Hay un aquí y ahora en el ajedrez que define el juego, el deporte: una partida que se está jugando entre dos personas en un instante preciso, dentro de nuestro tiempo, detrás de la sombra de la luna sobre la tierra. Es un instante de tensión máxima, no de disfrute; es un momento de incertidumbre, de agonía por no saber las respuestas justas, no acertar a calcular con milimétrica exactitud la secuencia de cambios entre piezas, una agonía que se convierte en miedo. Miedo a fracasar, a no encontrar el camino, a verse envuelto en una nube de polvo cósmico que termina por devolver al juego a su sitio: el de la ligereza y la profunda nada. Porque al final del camino, el juego es un juego y vuelve a convertirse en el reino del poeta, Pessoa, de la pluma de Fernando Reis, que nos recuerda «É ainda entregue ao jogo predileto / Dos grandes indiferentes». Dos reyes que se baten a muerte, frente a un tablero, mientras sus huestes devastan el paisaje. Que se acabe el mundo, que se desbroce la tierra, que los siete mares desparramen su furia sobre los hombres. Nosotros a lo nuestro; el tablero, el juego, la niebla.
Hay también un antes en el ajedrez, el de las leyendas sobre su creación con sus sabios y califas y sus millones de granos de arroz sobre el tablero. Es el ajedrez de la escuela de traductores de Toledo, el de Lucena, el de la dama enrabietada de Francesc Vicent; el de Philidor y el de Stamma, el del gran Morphy y los inmortales mandobles de Anderson y Kisieritzky, el del loco Steinitz dándole a Dios un peón de ventaja, el de la eterna elegancia de Lasker y Capablanca, el del baile de salón de Alekhine y Euwe. Es el pasado de los grandes, de los campeonatos mundiales con glamur, de Fischer y Spassky celebrando la guerra fría en su particular batalla; el del interminable duelo Karpov–Kasparov, el del ajedrez como escenario valiente, de jugadas asombrosas. Pero también, es el juego de un pasado más cercano, el del análisis casero, con un tablero arropado sobre la mesa del comedor, profundizando y disfrutando —ahora sin miedo, sin agonía—, solo la alegría de comprender el plan, la idea, la jugada. Ese, el del pasado, es un ajedrez de gozo puro. De descubrimientos sin la tiranía del reloj, de asombro frente a las ideas: que se caiga el mundo, he entendido la jugada.
Pessoa habla de nuevo:
Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿qué importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo,
y cuando la mano confiada da jaque
al rey del adversario,
poco ha de pesarnos el que allá lejos
estén muriendo hijos.
Aunque, de pronto, sobre el muro surja el sañudo rostro
de un guerrero invasor que en breve deba
caer allí envuelto en sangre,
el jugador solemne de ajedrez
el momento anterior
(anda aún calculando la jugada
que hará horas después)
sigue aún entregado al juego predilecto
de los grandes indiferentes.
Y hay, pues, un ajedrez de ensueño, de metáforas y verdades, que nos lleva de aquí y allá, como un buen libro, como una canción hermosa, como una obra de arte en un museo de ideas. Y es ahí, en ese ajedrez de ensueño, más allá del juego y del deporte, y hasta del arte, donde se encuentra la mirada y la luna que da sombra a los confines de la tierra. Es el ajedrez indiferente que trasciende al poeta, el que trae noches en vela y días de locura, enjaulado en el misterio de la combinación incierta, más allá del plan, de la estrategia, más, mucho más allá de la indiferencia. En ese ajedrez, fruto del calor de estío, me encuentro:
Mientras el peón avanza, yo sueño y el sueño me eleva hacia las cimas y me acerca a los valles y el paisaje ya no recuerda lo que sucedió, ni tan siquiera si sucedió, lo vivo y lo muerto en una misma cosa. Y no es en los sueños que hay niños muertos y hombres y mujeres en un mar sereno, lleno de sangre, a punto de avistar la tierra.
Mientras el caballo salta sus saltos de humo y carne, yo escribo y la escritura me enseña a jugar y a oír los vuelos de aves fantásticas pero nunca inexistentes: ruiseñores en California, horneros en Buenos Aires, golondrinas en Madrid, abubillas en Valencia. El ave fénix que seremos todos sobre las brasas del aire.
Mientras el alfil se desliza por la diagonal (la del loco, la de Kandinski, la de las horas y los días) yo espero, espero la mano de los que fueron de los que son y de los que serán para mimetizarme en la arcilla, en el césped, en el tronco de un árbol cualquiera que desmenuza colores y sombras y verdor fresco sobre los ojos que miran al infinito.
Mientras la torre eterniza la columna y la fila hacia el abismo de las casillas centrales, yo muero: de ansia, de espera, de futuros lejanos, de risas inacabadas, de hermanos que se hieren, de otras gentes a miles de leguas del horizonte conocido.
Mientras la dama esclaviza el centro y la soledad del tablero, yo busco. Los locos de Arlt, la máquina del tiempo (la de Bioy), el grito de la selva, el capitán Ahab, los tigres de la Malasia, el tai chi frente al mar de China, los hexagramas del I Ching; y solo encuentro la perpetua e inmunda humana estulticia.
Mientras el rey progresa torpemente por la cuesta del desamparo y los héroes, los héroes vuelven a pasearse por el misterio de un paisaje oculto, un escenario efímero hecho de soledades, yo esquivo las señas del miedo, intuyo mares, acerco estancias, lugares de otro tiempo. Me perpetúo con mi sangre y elevo las alas hacia lo que no conozco; y no deja de darme miedo.
A veces las montañas dicen cosas en la lejanía. Traen ecos de otros tiempos pulsando la mente con recuerdos que creíamos muertos pero que simplemente se encontraban agazapados esperando el momento azaroso en el que volver con fuerza inusitada, planteando rompecabezas difíciles, a veces imposibles. Qué fue de aquella mirada, de aquel canto, de aquellas rocas, de aquél lugar mágico, de los vientos sobre la frente, del sol en el rostro, los jardines japoneses, la mano sobre la mano, la piel sobre la piel. Qué fue del todo y de la nada.
Parece mentira, el ajedrez, un simple juego. Unas casillas bicolores, unas piezas labradas, unas reglas simples y llanas. Tanta complejidad, tanta hermosura. Todo escondido en el tiempo.
Mientras el peón avanza, yo sueño.
Sentido y evocador texto entorno al noble juego. El de reglas concisas e interminables metáforas, con sus combinaciones finitas que en definitiva son puerta de acceso hacia la infinitud.
Alusivas apreciaciones que comparto y de alguna manera también hago mías, pues he comprobado que la lógica combinatoria o una estrategia puramente racional pueden tornarse en secretos pasajes a los dominios de la imaginación más incierta y fascinante. Un saludo,
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