Fotografía: David Datzira
Esta es la historia de Miqui Puig (L’Ametlla del Vallès, 1968), un chaval de pueblo catalán que haría bailar a un país entero. Un niño ciclista que se transformó en new wave abatido, luego mod motorizado, y fundó un gran grupo de música pop: Aullidos en el Garaje, luego rebautizados como Los Sencillos, banda que recogería los últimos coletazos de la nueva ola española y le haría un boca a boca de calidad, juventud y éxitos tarareables.
Los Sencillos tuvieron una carrera más o menos larga —unos diez años, de 1989 a 1999— a lo largo de la cual evolucionaron sin freno, dejando atrás al resto de grupos en cuanto a inventiva, curiosidad y bemoles. De los primeros Sencillos (pop memorable, coordenadas clásicas, guitarras-bajo-batería-trompeta) se pasó a unos Sencillos de baile, sintetizados y sampleados, que sorprendieron al país con el #1 más jovial que amanecía aquí en mucho tiempo («Bonito es», hit de 1992). Desde allí se volvieron cada vez menos sencillos: canciones complejas y extensas, maxisingles orientados a la pista, funk y rumba, siempre a la caza de las antorchas llameantes (nuevos sonidos, nuevos conceptos) que insistía en enarbolar (a veces canjeándolas a media carrera de forma desconcertante) su cantante y líder. Cuando ya parecía que iban a convertirse en Weather Report, Puig arreó otro volantazo y les devolvió al pop elemental de letra triste y estribillo adherente con uno de los mejores álbumes de su carrera (Colección de favoritas, DRO 1999).
El «cantante de amor desde 1968» no se contentó con grabar discos. También fue radiofonista (una tarea que continúa desempeñando en Catalunya Ràdio), jurado televisivo de Lluvia de estrellas y, poco después, de Factor X, programa que defecó ántrax en nuestras pantallas entre 2007 y 2008 (y casi termina con la salud y carrera del músico). De forma mucho más celebrable, Puig es productor y mánager de su propio sello/agencia, LAV Records, y capitanea una brillante carrera en solitario (con tripulación solvente) que empezó en el año 2004 y no ha dejado de producir pequeños clásicos pop para una fiel minoría de fans.
Empecemos por tu familia. Tú eres el hermano mayor, con la carga de responsabilidad que ello conlleva.
El año pasado, tras el fallecimiento de mi padre, sufrí un ataque de ansiedad que creo que vino por eso: por pasar a ocupar un lugar de tótem familiar que hasta entonces ocupaba él. Yo soy el hermano mayor, con mi hermana Emma solo me llevo catorce meses, y mi hermano Ferran llegó doce años después. Con Ferran sí he hecho mucho de hermano mayor: trabajamos juntos, él es músico (toca el trombón)… Durante una época él decía que tenía «una de las mejores colecciones de discos del Vallès hasta que Miqui se fue de casa». A la vez, soy hijo de un hermano menor. Mi padre era el pequeño de nueve hermanos, y le tocó quedarse a cargo de la madre. Creo que de mi padre heredé esa carga de responsabilidad. Y a la vez soy un espíritu libre, no sé si por circunstancias de trabajo, de haber pasado tanto tiempo en la industria musical. He pasado largas temporadas de soledad, y supongo que eso habrá influido en mi personalidad.
Háblame de la clase social en la que te criaste.
Éramos una familia bien avenida de clase obrera. Mi padre fue agricultor hasta que yo tuve diez años, y luego empezó a trabajar de mecánico de tractores. Terminó en ganadería, montando máquinas de ordeñar. Mi madre trabajó en el textil y fue ama de casa. En sus últimos años laborales trabajaba en la escuela del pueblo, dando de comer a niños (que ahora son pilotos y raperos famosos). Mi familia es también rara en el sentido de que, en un pueblo pequeño de finales del franquismo, mi padre se significó siempre como tío de izquierdas, socialista y católico. Se metía en todos los fregados. Recuperó la coral del pueblo, por ejemplo. Era fanático de las big bands de jazz locales, como la del Casino de Granollers, y escuchaba mucho la radio. En mi casa no había discos, pero sí libros. Siempre existió una inquietud cultural. Mi tío, hermano mayor de mi padre, era poeta, vivía en Andorra, y también ejerció de secretario de los monjos de Montserrat. Mi familia es catalanista, pero sin dogma. Mi padre brindó con su peón extremeño por la muerte de Franco. Y mi madre me pegó una buena hostia al día siguiente, por cierto, cuando se lo conté a todo el mundo en el mercado. Le preocupaba mucho el qué dirán. Y mira el hijo que le salió [ríe].
Todo artista nace de una serie de traumas, pero en tu caso ese trauma no es familiar. Erais, a todas luces, una familia estable. Os llevabais bien. Tu infancia fue feliz.
Mi padre siempre decía: «No tenemos el dinero que tienen otras familias, pero aquí nos sentamos juntos a la mesa». Mi mujer dice que somos una familia muy italiana. Hablamos a diario, estamos todos muy conectados.
Eso puede ser sofocante, ¿no? Las familias cebolleta pueden causar asfixia.
Sí, pero dentro de esa unidad existía una gran libertad. Cuando les dije que iba a dejarlo todo para dedicarme a la música, lo aceptaron, aunque debió resultar duro para ellos. Mi padre solo me dijo que intentase no terminar como el borracho del pueblo, si podía ser. Al poco ya vieron que iba en serio, cuando me levantaba para ir a trabajar a la ferretería de mi primo y pasaba las tardes enteras ensayando con el grupo. Vieron que no era una veleidad pasajera. El artisteo siempre es más difícil si vienes de la clase trabajadora. Un primo mío podría haber sido un gran actor, era buenísimo, pero le tocó llevar la tocinería familiar.
Eres un artista con una fuerte carga melancólica. ¿En qué momento de tu vida aquel niño feliz se volvió joven apesadumbrado? Siempre hay un año en que cambiamos; nos volvemos otra persona.
Tal vez cuando grabé el Eden de Everything But The Girl en un casete para una chica que me rechazó. Y allí ya empecé a ir paseo arriba y paseo abajo con el gabán oscuro a cuestas…
O sea, que el desamor te cambió.
En mi caso no era desamor, era rechazo frontal. Poco a poco se me fue amontonando encima aquella carga de no tener éxito con las chicas, de que «el gordito no liga» y todo eso. La vida es jodida cuando eres el diferente, el gordo y, encima, fanático de la música pop. En mi clase destacaba en literatura, en cosas cerebrales. El fútbol no me marcó. Por suerte, me gustaba mucho ir en bicicleta, quizás de ahí me viene el amor a estar solo. Es muy de película italiana en blanco y negro, pero yo cada vez que estaba triste me tiraba al monte con la bici. Fueron mi primer clan, los ciclistas. Lo mismo con la gente, mayor que yo, del club de motociclismo.
