Deportes

El balón de la discordia

Estadio Rhein Energie Colonia 2012. Fotografía Cordon Press
Estadio Rhein Energie, Colonia, 2012. Fotografía Cordon Press

El tópico es mentira. O, como mínimo, una grandísima falacia. El fútbol no une, divide. Y lo hace como solo puede hacerlo una guerra. Podemos repetir el lugar común recordando aquello de que uno es la extensión de la otra por vías pacíficas; y aun esto es una verdad a medias. Solo tienen que asomarse un fin de semana a cualquier campo, no ya estadio profesional, de infantiles a poder ser, y escuchar. No a los niños, lo que forma parte de los gajes del oficio —la guerra psicológica, que diría Luis Aragonés—, sino a los adultos. Lo que sueltan por la boca algunos respetables padres (y madres) de familia solo es comparable a los intercambios lingüísticos entre una y otra vera de la línea del frente. Desde las Termópilas al Ebro, pasando por Verdún. La explicación es simple: el fútbol es un juego convertido en deporte transformado en negocio tamizado de espectáculo. En manos del hombre, es un lugar al que se viene a ganar o perder. Y del que pierde nos acordamos exactamente lo que dura el árbitro en detener el pitido final que da por declarado al vencedor. Por eso es la guerra. En ocasiones, más importante. En 1914 el Gobierno inglés suspendió todas las competiciones deportivas con excepción del fútbol. La temporada 1914-15 se jugó completa porque los ingleses aún creían que la contienda sería cosa de semanas y no vislumbraban la matanza que se avecinaba. Por si acaso, en febrero de 1914 se creó el Football Batallion, iniciativa para reclutar a futbolistas y defender al país. Muchos jugadores perderían la vida en las trincheras franco-belgas. Los que se negaron a luchar, como Jimmy Hogan, eran traidores a los que solo el tiempo —y el fútbol— perdonaría.  

No me malinterpreten. Amo el fútbol, está en mi lista particular de filias al nivel de la literatura, el cine y los cómics. Podría decir, como Albert Camus, que todo lo que sé del mundo lo aprendí en el fútbol, pero mentiría. Es solo casi todo, el resto lo aprendí de los libros, los cómics y las películas. Lo único cierto es que el fútbol, el juego más hermoso inventado por el ser humano (obviemos que fue un inglés, según la versión aceptada), es la más fiel metáfora de la vida. Capaz de albergar lo mejor y lo peor; un lugar al que, como a la guerra, se viene a vivir o morir. Por eso el fútbol es la única guerra hermosa y, para bien o para mal, toda la belleza del mundo cabe en los límites de una cancha de juego. También, en ocasiones, todo el horror. Lo hizo el 29 de mayo de 1985 en el Estadio de Heysel de Bruselas, en Bélgica, donde en los prolegómenos de la final de la Copa de Europa entre el Liverpool y la Juventus se dejaron la vida en las gradas treinta y nueve aficionados, la mayoría juventinos. Aquel partido, que nunca debió haberse jugado, comenzó con hora y media de retraso y cuando Platini marcó el gol (de penalti) que les daría la victoria a los italianos todavía quedaban cadáveres sin retirar de la grada.

La violencia ha estado asociada al fútbol desde sus orígenes, sostiene Jonathan Wilson, periodista británico bien conocedor del fenómeno ultra. Y esto ha sido así porque el fútbol ha servido siempre como válvula de escape de conflictos y desigualdades de índole política. Su explosión fue a partir de la década de los setenta, coincidiendo con las grandes reconversiones industriales que dejaron a millones de trabajadores en la calle. Heysel señaló para siempre a una especie, el hooligan, que trasladó la guerra a la grada. Solo recuerden su vocabulario: frentes, comandos, brigadas, bloques, batidas o salir a cazar. Grupos integrados por soldados cuyo uniforme son los colores de su equipo. Carne de cañón lista para saldar en las calles las cuentas que quedan pendientes en la cancha. O antes de entrar a ella. Heysel fue solo el gran inicio de un fenómeno con manifestaciones tan esporádicas como trágicas. La última, el 1 de febrero de 2012 en el Estadio de Port Said, Egipto, tras concluir el partido entre el Al-Ahly y el local Al-Masry. Tras la victoria de este último, un grupo de sus ultras cargó contras los aficionados del capitalino Al-Ahly. Un total de setenta y cuatro personas fueron asesinadas aquella noche en un país que, tras la fallida Revolución blanca de 2011, sigue siendo un polvorín custodiado con mano de hierro por los militares.

