En 1950 una conversación entre Edward Teller (físico de origen húngaro, 1908-2003), Herbert York (físico nuclear americano, 1921-2009), Emil Konopinski (científico nuclear de origen polaco, 1911-1990) y Enrico Fermi (físico italiano, 1901-1954) dio como resultado la pregunta de este último que daría pie a la paradoja de Fermi: ¿dónde están todos?
Se refería, desde luego, a los alienígenas. El hombre que contribuyera a la creación de la bomba atómica se preguntaba dónde están nuestros vecinos espaciales si la vida en el universo es una probabilidad difícil de cuestionarse. Si hay tantos millones de galaxias, y tantos posibles planetas similares a la Tierra (no se sabía entonces, pero las actuales teorías hablan de cientos de miles de planetas similares el nuestro solo en nuestra galaxia), y siendo el carbono (la base de nuestro ADN) uno de los elementos más comunes en el universo, ¿por qué no ha venido todavía nadie a visitarnos? ¿O, al menos, por qué no hemos encontrados signos irrefutables de su existencia?
La paradoja de Fermi, que se encuentra con un importante punto de apoyo en la hipótesis de la Tierra especial (que postula que el surgimiento de vida pluricelular en la Tierra se debe a una serie de coincidencias extremadamente difíciles de repetir), surgió en una época en que los avistamientos de platillos volantes proliferaron en Estados Unidos con obsesiva continuidad. El autor italiano Tommaso Pincio (seudónimo de Marco Colapietro) recoge en su libro Gli Alieni (2006) la curiosa anécdota de los platillos volantes y los cubos de basura. Ante el robo de cientos de cubos de basura propiedad del ayuntamiento de la ciudad de Nueva York y la oleada de avistamientos de platillos volantes, el dibujante satírico Alan Dunn decidió unir ambos hechos: los ovnis robaban cubos de basura. ¿Por qué, para qué? Que nadie ose cuestionarse los métodos alienígenas. Y, aunque disparatada y jocosa, esta historia tiene su doloroso reverso: el hecho de que no hay manera de ponerse en contacto con otra raza galáctica señala que, tal vez, no la haya. Se establece una conexión entre dos hechos, en apariencia igual de absurdos.
Así pues, no es de extrañar la pregunta de Fermi: ¿dónde están todos?
La respuesta, de momento, es desalentadoramente clara: en la ficción.
Los científicos en general no son ni ajenos ni escépticos al poder de la ficción. El propio Carl Sagan estableció muchas de sus teorías de contactos con alienígenas en su novela Contacto (1985, editada en nuestro país por el sello Nova de Ediciones B). De las múltiples teorías sobre lo que ocurriría si la humanidad contactara con una raza de otro planeta, la actual ciencia ficción, tanto en literatura como en cine y videojuegos, ha adaptado las nuevas líneas de pensamiento científico a sus historias. De este modo nos hemos encontrado con El problema de los tres cuerpos del autor chino, ganador del premio Hugo, Cixin Liu (1963), cuya extravagante teoría de un mundo con fluctuaciones de clima extremas que empuja a sus habitantes a una invasión interplanetaria se vio curiosamente «demostrada». No, no estamos sufriendo una invasión alienígena, que sepamos, pero las fluctuaciones en Próxima Centauri (la estrella más cercana a nuestro sistema solar y, curiosamente, lugar donde se ubica el planeta extraterrestre en la citada novela) afectan de manera increíble al planeta Próxima B, descubierto en 2016 y del que se dijo, en un principio, que se encontraba en la zona habitable de su sistema. En la novela, las violenta acometidas de la enana roja que tiene el planeta por estrella, unido a la gravedad simultánea de tres cuerpos celestes, da como resultado un mundo en que las estaciones no tienen una duración determinada y se mueven en grandes extremos: un invierno puede durar unos meses, y el verano unos segundos. En este escenario la vida parece complicada, pero el autor fabula con una raza que vive en este clima extremo y planea la invasión de un cercano planeta cuyas condiciones son mucho más amables: la Tierra.
Aprovecha el autor chino para saldar una cuenta pendiente con la humanidad. Alejar el fenómeno alienígena de Estados Unidos y establecerlo en una China comunista herida aún por su pasado. La tradición de considerar a Estados Unidos como eje central de la actividad ovni se estableció en 1947, con la primera mención a un «platillo volador» por parte del piloto Kenneth Arnold. Desde entonces, se ha presupuesto que si hay un contacto con otras razas será allí.