Hay gente normal que entra a formar parte de subculturas para hacerse el raro. Pero para algunos de nosotros, raros de nacimiento, la subcultura fue una capa que ocultaba otras rarezas.
Sí y no. Yo era el gordito simpático, pero no era nada impopular. No creo que me viesen como el raro, o el friki. Tampoco me matoneaba nadie, porque yo era muy grande, no se atrevían a toserme. Y ya había desarrollado un arma clave (mi padre decía que venía de mi tío Pepet): el cinismo. Era malísimo dibujando, pero escribiendo sacaba mis mejores armas. Y con lo de la bici pivotaba como el que más: aguantaba mucho tiempo con una sola rueda, me tiraba por las escaleras de tal sitio, subía las escaleras del parque una a una… Lo recuerdo con una sensación de triunfo. ¿De qué me sirvió? Para disfrutar mucho, supongo.
Entonces te hiciste siniestro adolescente, y se acabó el disfrutar…
[Ríe] Yo abracé muchas subculturas a la vez. Todo me flipaba. Uno de mis primos mayores vio en directo a The B-52’s, que a mí ya me encantaban (había comprado una cinta pirata de ellos que se oía fatal), y pasé días dándole la vara para que me lo contase todo. Recortaba fotos de las revistas y me forraba carpetas. Supongo que formaba parte de una subcultura muy autóctona…
Lo que aquí se vino a llamar new wave. Eras «niu weif». Aquel cajón de sastre español donde entraba…
Todo. Todo lo moderno de fuera. Yo escuchaba cosas new romantic y siniestras, pero luego iba a discotecas con los amigos «normales» de mi cuadrilla, y allí se bailaba Madonna, italo-disco, funk… Que al final han sido los tipos de música que más me han acabado gustando. De aquellas discotecas que había aquí (el Privat, el Moustache, el Local Radical de Granollers…) nos abrimos luego a Barcelona. Y en Barcelona sí que me sentí parte de una vanguardia, como si estuviese donde estaba la acción, lo importante.
En algún punto empezaste a desarrollar una mirada artística.
Sí. Pintaba aes de anarquía compulsivamente (sin saber qué quería decir el símbolo). Hacía diseños de motos sin ninguna perspectiva. Escribía nombres de grupos en todas partes, sin haberlos escuchado; solo me gustaba como sonaba el nombre, cómo era el logo. Cuadernos de matemáticas llenos de corazones, el nombre de la chica de turno y un montón de nombres de bandas que no conocía aún.
Era todo imaginado. También Barcelona era medio imaginada, una ciudad bohemia como la de «Aviones plateados», donde la gente vivía en áticos donde había libros de arte tirados por el suelo y no comían nunca y su novia les ponía los cuernos…
[ríe] No te creas. La relación de los del Vallès con Barcelona es muy directa. Somos, o éramos, un lugar de veraneo para barceloneses. En las fiestas de las discos veraniegas se escuchaba muy buena música, había disc jockeys muy buenos que traían de Barcelona las últimas novedades. En las piscinas de Cal Arenys yo iba a ver a músicos míticos de la onda laietana cuando probaban sonido (por la noche tocaban para los «drogadictos» del Moviment Juvenil, los chicos de la generación mayor, y mis padres no me dejaban ir). Allí ya se empezó a construir mi imaginario. Mientras mis amigos se tiraban de bomba yo me quedaba delante del escenario, tiritando de frío, envuelto en la toalla y analizando a los músicos.
Supongo que harías como que tocabas la guitarra en tu habitación con una raqueta de tenis, como marca la tradición.
No, porque el padre de Memo, un colega, era carpintero y nos las hacía de madera. Hacíamos «conciertos» en el patio de mi casa con una guitarra española, aporreando un tambor… No sabíamos tocar, pero ya teníamos el logotipo del grupo. También camisetas a juego que el tío de un amigo nos traía del pub más mítico de Granollers. Para nosotros, y durante un tiempo, Granollers era más importante que Barcelona. Había bares de moda y tiendas de discos. Yo terminé los estudios y me fui al Politécnico, la Escola del Treball de Granollers, y allí empecé a conocer a gente rara de verdad. ¡Punks que habían ido al 666 de Barcelona! Eso era lo más.
¿En ese grupo no-grupo ya estabas con los futuros miembros de Los Sencillos?
Sí. Con Ricard Aymerich, el que sería nuestro batería. Ricard era del pueblo, vecino mío, iba al instituto conmigo, y de repente se empezó a pasear por ahí con una gabardina, se instaló una antena enorme en la Vespa. Empezamos a hablar. Era un caso típico de los ochenta: iba con Vespa pero le encantaba el rockabilly y el psychobilly. Empezamos a hablar de montar una banda y comprar una batería. Fuimos a Barcelona y la compramos, pero nos gastamos el dinero que teníamos para la autopista de vuelta, así que tuvimos que meternos por carreteras secundarias. En Marata cogimos a unos yonquis que hacían autoestop, porque habían tenido una pana en un coche robado, y que, cuando vieron la batería, nos preguntaron si éramos «músicos». Fue la primera vez que alguien lo decía: «músicos».
Esto era a mediados de los ochenta, supongo.
Sí, en 1984. Germán y Marià eran hermanos pequeños de mis amigos, pero eran los únicos que querían montar una banda. Los cuatro formamos mi primer grupo: Aullidos en el Garaje.
¿Teníais pretensiones de hacer garaje (el estilo de música)?
Qué va. Solo era el título de un artículo del Ruta 66 sobre The Sonics, o garaje punk de los sesenta. Me sonó brutal. Yo era el que tenía ínfulas pop, era más ambicioso, el resto eran más pasotas en ese sentido, detalles como el nombre y cosas así les daban un poco igual. Yo siempre era el que buscaba el camino por donde tirar.
Empezaríais con las versiones de siempre. «Louie, Louie»…
[Ríe] «Louie, Louie», por supuesto. «Cool Jerk», «Woolly Bully»…
El canon del rocanrolero principiante.
El canon del Ruta 66, de nuevo. El Ruta era mi premio: cuando iba a trabajar con mi padre los sábados por la mañana, el trato era detenernos de vuelta en un quiosco y que me comprase el Ruta 66. Él se pillaba revistas de automóviles, y también el Interviú, para enterarse de la situación política [ríe]. Al poco tiempo fuimos con los de la banda a un concierto que organizaba Ruta 66, el de Las Burras (eran Los Burros travestidos) y The Stomachmouths, en el KGB, el año 1987, y a la mañana siguiente ya estábamos buscando a una chica del pueblo para que tocara el Farfisa, como habíamos visto que tenían The Stomachmouths. A mí, la verdad, me gustaron mucho más Los Burros, pero lo que estaba en boga en el Ruta era tener un grupo de garaje con chica al Farfisa.
