Mi cómic favorito de los escritos por Garth Ennis es uno de zombis folladores: Crossed (con Jacen Burrows, 2008-2010). Con él creó un mundo, una franquicia, que después continuaron otros autores (volvió a él o a ella en Badlands, con un resultado también brillante, pero menos sorprendente). En el Crossed original encontramos el mismo inesperado cruce de referentes que encontramos en el origen del guionista. Ennis nació en Hollywood, pero no en Los Ángeles, sino en un pueblo de Irlanda del Norte. Su obra, acorde con ese choque de topónimos, remezcla el imaginario norteamericano de los géneros fantásticos con una acidez iconoclasta muy irlandesa (clase obrera, incomodidad con lo británico, crítica al catolicismo y mucha mala leche).
Crossed no se entiende sin la tradición zombi y sus giros sucesivos. Su quién da más. Ni sin la microtradición Ennis. Después de haber explorado, ácidamente, la escatología católica en Hellblazer (1991-1998), Predicador (1995-2000) y Crónicas de Wormwood (2006-2007), trabajando siempre en lo que podría llamarse «el tono canalla instaurado en el cómic del cambio de siglo por Warren Ellis» (lenguaje grosero y realista, violencia, sexo y crítica social, en su caso siempre ahogados en alcohol), Ennis da un salto en su trayectoria al humanizar a sus protagonistas.
Es decir, si los protagonistas de sus dos celebrados cómics anteriores son hechiceros, semidivinidades o anticristos, los de Crossed son seres humanos absolutamente normales. Los seres excepcionales son sus enemigos. Los zombis. Es en ellos, por tanto, donde encontramos los excesos violentos y sexuales, porque no se trata de muertos vivientes tradicionales, sino de víctimas de una suerte de virus que exacerba sus instintos primarios y los convierte en máquinas sádicas de follar y desmembrar. De modo que la vuelta de tuerca en la propia trayectoria es en realidad una vuelta de tuerca en la tradición de la narrativa sobre zombis. Porque siempre estamos ante obras que entienden la mímesis respecto a los subgéneros existentes: el punto de partida de la relectura y de la inyección de originalidad.
Al desprender a sus personajes protagonistas de esa carga, de la obligación de ser hiperbólicos, asistimos a un proceso de humanización prácticamente ajeno hasta ahora al mundo de Ennis. Como escribe Cormac McCarthy en La carretera (2006): «La fragilidad de todo al fin revelada». La de los humanos y la del mundo que estos habían construido.
El grupo de supervivientes protagonista irá perdiendo a sus componentes en una historia de despojamiento y de viaje hacia el Norte, no exenta de instantes críticos en que el asesinato y la crueldad aparecen como únicas respuestas viables a las exigencias del guion de lo real. Pruebas de fuego en que los protagonistas se animalizan mientras digieren las nuevas características del nuevo mundo. Una doble fragilidad.
En otra novela de McCarthy, Meridiano de sangre (1985), encontramos una descripción que parece una écfrasis de Crossed: «… pasando sus cuchillos por el cuero cabelludo de vivos y muertos por igual y enarbolando la pelambre sanguinolenta y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando aquellos raros cuerpos blancos y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales, algunos de los salvajes tan absolutamente cubiertos de cuajarones que parecían haberse revolcado como perros y algunos que hacían presa de los moribundos y los sodomizaban entre gritos a sus compañeros». La afinidad no sorprende si tenemos cuenta que ambas obras, separadas por dos décadas, remiten a un mismo imaginario: la frontera expandida. Los zombis de Ennis realizan los mismos actos que los aborígenes americanos de McCarthy. Son las periódicas encarnaciones del otro. Pero ninguno de los dos autores incurre en el maniqueísmo: los protagonistas de ambos llevan a cabo acciones deleznables. La más cuestionable y cuestionada de Crossed es la ejecución de unos niños, huérfanos que no tienen más opción que ser violentos para sobrevivir.
Para poner en contexto esos grados de humanidad hay que recordar que el guionista de tantísimas entregas de Judge Dredd, The Punisher o The Boys (es decir, de cómics que responden a la pregunta: ¿quién supercastiga al supercastigador?) es autor de al menos cuatro novelas gráficas protagonizadas por hombres de carne y hueso (como tú o como yo). Me refiero, además de a Crossed, a Solo un peregrino (con Carlos Ezquerra, 2001-2002), a Streets of Glory (con Mike Wolfer, 2009) y a El soldado desconocido (con Kilian Plunkett, 1997). En mi opinión, esas cuatro son precisamente las mejores obras de Ennis (aunque con la que más me reí fue con The Boys, cada tres páginas me decía a mí mismo: «Pero qué cabrón»).
De Crossed ya he comentado sus virtudes y particularidades. Solo un peregrino crea a un memorable viajero posapocalíptico. Streets of Glory es uno de los mejores wésterns que yo haya visto o leído. El soldado desconocido le practica la autopsia al cadáver de la democracia estadounidense. Como en Crossed, en los tres cómics encontramos a un ser distinto, pero siempre poderoso, anacrónico e implacable: el Peregrino, que fue soldado y caníbal y encontró la salvación personal en la Biblia y el combate del mal; el pistolero Joseph R. Dunn, que combatió a los indios y ahora ve cómo el país está en manos de los especuladores del ferrocarril; y el soldado psicópata y sin nombre que ha participado en todas las guerras del siglo XX, exterminando en nombre de los Estados Unidos a cuanto enemigo de la patria se pusiera por delante. Son los protagonistas de los relatos, pero no sus narradores. Porque el relato recae en un niño, en una investigadora, en un barman y un agente de la CIA, hombres corrientes, narradores que se enfrentan a un problema: cómo relatar al héroe o al antihéroe en una época en que esas palabras dejaron de tener sentido.
Un personaje de Solo un peregrino grita algo que puede trasladarse a la totalidad del mundo de Ennis: «¡No hay ningún dios y estamos solos en el infierno!». No existen divinidades ni semidioses ni superhéroes ni héroes ni santos. Solo existe el movimiento. Todos los personajes caminan, viajan, inquietos crónicos, y con su traslado agrandan la inestabilidad de sus coordenadas fronterizas. En las cuatro novelas gráficas encontramos la misma frontera expandida, cuyos contornos son los del mundo, recorrida por nómadas, desarraigados y violentos, los últimos mohicanos, huérfanos cuya razón de ser no es otra que contarnos una historia.
Una historia irreverente y memorable y malhablada, que a ser posible deberíamos leer en compañía de un buen whisky irlandés.