No mucho se aleja el autor Jeff VanderMeer (1968) de Estados Unidos con su trilogía Southern Reach, adaptada recientemente al cine por Alex Garland (1970). En esta obra, editada en España por Destino y compuesta por tres libros que no se regalan en páginas, se narra la caída de un ente extraterrestre a la Tierra, dando como resultado una zona de cuarentena en que la flora y la fauna se ven terriblemente afectadas por el contacto con el ser de otro mundo. El resultado es una mezcla de ADN entre lo terrestre y lo extraterrestre y una incontinencia creativa por parte de la naturaleza que acaba por afectar, inevitablemente, a los humanos. Aunque la película de Garland, estrenada en Netflix y protagonizada por Natalie Portman (1981), se centra casi exclusivamente en el primer libro, Aniquilación, establece algunas de las bases de las que somos testigos en la lectura del resto de la saga. El resultado es una atípica historia de contacto extraterrestre cuya naturaleza no queda del todo clara en las novelas: VanderMeer juega al despiste, a no terminar de explicar nada, y aunque la película ahonda en el tema alienígena, tal vez los lectores de los libros debieran coger esta explicación con pinzas.
Lo que sí queda definido es el Área X, esa porción de tierra con una loca naturaleza que parece querer adueñarse de todo, y que mezcla animales con plantas o con restos humanos al libre albedrío. Una reminiscencia a otra gran obra sobre contactos extraterrestres; una que pone la interrogación en nuestro papel como especie en el universo: Stalker, de Boris y Arkadi Strugatski (1933 y 1925), la novela en que se basa la famosa película de Andréi Tarkovski (1932) estrenada en 1979. En esta historia, reeditada recientemente por Gigamesh, los extraterrestres vinieron, pasaron el rato y se marcharon, y el resultado son unas zonas en que un montón de basura alienígena se ha convertido en auténticos tesoros por los que se paga una fortuna. Los stalker son los encargados de adentrarse en las zonas y extraer la chatarra que puedan. ¿Esa es la posición que nos reserva el universo a la raza humana? ¿Chatarreros y carroñeros de otras razas superiores? Tal es el mensaje que parece destilar de gran parte de la obra de ficción enfocada en el contacto con seres de otro mundo; el de la inferioridad humana. La muerte completa de las ideas antropocéntricas.
La cara más amable recientemente la pone la película La llegada (Denis Villeneuve, 2016) y basada en el relato corto «La historia de tu vida» del autor Ted Chiang (1967). Aquí los extraterrestres (una especie de gigantescos calamares) tratan de enseñarnos a usar su idioma, que es la clave para percibir el tiempo como un todo, un círculo, en lugar de la forma lineal en que lo concebimos los seres terrenales. El contacto con estos seres resulta tremendamente beneficioso para la humanidad, que crece y se desarrolla hasta límites insospechados gracias al descubrimiento.
En España han aterrizado pocos extraterrestres antes y después de El milagro de P. Tinto (Javier Fasser, 1998). No podemos olvidarnos de Extraterrestre (2011), la cinta dirigida por Nacho Vigalondo (1977) que imagina una invasión de platillos volantes en mitad de un trío amoroso. España no se prodiga en espectacularidad en lo que a asuntos ajenos a la Tierra se refiere, pero en literatura tiene bastante más que decir. Como en Arañas de Marte (Valdemar, 2017) la novela de Guillem López (1975) en que los aliens nos invaden a través de la mente. Una narración que vuelve a moverse en supuestos, que no deja clara ninguna respuesta y se puede entender desde el prisma de una invasión, de un amistoso contacto, o de la locura de una serie de personajes que se imaginan cosas.
Más surrealista, aunque también más alejado de los convencionalismos, resulta el contacto imaginado por Laura Fernández (1981) en El show de Grossman (Aristas Martínez). Aquí, el planeta Rethrick es fan de la Tierra; de su cultura, de su basura, de sus maneras y de sus absurdos; presentando personajes perdedores y perdidos de ambos mundos. Parece que no siempre vamos a ser nosotros los impresionados con una raza alienígena superior. Aquí una escritora de ciencia ficción ha sido condenada al ostracismo y la indiferencia del público terrestre, mientras en el otro planeta es una auténtica best seller. Paradojas del espacio, oiga.