El hombre es un ser primitivo que se deja llevar por sus instintos. Lo sabe cualquiera con dos dedos de frente y lo saben las manos que mecen las cunas. Por eso el fútbol siempre ha sido una herramienta de la que tirar a conveniencia. Para enardecer expresiones de patriotismo, léase la Argentina de los milicos durante la guerra de las Malvinas; o de control, léase el uso que los regímenes comunistas hacían del juego, cuyos principales equipos estaban siempre asociados a los brazos fuertes del Estado, ejército y policía. En el caso de España, control y proyección (inter)nacional del país siempre han ido de la mano. Desde la Guerra Civil hasta que Iker Casillas levantó la Copa del Mundo al cielo de Johannesburgo el 11 de julio de 2010. Pasando por el franquismo —que explotó hasta la saciedad el gol de Marcelino ante las hordas comunistas en la Eurocopa de 1964—, y sin olvidar el més que un club, l’expressió d’una nació barcelonista.

Todo forma parte del juego y bien haríamos en asumirlo y pasar página.

Por culpa del fútbol se ha muerto y se ha matado. Murieron algunos de los jugadores del FC Start cuya leyenda, en mitad de la Segunda Guerra Mundial, es quizá una de las cumbres más románticas del deporte y sirvió de inspiración para al menos media docena de películas, la más famosa (y la versión más libre), Evasión o victoria (1981). Como película no pasa de mediocre y maravillosa al mismo tiempo, pero encierra dos verdades absolutas. La primera es que nadie como Pelé, en la escena en que expone la táctica del partido trazando con una tiza sus movimientos para driblar alemanes hasta meter el esférico en la portería germana, ha explicado la esencia del juego. La segunda es que Sylvester Stallone es, sin discusión, el peor portero de la historia; incluso peor que actor.

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Ultras del Al-Ahly, 2015. Fotografía Amr Sayed Cordon Press.

Nótese que he dicho leyenda, con título incluido, El partido de la muerte (película de 1963), y no historia, porque esta es mucho menos romántica. En la Kiev ocupada por los nazis en 1942, varios exjugadores del Dinamo y el Lokomotiv fundaron un equipo que, entre el 21 de junio y el 6 de agosto, disputó una docena de encuentros con combinados de distintas guarniciones militares. Los ganó todos por amplias goleadas, pero el último, el 9 de agosto, inauguró un mito que, a grandes rasgos, sigue así: el combinado alemán, el Flakelf, integrado por pilotos y soldados de la defensa antiaérea, se juega su prestigio como fuerza de ocupación; los ucranios, su supervivencia. Deben perder, de lo contrario morirán. Eligen honor y pagan frente al pelotón de fusilamiento. Lástima que sea todo falso.

Es cierto que el partido tuvo lugar y que los locales ganaron. También que cuatro jugadores del Dinamo murieron, tres fusilados en el campo de detención de Syrec, en los alrededores de Kiev, y uno torturado por la Gestapo; pero no por la afrenta a los alemanes, sino días después de un partido cuyos testigos presenciales dicen que fue limpio y correcto por ambos lados. Las víctimas fueron asesinadas porque había una guerra y los alemanes estaban obsesionados con los espías y saboteadores. Todos sabían que el Dinamo era un órgano del NKVD, la policía secreta soviética.