En esa época ya militabas en el rollo mod. De hecho, eras el único mod de la banda. De tu conversión me interesa en particular la influencia que tuvo en el grupo.
Nos dio un camino. Una dirección. Conocer a gente muy interesante y muy abierta, como Ringo [famoso pionero mod barcelonés]. Era una subcultura muy rara, llena de gente con ganas de pertenecer pero que también llevaban un rollo muy individual. No era muy sesentera. Yo del tema sixties cogí algunos grupos, pero muy rápidamente me orienté hacia lo negro. A veces me sorprende emocionarme tanto con el soul de los setenta con violines y todo eso. Después de todo, soy un chaval blanquito de L’Ametlla del Vallès. Pero es aún la música que más me apasiona. El Modern Jazz Quartet, por ejemplo, que fue una de las cosas que cogí del modernismo. Eran un grupo muy raro que no creo que fuese muy del agrado de los mods canónicos. De lo mod también cogí la itinerancia, el ir a concentraciones mods en ciudades distintas y conocer a gente allí, vivir aventuras… Salir del pueblo. Hablar en francés con mods de Perpinyà, de un mundo que nos parecía idílico, lleno de chicas guapísimas y tíos elegantísimos, pero que luego al investigar descubríamos que estaban igual de mal que nosotros. Todo aquello me hizo el más moderno del pueblo, cuando venían mods franceses y me picaban al timbre. La subcultura me abrió la puerta al mundo. Me hizo mayor. Eso, y ver a los compañeros de pupitre que moqueaban de haberse metido heroína.
Lo mod de los ochenta era muy moderno. Ningún grupo sonaba retro. Y tú en concreto estabas siempre al loro de lo que se cocía en todas partes.
Me pregunto a menudo, si en lugar de engancharme a lo mod, hubiera llegado a profundizar en lo gótico o lo oscuro, o lo rockero, ¿me habría sido posible evolucionar tanto como lo hice en lo mod? Modernismo para mí era eso. Modern. Paul Weller tituló así un disco de house. Si los mods llegan a nacer directamente (no renacer) en los ochenta, se habrían tirado a los sintetizadores, creo yo.
Aullidos en el Garaje empezasteis a componer canciones muy al principio.
Yo siempre tuve canciones propias. Incluso antes de mi primer grupo ya componía canciones con el hermano mayor de Germán. En las colonias cantábamos él y yo algo parecido al blues y yo le ponía letras graciosas, o de desamor. Aullidos tuvieron canciones propias desde el primer momento. Una de las primeras que hicimos fue una instrumental, «Borratxera a Can Quico», donde solo parábamos la música para llamar al camarero: «Ramonet, on ets?» (era muy bajito). Uno de nuestros primeros conciertos fue el 11 de septiembre de 1986, en los actos de la Diada, en mi pueblo. Un grupo punk que cantaba en castellano actuando en los actos del Onze de Setembre [ríe]. Ya desde el principio creamos controversia. Pero teníamos nuestro mural con logo, sintonía de entrada, todo planeado al milímetro.
Siempre has tenido un talento natural para meterte en fregados, en cada paso de tu carrera.
[Ríe] Sí. Luego, cuando ya éramos Los Sencillos, escandalizamos a los mods que aún nos seguían con una versión de «Frenesí». Se oyeron muchas vestiduras rasgándose (pese a que al poco tiempo empezaron a escuchar música latina y el «Frenesí» se volvería canónico). Para mí era natural: Gato Pérez siempre ha sido una gran influencia. Me gusta desde niño, nunca he dejado de indagar en su obra. Gato también ha sido una influencia máxima a nivel lírico: sentimiento, situaciones y literatura, metidas en un registro pop.
Siempre te han gustado las cosas populares: Gato, la música disco, Alaska… Eso tal vez explica que Los Sencillos nunca se contentaran con el underground.
Tampoco estoy seguro de que quisiéramos ser populares. Creo que simplemente teníamos facilidad para hacer un tipo de canciones que gustaban a mucha gente en un momento dado. Y cuando llegaron los primeros contratos, nos preguntamos si podíamos hacerlo en serio, viviendo de ello. ¿Puedo irme a tocar a Madrid? Esa era la pregunta clave. ¿Voy a conocer a Alaska? ¿Mis padres me escucharán por la radio? Pensar demasiado en esas cosas puede superarte, pero también te digo que en ese momento yo no me enteraba de nada. Solo seguía la corriente.
Pero, antes de que te vayas a Madrid, cuéntame cómo Aullidos en el Garaje se convierten en Los Sencillos.
Bueno, un grupo de Rentería vino y nos amenazó. Indirectamente. Fue una noche en que teloneábamos a Loquillo en las fiestas de Granollers. Unos amigos de ese grupo vinieron al backstage y nos dijeron que el nombre de Aullidos en el Garaje ya estaba cogido, que sus colegas de Rentería nos iban a demandar si no lo cambiábamos. Teníamos diecinueve años, no entendíamos cuál era el problema. Pero bendito el momento en que nos amenazaron, porque con un nombre como Aullidos en el Garaje no íbamos a ninguna parte. Entre ese y el nuevo nombre pasamos muy brevemente por otro, The Crits. Llegamos a hacer un parche y todo. El nombre definitivo se puso cuando trascendimos las maquetas y pasamos a grabar nuestro primer disco, un recopilatorio que salió en 1989 llamado Barcelona húmeda, que patrocinaba la sala Humedad Relativa, donde aparecemos junto a Carol, Los Interrogantes y Los Canguros. Y ahí ya somos Los Sencillos.
Barcelona húmeda fue un disco sin demasiada repercusión más allá del underground. Casi una maqueta, vamos.
Sí, y además volvimos a meternos en fregados. Porque nuestro nombre ya empezaba a sonar en las multinacionales, gustando a cada vez más gente, se empezaba a hablar de ese grupo donde un gordito hacía letras muy curiosas y bailaba raro… Cuando apareció el Barcelona húmeda nos entró el típico mánager que quería tener los derechos sobre nosotros, tuvo lugar un cierto tira y afloja incómodo…
Antes decías que no te dabas cuenta del éxito, pero sí debías percibir que cada vez más gente venía a ver a Los Sencillos.
