La obra conocida del escritor Íñigo Ybarra Mencos se limita a la aventura africana De Misima a Simajiro (2000), los apuntes del Camino de Santiago en A trompicones (2001), los cuentos de La encina del francés (2003), la estupenda biografía El doctor Thebussem. La realidad de la ficción (2009) y la novela Las ardillas (2010), porque su obra desconocida circula todavía firmada por notarios, cazadores, galeristas, empresarios, marquesones y ganaderos que financiaron los discretos excesos de Íñigo a cambio de su discreción. Si en Un ensayo autobiográfico (1970) Borges se burlaba de uno de los «negros» sevillanos del fundador de la revista ultraísta Grecia que solía decir «Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema», la guasa de Íñigo Ybarra tenía más arte todavía: «Me voy a la sierra de Huelva para ambientar el próximo safari de Javierito». Así, gracias a Íñigo en las memorias de África de más de un socio del Aero y de Pineda, los leopardos acechan desde las encinas, las gacelas huyen entre los alcornoques y los cochinos arremeten contra los babuinos que osan tocarles las bellotas.
Sin embargo, en sus libros de reconocida autoría, Íñigo Ybarra nos entregó páginas de temblorosa belleza como A trompicones (Guadalquivir), donde el paisaje, los aromas y los sabores más elementales nos interpelaban desde algún desván perdido de la memoria, porque en su peregrinación a Santiago tenían más protagonismo los huertos rumorosos, las colinas onduladas, el olor del pan por la mañana y las veredas perfumadas de tomillos. Por otro lado, El Doctor Thebussem (Renacimiento) de Iñigo Ybarra es una biografía fascinante a la altura de Riesgo y ventura del Duque de Osuna (1930) de Antonio de Marichalar, porque Íñigo no se extravió en tortuosas profundidades ni indagó por las motivaciones psicológicas de Thebussem. Todo lo contrario: al recrearse en las diversas obsesiones de su personaje, Íñigo Ybarra lo convirtió en un genuino «hombre de acción» de la lectura, la erudición y la bagatela. ¿Es que la filatelia es un quehacer apasionante? ¿O la encuadernación de menús? Para una exquisita minoría Íñigo Ybarra nos regaló la biografía de un erudito que podía leerse como una novela de aventuras. En ese aire escribió su novela Las ardillas (Metropolisiana), primera entrega de una trilogía que dejó inconclusa cuando falleció a fines del 2015.
Si al comienzo de La Cartuja de Parma (1839) Fabrizio del Dongo buscaba el campo de batalla sin saber que estaba dentro de la batalla, en Las ardillas el narrador Luis Monsalve recuerda los días transcurridos entre el verano de 1974 y noviembre de 1975 sin advertir los cambios de la historia política española, porque en la novela Luis Monsalve era un adolescente a punto de examinarse para ingresar a la universidad y por lo tanto más interesado en las fiestas, los veraneos, las chicas, los viajes y la lenta vivencia de un presente que uno jamás asociaría al clásico carpe diem, porque las criaturas de Las ardillas parecen roedores que corren hacia ningún sitio dentro de las ruedas de un escaparate mientras el narrador Luis Monsalve las observa pensativo. La edad de los protagonistas es uno de los múltiples aciertos de Íñigo Ybarra, ya que los lectores más finos reconocerán el advenimiento de la Transición entre los esparcimientos de aquellos jóvenes despreocupados e inconscientes.
Quizá por ser la primera novela de una trilogía inconclusa, los sucesivos capítulos se me antojan una suerte de dramatis personæ que nos van introduciendo a los distintos personajes y sus circunstancias. Por otro lado, la ciudad de Las ardillas es una Sevilla hilvanada con retales del pasado para que el lector contemporáneo descubra perplejo cómo es que fueron nuevos algunos vetustos lugares del presente, porque el prestigio de lo antiguo siempre ha propiciado en Sevilla el alumbramiento de lo rancio. En cualquier caso, para mí lo más curioso fue descubrir cómo aquellas viejas familias sevillanas consentían la existencia de hijos extraconyugales porque al fin y al cabo las diferencias estamentales colocaban a todo el mundo en su sitio, incluidas las señoras legítimas. Así, a la muerte del tío Joaquín Monsalve las hijas descubrieron la existencia de otra familia y cuando la mayor encaró a su madre la viuda replicó: «No te equivoques, tu padre nunca me engañó. Sé hasta la fecha de nacimiento de cada uno de esos hijos, no teníamos secretos». Como se puede apreciar, la verdad hizo libre… al tío Joaquín.
Por supuesto que Las ardillas no es una novela autobiográfica, porque Íñigo Ybarra Mencos era una suerte de Montaigne sevillano que coleccionaba dinamos, veraneaba en Tomares y leía periódicos del siglo XIX en su casa solariega de la calle San Vicente, aunque era público que frecuentaba una tertulia de trujamanes que le bailaba el agua para que Íñigo los colocara de balde en la residencia del Hospital de la Caridad. Nunca sabremos si alguna de las novelas de aquella trilogía interruptus tenía como protagonistas a esa corte de los milagros de Íñigo Ybarra Mencos.
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Algunos libros nunca disfrutaron de la atención que merecían y ciertos autores fallecidos en su plenitud corren el riego de ser olvidados. En Zona de Rescate compartiré mis lecturas de ambas regiones —la Zona Fantasma y la Zona Negativa— porque la memoria literaria es tan importante como la otra. Distancia de rescate (¡gracias, Samanta!): 1985, año de mi venida a España.