Un tipo que diga la verdad en este mundo de mierda vale su peso en oro.
Garth Ennis, por boca del reverendo Jesse Custer en Predicador.
Bill Hicks nació en Georgia el 16 de diciembre de 1961 y pasó su infancia en Houston, Texas. Si el constructo que llamamos Occidente tuviera verdadero sentido y fuera como una familia, el sur de los Estados Unidos sería ese primo con serias taras congénitas que encadenamos en el sótano para no asustar mucho a las visitas. Ese hecho es solo una de las prácticas pintorescas que conforman su cultura. Enviar a los niños a campamentos de verano donde se les educa en el uso de las armas y el fundamentalismo cristiano, la intemperancia en el beber cerveza mientras se compite en carreras ilegales de camionetas, mantener relaciones sexuales con parientes de primer y segundo grado, dirimir cualquier disputa con tus amigos organizando una barahúnda de hostias o violentar junto a tu amigo desdentado el ano de un turista obeso que vino a practicar piragüismo son algunas de las otras.
No termina aquí lo bueno: el sur también es la cuna de la mejor música que una cultura haya regalado al mundo. El blues que los negros pudieron parir a escondidas de las cruces en llamas del Ku Klux Klan, y el country de paletos blancos que no tenían gran cosa que hacer salvo tocar el banjo mientras se ablandaba la carne del guiso de zarigüeya. Sonidos que se mezclaron, crecieron y evolucionaron a lo largo de toda una nación y un planeta, y que en cierto momento volvieron a cristalizar en su lugar de origen en el llamado rock sureño, género distinguible de cualquier otro a simple vista porque sus integrantes lucían largas melenas y bigotes de general confederado mientras ejecutaban interminables melodías a tres guitarras, cantando amores bastante sospechosos a la madre y loas a los cielos de su tierra, de pronóstico despejado. Y que no venga un canadiense a tocarnos los cojones cantando sobre nuestra idiosincrasia. No queremos a gente así por aquí.
El sur, en suma, no parece un lugar precisamente abierto y progresista. Pero quizá este ambiente ayudó en la construcción del relato de Bill Hicks. Porque más que un hombre fue eso, un relato y un grito de furia escondidos tras unas gafas y un traje varias tallas más grande que parecía haberse arrojado sobre él por sorpresa. Un cómico solitario delante de una pared de ladrillos en tugurios de carretera, que contaba la Verdad conservando en sus monólogos esa belleza demente de quien encontró la mejor herramienta posible para enfrentarse al mundo. Porque Hicks, un hombre solo, jamás pudo vencerlo, pero no dudó en luchar, sin más ayuda que sus huevos, su amargura, su humor y su palabra. «Soy un cómico y un poeta, así que si en algún momento no se ríen, es que eso era una poema».
Con tal declaración de principios es evidente que Bill Hicks no fue el humorista de stand up moderno que tenemos en mente. Ahora quieren ofrecernos un humor amable e intrascendente, costumbrismo para treintañeros de clase media: tratan temas como los grandes problemas con la batería de su móvil o cómo comportarse en una cita, un humor de Comic Sans, en definitiva. Pero Hicks se encaramaba a los escenarios para bramar la verdad. Una verdad tan incómoda que escupiéndola logró un dudoso mérito: su última aparición en el show de David Letterman fue la segunda actuación censurada en el programa, tras el contoneo de Elvis Presley. Si lo escandaloso del Rey eran las caderas, de Bill fue la lengua. (1)
Quizá los chistes sobre matar a músicos pop, o su idea de un Jesús volviendo a la tierra y cabreándose cuando ve a todo el mundo con una cruz al cuello son cosas para las que el público americano no estaba preparado. Así que no dudaba en extender su palabra por el resto del mundo anglosajón y volver para narrar sus experiencias. «Estuve en Australia durante la fiesta de Pascua. Fue interesante comprobar que celebran la Pascua de la misma manera que nosotros: conmemorando la muerte y la resurrección de Jesús diciéndoles a nuestros hijos que un conejo gigante dejó huevos de chocolate por la noche. Bueno, me pregunto cómo es que la raza humana es tan gilipollas. ¿Alguien tiene alguna pista? ¿De dónde piensan que viene esa mierda? ¿Por qué esas dos cosas? ¿Por qué no un pez de colores dejando cagadas en tu cajón de los calcetines? Si estamos inventando a lo tonto, divirtámonos. Al menos un pez de colores con una mierda sobre la espalda caminando por el suelo de tu cuarto hacia tu cajón de los calcetines tiene una cierta connotación milagrosa. “¡Mamá, al despertarme encontré una mierda en el cajón de los calcetines!”. “¡Esa es la historia de Jesús, hijo!”».
