Cuenta Rafael Lema en su libro Costa da Morte, un país de sueños y naufragios que el nombre de esta costa nació en los tabloides ingleses y se incubó en la prensa de Madrid, a finales del siglo xix. Por entonces los periódicos informaban de que los habitantes de esta parte de Galicia atraían con antorchas a los buques que se perdían entre la niebla para después asaltarlos y desvalijarlos. Las historias también hablaban de que, tras los naufragios, los cadáveres de los marineros aparecían con los dedos y las manos amputadas. «Es todo una invención, una leyenda, que se sacó de la literatura de Julio Verne, muy famosa en la época, y de las leyendas populares inglesas y bretonas», dice Lema. «¿Invención?», dice Ramón Vilela Ferrío, Moncho do Pesco, percebeiro jubilado, sesenta y un años, vecino de Muxía. «Cuando yo era chaval y encallaba un barco íbamos y lo desvalijábamos entero. Mi abuela me contaba que ellos incluso les cortaban los dedos a los marineros ingleses muertos para robarles los anillos. De invención nada».
Hoy las olas están tranquilas en la costa, aunque hay mar de fondo. Moncho mira el horizonte, entrecierra con levedad los ojos. «Aquí hay años que el mar no está tranquilo ni un solo día. Ni uno solo». La Costa da Morte es un pedazo de costa atlántica en la provincia de A Coruña que va desde Malpica de Bergantiños hasta la ría de Corcubión (por más que la Consellería de Turismo la haya extendido, en pos de engordar sus arcas, desde la propia ciudad de A Coruña hasta la ría de Muros e Noia). Casi cien kilómetros de una de las costas más peligrosas, afamadas, mitológicas y siniestras de cuantas uno pueda toparse en Europa. La ruta es popular por su impecable gastronomía marítima y sus playas vírgenes. También por su macabra relación de vida y muerte con el mar: cientos de naufragios, miles de vidas tragadas por las olas, leyendas, mitos, supersticiones, rivalidades y una personalidad única. «Aquí murió muchísima gente en el mar, oíste. Pero muchísima». Lo dice Moncho de una manera que quitan las ganas de preguntar por el número exacto. Valga muchísima.
Que se sepa, enfrente de estas rocas han terminado sus días unos 950 barcos. Especialmente trágicos fueron los sucesos ocurridos a finales del siglo xix y que tuvieron como protagonista a la marina inglesa. Cientos de marineros británicos murieron en este mar aquellos años en terribles naufragios de los que el Gobierno de Londres acusó a los nativos: según el periodismo inglés de la época los barcos habían sido empujados a encallar y después habían sido asaltados sanguinariamente por los vecinos. Horrorizada por estas historias, la escritora Annette Meaking, amiga de la reina Victoria, bautizó a este pedazo de costa como Coast of Death, término que enseguida adoptaría la prensa española. Sobre los demás destacaron dos oscuros siniestros. El primero, en 1870, acabó con el hundimiento en alta mar del Captain, de la Royal Navy, debido a las fuertes corrientes que, repentinamente, hacen aparición en esta costa. Casi quinientos marinos murieron en el suceso. Veinte años más tarde, en 1890, fue el Serpent el que encalló, dejando en la costa de Camariñas ciento setenta y cinco cadáveres. También en este periodo acabaron destrozados frente a la Costa da Morte el Revandall, el Irish Hood y el Wolf of Strong, tal y como explica Rafael Lema en su libro. En todos los casos aparecieron marineros con miembros amputados. O eso cuenta la leyenda.
