Priscilla Beaulieu lo sabía todo sobre Elvis. Cuando las maniobras de su mánager lo llevaron a hacer la mili en la base americana de Alemania, la adolescente de catorce años se convirtió en la novia secreta del recluta más famoso del mundo. De vuelta en Memphis, siguió siendo su pareja de juegos en aquel parque de atracciones para chicos que fue Graceland. Priscilla era la novia oficial, pero no publicitada, durante los meses que pasaba recluido en la mansión, entre los rodajes de las películas en Hollywood. Tres por año, solventadas en pocas semanas de trabajo (todo el presupuesto era para Elvis y su representante). Ella lo sabía todo sobre el apetito desmedido de Elvis y su dependencia de las píldoras para adelgazar y el catálogo de anfetaminas disponibles. De sus cada vez más constantes cambios de humor, sus reacciones infantiles y violentas (algunas, sufridas en carne propia), sus caprichos de estrella, las visitas nocturnas a la morgue con examen de los cadáveres, y las gamberradas que causaba en casa y en la ciudad, peleas incluidas —a Elvis le encantaba demostrar sus conocimiento de kárate—, espoleadas por la docena de amigos de la adolescencia, ese séquito conocido como la Mafia de Memphis. Sabía la historia de la familia de Elvis y las penosas circunstancias en que vivieron hasta que se hizo rico. Por mucho que él lo negara, llorando y de rodillas, «Cilla» estaba al tanto de sus affaires; algunos muy sonados, como el de Ann-Margret, y de la enorme decepción que suponía para Elvis esa carrera en el cine. Películas en las que siempre tenía que cantar y hacer de un estereotipo de sí mismo, pero mucho más tonto, cuando él había soñado con ser otro Marlon Brando o Robert Mitchum.
En descargo de Elvis hay que decir que la carrera de Brando tampoco es que al final terminase siendo muy brillante. Y Mitchum… esa incursión en la música de calipso para turistas fue un poco descorazonadora, en mi opinión. Pero Elvis habría dado cualquier cosa por trabajar junto a él en Thunder Road (Camino de odio, 1958). Por otra parte, el coronel Parker no habría autorizado bajo ningún concepto papeles de forajido, villano, perdedor… ni lo más levemente disfuncionales para su protegido. Siempre que Elvis protestaba por el bajo nivel de los guiones, Parker le recordaba el «pinchazo» de Flaming Star (1960), el wéstern de Don Siegel donde Elvis demostró sus dotes dramáticas y que el público recibió de manera poco entusiasta. Tenemos, por tanto, una filmografía de más de treinta películas, y todas malas. Se salvan quizá cuatro, entre las del principio (Love me Tender, King Creole, Flaming Star) y una del final (Charro), pero porque yo soy fan y no crítica experta…
Priscilla conocía las inseguridades de Elvis, quien tras la muerte de su madre se sentía absolutamente perdido. Sabía que era sonámbulo desde pequeño, sabía de su carácter obsesivo y muy enraizado en la tradición religiosa de su entorno, conservadora y cristiana. Estaba al tanto de sus derivas en el pensamiento místico de los gurús de Los Ángeles, y de cómo tuvo que intervenir el coronel Parker para cortar la relación con aquel peluquero, Larry Geller, porque creía que le estaba hipnotizando para manejarlo como un pelele. Allí solo podía haber un svengali, acreditado y con los papeles en regla. Elvis se tendría que contentar con mangonear a Priscilla: de la colegiala de día, que iba a un instituto católico de Memphis porque así lo había dispuesto el cantante, para asombro de la familia Beaulieu, a la criatura de noche, con pelo teñido de negro azulado y kilos de maquillaje, vestida como una starlet de Sunset Strip, que protagonizaba las películas privadas y fantasías sexuales de su novio, posando en ropa interior y luciendo armas de fuego, pero eso sí, manteniéndose virgen.
Tras diez años de relación, Priscilla Presley, casada con Elvis y con una niña recién nacida, sabía todo de su marido, menos lo más importante en esta historia. Ella conocía a la estrella del cine, el caprichoso millonario que disfrutaba haciendo carreras de karts, que montaba un rancho de caballos sin tener la más mínima idea o disparaba a la tele cuando echaban el show de Mel Tormé. Pero apenas era consciente de que Elvis había sido el cantante más portentoso de su generación y, que sin haberlo pretendido, había cambiado el rumbo de la música popular, y con ella, el de una sociedad profundamente clasista y rancia.