En resumen, era un hombre que faltaba al respeto a grandes voces, un bufón montado en cólera. No eran sus cuitas a la hora de programar el vídeo lo que le tenía en ese estado. En el mundo solo hay una verdad y su evangelio consistió en mostrarnos cómo la distorsionamos. Si la capacidad de reírse de todo define a un hombre como inteligente, Hicks fue un superdotado. Aun oscurecida esa risa por su condición de cómico aparentemente nihilista y misántropo: «No quiero sonar amargo, frío o cruel. Pero lo soy. Y así es como me sale». El hombre, aseguraba, es «un virus con zapatos», y ante esa evidencia no pudo sino abocarse a un rencor casi divino. Y denunciarlo.
El humor como escudo, pero también martillo con el que abrirse paso por un camino abismal hacia el fondo de nuestra conciencia. Aquel ambicioso hombre que desde un escenario bramaba entre aspavientos histriónicos contra todo lo que consideraba podrido, que bromeaba sobre tabúes y fantaseaba con asesinar a Billy Ray Cyrus o Michael Bolton en riguroso directo como parte de su futuro e imaginario programa de televisión, no se conformaba con hacer reír. Deseaba diseccionar el cerebro de su público y desmontar cualquier pensamiento que sabía erróneo. La religión era una de sus grandes obsesiones:
El fundamentalismo cristiano es fascinante. Lo sé porque me crie en el sur. Esa gente de verdad cree que el mundo tiene mil doscientos años de edad. Os lo juro por Dios. «¿En qué os basáis?», pregunté. «Bueno, contamos a toda la gente de la Biblia y fuimos sumando sus edades hasta Adán y Eva: mil doscientos años». Su puta madre, qué científico, genial. No sabía que os habíais tomado tanto trabajo. La hostia. ¿Ustedes creen que el mundo tiene mil doscientos años de edad? «En efecto». Bueno, tengo solo una pregunta que hacer, ¿en una palabra, puede ser? «Ajá». Dinosaurios. Según vosotros el mundo tiene mil doscientos años de edad, y como los dinosaurios existieron en ese lapso de tiempo, supongo que deberían estar mencionados en la puta Biblia en algún momento: «Y he aquí que Jesús y sus discípulos caminaron hasta Nazaret, pero el camino estaba bloqueado por un gigantesco brontosaurio… que tenía una astilla clavada en la pata. Y los discípulos corrieron berreando: “¡La hostia puta, qué lagarto enorme, oh, mi Señor!”. Pero Jesús no se amedrentó y arrancó la espina de la la pata del brontosaurio y el lagarto enorme se hizo su amigo. Y Jesús lo envió a Escocia, donde viviría en un lago durante siglos, propiciando que miles de turistas estadounidenses trajeran a sus putas familias gordas y su dinero. Y Escocia agradeció al Señor. Gracias Señor, gracias Señor».
Sin tacto y sin tregua: lo suyo no era la suave ironía de los que viven en ella por pensar que ese suspiro es más inteligente que los brutales eructos de este hombre que encontró en la desazón el estímulo para contarnos la verdad. Y chistes de pollas.