Eso sí. Lo que sucedía es que estábamos un poco acostumbrados, porque ya habíamos sido estrellas pop en nuestro pueblo [sonríe]. En serio, no te rías, en Granollers había un fenómeno Aullidos, teníamos muchos fans. A los pocos meses de empezar ya nos seguían más de un centenar de personas a todas partes, yo vi al instante que como líder tenía una cierta responsabilidad. Una banda es todo: la imagen, cómo hablas, cómo apareces en el escenario… Nunca hicimos nada porque sí. Nos lo currábamos mucho todo.
Una vez entrevisté a Paul Heaton, de The Housemartins, y no cesaba de repetir que su banda ensayaba mucho. Creo que eso separa a las bandas de aficionados de las que se hacen grandes. Las horas en el local de ensayo.
Por supuesto. Los Sencillos ensayaban muchísimo. Eso mató a la primera formación de la banda. Ensayábamos diariamente. Éramos una de las bandas más fiables en directo, desde el primer día. Ensayar a ese ritmo te hace crecer como músico. Todos aprendíamos sin parar, también a compenetrarnos. Yo nunca he tenido una gran voz, pero iba viendo cómo gestionar mis recursos. Mi discurso. Y también la presencia escénica. Pero la presencia escénica solo despega cuando tienes una banda tan sólida que puedes dedicarte a perfeccionar los pequeños detalles. Cuando Marià ya hacía aquellos coros alucinantes, cuando nadie iba a destiempo, nadie tocaba una nota equivocada. La actitud rockera de «ensayar es de cobardes» es una estupidez. Por eso luego llegan al Primavera Sound las bandas guiris, incluso las de segunda o tercera fila, y barren a todas las de aquí. Porque han pasado años en el local de ensayo.
No existe una forma de escribir novelas sin meterle cinco horas de trabajo diario. No se puede levantar una banda pop solvente sin pasar media vida en el local de ensayo. Es así de sencillo. No hay atajos para esto.
Sí. Gracias a todas aquellas horas, Germán era un espectáculo a la guitarra. Uno de los músicos más imaginativos que he visto. Su padre les había llevado a él y a su hermano, de niños, a estudiar guitarra flamenca y guitarra clásica. Y eso se notaba. La forma que tenía de hacer arpegios imposibles a lo Johnny Marr. Yo nunca tuve eso. Ni mi pueblo tenía escuela de música ni mis padres tenían posibles. En eso soy un completo autodidacta. Canto porque canto. Fui a la Coral del pueblo unos años hasta que me cambió la voz y empecé a soltar gallos. He suplido mis carencias musicales con otros atributos.
Hay bandas que funcionan como panda de colegas, y otras que son una agrupación pragmática de afinidad: la banda les une, pero no son amigos ni se van de parranda juntos.
A nosotros nos unía el pueblo. Germán y Marià eran inseparables, nacidos con días de diferencia, y sus padres eran amigos. Yo era amigo de sus hermanos. Y Ricard era un vecino mío, su granja estaba a cien metros de mi casa. Ese, en todo caso, fue el núcleo. Luego hicimos lo que hacen todas las bandas: rellenar los huecos con gente externa. Éramos amigos de ir de gira, en cierto modo, pero a la vez había días que no podíamos ni vernos, como en esa frase del «Bonito es»: «¿Buenos días? ¿Quién te ha dicho a ti que lo son?». A veces no eran nada bonitos. Pero teníamos muchos amigos comunes, hicimos muchas pandillas. La peña del círculo íntimo de Los Sencillos era un grupo numeroso y sólido, con edades que iban de los dieciocho a los veintitantos.
Cuéntame cómo llegasteis a firmar por BMG/Ariola en el primer disco, ¡De placer! (1990).
¿Recuerdas cuando las discográficas buscaban «algo fresco»? Mi mánager de entonces había montado una banda con una joven que componía muy correcto, acompañada por otros jóvenes correctos en instrumentación y maleabilidad. Al final los fichó EMI para que Paco Trinidad los produjera. Como BMG se había quedado sin ellos, le preguntaron a mi mánager si tenia algo más, y allí estábamos nosotros. Los freaks [ríe]. El A&R de entonces era Álvaro de Torres, un ex-Kaka de Luxe a quien expulsaron por insistir en tocar con traje de pollo. Él nos fichó y dio inicio la etapa dorada de Los Sencillos más comerciales, aunque todavía hoy no sé muy bien cómo pasó todo. Todo iba muy rápido.
Recuerdo toparme, en 1990, con anuncios del primer single, «No, por eso no (quiero que tú te vayas de aquí)», a toda página en revistas mayoritarias. ¿Cómo te hizo sentir aquello?
A ver, mi talante siempre es de «Todo va bien (de momento)», como en la canción. Siempre lo veo tirando a mal. Pero flipé mucho. Salíamos en revistas, nos adulaban en Madrid, Carlos Tena nos dijo que éramos «frescos y divertidos» y luego me abrazó [ríe]. Pero yo soy como el juego de la oca: vuelvo a casa. Siempre he «tocado pared», que se dice aquí. Y lo otro, lo del éxito, te lo tienes que creer lo justo. Porque luego vienen las decepciones: que si la portada no es como tú quieres, que si esto o lo otro. Los legalismos de las multinacionales… Recuerdo que en Ariola nunca acreditaban a Txarly Brown, el artista que nos hacía las portadas. Hasta que un día lo preguntamos, y nos dijeron que el nombre tenía copyright. Tuvimos que explicarles que el Carlitos de Charles Schulz no nos había hecho la portada; que era un hombre de carne y hueso que firmaba igual [ríe]. Enfados constantes, como cuando nos decían que éramos «demasiado avanzados». Pero recuerdo también muy buenos momentos. Cuando tocamos «Bonito es» en Granollers, por primera vez, sin haberla grabado aún, me di cuenta de que había sucedido algo: que esa canción era diferente a las demás, y que algo podía suceder con ella.
Vuestros dos primeros discos se parecen mucho, tanto en retórica como en sonido. Excepto «Bonito es», que señala al futuro.
Eso se debe al productor. Quizás nosotros no la hubiésemos grabado con caja de ritmos y programaciones. Esa visión externa es fundamental, la del tipo que controla tanto la industria como la técnica. En las maquetas, «Bonito es» era una canción pop tocada al modo clásico. Pero aquella producción la magnificó. La metió para siempre en la cabeza de todo el mundo. Y sin embargo, de vez en cuando algún subnormal aún me viene a cantar «Bonito es» en plan de mofa, como si fuese algo de lo que avergonzarme.
Eso me resulta incomprensible. Es una gran canción.
