres casi perfecto!», «Oh, ¡que digas eso es odioso!»). Como los habitantes de la ciudad, los miembros de la pareja se quejan amargamente de las pequeñas cosas que descubren en el otro sin que parezcan darse cuenta de cuáles son sus verdaderos problemas, como el vivir en un minúsculo cuchitril en una sexta planta sin ascensor. Una vez más, el origen de todos los males reside en llevar una vida convencionalmente absurda.
La obra que le dio a Neil Simon la máxima celebridad en el teatro y la inmortalidad en el cine fue La extraña pareja. Que, como ya saben, es una de las más apabullantes comedias basadas en el contraste entre caracteres. Felix Ungar, un tipo hipocondríaco, neurótico y obsesionado con la limpieza y el orden (en la versión de celuloide, de nuevo Jack Lemmon) intenta suicidarse después de que lo abandone su mujer. Para ayudarle y evitar que cometa una estupidez, su amigo Oscar Madison (interpretado por Walter Matthau) lo invita a compartir piso. Con el inconveniente, claro, de que Oscar es desordenado, anárquico y bastante guarro. La convivencia entre dos personas de costumbres tan opuestas se convierte en una psicodélica sucesión de momentos cómicamente tensos, entre los que realmente me costaría elegir una secuencia favorita. La extraña pareja era una de mis películas favoritas cuando era pequeño y lo sigue siendo ahora. Sé que ha tenido muchas versiones en teatro, el medio para el que Simon la escribió originalmente, pero me cuesta imaginar a Felix y Oscar encarnados por una pareja que no sea el milagroso tándem Lemmon-Matthau. Casi igual de hilarante y enloquecida es La pareja chiflada, en la que Matthau y George Burns (que llevaba sin aparecer en una película, ¡desde 1939!) encarnan a los dos ancianos miembros de una antaño famosa pareja cómica que lleva separada más de una década y a la que se intenta reunir para un programa especial. De nuevo el contraste de caracteres es la base de la comedia, aunque esta vez se basa no en la diferente forma de vivir de uno y otro, sino en rencillas pueriles cultivadas durante décadas de roces profesionales.
La ciudad, el amor y la familia, sea de sangre o adoptiva (incluyendo a compañeros de piso y colegas de profesión) son los grandes asuntos que trataba Neil Simon. Esto es, la vida. Los críticos siempre lo miraron con cierta reserva, aunque él respondía —nunca he sabido si con sorna o en serio— que «los críticos han sido justos conmigo, y en ello incluyo críticas negativas con las que he estado de acuerdo». Es posible que su inmenso éxito en Broadway y la desinhibida comercialidad de sus trabajos en cine tuvieran algo que ver con el hecho de que no se lo considerase un visionario durante buena parte de su carrera; ahora ya no es así, pero durante muchas décadas el éxito de público ponía a los críticos a la defensiva. Como yo lo veo, pocos retratos tan vívidos de principios del siglo XVII nos han llegado como el de Don Quijote, sobre todo en sus partes más cómicas. Pocos retratos de la pobreza de principios del XX como en los descacharrantes cortos de Chaplin. Y pocos retratos quedarán de las clases medias y trabajadoras urbanas del siglo XX (y lo que llevamos del XXI, pues muchos de sus detalles continúan sorprendentemente vigentes) como en las comedias de Neil Simon.
Su trabajo es como la pintura. Uno cree que ha visto estanques hasta que ve un cuadro de Monet y se da cuenta de que nunca los había visto del todo. Sucede lo mismo con Simon y la vida moderna: solo a través de su mirada se hace evidente su verdadera naturaleza. Lo decían en Los Simpsons: «Es gracioso porque es verdad». Sin ironía alguna, esa frase se puede aplicar a Neil Simon. No sabes muy bien quién eres ni en qué circunstancias vives hasta que te reconoces en alguna de sus obras. Es como si alguien te tira un cubo de agua desde el piso de arriba: en ese mismo momento lo entiendes todo.
Solo esperemos que ahora Neil Simon no tenga que repetir aquello que decía la madre de Jane Fonda en Descalzos por el parque después de haber tenido que subir a la sexta planta:
«Me siento como si hubiera muerto y hubiese ido al cielo, solo que he tenido que subir por las escaleras».
Confiemos en que el cielo tenga ascensor, maestro.
Excelente ayuda memoria, y en especial modo por las consideraciones del autor. Gracias por la lectura.
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