Tras cualquiera de sus poéticas broncas denunciando la hipocresía de la especie humana, ante el silencio incómodo de un público que acudía allí a reírse y se encontraba desnudo frente a sus miserias, contaba su chiste de pollas. El buen y viejo chiste de pollas, se sabe, es uno de los pilares del humor, por mucho que hayamos pretendido intelectualizar la comedia. Desde Aristófanes hasta nuestros días, siglos de chistes sobre pollas nos contemplan. «Tranquilos: en este show habrá chistes de pollas, sé lo que quiere mi público. Veo a ese tipo de ahí mirando impaciente a su esposa y diciendo “cariño, espero que este payaso tenga preparado un buen chiste de pollas para levantar un poco esto”. No os preocupéis, estamos a punto de embarcarnos en un maravilloso viaje a la isla de las pollas, donde descansaremos nuestras cabezas en esos reconfortantes y purpúreos troncos venosos. Tranquilos».
Como el rapsoda que adorna los márgenes de su cuaderno con penes garabateados, Hicks desmitificaba el milagro de la vida mediante referencias a la masturbación. ¿Qué tiene de mística la existencia de un individuo cuando yo he exterminado civilizaciones enteras limpiándolas de mi pecho con un calcetín gris? ¿Cuántas naciones han muerto secándose en los pelos de mi ombligo? La muerte, otra de sus grandes obsesiones: «Mi mayor temor es que algún día moriré, y entonces mis padres vendrán a despejar mi casa y encontrarán todo el porno que tengo acumulado». No es aventurado asumir que también encontrarían bastantes drogas. Su camino desde los tugurios de Texas hasta el circuito del espectáculo del mundo civilizado estuvo plagado de ellas. Alcohólico y fumador compulsivo durante la mayor parte de su vida, amén de clásico americano conspiranoico, estaba convencido de que la legalidad de unas sustancias frente a la ilegalidad de otras solo responde a un mecanismo de control más. «Nos mienten acerca de la marihuana. Dicen que fumarla te vuelve apático. ¡Mentira! Cuando estás ciego puedes hacer todo lo que sueles hacer. Igual de bien. Solo comprendes que no merece la puta pena. Hay una diferencia ahí». Por supuesto, alguien como él jamás podría resistirse a la apología:
Creo que las drogas han hecho cosas buenas por nosotros. De verdad. Si no crees que las drogas han hecho cosas buenas por nosotros, hazme un favor. Ve a casa esta noche y agarra todos tus discos, todas tus cintas y todos tus CD y quémalos. Porque, ¿sabéis cómo estaban los músicos que hicieron toda esa maravillosa música que ha marcado sus vidas a lo largo de los años? Completamente drogados… Los Beatles estaban tan jodidamente colocados que dejaron a Ringo cantar unas cuantas canciones. […] Así que me repugnan esas estrellas limpias e inocentes que nos meten por los oídos a todas horas. Me dicen «Bill, son los New Kids On The Block, no la tomes con ellos, son tan buenos y dan tan buena imagen para los niños». Que se mueran. ¿Desde cuándo la mediocridad y la banalidad se convirtieron en una buena imagen para los niños? Quiero que mis hijos escuchen a personas que rockearon de verdad. No me importa si murieron ahogados por su propio vómito. Quiero a alguien que toque para sus putos corazones.
Lo que escribamos aquí jamás podrá siquiera acercarse a la magia de las palabras de Hicks; hay que verlo, escucharlo. Porque Bill, además de transformar el humor en un arma de agitación de conciencias, fue un sujeto genialmente gracioso. Es difícil ver sus actuaciones sin caer en una risa histérica, agónica tanto por la falta de aire como por la verdad (de nuevo) que escupía a bocajarro. Uno se condena sin remedio a guardarle una envidia eterna por esa magia para arrancarte de cuajo la carcajada aun situado frente a la desgracia de la condición humana.
Y esa a su vez es la tragedia del cómico. La terrible paradoja de dulcificar y hacer tolerable mediante la risa el horror que se pretende denunciar. Así comenzaba muchos shows, con una cínica declaración de principios: «Buenas noches, mi nombre es Bill Hicks. He estado en esto de la comedia doce años, así que, acompáñenme mientras esbozo una sonrisa falsa e interpreto toda esta mierda una vez más. Estoy algo cansado de viajar, algo cansado de hacer comedia, algo cansado de ver sus rostros inexpresivos mirándome, queriendo que llene sus vacías vidas con humor e ideas que posiblemente no pueden pensar por sí mismos. Esta noche será mi última noche».