No solo los ingleses acabaron estrellados contra las rocas gallegas. Ya en el siglo xx fue sonado el naufragio del Chamois, cuyo capitán trató de pedir ayuda a los vecinos y estos, por alguna esquizofrenia fonética con el nombre del barco, entendieron bois (bueyes en gallego). El error llevó a una horda de aldeanos armados con cuchillos y hoces a asaltar el buque ante la horrorizada mirada de la tripulación. El Priam acabó con su casco despedazado ante Malpica y su carga, repleta de relojes, esparcida por el mar. Fueron días de intensa búsqueda por parte de los vecinos que llegaron a hallar una caja con un piano de cola que, al intentar abrir a machetazos, destrozaron. Más reciente (1927) es el caso del Nil, que desparramó toda su carga de alfombras, piezas mecánicas y máquinas de coser por la costa de Laxe y se formó tal rapiña que la naviera tuvo que contratar seguridad privada para proteger los enseres. De nada sirvió, claro. Cuentan los más viejos que el Nil también traía cajas de leche condensada que, cuando llegaron a la costa, fue usada como pintura blanca por los vecinos. El enjambre de moscas que se vio atraído convirtió las paredes blancas en negras. En 1934 el petrolero soviético Boris Scheboldaeff se partió en dos frente a Camelle y la tripulación fue rescatada por los vecinos, quienes de paso desmantelaron el barco. El buque alemán Nord Atlantic trataba de huir de la aviación aliada cuando embarrancó en Camariñas en 1943 y poco después naufragó en el mismo sitio el carbonero griego Maria Laar. En 1964 tuvo lugar frente al cabo Fisterra el más grave de los naufragios de la zona en el siglo xx. El petrolero Bonifaz chocó contra el Fabiola, lo que provocó una explosión que dejó más de veinte desaparecidos y cinco muertos. Le sigue en gravedad el Casón, que encalló cerca de la ría de Corcubión en 1987 con veintitrés tripulantes a bordo, todos fallecidos. No se sabe qué transportaba exactamente, pero corrió el rumor de que productos tóxicos, por lo que los vecinos abandonaron pueblos enteros, como Fisterra, Corcubión o Cee. El más reciente y conocido naufragio fue el del Prestige, que se partió por la mitad en 2002 frente a la costa descargando una catastrófica marea negra. La lista es interminable y conforma, en su totalidad, el cementerio marino con más naufragios catalogados en España. En el muestrario hay naves romanas, pesqueros, veleros, mercantes, balleneros, bergantines, galeones, submarinos, fragatas y petroleros.
«Es que al mar hay que temerlo. No hay ningún poder o fuerza que valga contra él. No hay nada que se pueda hacer». Y menos contra este mar. La orografía de la Costa da Morte la convierte en una trampa para los barcos: la zona está llena de rocas a ras de la superficie, salientes y bancos de arena. Hay que conocer la zona muy a fondo para no correr riesgo de encallar. A ello se suman las tormentas, muy frecuentes, y las repentinas corrientes del Atlántico Norte. Un lugar difícil para cualquier hombre de mar. Incluidos los autóctonos, como Moncho. La primera vez que Moncho do Pesco fue al percebe tenía once años. «Lo recuerdo perfectamente», relata sentado en el paseo marítimo de Muxía. El olor del mar invade todo el pueblo, el sonido de las gaviotas no cesa. «Llevaba un traje de baño y un jersey y recuerdo muy bien cómo me dolían las manos. Era invierno, el mar estaba helado y cada vez que metía la mano para arrancar el percebe me dolía muchísimo», rememora. Moncho nació en la playa de Nemiña, una remota aldea que, cuando él vino al mundo, tenía dos casas: una era un bar y la otra la casa de su familia. «La soledad está bien cuando la buscas, cuando te la imponen no es tan buena. Yo durante los inviernos veía a quince o veinte personas en toda la estación. Nada más. Es que la Costa era muy dura cuando yo era niño, muy dura». Prueba de ello es que Moncho es el mayor de once hermanos de los que solo seis siguen con vida. «La necesidad, el frío, el mar…». Al percebe fue por obligación, porque tenía que ayudar a su padre a llevar comida a la mesa. «Había días que no teníamos pan y eso me dolía mucho. Pescado nunca faltaba, porque éramos familia de mariñeiros, pero pan a veces no podíamos conseguir. Y eso es tremendo, ¿eh?».