Muchas décadas después, el partido de la muerte sigue siendo carne de propaganda. El estreno de la última versión cinematográfica del mismo, la rusa Match (2012), se pospuso en Ucrania porque coincidía con la Eurocopa y los jugadores ucranios eran presentados como colaboracionistas. Mucha historia había ya en los estadios. Cualquier encuentro que enfrente a las selecciones de Ucrania, Alemania, Polonia o Rusia acaba por desbordarse a causa del peso de la historia, nada amigable, que comparten los cuatro países.   

Andrés Escobar Saldarriaga era un defensa colombiano. Tenía fama de elegante y tranquilo y, tras un mal resultado, solía recordar a los periodistas que «la vida no termina aquí». Aquí era el terreno de juego. Pero la suya finalizó diez días después de su último partido con la selección colombiana en el Mundial de Estados Unidos de 1994. Aquel día, Escobar tuvo la mala fortuna de marcar en propia meta, gol que a la postre significaría la eliminación de su país. El 2 de julio de 1994, Humberto Muñoz Castro, chofer de los hermanos Pedro David Gallón Henao y Juan Santiago Gallón Henao, conocidos narcotraficantes y paramilitares, vació su revólver sobre Escobar, quien minutos antes había intercambiado palabras con sus jefes. Siempre se dijo que su muerte era una venganza relacionada con las apuestas deportivas del país. Lo cierto es que en la época de la violencia chica —las guerras entre el Estado, los paras y los narcotraficantes durante los años ochenta y noventa— fútbol y narco siempre han estado relacionados en Colombia.

El fútbol ha provocado guerras y las ha finalizado. Entre el 14 y el 18 de julio de 1969 las repúblicas de El Salvador y Honduras se fueron a la guerra durante cien sangrientas horas. La razón oficiosa fue la creciente tensión entre ambos países con motivo del partido de clasificación para el Mundial de 1970 que enfrentó a ambas selecciones nacionales. Sobra decir que ambos países estaban en manos de militares y terratenientes corruptos (perdón por el oxímoron), ocupados en incentivar el odio entre los pobres hondureños y los vecinos más pobres, los trescientos mil inmigrantes salvadoreños que trabajaban en el banano. «Hemos roto las relaciones con El Salvador. Posiblemente haya una guerra». La noticia la dio a los jugadores hondureños, en el mismo vestuario del Azteca de Ciudad de México, el coronel y embajador Armando Velázquez. Era el 27 de junio de 1969 y faltaba poco para lo inevitable. Aquel día El Salvador había sellado el pase al Mundial en el tercer encuentro de desempate (3-2, entonces no había goles con valor doble) de un choque más parecido a una pelea de bandas callejeras que a una eliminatoria mundialista. En realidad, fue la Junta Militar salvadoreña, comandada por Fidel Sánchez Fernández, quien disparó primero mandando unos aviones —que, de viejos, a duras penas conseguían volar— sobre Tegucigalpa mientras sus soldados cruzaban la frontera hondureña. Honduras replicó encerrando en campos de concentración a los salvadoreños que trabajaban en su territorio. «A algunos los tenían recluidos en el Estadio Nacional. Metían un tiro a una persona y decían que era salvadoreño. Y olvídate», recordaría mucho tiempo después el jugador hondureño Miguel Ángel «el Shinola» Matamoros. El estadio convertido en matadero es un clásico que perfeccionaron como nadie los militares chilenos tras el golpe de 1973.

Estadio Olímpico, Estambul, 2014. Fotografía Cordon Press.

Aquella «guerra del fútbol», como la bautizaría el periodista polaco Ryszard Kapuściński, dejó entre dos mil y seis mil muertos según los distintos recuentos, unos quince mil heridos y a El Salvador debutando y haciendo el ridículo (por si la guerra fuera poco) en el Mundial: perdió los tres partidos, recibió nueve goles y no marcó ninguno. Tras diez años sin relaciones entre los dos países, estas fueron retomadas: con un partido.