El regreso
El contrato de la MGM se acababa en 1968. Nadie se alegró más que el propio Elvis, pero su mánager ya había empezado a maquinar nuevos proyectos, siempre a la vieja usanza. A finales de 1967 firmó un contrato, antes de saber Elvis nada al respecto. Era un paquete con la productora NBC, que incluía la inevitable película y un especial para televisión que se emitiría en diciembre de ese año, en el cual, había dejado claro el coronel, tendría que haber muchos villancicos y felicitaciones navideñas.
Hacía casi siete años que Elvis no actuaba en directo. Primero, por la dejadez del artista, recluido en Graceland y ajeno a lo que sucedía en el mundo; segundo, por las condiciones leoninas que la editorial y el coronel habían impuesto a aquellos temas que Elvis incluyese en su repertorio: un porcentaje disparatado para el intérprete (y su mánager) que se conocía como el «Impuesto Elvis» y que había hecho desistir a muchos músicos de ofrecer sus servicios. Era una artimaña del coronel para que Elvis no volviese a recurrir a los compositores que le habían convertido en el rey del rock and roll, música que el mánager detestaba. Como consecuencia, la discografía de Elvis Presley en esta década es una sucesión de recopilaciones de éxitos de la primera época, más las canciones de las películas: un rosario de despropósitos.
Salvo excepciones. En otoño de 1967, Elvis entra en los estudios de la RCA en Nashville para terminar la grabación —interrumpida por una serie de percances ajenos a Elvis y orquestados por el coronel— de un disco en el que ha puesto todas sus esperanzas, su elepé de góspel, How Great Thou Art, con otras canciones que van en la inevitable banda sonora de turno. Esta vez el propio Elvis ha escogido un tema recién grabado por su compositor, el artista de country Jerry Reed. «Guitar Man» es una excelente canción al estilo del hillbilly blues, e invita a Reed a tocar la guitarra en el estudio, en una versión menos cursi que la cantada para la película. Junto a esta hay más temas que reconcilian a Elvis con la tradición, gracias al trabajo del productor Felton Jarvis. Este, como había hecho Sam Phillips en los años de Sun Records, obliga al cantante a concentrarse en la música y dar todo de sí mismo.
Pese a todo, iba a ser muy difícil presentar a Elvis en televisión sin el lastre de parodia que ya llevaba consigo. Para el público en general, no digamos para los jóvenes, Elvis había sido domado y digerido. Estaba a años luz del personaje amenazador que sacudió el país entre 1954 y 1958. El chico sureño que provocaba un tumulto en cada ciudad. El chaval con acné que se ponía de puntillas cuando arrancaba a cantar, todavía agarrado a la guitarra de juguete que le regalaron sus padres. El cantante condenado por congresistas, reverendos y asociaciones de padres de familia, quien, con los ojos pintados, vestido con una chaqueta rosa y acompañado por sus dos músicos, Bill Black al contrabajo y Scotty Moore a la guitarra, consiguió rendir el Festival Hayride de Luisiana en 1954 sin tener ninguna experiencia, ante el asombro e indignación de los veteranos del blues blanco, y que con la locura que generó entre la audiencia, a punto estuvo de hacer un bis, algo que Pappy Covington no permitía a nadie (bueno, salvo a uno: pero fue Hank Williams, cuando cantó «Lovesick Blues». Fueron siete bises).
El programa de la NBC suponía un verdadero problema para Elvis. Aterrado por las ideas del coronel Parker de sacarle en prime time, quizá vestido de Santa Claus u otra bufonada en la línea de su carrera cinematográfica, no estuvo muy receptivo a la hora de hablar con el productor del programa, Bob Finkel, que para mayo ya tenía sponsor: la empresa de máquinas de coser Singer, donde habían recibido con agrado la propuesta de combinar su nombre con el de Elvis: dos marcas americanas de innovación y éxito. Finkel era un directivo con mucha experiencia en el mundo del showbiz televisivo y vio enseguida que su especial Singer Presents Elvis necesitaba a alguien que actualizase al ídolo. Eligió al director Steve Binder, que tenía veintitrés años y ya era un veterano de los programas musicales. Binder dijo no al principio, sobre todo después del incidente en el show de Petula Clark, en 1967. La cantante, mientras hacía un dúo con Harry Belafonte, había rozado el hombro del artista, y los orgullosos patrocinadores blancos de Chrysler exigieron que la grabación se suprimiera del show, ante la rotunda negativa de Binder, quien, por primera vez, difundió por la televisión americana a dos cantantes, una blanca y otro negro, que se tocaban por casualidad.
