Malaespina no es un buen nombre para un viajero de leyenda. Sí lo es para el protagonista de una novela picaresca o incluso para un espadachín o un bandolero. Y algo de todos esos géneros hay en la biografía de Alejandro Malaespina Meliluppi, que nació y murió en Italia (1754-1809) aunque pasó a la historia como navegante y militar al servicio de la Corona de España.
En la carta que le dirigió a Carlos III proponiendo su vuelta al mundo, el viaje que sería conocido como «la Expedición Malaespina» (aunque el liderazgo y el arrojo fuera compartido con José de Bustamente y Guerra), argumentó que Francia e Inglaterra estaban recorriendo los océanos no solo para dominar el planeta con los cañones y con los esclavos y con las mercancías, sino también para cartografiarlo, dibujarlo, investigarlo, coleccionarlo biológica y artísticamente. Y citó a James Cook y sus míticos tres viajes por el Pacífico, entre 1768 y 1779.
La expedición partió del puerto de Cádiz tan solo una década después de la última travesía del marino inglés, el 30 de julio de 1789 y regresó el 18 de septiembre de 1794 (qué bien supo España esquivar los vientos huracanados de la Revolución Francesa). Las corbetas Descubierta y Atrevida —que sí tenían nombres potencialmente legendarios— llevaban a bordo a doscientos hombres. Entre ellos a científicos y artistas. De modo que mientras recorrieron las costas de las colonias del imperio en decadencia, de América a Filipinas, pasando por China y Australia, levantaron topografías, recolectaron herbarios, estudiaron las corrientes marinas, ensayaron remedios medicinales y dibujaron fauna, paisajes y constelaciones.
Tal vez el país del mundo que recuerda con mayor constancia ese viaje es Australia. Es mucho más habitual encontrarte el nombre de Malespina en los museos de Melbourne o Sídney que en los de Cádiz o Madrid (en el Prado ni siquiera se conserva un óleo a la altura del personaje, sino una copia de finales del siglo XIX). Los barcos españoles estuvieron un mes atracados en la bahía de Sídney, durante el cual la tripulación científica se dedicó a estudiar la costa desde Port Jackson hasta Parramatta. Entre los documentos que nos dejaron de aquella navegación por Oceanía destaca una carta naútica de 1812, firmada por el propio Espinosa y por José Tello, que delinea meticulosamente el contorno de la enorme isla y en su centro vacío inscribe el nombre de Nueva Holanda.
Afirmar que James Cook descubrió Australia es desproporcionadamente injusto con la población aborigen, que llevaba allí unos sesenta y cinco mil años; y bastante injusto con Holanda. En efecto, el documento más antiguo que testimonia un contacto oficial entre Europa y la más grande de las islas de Oceanía es de 1606: certifica que el barco holandés Duyfken atracó en la costa occidental del cabo York. El explorador de los Países Bajos Abel Tasman realizó un mapa de la costa de Van Diemen’s Land en 1642. Y regresó dos años después para bautizar el territorio entero como Nueva Holanda. Los ingleses tenían constancia de todo ello un siglo antes de que Cook partiera para descubrir lo ya descubierto y mapeado y nombrado. Hollandia Nova, en latín.
Mucho más difícil es encontrar en los textos de sala de los museos australianos el nombre de Pedro Fernández de Quirós y el topónimo que forjó: Austrialia del Espíritu Santo (lo cual es solamente un poco injusto, dicho sea entre paréntesis). Su expedición partió de Perú y el 14 de mayo de 1606 el explorador tomó posesión de las tierras en nombre de Felipe III, a quien le informó en una misiva que lo hacía «de toda esta parte del sur hasta su polo, que desde ahora se ha de llamar Australia del Espíritu Santo».
La imaginación europea, desde la Antigüedad, había especulado con la existencia de una gran «Terra Australis Incognita», que debía existir por razones míticas, como la Atlántida, o incluso lógicas, cuando fueron avanzando los siglos, como la ley de compensación de las masas entre el hemisferio norte y el hemisferio sur (si América del Sur contrapesaba la existencia de América del Norte, y África la de Europa, ¿qué gran superficie de tierra habría al sur de China?). Pero el español de principios del siglo XVII (en realidad un portugués al servicio de la Corona) no tenía en mente el concepto de lo austral sino la casa de los Austrias. Su posesión fue fugaz y no tuvo consecuencias. O sus consecuencias fueron sobre todo psicológicas: en Madrid se gastó todos sus ahorros en defender la importancia de su descubrimiento, fue tomado por loco, el poder se lo quitó finalmente de encima y murió en Panamá.
Malaespina regresó con un archivo alucinante de materiales antropológicos, políticos, hidrológicos, artísticos, botánicos, zoológicos y topográficos. Su expedición pasó a la historia. Fue su segunda vida, la de viajero de leyenda pese al apellido inadecuado. La primera había sido de gloria militar, en contra del enemigo recalcitrante, la Corona de Inglaterra: gracias a ese crédito como estratega logró el apoyo real. Su tercera y última vida fue de decadencia. Manuel Godoy lo acusó de conspirador y de traidor. La cárcel. El destierro (en Italia). No es de extrañar, pues es así como trata este país a sus más ilustres ilustrados.