Malpica: benvidos á costa
La Costa da Morte es atravesada de norte a sur por una carretera que serpentea asomada al Atlántico, una ruta inolvidable para degustar manjares del mar, perderse en playas vírgenes, aventurarse en bares empapados de leyendas, recorrer puertos llenos de aparejos de pesca y gaviotas y descubrir acantilados furiosos. La salida a esta inolvidable excursión la da Malpica de Bergantiños, un pueblo pesquero que desafía al océano a través de su precioso puerto, abarrotado de barcos y de tascas para comer más que bien a precio de amigo (íntimo). En alguna de estas tascas ha aparecido en alguna ocasión Manu Chao dando algún concierto improvisado, rememorando sus raíces paternas. Junto al pueblo está la playa de Seiruga, considerada una de las diez mejores de Galicia. Es un arenal de quinientos metros, aislado, sin comodidades ni servicios, pero a cambio con un entorno natural casi virgen y sin apenas turistas. Más allá está el mirador del Monte Nariga (con forma de nariz) desde el que se contemplan panorámicas vistas sobre la comarca de Bergantiños.
A pocos kilómetros de Malpica, siguiendo la carretera hacia el sur, aparece Corme, pequeño pueblo de apenas mil habitantes famoso por la Punta Roncudo. A este cabo se llega por una estrecha carretera que ofrece preciosas vistas del Atlántico y que desfila entre playas imprescindibles, como Area das Cunchas, Insua o Gralleiras, todas salvajes aunque resguardadas. Punta Roncudo ofrece una de las postales típicas de la Costa da Morte: las cruces de piedra sobre las rocas que tributan la memoria de los marineros y percebeiros fallecidos en esta zona. Y es que el Roncudo es famoso por sus percebes, al igual que Corme, cuya «Festa do percebe» es celebrada en toda Galicia. El percebe, ese tubito negro que contiene un gusano y que acaba en una especie de uña blanca, es una de las delicias más cotizadas de Galicia y de casi toda España. Este bicho tan feo es un manjar que se han convertido en un símbolo de la Costa da Morte.
«Hay gente que dice que es caro», dice Moncho. «Hombre, igual en Madrid es caro porque te lo venden a cien euros, pero aquí lo tienes a veinte euros. ¿Eso es caro?». Tal vez para quien ha sorteado la muerte en las rocas casi todos los días de su vida el percebe no tiene precio. «Mira, cuando yo empecé a ir al percebe éramos en el grupo unos treinta y cinco. Hoy quedamos veinte». El problema para los percebeiros —uno de ellos— es que cuanto más arriesguen, mejor percebe cogen. «Parece una broma, pero donde rompe la ola más grande, el punto en el que más fuerte entra el mar, es ahí donde está el mejor percebe», explica Moncho. «Bajamos el acantilado y cuando llegamos a las rocas tenemos que correr arriba y abajo. Cuando se retira la ola, bajas y arrancas el percebe y cuando vuelve a entrar, subes corriendo. Tienes que tener un ojo en la ola y otro en el percebe porque si te coge la ola y te arrastra, lo normal es que no salgas». Moncho tiene las manos ásperas, fuertes, rígidas. Manos que durante casi toda la vida han estado bajo el mar, rozando las rocas, arrancando percebes. «Cuando eres joven arriesgas más, con los años te vas dando cuenta de que no debes hacerlo. Yo a los jóvenes les digo siempre que los percebes no tienen pies; que si ven unos buenos, pero que es difícil cogerlos, lo dejen para el día siguiente. Que no se van a ir de ahí».