Por suerte, Binder trabajaba entonces con el ingeniero y productor Bones Howe, nombre imprescindible en el pop de los años sesenta, quien ya había colaborado con Elvis durante la realización del Stereo 57, e insistió en que llevara adelante el programa. Tras muchas llamadas de teléfono y diálogos de besugo con el coronel, Binder decidió reunirse directamente con el propio Elvis (y Parker, claro). El peculiar mánager, además de confundirse en el nombre y llamarle «Bindle», seguía insistiendo en tener todo el control sobre el programa y en hacerlo «muy navideño». Cuando Elvis le preguntó a Binder cómo veía su carrera en aquellos días, le contestó: «Elvis, se está yendo por el váter». Se temía un golpe de kárate, pero Elvis sonrió y dijo que sí, pero se mostraba decidido a cambiar. El productor se había ganado su confianza, mientras el coronel, que no escuchaba a nadie, seguía haciendo números.
Singer Presents Elvis
Hasta la fecha, los programas de televisión dedicados a un músico se formaban en torno a unas pocas actuaciones, alguna entrevista, quizá un sketch cómico y la aparición de músicos invitados. Nunca se había planteado la idea de hacer un programa (y largo, de más de una hora de duración) sobre un solo personaje. Además, de forma narrativa, utilizando las canciones para ilustrar la vida y los diversos pasos de su carrera. Binder consideró que Elvis merecía ese trato y mucho más.
El show se dividió en tres partes. Habría una actuación del cantante en directo, un set acústico, y diversos clips coreografiados con baile, donde se mostrarían las influencias de Elvis en su música y su vida (el góspel, el country, Las Vegas…). El programa utilizaría como hilo conductor la canción «Guitar Man», de Reed, porque reflejaba bien los esfuerzos de un chico del sur que había empezado conduciendo camiones. Habría de terminar a lo grande, con otra canción, inédita, que resumiera el espíritu del artista.
Los ensayos y las grabaciones se realizaron en el mes de junio, en los Western Recorder de Burbank y en el estudio de la NBC, largas sesiones de trabajo en las que Elvis se aplicó con diligencia y un entusiasmo que en su entorno apenas se recordaba. Pero el cantante estaba realmente aterrado. La última vez que había aparecido en televisión fue en el 61, tras volver de la mili, en el show de Frank Sinatra. Para muchos ese fue el comienzo del fin, cuando cantó vestido con un esmoquin ante quien le había criticado de forma feroz. Por eso, el comienzo del programa tenía que ser algo realmente inolvidable y contundente. Gene McAvoy diseñó los decorados y la puesta en escena para devolver a Elvis a su esencia más pura. Un primer plano del cantante abría el show. Desafiante y con un pañuelo rojo anudado al cuello, Elvis recitaba las frases de la canción de Mike Stoller, «Trouble», para después, abrir el foco y presentar a un Elvis de negro, con guitarra, delante de una estructura con las siluetas de ochenta y nueve figurantes que imitaban los movimientos del Rey, mientras comenzaba «Guitar Man». Cuando la canción se iba terminando, Elvis quedaba solo y en segundo plano, mientras se revelaban las letras gigantes y en neón rojo de su nombre.
Para que Elvis se sintiese cómodo Binder empezó el trabajo con las tomas del set acústico, reuniendo a Elvis con el guitarrista Scotty Moore y el baterista DJ Fontana, los dos músicos de sus comienzos en la Sun (tristemente, Bill Black murió en 1965), más el guitarra Charlie Hogde, respaldados por los percusionistas Alan Fortas y Lance LeGault, amigos y colaboradores de confianza de Elvis. Ese grupo, sentado sobre una alfombra, se adelantaba veinte años a los Unplugged de la MTV. Scotty Moore tocaba sus baquetas sobre una guitarra, «como solíamos hacer al principio», y Binder, que le ha entregado a Elvis un pequeño guion para que haya un breve diálogo sobre los viejos tiempos, se da cuenta enseguida que la comunicación y la alegría por reunirse provocan que surjan muchos temas, como la famosa actuación en el show de Ed Sullivan, bromas privadas del trío, recuerdos de Sam Phillips… y el humor de Elvis, persona llana y burlona, que se ríe de sí mismo desde el primer minuto: de la mueca que hace con el labio superior, «Ha vuelto, mirad», «Tiene vida propia», de las letras de sus canciones más conocidas, del efecto en las chicas que gritan y cómo sabe hacer que griten, de lo mal que lo que está haciendo… Las cuatro horas de grabación quedan reducidas a una y en ella se condensa el espíritu del Elvis veinteañero:
.
