Cuando cayó la Unión Soviética, la CIA, paradójicamente, tuvo un problema. Se había quedado sin enemigo. Ahora, con las diferentes amenazas terroristas y los conflictos que en los que se ha metido su país en Oriente Medio, es fácil entender por qué le es útil al Estado, pero hubo un tiempo en el que realmente esto no estaba tan claro. Desde la desintegración de la URSS la agencia pasó de veinte mil a dieciséis mil trabajadores, una reducción de un 20%. Igual que los fondos que recibía.
En la historia de la CIA de Tim Weiner (Legacy of Ashes), Harold Ford, analista que llevaba cuarenta años en la agencia, se quejó de que la CIA se había equivocado en sus análisis sobre la situación interna de la URSS completamente a lo largo de los años. Trascendió que existía una especie de autoengaño en las labores de inteligencia e informes politizados. Años después, en 1997, llegó a haber una conferencia en Gerald R. Ford Library sobre si era necesario que la CIA siguiera existiendo.
Un senador, Daniel Patrick Moynihan, llevaba tiempo trabajando en esa dirección y logró crear una comisión cuyo informe concluyó que no había sido positivo ni para los legisladores ni para los ciudadanos el secretismo del que habían gozado el funcionamiento de la CIA y sugería que debía disolverse y repartir sus departamentos entre otras agencias gubernamentales. Se le acusaba de obstaculizar la democracia.
Ya antes Robert Gates, en 1991, había implantado políticas de transparencia abriendo los archivos y desclasificando documentos. Permitió a cineastas y televisión rodar en sus instalaciones y accedían a revisar guiones para certificar su realismo y fallos. Pero en 1994 todas estas políticas se fueron al traste con el caso Aldrich Ames.
Este oficial de la CIA, a causa de una deuda, vendió a los soviéticos el nombre de los dobles agentes en territorio estadounidense. Todos fueron llamados a Moscú, donde fueron ejecutados o encarcelados. El caso se llamó «1985 losses» (las pérdidas de 1985), y llevó más de ocho años de una investigación conjunta del FBI y la agencia encontrar al culpable, al topo. Era este oficial que, una vez pagada su deuda, siguió pasando información hasta lograr cuatro millones y medio de dólares.
Kent Harrington, director de la agencia cuando estalló el escándalo, reconoció que el caso, en ese momento en el que en los pasillos de Washington se empezaban a escuchar conversaciones sobre disolver la CIA, fue «devastador». Encima, las declaraciones públicas de Ames tras su detención sobre los servicios de inteligencia fueron corrosivas, dijo que la agencia era «una farsa de self-service para arribistas y burócratas» que había conseguido engañar durante generaciones a legisladores y ciudadanos sobre su necesidad y la calidad de su trabajo. Y sentenció que no había necesidad alguna de mantener a diez mil agentes por todo el mundo.
Es aquí donde, leyendo el libro The CIA in Hollywood, How the Agency Shapes Film and Television, de Tricia Jenkins, a uno se le salen los ojos de las órbitas. A la CIA no se le ocurrió otra cosa, solo encontró una forma de salir de esta grave crisis de imagen: crear una serie de televisión.
Cuenta Jenkins que en la agencia ya llevaban tiempo enfadados con que en televisión y en el cine se mostrase a la inteligencia estadounidense como un servicio secreto «oscuro», «deshonesto» y «ciertamente inclinado al asesinato». Según fuentes de la propia agencia que cita, la CIA era consciente de que «Hollywood es la única forma a través de la cual el público aprende lo que es la Agencia, la mayoría de estadounidenses no hacen su propia investigación». Y estaban hartos de ser «sistemáticamente encasillados como los malos en una película después de otra», dice su fuente. De modo que así nació el proyecto de rodar The Classified Files of the CIA, una serie semanal.