Ese arranque fue la única mentira en la vida de Bill Hicks. A los treinta y dos años le diagnosticaron cáncer de páncreas — irónicamente no fueron sus pulmones quienes cedieron, a pesar de todas su bromas al respecto—: «Ahora que está de moda dejar de fumar yo no debería apuntarme, pero, mierda, lo conseguí. Y sí, lo echo de menos. Es difícil dejar de fumar. Cada cigarrillo que veo me parece buenísimo. Cada uno de ellos parece como si hubiera sido creado por Dios, enrollado por Jesús y humedecido para cerrarlo con el coño de Claudia Schiffer». Tras una vida de rabia vociferando la verdad, continuó con mayor fuerza declamando su mensaje al que quisiera escucharlo con la vehemencia de quien conoce la hora exacta de su muerte. El hombre que halló en la desazón el estímulo para cambiar el mundo al menos logró una fama significativa. Algunos conocemos su obra por la impronta que dejó en la cultura popular: su aparición en el cómic Predicador, la rendida admiración de muchas bandas de rock —Maynard James Keenan llegó a incluir parte de uno de sus monólogos en el disco de Tool Aenima—, no hay cómico anglosajón (y pocos no anglosajones) que no lo mencionen como influencia e inspiración, y disponemos de los maravillosos vídeos de sus actuaciones que podemos encontrar fácilmente en internet subtitulados en una traducción aún más infame que las ejecutadas por mí en estas líneas. Es preciso verlo en acción para creer que algo tan pequeño como el cuerpo de un hombre pueda contener tal cantidad de amarga grandeza. Acaso su despedida, cada noche, del escenario, nos hubiera servido para despedirnos de él:
La vida es como una montaña rusa en un parque de atracciones, y cuando te subes piensas que es real porque así de poderosas son nuestras mentes. Hay personas que han estado subidas por mucho tiempo, y empiezan a pensar, «Oye, ¿esto es real? ¿es tan solo un paseo?». (2) Se giran hacia nosotros y dicen: «No te preocupes; no tengas miedo, nunca, porque esto es solo un paseo». Y cuando nos dicen la verdad… matamos a esas personas. «¡Silencio! Tengo mucho invertido en esta atracción. ¡Calladlo! Mirad mis arrugas de preocupación, mirad mi enorme cuenta bancaria, mirad a mi familia. Esto tiene que ser real». Pero es solo un paseo. Y siempre matamos a las buenas personas que tratan de decirnos eso, ¿no lo han notado? Y dejamos a los demonios sueltos… Pero no importa, porque es solo un paseo. Y podemos cambiarlo por otro en el momento en que queramos. Es solo una opción. Sin esfuerzos, sin trabajo, basta de ahorrar dinero. Una elección simple, ahora mismo, entre el miedo y el amor. Buenas noches.
Bill Hicks murió el 26 de febrero de 1994, dejando al siglo xxi casi huérfano de ese incierto matrimonio entre la risa y la rabia, acaso el único sensato. La ironía se ha convertido en un cómodo sillón de orejas donde guarecerse de cualquier compromiso, estar de vuelta de todo y observar con superioridad a los semejantes sin intervenir en la realidad. Pero toda la ironía, el cinismo y el sarcasmo de Bill, toda su rabia, tenía un motor palpable: el amor. El amor por nosotros, sus compañeros en el paseo, y un dolor causado no por lo que somos sino por lo que hacemos. Y la intención de que, aunque no siempre estemos de acuerdo con lo que diga, despertemos. Escuchando una vez más a Bill Hicks solo puedo pensar que nuestro tiempo sería un poco mejor si diez, cien, mil sujetos como él invadieran las televisiones, los escenarios, los libros, las revistas, o se encaramaran a un barril en plena calle para, agitando el dedo y poniendo los ojos en blanco, escupir la Verdad. Y contar chistes de pollas.