Al lado de Corme está Laxe, orgulloso pueblo pesquero cuyo nombre se puede traducir como «roca que aflora del mar sin sobresalir de él». Cabe suponer cuántos naufragios se dieron en esta zona, una de las más dificultosas para la navegación. No solo por eso es famoso Laxe. La Laguna de Traba es uno de sus mayores tesoros. Se trata de una amplia llanura litoral escoltada por acantilados, un rincón único para recorrer a pie. También lo es la playa de Soesto, a pocos kilómetros, famosa por sus dunas de arena naturales. Una playa virgen, abierta al mar y de arena fina, atravesada por un riachuelo a la que se accede a través de un pequeño puente. Para muchos, la mejor playa de Galicia.
Camariñas-Muxía, la rivalidad que explica casi todo
Pepe Formoso, director de Radio Nordés y profundo conocedor de la Costa da Morte, explica que, desde siempre, esta ha sido una zona aislada. «Somos pueblos terminales en lo geográfico, aquí nadie viene de paso. Esto ha marcado y marca el carácter de la zona y de la gente. Siempre hemos sufrido aislamiento debido a muy malas comunicaciones, lo que ha hecho que tengamos casi un sello genético propio», explica. Y es que los habitantes da Costa son famosos en Galicia por su carácter, único y diferenciado, que les distingue de cualquier otro pueblo. El acento es uno de sus sellos de identidad más destacados, aquí la «g» es «j» en un fenómeno fonético llamado gheada y que lleva a decir «jato» en lugar de gato o «jaliña» en lugar de galiña (gallina). La «c» tampoco es tal, sino que se convierte en «s», el llamado seseo. De modo que cerca es «serca» o cinceiro (cenicero) es «sinseiro». «Lo curioso —explica Marco Antonio Sande, vecino de Corcubión y también periodista— es que en cada pueblo la fonética varía y la entonación de cada frase cambia en espacios de cinco kilómetros; es algo asombroso. Si eres de aquí puedes distinguir por el acento quién es de Camariñas, quién de Fisterra o quién de Corcubión. Y estamos todos a veinte kilómetros como mucho». Estas diferencias fonéticas también lo son de identidad. «Uno de los grandes males de esta zona —retoma Pepe Formoso— ha sido la rivalidad entre pueblos y aldeas. Esta es una zona que siempre ha estado compuesta por aldeas pequeñas muy aisladas las unas de las otras, por lo que nunca ha habido una unión, una fuerza común. De hecho, hoy, entre ayuntamientos, sigue sin haberla, y se antoja más necesaria que nunca». La mayoría de estas rivalidades internas vienen por las artes de la pesca, tal y como señala Marco. «Los problemas siempre nacen en el mar, por las zonas de pesca, enfrentamientos entre cofradías, etcétera. De ahí pasan a otros ámbitos y acaban enfrentando a los pueblos entre sí». La pesca y el marisqueo furtivos siguen muy arraigados en esta sociedad, que respeta poco las vedas y delimitaciones. Moncho do Pesco da fe de ello. «Nosotros, los de Muxía, nos llevamos muy mal con los de Camariñas porque nos roban el percebe. Vienen por la noche vestidos de hombre-rana y bucean para llevarse todo. Y eso no puede ser, porque cada cofradía tenemos nuestra zona asignada y no podemos entrar en las otras», explica. Pero, ni mucho menos, se quedan de brazos cruzados. «Ahora menos, porque a los chavales les da más igual, pero cuando yo era percebeiro y venían los de Camariñas, íbamos con arpones y escopetas. Se montaban unas peleas tremendas. Cuando los pillábamos buceando íbamos con los botes y les tirábamos o demo pa’baixo». Cabe traducir esta expresión como que les tiraban de todo desde los botes al mar, ya fueran anclas, petardos, piedras o nasas. «Recuerdo que un día hablamos y decidimos que no podíamos seguir haciendo esas cosas. Podíamos matar un hombre».