No sé si es algo típico de este país, lo de mofarse de las cosas que triunfan. Pero estamos en el año 2018 y aún suena en clubs y se utiliza en recopilatorios. ¿Que es trivial el «oh-oh-oh»? No sé. Es pop. El pop tiene «Sha-la-la-la-lee» y el «Yellow Submarine». Y el «L-O-L-A» de los Kinks [ríe]. No me comparo, pero estamos hablando de pop.
¿Quizás «Bonito es» tuvo la suerte de aparecer en una época de optimismo a nivel nacional?
¿El año 1992? Quizás. Hay muchos factores. Era una canción muy corta, 2:55, donde se concentraban tres estribillos, un rapeado de Santiago Auserón y un ritmo imparable. Y letras muy majaras y optimistas. Y muy modernistas también, con lo de «negros sentados en las puertas de sus casas». Allí está todo mi imaginario. Se habla de «Ponme unas gotitas, gotitas pa’l corazón», que es lo que siempre se ha dicho en mi pueblo al pedir un carajillo: «Posa’m unes gotes pel cor». Sin haberlo analizado ya estaba haciendo lo mismo que Gato Pérez, retrato popular del entorno directo.
Un hit puede salvar, pero también matar, a una banda. ¿Sucedió así con «Bonito es»?
Un hit de este calibre y calado es una losa, porque la compañía siempre querrá una repetición del hit.
«Maldito es», «Pepito es»…
«Cojito es», como le digo siempre a mi guitarra Marc Botey [ríe]. Históricamente, las compañías siempre quieren nuevas versiones del éxito que te ha hecho famoso. Roddy Frame de Aztec Camera decía que todos los grupos quieren tener un n.º 1, y cuando lo logran (o si lo logran) pasan el resto de su vida queriendo tener otro. Nosotros estuvimos a punto. Pere Agramunt, de La Brigada, dijo en un fanzine que «con «Dr. Amor» casi lo vuelven a lograr». Fue solo un año después. Siempre hemos tenidos singles importantes, en todo caso. En el tercer álbum estaba «Dr. Amor». En el cuarto álbum, el single mayor es la versión de Gato Pérez, «Se fuerza la máquina», y no por casualidad. Y en el quinto no hay single porque tomamos muchas drogas [ríe].
Que no trataseis de repetir «Bonito es» es un gesto que os honra. Un artista de verdad siempre va a intentar hacer algo distinto.
Nos lo llegaron a pedir, así como nos pidieron el típico remix con artista latino de moda. Fuimos tercos y dijimos que no. Teníamos un contrato que cumplir y queríamos hacer cosas nuevas. El contrato que firmamos era bastante jodido para la discográfica, por cierto, cada año nos daban más dinero para experimentar. Gracias a ello pudimos llamar a Joe Dworniak, una de mis grandes influencias musicales y vitales, para producir dos álbumes. Hace nada topé con un disco de John Foxx donde también tocaba Dworniak. Era un mítico.
Demasiadas influencias, ambiciones distintas y dinero para perseguirlas pueden hacer perder enfoque a un grupo. Cuando quisisteis hacer mil cosas a la vez, ya en el quinto elepé [Bultacos y Montesas, 1997], Los Sencillos os empezasteis a dispersar, como niños encerrados en una confitería que no saben qué caramelo coger primero…
Eso es verdad. No ayudó que los músicos se pusiesen a estudiar música de manera muy agresiva para ser cada vez más músicos. Profesionales. Eso acarrea un nuevo lastre al grupo, porque nace la actitud de «yo soy muy músico, y hay ciertas cosas que me niego a hacer». Ganábamos dinero, por añadidura, y empezamos a competir por el tema de royalties, que es un clásico en muchos grupos. De golpe lo importante era colocar tu canción, sin pensar en el contexto del disco. Ahí te das cuenta de que el pop no puede ser equitativo, no funciona con votaciones. Si hay varias opciones a escoger, se toma la mejor canción obvia, la haya hecho quien la haya hecho. En Los Sencillos hubo varias formaciones con un cabecilla, que soy yo. Sigo creyendo que los mejores discos son el primero, ¡De placer!, y el último, Colección de favoritas, de 1999. Bultacos y Montesas, que fue el primero que grabamos con GASA, con Dworniak entregado a la causa y dejándonos hacer lo que nos venía en gana, grabando con el teclista de Pegasus, haciendo free jazz y drum ‘n’ bass, tomando muchas sustancias… salió como salió. Era un disco que reflejaba la cultura de clubs de baile de Barcelona donde yo estaba metido. Es un disco muy de Barna. Teníamos veintiocho años, el epicentro de cualquier vida. El Lancia rojo, las cintas con sesiones, salir del Nitsa e irte al Apolo, salir del Apolo y comprar el The Face con mi amiga Montse, y luego hablar por teléfono de las fotos y los artículos de aquel número…
Eso era más una cosa tuya, imagino. El resto del grupo solo aceptó tus desvaríos cluberos.
Claro. Ellos eran músicos a quien yo vomitaba mis ideas. Ellos no frecuentaban los clubs. Solo Botey, que acababa de entrar en esta formación, y que venía de una tradición de pop clásico, empezó a descubrir cosas nuevas conmigo en aquellos clubs y sesiones (como aquel concierto de Red Snapper, cuando vio que la guitarra se podía tocar de una manera no-canónica). A la vez, la escena de baile que yo frecuentaba no produjo discos enormes, y creo que eso también le sucedió a Bultacos y Montesas. Sónicamente es el mejor, la producción es alucinante, pero hay demasiadas cosas ahí metidas, las canciones no son las mejores del repertorio, hay demasiados parones y breaks.
Un disco bien producido es como el Óscar al mejor vestuario. Es lo que tomas cuando no hay nada más, el premio de consolación.
La única canción que sigo tocando de ese disco es «Alta y delgada». Un bonus track. La única que no está producida, la que se tocó al modo pop. En todo caso, el abanico de Bultacos y Montesas tiene que ver con algo muy mío, que es la voracidad y la curiosidad perpetua. Sigo teniendo esa voracidad por conocer cosas. Lo que sucede es que ahora sé que, aunque me fascine el trap, no me voy a poner a hacer una canción con ese estilo. Colaborar con un trapero no es lo que me toca hacer.
Lo tuyo es el pop, maldita sea.