Hay quien sostiene que la guerra en la antigua Yugoslavia empezó la tarde del 13 de mayo de 1990 en el Estadio Maksimir de Zagreb sin dar tiempo siquiera a que el Estrella Roja y el Dinamo de Zagreb se disputaran el balón. Tiempo después, Zvonimir Boban, futbolista de toque exquisito y uno de los protagonistas de aquel día, declararía: «Ahí estaba yo, una cara pública, dispuesto a arriesgar mi carrera, todo lo que la fama puede comprar, por un ideal, por una causa: la causa croata». «Ahí» era Boban en mitad del campo y lanzándole una patada a un policía que estaba aporreando a un seguidor croata. La foto dio la vuelta al mundo. Es cierto que la explosión de Yugoslavia era solo cuestión de tiempo. Lo es también que el fútbol solo era el adelanto de lo que estaba por llegar. En la Prva Liga, máxima competición yugoslava, participaban dieciocho equipos, cada uno con una afición de marcada ideología. El FK Sarajevo representaba a los bosnios musulmanes; el Zrinjski Mostar, a los bosniocroatas; el Borac Banja Luka, a los serbobosnios. El Dinamo de Zagreb era la quintaesencia del nacionalismo croata, hasta el punto de que Franjo Tudjman, presidente que declararía la independencia de la joven república en los albores de la guerra, llegó a ser su máximo mandatario. El Estrella Roja, por supuesto, era su némesis, imagen de la pureza serbia y del unionismo yugoslavo de la era Tito. Y así hasta completar dieciocho equipos. Aquel partido que nunca fue sería el culmen del fenómeno hooligan, marcando su paso de la grada a la trinchera, ya que muchos de aquellos ultras engrosarían las unidades militares que se masacrarían mutuamente durante los siguientes cuatro años. Allí estaba, por ejemplo, Željko Ražnatović, alias Arkan, patriota serbio, a quien los propios servicios secretos de Slobodan Milošević habían dado vía libre para que ensayara en la grada lo que después haría con sus Tigres en Bijeljina y Zvornik a los musulmanes bosnios.

El 22 de junio de 1986, en el Estadio Azteca de la ciudad de México, Maradona devolvió el orgullo a todo un país herido tras la humillación ante la Marina británica en las Malvinas cuatro años antes. Es cierto que no fue la mano de Dios sino la de Diego, pero lo supo este al bautizar su gol, lo certificó Mario Benedetti cuando dijo que aquel gol «es, por ahora, la única prueba de la existencia de Dios», y lo entendió un país, que estalló con la narración que Víctor Hugo Morales hizo del segundo tanto al preguntarse, al borde del éxtasis, «¡Barrilete cósmico, de qué planeta viniste, para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina!».

Catarsis colectiva o redención personal. Para esto último le sirvió el fútbol al alemán Bert Trautmann, exparacaidista en la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial, preso de los aliados en Inglaterra, país que nunca abandonó para acabar convirtiéndose en una leyenda en el Manchester City, con quien ganó la FA Cup en la temporada 55-56 y donde jugaría quince años.

Porque, si el fútbol puede iniciar una guerra, también puede pararla. Lo hizo hace ciento tres años en la localidad belga de Ypres, cuando británicos y alemanes dejaron de matarse por unas horas en la Navidad de 1914 y acabaron echando un partido. Lo hace cada día, en cualquier campo de refugiados de mundo, cuando unos niños olvidan la barbarie a su alrededor corriendo detrás de un balón hecho de harapos. Esa, y solo esa, es la grandeza del juego.

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3 Comments

  1. Viejotrueno

    Buen artículo, me acordé de la triste historia de Matthias Sindelar, que también habría encajado perfectamente

  2. Impresionante y duro articulo sobre el futbol. Aunque la historia del ser humano del juego con una circuferencia empieza centenares de años antes con el tlachtli o el cuju chino.

  3. Muchas historias tristes en elmundo de fútbol. Para que nos lo hagamos mirar los que nos dedicamos a esto. Estoy de acuerdo con «viejotrueno», también se me vino a la mente Matthias Sindelar al leer el artículo. Y otras muchas que no conocemos, lamentablemente.

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