Lo más curioso de estas rivalidades es dónde se completan: «En el fútbol, claro», explica Marco. La Liga da Costa es famosa en toda Galicia. La mayoría de equipos de la zona están encuadrados en el mismo grupo de la Segunda División Regional, lo que convierte al grupo en una competición propia. El actor Luis Tosar llegó a decir de la Liga da Costa que aquello era Vietnam. «Hay mucha rivalidad y mucha pasión, la gente sigue los partidos con mucho interés, es como una tradición los domingo y los campos se llenan», explica Marco. «Siempre se especula con qué chaval será el que llegue al Dépor o al Celta, el fútbol aquí es una pasión hasta el punto de que muchos equipos han rechazado su plaza en Primera Regional por seguir jugando la Liga da Costa».
Estos enfrentamientos internos alcanzaban su cota más dramática con otro mal histórico de la zona: el tráfico de drogas. Derivado del contrabando de todo tipo de productos que llegaban del mar, la entrada de cargamentos de cocaína fue una constante en los años ochenta y noventa, gracias a (por culpa de) lo escarpado de las entradas a tierra. Decenas de familias se dedicaban a un negocio que dejó cientos de jóvenes muertos e incontables ajustes de cuentas entre clanes vecinos. Sin llegar a convertirse en la sicilia que fueron las Rías Baixas, la Costa da Morte también padeció esta lacra. «Aquí cada vez que se iba la luz decíamos que estaban haciendo una descarga», explica Pepe Formoso. «Hoy casi nunca se va la luz». Todo apunta a que el volumen de entrada de drogas por la Costa da Morte es mucho menor hoy, pero —todavía y sin lugar a dudas— habelo hailo.
Este aislamiento, este cainismo particular, hacen de la Costa un lugar único, con una personalidad brutal. El resto de Galicia suele decir, con cariño, que la gente de la Costa da Morte no es gallega, es de la Costa. La identidad tan marcada corre a favor del visitante, que descubrirá un lugar distinto, por momentos detenido en el tiempo y, a su vez, con precios que no hacen justicia a lo que este sitio ofrece, visual y gastronómicamente.
Camariñas es un buen ejemplo, uno de los lugares más atractivos de toda la zona. Siguiendo la ruta marcada se deja atrás Laxe para alcanzar un municipio rebosante de tesoros. Uno de ellos es el pueblo de Camelle. Aquí, en una de las zonas más agrestes de la Costa da Morte, vivía Manfred Gnädinger, más conocido como Man de Camelle. Este hombre fue un artista alemán que se instaló en los años sesenta en la aldea y dedicó el resto de su vida a vivir como un anacoreta, realizando esculturas y pinturas al aire libre en comunión con el mar. Man murió en 2002, pocos meses después del desastre del Prestige, y en la aldea se dice que lo hizo víctima de la tristeza. La desidia de los políticos locales remató el episodio: en el año 2010 un temporal destrozó toda su obra.
Tras Camelle se llega al pueblo de Camariñas, donde los locales dicen que está el mejor pulpo del mundo y cuya fama se llevan luego pueblos del norte como Mugardos o Melide. No queda si no probarlo en cualquiera de sus pequeños bares a pie de puerto. Eso y el queso, las navajas, el lacón o los pimientos. Urgente comer en Camariñas. Camariñas es famosa también por las «palilleiras», las mujeres que hacen encaje de bolillos. Su arte es popular en toda Galicia y sus obras se muestran en ferias que recorren todo el país. Otro orgullo de Camariñas es el imprescindible cabo Vilán, para muchos el cabo más bonito de Galicia, con impresionantes vistas al océano y donde se encuentra el cementerio de los ingleses, un antiguo camposanto donde reposan los restos de los marineros del Serpent, que naufragó en estas aguas en el siglo xix. Alrededor del cabo desfilan algunas de las playas más salvajes de Galicia, como Reira, Area Longa o Balea, cuyos accesos son complicados por carreteras abocadas al acantilado y donde el baño resulta inviable casi todos los días del año.