Cuando salió a la venta Bultacos y Montesas vino a vernos Alfonso Pérez, que nos había fichado, y nos dijo: «Ahora ya os he dejado hacer un disco de locuras. Miqui, a partir de ahora dedícate a hacer canciones». Y gracias a él nació el imaginario de Colección de favoritas (originado, cómo no, por un amor no correspondido y un corazón roto): unas canciones con un nexo de unión —aunque las influencias vinieran de Pet Shop Boys o los grupos de brit pop con los que me casé, como Pulp—, que era la canción pop perfecta. Con su estrofa, estribillo, puente y riff bonito. Allí comencé a componer canciones que empezaban con estribillos (una tradición que es puro The Smiths, por cierto). Como hacía mucha radio me llegaban muchos discos promocionales, que me nutrían de ideas. Pasaba muchas horas con mi amigo Pepe, analizando discos, pasando horas de melancolía y soledad, autoflagelándome porque era mayor y no tenía pareja, leyendo a Miquel Àngel Riera o Vicent Andrés Estellés… Y ahí compuse «Drama». Que es un retrato de mi Barcelona y mi mundo, una de mis mejores canciones, y una de las más queridas por mis seguidores.
Ese último disco con Los Sencillos es un genial retorno al pop, pero debió de grabarse en circunstancias algo tristes, ¿no? Los finales siempre lo son.
No particularmente. Grabar el disco fue bonito. Aunque para entonces ya estaba claro que no encajábamos en ningún sitio. Llegamos demasiado tarde a la movida, y de cara al indie ya éramos mayores, habíamos tenido un gran hit y cantábamos en castellano (todo inconvenientes). Y sin embargo, Colección de favoritas era un muy buen disco. Lo triste fue alargar la gira. Empezó bien, con el concierto aquel en la sala Bikini en que llevábamos trajes blancos (Guille Milkyway dijo que parecíamos «la ELO»), nos acompañó un violinista (idea que robamos de Pulp), sonamos muy bien… Pero poco a poco, concierto a concierto, se empezó a ver que la banda estaba cansada, que tenía compromisos familiares, pasaban de los treinta… Y yo seguía allí, enrocado en mis cosas. Hubo circunstancias, por otro lado, de pura mala suerte: grabamos el disco en directo, culminación de una etapa, tal y cual, firmamos el contrato y el director de la compañía se murió al cabo de dos días de un ataque al corazón. Me fui a Madrid a enseñar maquetas del disco en directo, ahora sin discográfica, y la gente me empezaba a decir que tenía que ir en solitario, que ya no interesaba un nuevo disco de Los Sencillos. Al regresar a L’Ametlla disolví a Los Sencillos. Caía un diluvio muy simbólico aquel día.
El fin de Los Sencillos.
Pues no fue ese día. Por eso te decía lo de alargar la gira. Tendríamos que haber terminado allí mismo, no dejarnos convencer por mánagers ni por nadie. Pero aceptamos hacer otra gira de despedida. Y por eso tengo un recuerdo muy amargo del fin: en Lleida, ante solo veinticinco personas. Lo más triste del mundo. En aquel viaje escuchábamos el disco de los Flaming Lips, el Yoshimi Battles the Pink Robots, y no he podido volverlo a escuchar. Me trae recuerdos espantosos. Las fotos de aquel concierto también son terribles: yo más gordo y desaforado que nunca, con mala cara… Ojalá hubiésemos terminado el día en que lo dije. Aquel día sí fue una puta liberación.
Aunque jamás hubieseis sido amigos íntimos, hacia el final debíais sufrir instintos homicidas los unos hacia los otros.
Claro. La banda hacia mí, especialmente, porque yo estaba en fase maníaca. Soy muy obsesivo. Era el proyecto de mi vida, y ellos debían de estar agotados.
Te parecía que había «poca implicación» de los demás miembros (ese clásico).
Siempre te lo parece. Eres el loco que piensas que los demás no lo dan todo. Kevin Rowland, de Dexy’s Midnight Runners, siempre está así. Yo lo daba todo, todo lo puse en aquel grupo. Y ese fue también mi lastre. Llegué a relaciones sentimentales estables mucho más tarde que el resto de la gente, porque había hipotecado mi vida, apostándola a una sola cosa. Un sueño. Un sueño pop. Algo que, visto con la perspectiva actual, no es nada.
El pop es efímero.
Sí. Y, en todo caso, la gente tiene vidas, ¿sabes? El que no tenía una vida era yo. Los colegas del grupo estaban hartos de disfrazarse de otra cosa más para un nuevo disco, hartos de cambiar de estilo para aquello otro… Lo ves y te jode, a la vez que sabes que el equivocado eres tú. Pero mi tabla de salvación es hacer canciones. Es lo único que me mueve, lo único que me ayuda.
Y, sin embargo, durante una época te dedicaste sobre todo a la radio y la televisión.
Tenía un cierto nombre en la prensa, hacía mucha radio (que es mi segunda pasión), la época de televisión, en el programa Sputnik, me había dado dinero, un sobresueldo interesante. Entonces llegó Lluvia de estrellas, un momento de mi vida en que yo era incapaz de diferenciar entre mi persona y mi personaje. Otro lastre: mi personaje. Lo soy (para otros). Pero existen una serie de leyendas sobre Los Sencillos que no son ciertas. Ni nos trajeron putas al camerino ni consumíamos tantas drogas. Ni yo me pasaba las noches en clubs gay de Madrid, como también se dijo. Hubiese sido maravilloso tener tanto éxito.
Yo creo que el rumor gay se originó por la perspectiva celtibérica de un fanzine. Que si un hombre baila bien y se corta las uñas con regularidad tiene que ser maricón por cojones, vaya.
[Carcajada] Mi actitud nunca ha sido de macho, nunca ha sido rock. Jamás he sido rockista. Me he vestido de rosa, pero sin la excusa del glam. Supongo que eso debía confundirlos.
Hay cosas que la crítica no te ha perdonado. Tras dejar Los Sencillos no te convertiste en una figura maldita. Un artista malherido, recluido, con el pelo un poco churretoso… Tú estabas todo el día en televisión.
Hice la mayoría de cosas que hice porque me gustaban, y también porque tenía que pagar autónomos. Pero me gustaba la televisión, no digo que no. Se me daba bien estar delante de una cámara. Lo que no llevo nada bien es ser un personaje. Yo no puedo ser Jordi Évole, o mi jefa actual en Catalunya Ràdio, Mònica Terribas. Todo el día aguantando comentarios faltosos en las redes sociales. Yo en ese sentido soy débil. No soporto la presión.
Hablas mucho del «personaje», pero lo que me confunde de tu personaje de jurado borde en Factor X no es que tuvieses uno, sino que no se parecía en nada a ti. Creo que tus «personajes» dan una idea equivocada de quién eres.