El modelo que tomaron fue la serie The FBI, que duró de 1965 a 1974 en la cadena ABC con nueve temporadas emitidas en el prime time familiar. Fue una idea de J. Edgar Hoover para mantener el prestigio de la institución. Cada capítulo se abría con el sello del FBI y en los créditos se daba las gracias a Hoover, que mantenía un control férreo sobre los guiones.
Todos y cada uno se supervisaban minuciosamente y se eliminaba cualquier detalle que pudiera dañar la reputación del FBI por descabellado que fuera. Mostraron una institución de una ética intachable y completamente despolitizada y… funcionó. La vieron cuarenta millones de espectadores cada semana y se exportó a cincuenta países. No obstante, puertas adentro era otra cosa; un agente, Milton A. Jones, velaba diariamente para que no se contratase jamás a «borrachos, chiflados, pervertidos, maricas, yonquis y otros de esta clase», como Jane Fonda o Dalton Trumbo, revela el libro de Jenkins.
La CIA hizo lo mismo. Recurrió a Television Production Partners (TPP), una productora pequeña pero de confianza, que además trabajaba con el viejo modelo de un patrocinador por programa, con lo que estaba asociada con pocos anunciantes, General Motors, Coca-Cola, MasterCard, Coors, Campbell’s, y Clorox, pero que eran auténticas marcas americanas.
TPP quería mostrar las instituciones estadounidenses desde una óptica positiva y fue elegida por eso y porque también se abría en canal para que la agencia tuviese todo el control del producto. Y ahí estuvo el problema inicial que puso sobre la mesa 20th Century Fox en las reuniones de Aaron Spelling y el productor Steve Tisch, que la industria no permitía ese nivel de manipulación directa. Se puede ver en el informe que hizo en 1995 la propia CIA de las reuniones, que está desclasificado
A Hollywood le podría atraer la idea de tomar a la CIA como fuente de historias, pero no que ella contase sus propias historias directamente a través de ellos. En este proyecto, en teoría, la agencia solo desclasificaba casos para que se guionizasen, pero era el oficial del archivo el que los entregaba como creía conveniente. A Hollywood le pareció anormal funcionar así. Sin embargo, 20th Century Fox dio el paso y aceptó los acuerdos. El proyecto fue llevado el comité del Congreso para ser aprobado y se inició el rodaje de un piloto de dos horas. Todo estaba en marcha cuando un cambio en la cúpula de la CIA, la llegada de John Deutch a la dirección en sustitución de James Woosley, echó todo abajo. Deutch ordenó cancelarlo.
En el libro se recogen las impresiones de David Houle, de TPP, que valora lo sucedido tras estar a punto de rodar una serie de televisión a las órdenes de la CIA. Según cuenta, la agencia no solo quería lavar su imagen y justificar su existencia, también querían que la serie les sirviera de propaganda de reclutamiento: «La CIA estaba muy encariñada de Top Gun, esa película fue la mejor herramienta de reclutamiento de la armada —específicamente en la aviación naval— que jamás tuvieron. El reclutamiento se disparó después del estreno de la película».
Pero si el nuevo director canceló todo sin miramientos era porque tenía una idea mejor, una táctica diferente para lograr el mismo fin. Creó la figura del intermediario con la industria del entretenimiento y puso al frente a un chaval de veinticinco años, Chase Brandon. Le eligieron, explica Jenkins, porque era primo segundo de Tommy Lee Jones, de modo que así contaría con mayor facilidad para hacer contactos en Hollywood. Estuvo trabajando once años en ese puesto, hasta 2007.
El modelo de colaboración consistió desde entonces en ofrecer asesoramiento a las productoras de televisión y compañías de cine, consultores técnicos, lugares de rodaje y accesorios. A cambio, solo pedían ver el guion. Si algo no les gustaba, no daban luz verde. Eran, entonces, los propios interesados los que se esmeraban en que a la CIA le gustase su historia. Eso ha conseguido involucrar a la CIA en una cantidad de guiones antes impensable y como a ella le gusta, sin dejar rastro.
Lástima que después salió American Dad.
No le quedaba otra!!