A pocos kilómetros de Camariñas está Muxía, el pueblo de Moncho do Pesco. «En realidad llegué aquí con veinte años, cuando me casé. Y me costó adaptarme, porque la gente me decía “el de la aldea” y me rechazaban». Hoy Moncho es el presidente de la Asociación de Percebeiros de Muxía y uno de los vecinos más respetados de la zona. Es, sin duda, uno de los percebeiros más famosos de la región. «Hombre, déjame decirte que yo fui de nivel. Pero porque yo soy de familia mariñeira y a mí mi padre siempre me enseñó a respetar el mar». Tal vez por ello hoy sigue vivo. «Yo caí una vez y pensé que no lo contaba». Moncho tenía entonces diecisiete años. «No llevaba neopreno, porque ahora existe el neopreno y con eso la mitad está hecho: si te caes flotas y no te congelas. Pero cuando caí yo iba en traje de baño y estuve una hora peleando en el mar. Una hora. No me podían sacar, no podían hacer nada». ¿Tuviste miedo? «Mira, más que miedo, pensaba que era mi hora, estaba convencido de que iba a morir y no sentía miedo». Finalmente un compañero, jugándose la vida, sacó a Moncho. «Aquella noche, sentado en la cama, me dije que nunca más iba a volver, que no quería. Al día siguiente volví. ¿Y qué vas a hacer?».
No solo la seguridad de los percebeiros era distinta —más precaria— antes. La Costa da Morte era un lugar muy diferente no hace tanto. «No había carreteras, no venía nadie de fuera, no había mucho que hacer más que ir al mar», dice Moncho. Era un lugar remoto, aislado. Con los años y las mejoras económicas la zona se abrió poco a poco y las familias trataron de alejar a sus hijos del mar, escarmentadas por las desgracias. «Yo no podría decirte una sola familia mariñeira de la Costa que no tenga un muerto», dice Moncho. Marco, más joven, añade: «A mí y a mis amigos, desde pequeñitos, nos contaron historias terribles del mar, yo creo que con la idea de que nos dedicáramos a otras cosas. Aquí, al mar, se le teme». De estas historias, de estos miedos, nacieron los cientos de leyendas y tradiciones relacionadas con el océano que existen en la región y que van desde la barca de Caronte —que espera en Fisterra a llevarnos al más allá— a la roldiña, conocida en el resto de Galicia como la Santa Compaña, esto es, los espíritus que se llevó el mar y que por las noches recorren las aldeas de la Costa llamando a las puertas de incautos vecinos que, si osan abrir, pasarán a formar parte de la maldita procesión.
El mar lo empapa todo aquí. «Casi todos los dichos y expresiones de la Costa tienen que ver con él», explica Marco. «Si alguien dice algo y tú le pides que lo demuestre, le decimos: peixiños na lonxa, porque la lonja es el único lugar donde un marinero puede demostrar de verdad lo que ha pescado». Es solo un ejemplo. Los dichos, supersticiones, leyendas y mitos se multiplican. Por suerte para el futuro de este tipo de historias y por desgracia para las temerosas familias, los jóvenes están volviendo al mar en los últimos años, empujados por la crisis, que les aboca a un destino que sus padres y abuelos no deseaban para ellos.
La piedra completa la mitología costeira. Es un elemento clave de toda la zona. En la propia Muxía está tal vez la más famosa de todas, la Pedra d’Abalar, con —dicen— propiedades curativas para quien pase por debajo de ella. ¿Y los marineros? ¿Tienen rituales? Moncho es claro: «No hombre, no. Nosotros no somos futbolistas, somos mariñeiros. Aquí el único ritual que tenemos es volver a casa». Y se ríe.
El fin de la Tierra
Dejando atrás Muxía se atraviesa el cabo Touriñán. La cartografía moderna ha demostrado que este es el punto más occidental de toda España, pero la fama se la sigue llevando Finisterre (Fisterra, en gallego). Touriñán se eleva casi cien metros sobre el mar y es culminado por un viejo faro de finales del siglo xix. Después de este cabo solo queda la parte final de la costa, para muchos la más emblemática: el fin de la tierra.