Pero, volviendo a Fermi y a su maldita pregunta: ¿dónde están? La obsesión por esa respuesta ha alimentado nuestra (ciencia) ficción desde que el ser humano dejó atrás ciertas creencias y perdió la manía de quemar a astrónomos en plazas públicas bajo la atenta mirada del clero. La respuesta más extendida actualmente es que las distancias en el universo son demasiado grandes; exageradamente imposibles de abarcar por la raza humana y, probablemente, por ninguna otra raza por muy avanzada que esté. Deberíamos ser vecinos y encontrarnos a muy pocos años luz para poder establecer un contacto. Por eso, la ficción es lo que nos queda. Uno puede mirar a los telescopios, los instrumentos del SETI («La gran oreja») e imaginar el tremendo silencio que están captando. La naturaleza en movimiento: colisiones, planetas muertos, órbitas, luces. Y continuamente lanzamos un mensaje, pero nadie responde. Por eso, volvemos a los libros, las películas, el arte, capaz de crear otros mundos que sí estén habitados. Pero, ¿bastará con eso? Hay otros mundos, pero están en este, que decía el poeta Paul Éluard.
Y mientras artistas de todas las épocas y razas siguen componiendo historias de contacto entre especies de otros mundos, anhelando que la suya sea la aproximación más certera, en la Tierra seguimos preguntándonos lo mismo desde hace más de medio siglo: ¿dónde están todos?
No sé a usted, pero esa pregunta que trasuda humana esperanza, me lleva a la otra: cómo haremos para posibilitar la existencia de nuestra única raza sobre esta roca enfriada a la cual estamos calentando sobre manera. Si para existir fue necesario una increíble fortuna, una especie del primer premio del super enalotto, es espeluznanate constatar que son contadas con los dedos de la mano las posibilidades para desaparecer. Me conformo dejándome llevar por el frenesí de la vida, pensando que todo es mecanicismo puro: los universos, como sus contenidos, nacen y mueren sin dejar rastros; el misterio de la percepción de nosotros mismos, nuestra conciencia, un día, cuando explicada, lo observaremos y diremos, como nuestros antepasados que aceptaron el heliocentrismo, que no podía ser tan lógico y simple. Talvez la falta de vecinos inteligentes entre en estas categorías de simplicidad y lógica, es duro aceptarla pero habrá que resignarse, de la misma manera como cuando reflexionamos sobre nuestra presencia. Además, si existen, serían un problema y no un beneficio. Gracias por la lectura.
el problema de estas preguntas y de las conjeturas generadas en el arte es que estamos amarrados a la perspectiva humana, a nuestra historia y como nosotros hemos establecido contacto entre nosotros, eso se reduce a yo te conquisto o tu me conquistas y todas sus variantes posibles.
parafraseando a quien no recuerdo todos los alienigenas que nos ha presentado el arte solo son hombres disfrazados.
La existencia de la humanidad una minúscula muesca temporal en la vastísima vida del Universo conocido, y si encima nos centramos ya en el porcentaje de esa muesca en el que existe la posibilidad tecnológica de enviar señales de radio relativamente potentes como captar señales (no solo de radio sino de otros campos como el gravitatorio), nos encontramos con unos 50 años sobre una línea temporal de miles de millones de años. No digo que no hubieran, hayan o pueda haber otras ‘civilizaciones’, pero de ahí a que ‘su muesca temporal’ coincida más o menos con la nuestra, incluso aunque fueran artefactos a posteriori (en caso de que por lo que fuera dicha civilización hubiera dejado de existir)…bueno, la probabilidad en ese caso se reduce a eso…a casi cero.
¿ Que donde estan todos ? Bueno, quizas podrian aportar algo de luz tanto los servicios secretos como las elites militares de las principales potencias que se dedican a guardar (¿ocultar?) celosamente documentos, archivos, informacion confidencial, etc, tambien conocido como «secretos de estado» y que suelen afectar a la «seguridad nacional». Aunque de vez en cuando les de por desclasificar publicamente algunos de ellos como migajas de pan que se ofrece a las palomas. Eso si, es de suponer que siempre que dicha informacion sea practicamente intrascendente, poco o nada reveladora. En cualquier caso, en mi opinion el principal motivo por el que nunca nadie (o casi nadie) verá un alien en su vida puede ser el mismo motivo por el cual un animal de cualquier selva o lugar inhospito y apartado de la tierra probablemente tampoco nunca verá en su vida un ser humano (aunque existan unos 7000 millones de dichos seres desinformados)
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