Pero that’s entertainment, ¿no? Hay que saber separar ambas cosas. La señora Maria de mi calle también irá a increpar al actor que ha hecho de malo en una película. A la vez, admito que en ese sentido fui un iluso. Yo creí que la gente sabría diferenciar entre el personaje que interpretaba y quién soy en realidad. Y luego está lo de la edición. Porque evidentemente todas las partes de trabajo de Factor X, lo de elaborar las canciones, el rehacer el «Tainted Love» como la original soul, con aquellos chicos de Canarias, o hacer una de Serrat con una base de broken beats, todo eso casi no se veía. No somos un país a quien le interese eso. Solo queremos carnaza.
Cuéntame eso, cómo surgió lo de presentar Factor X en el 2007.
Vivía en mi piso de la calle Mossen Cinto Verdaguer en L’Ametlla, y no eran muy buenos tiempos para mí, carrera en solitario muy muy underground, se habían acabado las colaboraciones de radio y vivía de los ahorros. Recibí una llamada en la que me citaban en un casting para un programa de TV, pregunté por la dirección y me citaron cerca de la Gran Vía. «¿A qué altura?», les pregunté, «que la Gran Vía es muy larga». Resultó que hablaban de Madrid [ríe]. Consulté con amigos y allí que me fui, pagándome el billete, haciendo una inversión arriesgada en un momento delicado. Las caras del negocio citadas en el casting eran de lo más extraño: productores, directores de festivales alternativos, músicos de distinto pelaje y autenticidad… Hice la prueba. Cinco días después me citaban de nuevo, ya con el beneplácito de la productora inglesa, a quien gustaba mi hacer televisivo. A la tercera ya estaba dentro y solo buscaban partners para completar el casting. Recuerdo la casa madrileña de los hermanos Barberà, amigos de Reus, donde me alojé y las siempre raras esperas, donde me sentía muy extraño.
Creo que, a la hora de racionalizarlo, sufriste la típica enajenación culpable. Como los adúlteros, que cuando ponen los cuernos se dicen que lo hacen por «amor», tú decías que lo de Factor X valía la pena. Para creértelo tú mismo, vamos.
A ver, tampoco estaba tan lejos de lo que hago entre cuatro paredes produciendo [sonríe].
No me lo creo. Por otra parte, debo felicitarte por tu actuación, porque el mundo se la creyó. Además, utilizabas tu propio nombre.
[Ríe] En ese sentido no me quejo de nada. Además, estaba sin curro, sin un duro. Aquel caramelo me ayudó para otras cosas. Y podría haber seguido haciendo el papel, ofertas no me faltaban. Pero una vez lo vi, me quedó claro que aquello no me interesaba. Hubiese sido como repetir «Bonito es» cada año. Si me hubiese quedado en televisión, quién sabe lo que habría sucedido. Quizás estaría viviendo en Miami, como los Café Quijano. Siendo un tipo ridículo.
Cuando te entrevisté en el 2008 había pasado tan poco tiempo de lo de Factor X que el trauma aún estaba por cicatrizar. Por eso aún defendías a capa y espada tu participación en aquel espanto. Hoy ya podemos admitir que fue un error.
Desde luego es una losa terrible. No para la gente de nuestra generación, que me conocían por la música y lo pueden ver como una excentricidad pasajera, sino para gente joven que me vio por primera vez en televisión. Hace poco fui a rendir pleitesía a los chicos de La Plata, un grupo pop valenciano, que son jovencísimos (unos veinte años) y vi en sus ojos que no comprendían qué hacía allí el señor aquel de la tele. Hace diez años tenían once, claro, me vieron por primera vez en Factor X. En todo caso, sí, creo que fue un error. Lo acepto. Me paso la vida intentando lavar el estigma. «Toc toc, vengo a pedir perdón, buenas, ¿les importa que toque mis canciones?» [ríe]. En este país, además, no se puede tener carrera televisiva y carrera musical.
A lo mejor lo que no se puede simultanear es tener una carrera musical digna y presentar Factor X.
Cierto. Dicho esto, no me han ofrecido otra cosa. Ojalá me ofrecieran hacer un equivalente del Later… with Jools Holland, que sería algo que me encantaría. O como lo que hace Guille Milkyway, que está en OT pero enseñando música a los niños. Eso sería mi sueño televisivo. Estar en un programa explicando el disco de divorcio de Fleetwood Mac o por qué mola Carly Simon.
¿Sigues en contacto con toda aquella gente del famoseo televisivo y la farándula madrileña? En la época post-Factor X hablabas de ellos como amigos tuyos, pero no sé si esa amistad era flor de un día (o de las circunstancias profesionales)
Mi Madrid es el underground: DJ, músicos y la ocasional celebridad, como Nacho Canut. Del programa, como siempre me sucede, hice migas con los técnicos, que al final llegaron a fabricar para mí una «i» preciosa a lo Elvis, para la gira de Impar. De esa época conservo la amistad con Rafa Gallego, el productor ejecutivo, que me entendía y defendía ante la violencia diaria de audiencias y cifras, y sobre todo con José Rodríguez, un joven realizador de uno de los equipos, con el que hablábamos durante horas y horas sobre música. Actualmente está en Los Ángeles, y de vez en cuando nos ponemos al día. Con algunos de los exconcursantes más talentosos me escribo aún, y me quedé con la espina de no poder ayudar a Gera y a Dunia, dos chicas con registros distintos a las que veía futuro. A veces los pasos van cambiados para todos.
Lo que más jode del estigma Factor X es que hayas sacado dos álbumes sensacionales en solitario que, tras el fiasco televisivo, pasaron un poco desapercibidos.
No sé si es solo por eso. Habría que plantearse si lo que sucede realmente es que, siendo sinceros, mi forma de hacer pop en España tiene los seguidores que tiene. Muchas de las cosas que he dicho en esta entrevista no van a ser comprendidas, tampoco algunos de los referentes. A veces tienes que aceptar que lo que haces tiene un número limitado de adeptos. Para subirme la moral sigo pensando en el camino de gente como Morrissey: primero The Smiths, luego ostracismo, luego renacimiento en solitario, siendo redescubierto por una nueva generación… Bueno, y entonces volviendo a cagarla con sus declaraciones [ríe]. Por una parte me siento cómodo con lo de hacer la música que me da la gana, por la otra preferiría vender más discos y no tener que preocuparme por de dónde voy a sacar el dinero para un nuevo álbum. Que acabará saliendo, ojo, porque hay gente que me quiere y me ayuda.
Esos dos primeros discos en solitario, Casualidades (2004) e Impar (2008), tienen fans incondicionales. A mí me encantan. ¿Qué es lo que más te gusta y disgusta de ellos?