El cabo de Fisterra se dobla como un brazo de tierra sobre el Atlántico. En la parte más estrecha del mismo está incrustado el pueblo de Fisterra donde los cabellos rubios y los pálidos tonos de piel de muchos de sus vecinos sirven de sorna al resto de pueblos, quienes les recuerdan la cantidad de marineros del norte de Europa que al pueblo han llegado durante generaciones. Aquí también es obligatorio buscar el restaurante Os Tres Golpes, perdido entre las callejuelas que rodean el puerto y llamado así porque, cuentan, los marineros que habían bebido de más llegaban al lugar después de haberse dado tres golpes en las laberínticas esquinas. Cerca de Fisterra está Corcubión, otro majestuoso pueblo costero de casitas de piedra y donde los locales dicen que se encuentra el mejor lugar de la Costa para comer, el restaurante San Martín, a apenas diez metros del puerto. Y un poco más allá, el maravilloso mirador del Ézaro, con la única cascada de agua dulce de Europa que cae directamente al mar. Eso sí, solo se puede ver de vez en cuando, ya que el empresario Villar Mir canalizó con una gran tubería el salto para mayor gloria de su central hidroeléctrica, que solo libera el agua en caída libre una vez por semana.
Dos playas destacan sobre todas las demás en esta zona: la playa do Rostro y la de Fóra, ambas en la cara exterior del cabo, recibiendo a porta gayola al océano Atlántico. Son arenales kilométricos donde apenas hay turistas, pero donde se debe tener especial precaución si uno decide bañarse. «Las playas, aquí, para los turistas», dice Moncho, terminando la conversación. «Si no tengo que trabajar yo no me acerco al mar ni atado». Después se despide, observando una vez más el mar. Esta noche toca pesca.
Es aquí donde termina la ruta. En realidad, es aquí donde termina la tierra. Los romanos decidieron que este era el final del mundo conocido y lo bautizaron como Finis Terrae, el fin de la tierra. Desde entonces, y durante siglos, fue considerado el punto más occidental de Europa, hasta que la ciencia demostró que, en realidad, este honor se lo lleva el cabo da Roca, en Portugal. Poco importa. La fama y la leyenda auparon a Fisterra a los altares de un lugar único. Aquí los barcos se despeñaban al abismo de la nada, ya que la tierra —todavía plana— finalizaba. Aquí las almas iban al mar en busca de la vida eterna y aquí termina, realmente, el Camino de Santiago, peregrinación cristiana que conduce al último punto del mundo. Una señal que indica el kilómetro cero de la ruta lo atestigua, por más que la mayoría de peregrinos se queden en Compostela. La tradición manda quemar las botas en este cabo, coronado por un faro que, en los días de niebla en que la luz se hace inútil, muge como una vaca con un sonido que se escucha a kilómetros de distancia. El faro, con el horizonte en curva tras la inmensidad del mar que se abre ante nosotros, marca el fin de la excursión. Marca, también, el fin del mundo.
Nacho, me acabo de leer Fariña, y una duda que me surgió leyendo el libro es que consecuencias tuvo para el narcotráfico el hundimiento del Prestige
Qué buen artículo! Dan ganas de agarrar la mochila y andar. Muchas gracias.
Bonito. Engancha, fácil de leer y hasta parece que resume algo inabarcable de explicar. Eso sí, resbalones como lo del San Martín de Corcubion como mejor restaurante de la Costa o que la cascada del Ezaro abre 1 vez x semana (cuando ya hay caudal diario obligatorio x ley) eran evitables. Aún así, chapeau
Nacho, son de Mazaricos. Gustaríame facer unha ruta pola Costa da Morte contigo que es un libro aberto ( a ruta dos faros).
Un pracer.
Nacho, son de Mazaricos. Estaría ben facer a ruta dos faros contigo.
Saúdos