«La nueva Rusia necesita miles de propietarios, no un pequeño grupo de millonarios». Estas fueron las palabras de Borís Yeltsin el primer aniversario del golpe de Estado fallido y supusieron el pistoletazo de salida para un ambicioso plan de privatizaciones en Rusia. La República Federal, heredera de la antigua URSS, estaba pasando por unas transformaciones vertiginosas en el campo político, social y económico. Este último aspecto siempre es particularmente delicado en un contexto de democratización incipiente. No solo por lo complejo que es cambiar de un modelo planificado a uno de mercado, sino también porque, si la economía se descontrola, puede llevarse por delante al nuevo sistema político. Por lo tanto, este plan del Kremlin iba a ser decisivo para saber si la nueva Rusia se estrellaba en su paso a un sistema capitalista y democrático a la occidental.
El personaje que tuvo un papel fundamental en esta gran oleada de privatizaciones fue el vicepresidente del Gobierno Anatoli Chubáis. De familia militar, tenía estudios en Ingeniería y Economía por la Universidad de Leningrado, donde ejerció de maestro antes de ser llamado por Borís Yeltsin al Kremlin. El programa de Chubáis consistió en la venta de más de ciento veinte mil empresas públicas mediante un sistema de «cupones» o «comprobantes de privatización». La idea era que las principales industrias y propiedades del Estado soviético pasaran a ser propiedad individual de los ciudadanos, a los cuales se les daría una especie de comprobante que acreditaría su propiedad. La expectativa del Gobierno era que esto hiciera el programa muy popular y políticamente rentable. Al fin y al cabo, a cada ciudadano le tocaría su parte del pastel. En todo caso, tampoco suponía inventar la rueda; era básicamente copiar el sistema de privatización que habían seguido otros países del Este, aunque con algunas variantes relevantes.
Tanto en la República Checa como en Lituania este modelo de «privatización individualizada» llevó pareja la prohibición de la venta inmediata de los cupones. Sin embargo, no fue así en el caso ruso. Esto tuvo implicaciones, pues muchos trabajadores pobres acabaron vendiendo sus cupones por debajo del poder de mercado —y los compradores ricos y bien informados pudieron tomar ventaja de ello—. Es curioso (o no) que los promotores de este plan no consideraran que esto podía pasar. La prensa de la época señalaba que el valor medio de la venta de los cupones era de unos diez mil rublos —lo que equivale al precio de un kilo de mantequilla por entonces—. No parece que esto pudiera generar una red de bienestar muy intensiva en la nueva Rusia capitalista.
Un punto adicional e innegociable del proceso fue la prohibición expresa de que los cupones estuvieran patrimonializados por algún tipo de sindicato o comité de empresa conformado por los trabajadores. La razón de esta jugada era bastante evidente; los trabajadores individuales siempre son más débiles y más fáciles de dominar por los jefes de planta que las organizaciones colectivas. Es decir, pareciera que el plan desde el primer momento era que los trabajadores acabaran vendiendo los cupones a sus propios jefes. La coacción en general alcanzó formas muy diversas para lo que se llamó una «reinversión productiva» en la empresa.
Un ejemplo paradigmático fue la empresa de níquel Norilsk, la mayor productora de todo el país. Esta empresa afrontaba una OPA hostil y los dueños tenían un serio riesgo de perder el control de la empresa. Ante esta amenaza, la estrategia de los mánagers fue dejar de pagar los salarios durante un tiempo indefinido. Gracias a eso consiguieron que los trabajadores más desesperados terminaran vendiendo los cupones a su dirección, de modo que la mantuvieron bajo su control.
Estas formas de presión, recurrentes en toda Rusia, se tradujeron en una enorme concentración de la propiedad accionarial en manos de las direcciones tradicionales —las cuales, en muchos casos, estaban ligadas con la antigua nomenklatura del Partido Comunista—. Dada la reducida movilidad de los trabajadores, la pérdida del empleo era algo traumático en una Rusia en la cual las ciudades estaban edificadas en torno a una sola industria local. En un contexto de depresión económica y reconversión, la única opción para muchos trabajadores fue intentar proteger su empleo en la empresa ofreciendo sus cupones a la dirección. A veces, en las situaciones más extremas, estos últimos directamente ignoraban la propiedad de los propios trabajadores y administraban la empresa como siempre.
Un componente adicional que desproveyó a los trabajadores de instrumentos de defensa fue que la Federación de Sindicatos Independientes Rusos (FNPR, por sus siglas en ruso) no había reformado sus principios de funcionamiento. De hecho, como sucesora del sindicato principal de la URSS, tenía unas relaciones casi simbióticas con el Kremlin. Apenas había sindicatos independientes —casi siempre atomizados y poco organizados— que tuvieran un poder efectivo para coordinar a los trabajadores. Quizá de haberlo habido se podría haber abortado la libre venta de los «comprobantes de privatización» o, por lo menos, se hubiera permitido que los trabajadores entendieran mejor el valor de dichas participaciones.
Los políticos rusos inflaron las expectativas sobre en qué medida todo el mundo podría beneficiarse de este sistema de cupones. Sin embargo, lo lejos que quedaron los resultados finales provocó una desilusión generalizada en la población. Lejos de mejorar en sus estándares de vida, casi nadie consiguió un rendimiento práctico y muchos rusos se sintieron estafados. Esto supuso que en el año 1995 el partido del presidente Yeltsin recibiera un durísimo revés en las elecciones parlamentarias, lo que se tradujo en el cese de Chubáis. Hecho que no impidió, por cierto, que le nombrara jefe de campaña para las elecciones presidenciales de 1996.
Esta transición del capitalismo ruso se tradujo en muchas cosas, pero ni mucho menos en un desarrollo económico equilibrado. De hecho, la formación de la oligarquía empresarial rusa bebió de estas raíces. Hoy diez familias rusas controlan cerca del 60 % de su Bolsa, mientras que el PIB per cápita del país está por debajo del de Italia, con una desigualdad rampante y una corrupción endémica. Cuando Vladímir Putin llegó al poder, adquirió el compromiso de no revisar las privatizaciones siempre que los oligarcas pagaran impuestos y no usaran su dinero contra él. Jodorkovski, el propietario de Yukos, no siguió su mandato y terminó pagando los platos rotos con la nacionalización de su empresa y su arresto. Pero, en general, el nuevo hombre fuerte de Rusia no ha querido mirar los abusos que se cometieron durante la privatización por cupones. Al fin y al cabo, es un avispero que, hasta para alguien como él, es mejor no agitar.
Qué buena nota de divulgación! Y deja un gusto amargo.