Zora Neale Hurston sabía que estaba inmersa en una etnografía, esa versión ralentizada, pacífica e intencionada del reporterismo, cuando por fin pudo viajar a entrevistarse con Kossola, un anciano reticente, muy herido y de peor memoria, que había vivido la peor de las historias y no iba a ponérselo fácil. Hurston, que escribiría un libro tras sus encuentros, no estaba dispuesta a aceptar pactos más que con él. A quienes superan todos los impedimentos que les pone la vida es difícil hacerles cambiar de opinión sobre por qué hacen lo que hacen, para qué y cómo lo hacen. Sea cual sea el precio a pagar. Era mujer. Era afroamericana. Había escrito ficción y a los treinta y cinco años había logrado una beca para estudiar Antropología en una escuela vinculada a la Universidad de Columbia.
En la Nueva York de 1927 no debió de ser fácil para ella que uno de los fundadores de la antropología norteamericana, Franz Boas, le encargara su primer acercamiento a la tarea de recolección de cultura popular negra del sur de Estados Unidos por la que ha pasado definitivamente a la historia. Como tampoco debió de ser fácil convencer a la mecenas que financió sus viajes y escritura durante cuatro años, Charlotte Osgood, para que creyera en su proyecto y apoyara su intención de no modificarlo, aun cuando ambas fueran conscientes de que pagarían su coherencia con el vacío y un silencio de décadas.
El libro que escribió, Barracoon, acaba de ser publicado tras ochenta y siete años inédito.
Cuenta la historia de aquel anciano, Kossola, a quien se suponía último superviviente del Clotilda, el último transporte de cautivos de África a Estados Unidos. Con apenas dieciocho años, Kossola, nacido en 1841, acababa de llegar a Banté, actual Benín. Iba a casarse. No pudo. Un grupo de amazonas negras al servicio del rey de Dahomey le secuestró junto a ciento quince personas más. Tras sobrevivir a la captura, a las cabezas cortadas del combate perdido, a la destrucción de su gente, de su pueblo, de su mundo y a varios meses encadenado en el barracón que da título al libro, fue vendido al capitán estadounidense William Foster. Tras una travesía por el Atlántico que duró setenta días y que Kossola pasó encerrado en un espacio de menos de metro y medio de alto, lo desembarcaron en Alabama y lo entregaron a una plantación. Sobrevivió al trabajo esclavo. A la guerra civil. A las leyes de segregación racial y a la Gran Depresión, y alcanzó a contar su historia sesenta y siete años después del día en que fue hecho prisionero.
Para escuchar a Kossola, Hurston atravesó Estados Unidos de norte a sur tres veces en dos años. Pasó más de tres meses en total sentada y caminando junto a una persona que muchos días decidía no hablar por una mezcla de agotamiento, tristeza, trauma e incluso desconfianza. Además había que llevarle comida. Y no solo comida. También dinero. Tuvieron que pagarle para que aceptase seguir adelante. La historia de Kossola —Cudjo, para quien no podía o no quería pronunciar su nombre y lo rebautizó como Cudjo— era conocida. Por eso Hurston había sabido de él. Otros antropólogos habían escuchado sus cuentos, centrados en recuperar cómo era la vida diaria de los pueblos africanos. La prensa viajaba a Africatown, Alabama, y lo contaba al público. A la prensa de hace un siglo ya le encantaban los últimos de cualquier batalla convertida en esa anécdota de su propia escasez. Hurston no descubría nada nuevo. No buscaba una exclusiva ni una investigación trepidante que la llevara a la gloria. Aceptó todo lo que tuvo que aceptar menos cambiar de intención. Aceptó incluso que Kazoola, de ochenta y seis años, desesperado, vendiera a veces las notas de la antropóloga a la prensa sensacionalista del momento. Pero ni Hurston ni su mecenas, de apoyo inquebrantable, tiraron la toalla. Porque sabían lo que estaban haciendo.
La antropóloga tardaría tres largos años en dar forma a las ciento diecisiete páginas en las que condensó aquellos meses de conversaciones que no verían la luz hasta hoy. Una vez terminada la escritura, las editoriales la rechazaron porque no aceptaron que Hurston decidiera limitarse a transcribir el vocabulario y la gramática del hombre y lo hiciera en primera persona. En la de él. No aceptaron el movimiento por el Hurston convertía su antropología en un instrumento para dar voz a Kossola, en la voz y la expresión de Kossola, en vez de adaptar el texto al inglés estandarizado. La autora no quiso darle una línea de traducción, contexto o valoración más allá de lo estrictamente necesario para que se entendiera. Sin ahorrarle una gota de esfuerzo al lector. Hurston nunca se plegó a las dificultades logísticas, a los dilemas éticos ni a la indiferencia del mercado. Se mantuvo firme en su criterio.
Quizás porque era mujer, afroamericana y antropóloga, sabía que tenía que contar a Kossola como Kossola se contaba a sí mismo. Sabía que a quien había sido esclavizado, convertido en objeto y propiedad de otro ser humano, no podía hurtársele hasta su posibilidad de contarse. Sabía que su intención, explícita desde el principio, era limitarse a colaborar con él. Escuchar algo que era de Kossola —la historia de su vida, probablemente su posesión de más valor— y ejercer el poder del oyente que transcribe para convertir esa historia en bien común, con intención redistributiva, hacia la sociedad y su mejora, pero siempre al servicio de Kossola, no al de la antropóloga ni al de editorial alguna. Aunque por eso nunca se publicara. Su acto de resistencia fue ese. O se hacía como ella consideraba que tenía sentido, o prefería dejarlo.
De ahí que comience con la escenificación de un acto simbólico de entrega del bastón de mando del relato. Barracoon recogerá tu voz, en tu forma y con tu intención, parece decirle Hurston a Kossola al transcribir esto: «I want tellee somebody who is, so maybe dey go in de Afficky soil some day and callee my name and somebody dere say ´yeah, I know Kossula. I want you everywhere you go to tell everybody whut Cudjo say, and come I in Americky soil since 1859 and never see my people no´mo». (‘Quiero que si alguien va a África y dice mi nombre alguien responda que me conoció, que cuentes lo que dije, que vine aquí en 1859 y nunca más vi a mi gente’).
El resto está en el libro.
Hurston viviría tres décadas más y moriría sola y en la pobreza, limpiando casas en Florida; está enterrada en una (coherente) tumba sin nombre.
Gracias por esto tan maravilloso, Alberto. Gran artículo.
Gracias por la lectura, y en especial modo por la noticia.