_______________________________________________________________________
(1) Años después de la muerte de Hicks, y con la presencia de su madre en el plató, Letterman emitió en su programa aquella actuación completa, como disculpa y homenaje.
(2) It’s just a ride. Ride puede traducirse como «paseo», pero el verbo to ride puede implicar también montar en algo, en este caso una atracción de feria. El juego de significados puede quedar un poco cojo en castellano, pero ¿eh?, ¿qué importa?: It’s just a ride.
Nadie le escribe a Bill. Ellos se lo pierden. Igual si leen: Cien razones más por las que vivir les viene la inspiración. Mondo cane.
La genialidad de estos artistas siempre la asocié, en su mayoría, a un sufrimiento interno. La verborragia iluminada no corresponde directamente a un trauma experimentado, pero es peculiar que en ciertas patologías mentales sea el síntoma primordial. Pareciera que la locura no sea otra cosa que la genialidad al acecho y viceversa. Este actor me ha traído a la memoria el personaje de un cuento de tanto tiempo atrás. Se trataba de un enfermo mental, con una diagnosis de maníaco-depresivo- compulsivo, internado en un manicomio del siglo pasado. No era peligroso ni violento, y por lo tanto lo tenían sin mayores cuidados porque divertía con sus ocurrencias verbales a enfermeras y doctores, poniendo en duda todas sus experiencias, por comenzar, su diagnóstico: según él no era maniático-depresivo- compulsivo, sino hastio-repulsopatio, una patología inventada en uno de los tantos diálogos. Recuerdo la imagen que usaba para acusar a sus doctos oyentes de que eran unos ilusopáticos-compulsivos, muy vecina por sus implicancias neuronales a la lisa y llana demencia, y que consistía en afirmar que la realidad era una esfera transparente y que bastaba solo raspar con la uña la superficie para ver que se descascaraba como la lámina reflectora de un espejo de mala calidad, dejando ver la profundidad del negro pegamento que la mantenía unida. La imagen que fuera una esfera transparente y al mismo tiempo recubierta por una lámina reflectora me sorprendió. Tal vez ellos estén en lo cierto y esta absurda realidad sea un mal sueño. Gracias por la lectura.
Sane man, que está en youtube subtitulado, es una maravilla. Creo que es de 1989 pero el nivel y la vigencia actual es absoluta.
Como vacila al público Bill Hicks, que ocurrencias y que reflexiones. Lo irreverente y, como dice el autor, lo gracioso que era el tío. La de noches que me he descojonado viéndole y escuchándole… y maravillándome ante una mente tan brillante y tan lúcida como la del sr. Hicks.
Gran artículo para recordar a uno de los más grandes (para mi el más grande junto a George Carlin)
¿Elvis en el programa de Letterman? ¿No será en el de Ed Sullivan?
Y por cierto, Letterman no tenia por qué disculparse. La censura en las grandes cadenas la efectúa un departamento de las mismas que aplica las normas de la Comisión Federal de Telecomunicaciones.
Bill Hicks era genial, probablemente único.
Pero recomiendo buscar entre los vivos, porque hay muchísimos comediantes enfadados: Desde Bill Burr, que está ya en la ola del mainstream haciendo shows masivos, hasta Doug Stanhope, quizás el más inclasificable, deliciosamente auténtico y también, como afirma el autor del artículo sobre Hicks, lleno de amor. Mi favorito es «Before turning the gun on himself»
Pingback: Un diminuto punto de luz en la negrura – El Sol Revista de Prensa
Bill Hicks, un grande de la comedia, junto a George Carlin de lo mejor de los 90. El único pero que le pongo son la cantidad de chistes plagiados de otros cómicos, en su mayoria de Sam Kinison.
El hombre, aseguraba, es «un virus con zapatos»… Me pregunto qué hubiera dicho en estos tiempos que un virus «de verdad» nos está moliendo a palos.
De mis favoritos. El día que conocí sus monólogos fue como un golpe en la cabeza. Nunca más fue los mismo.