De Casualidades me gusta todo. De Impar quizá no me gusta el exceso de voces que opinó a mi alrededor, y que provocaron que saliese un disco algo grandilocuente, con ciertas letras demasiado personales no bien dirigidas. De mi carrera en solitario me disgusta no poder dedicarle todo mi tiempo, a veces me provoca ansiedad, nervios y disgusto, pero creo que eso debe ser parte del encanto. Escuela de capataces (2017), el «nuevo», me dejó satisfecho unos meses, luego ya hubiera cambiado cosas (como siempre), y ahora lo nuevo ya ronda por la cabeza…
Creo que una de las razones por las que tu música no tiene más adeptos es porque hablas de un tipo incómodo de tristeza. Aquí la pesadumbre solo se acepta si viene envuelta en malditismo, abuso de drogas o frenesí sexual. Tu pena, en cambio, es muy cotidiana.
Es difícil vender esa melancolía de señor mayor, de Tony Soprano en la barbacoa. Yo me he hecho a ello. Estoy cómodo en mi faceta de caballero excéntrico que lo pasa bien, aunque a ojos de determinada gente pueda resultar patético. Además, cuando estoy más jodido escribo mejor. Cuanto peor estoy, mejores canciones salen. Ahora ya no es el desamor, es el hastío vital, es tener cincuenta años y saber que no vas a tener una puta pensión, no poder hablar de política libremente…
Eres muy activo en redes sociales, cosa que también me parece un poco paradójica. No creo que tengas la personalidad cínica necesaria para sobrevivir allí.
Las redes sociales me aburren mucho, en general. Cuando cuelgo cosas lo hago del modo más críptico posible, solo estados de ánimo y alusiones, citas, imágenes de gente que me gusta. Ayer colgué una foto de Serge Gainsbourg con la ubicación de su casa en París. Mucha gente me preguntaba si estaba allí. No, tíos: estaba en mi casa, en pijama. Me preocupa la gente que se cree todo lo que ve en las redes, que se traga la vida de papel maché que la gente exhibe en Instagram.
Entonces, ¿qué extraes de ello? De Instagram y todo eso.
Me interesa analizar cómo funcionan las redes para determinadas bandas. Me interesa la propaganda, claro. Produzco bandas, hago discos. Tengo que contar mis cosas, mis playlists, mis programas de radio. Mi papel es hacer de radiofonista, encontrar un equilibrio entre lo raro y lo popular. Y seguir haciendo canciones. Tengo la esperanza de que alguna de mis canciones, como «El chico que gritó acid», se convierta en un himno en el México de la resistencia, y me hagan con los años un documental como el de Rodríguez.
Eres un raro que habla el idioma de los normales. Los normales te llaman para que les traduzcas lo que pasa en el pop subterráneo. «¿Qué es el trap, Puig?».
[Ríe] Durante un tiempo mi música, tanto la que yo hacía como la que me gustaba, era popular. Luego dejó de serlo, y volví a las catacumbas. Ahora voy a grabar mi duodécimo disco. Pregúntale al Miqui Puig del instituto si veía algo así como una posibilidad futura. Y a la vez, siempre me ha traicionado mi falta de ambición. Sigo sin tener ni puta idea de negocios. Es decir, que no tengo la falta de escrúpulos ni la voz grandilocuente de otros. Mi filosofía es como la de mi padre; más humilde. Acabas muriendo sin un duro, eso sí. Pero hay un confort en eso de no ir por ahí pisoteando a la gente o vendiendo tu alma.
¿Dirías que estás en una época feliz? (Si algo así puede existir en la vida de un artista).
[Ríe] No. Nunca soy feliz. Ahora estoy preocupado otra vez. Mi último disco recibió muy buenas críticas, tengo una banda estable que cree en mí, pero yo no sé si esto va a ir adelante.
¿Un lunes normal cómo es para ti?
Colgar en Facebook los dos programas de radio del fin de semana, y empezar a trazar las canciones del programa siguiente. Contestar mails. Ir a correos a recoger paquetes y comerme un mini de bull en el bar del Antonio. Por cierto: sigo teniendo el mítico Apartado de Correos 2, L’Ametlla del Vallès. El mismo que tengo desde Aullidos en el Garaje. Allí he recibido de todo, desde discos hasta mierdas envueltas.
¿Perdón?
Una vez me llegó un zurullo, metido en un sobre. Época Factor X. Era una mierda perruna, no humana.
Pingback: Kiko Amat entrevista a MIQUI PUIG en Jot Down | Bendito Atraso
Qué gustazo:
Enorme artista.
Enorme escritor.
Enorme entrevista.
Desde aquí propongo a Miqui Puig (pronúnciese «puch», por favor) como conductor de una versión hispana del estupendo espacio «Carpool Karaoke», del gran James Corden. En lugar de Paul McCartney en Liverpool, aquí podría compartir con Serrat en el Poble- Sec, por ejemplo. Lo dejo sobre la mesa.
Soy vecino de su pueblo -milenario y minúsculo- y alucinaba viéndolo en la tele estatal. Creo que lo suyo es la tele, vierte con sencillez su rara elocuencia y nos hace más cultos a todos…
Sr. Cavestany (Cavestañ) :
Don Miquel puede hacer de James Corden, de Jools Holland y de José María Iñigo, todo a la vez y sin pestañear.
;-)
¡Pues estoy de acuerdo en todo, conyo!
Un viernes,Valencia, hace unos meses, me mandan mis amigos una foto mientras trasegaban unas cervezas a la salida del trabajo. Yo aún estaba liado acabando un par de cosas. En la foto, Miqui Puig en la mesa de al lado de ellos. Cinco minutos hay de mi trabajo hasta el bar. Llego corriendo y me dicen que cuando han mandado la foto ya se estaba yendo. No comprendo cómo teniendo a ese auténtico monstruo que es Miqui Puig a un metro no se acercaran y le agradeciesen la música que ha ido creando todos estos años. Muy grande Miqui Puig.
Y entrevistado por Kiko Amat, casi ná. Lo que hubiese dado por estar allí sentado escuchando a estos dos.
La banda que había montado el mánager de Miqui y a la que se refiere indirectamente al hablar de EMI y a Paco Trinidad no es otra que Sin Recursos, un grupo pop bastante naif y sin pretensiones que estaba liderado por Susana Blánquez (autora principal del repertorio) y naturales de la localidad de Granollers. Creo que tuvieron algún que otro éxito relativo en los 40 Principales como Poco Seso y su mujer, Ya no te escapas, Agarrados de la mano, Un mordisco en la nariz, En mi mano se escondió etc., pero nunca llegaron a ser número 1 en dicha lista. Susana intentó una carrera en solitario, pero sin demasiado éxito.
¡Realmente es uno de los grandes! Siempre he estado impresionada por la calidad en todo lo que hace y la forma en que cuida cada detalle. Un placer poder leer entrevistas tan completas como esta