Habrán notado que Elvis, además de parecer un poco alterado, no sabemos si por los nervios o la química, lleva un traje de cuero. El diseñador Bill Belew, encargado del vestuario, creó para la actuación un dos piezas de pantalón recto (no ajustado a la manera Jim Morrison, sino versión vaquera), y chaqueta con el cuello napoleón que tanto gustaba a Elvis, porque decía que le disimulaba un cuello demasiado largo. Elvis quedó encantado con los trajes de Belew, que son espectaculares (de hecho, los monos y las capas que luciría en los setenta casi todas son suyas), pero cuando se vio con el famoso traje, pensó que estaba ridículo y además iba a sudar a chorros. Pero, qué demonios, estamos hablando de Elvis, quien se pone de pie para cantar esta versión de «One Night of Sin», y con la letra sin censurar del original de Smiley Lewis. Cuando se da cuenta ya es demasiado tarde, se le desenchufa la guitarra, y entendemos por qué Elvis fue todo:
Esta toma de «One Night of Sin» se encuentra en el DVD de 2004, The Comeback Special, reedición de lujo con tres discos, donde se incluyó casi todo el metraje que se rodó para el programa. La que se emitió originalmente es distinta, pero sigue siendo extraordinaria. Esta edición de 2004 incluía tomas falsas, toda la grabación acústica y el concierto en directo (dos actuaciones, en realidad), además de aquel fragmento que la marca Singer prohibió emitir en 1967. Se trata del número del burdel. Elvis, en su caracterización como el debutante «Guitar Man», se adentraba en un escenario en rosa y rojo, más parecido al salón de un bar del oeste, habitado por señoritas que fuman y bailan, ninguna de ellas más agraciada que el cantante, salvo la starlette Susan Henning, e interpreta «Let Yourself Go», un tema de una de sus películas, pero aquí con la versión del grupo de músicos escogido del Wrecking Crew, que participaron en la música del programa, una reunión absolutamente memorable, con los guitarristas Al Casey, Mike Tedesco y Mike Deasey, el batería Hal Blaine y Charles Berghofer al bajo, entre otros nombres de quitarse el sombrero, aparte de toda una orquesta de cuerda y metal.
Mención especial para estos números musicales, coreografiados por dos artistas que ya habían trabajado en Hollywood con Elvis: Claude Thompson y Jaime Rogers. El primero aparece bailando en el apartado dedicado al góspel, un fabuloso homenaje a las raíces de la música de Elvis, con la participación de Darlene Love y las Blossoms (Fanita James y Jean King), el grupo de Phil Spector, con quien Elvis pasó aquellas semanas cantando en los descansos. Son ellas las que ponen las voces femeninas. Las bailarinas y el coro de cantantes seleccionadas eran blancas, y Binder y Elvis tuvieron que insistir en producción que, por motivos obvios, había que incluir a artistas negras. Este fragmento, que vemos en un ensayo de la canción de Leiber y Stoller, «Saved», sirve como muestra de uno de los momentos más vibrantes del especial:
.
Se incluyeron, por fin, los villancicos, pero el especial debía terminar con una canción que Binder había encargado a Walter E. Brown, en la que se reflejaran las inquietudes de Elvis por los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy. En especial el del primero, que había afectado mucho a Elvis, pero el coronel impidió que este se manifestara públicamente al respecto. «If I Can Dream» es una balada de hermanamiento, pero, sobre todo, es el grito de un artista queriendo renacer por encima de su propia leyenda. Greil Marcus escribió que nunca había visto sangrar la música hasta ver a Elvis en este programa. Yo creo que son lágrimas. Cuando se despide del público y mira a cámara, creo que él ya se estaba preparando para el final. En 1968 había pasado una década de sus triunfos, pero era como si un siglo le hubiese atravesado. Elvis había visto su estrella.
Qué fantástico artículo.
Pingback: 41 años de la muerte de Elvis, el Rey | El Mundano
Brillante!!!
Un talento apabullante.
Gracias
Qué gran artículo. Quería echar un vistazo y no he podido despegarme.
Elvis es simplemente inigualable en el escenario. El rey de la música popular.
Magnifico articulo !!!!!!
Estupendo artículo,con todo lujo de detalles sobre esas apariciones televisivas de Elvis ,mostrando ese lado agridulce de mi querido Rey.
Excelente artículo… Felicitaciones…