Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista trimestral número 22
Novelas gráficas, cómics o tebeos, por lo que se caracterizan los trabajos de Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981) es por su gusto por la novela decimonónica. Por las pequeñas historias en lugares remotos que eran capaces de explicar el mundo en su conjunto. Comenzó a dibujar directamente en este formato, sin etapa previa por fanzines ni ilustración ni tiras cómicas, y se especializó en el género histórico. Con sus viñetas hemos viajado a la guerra de Crimea, al descubrimiento del océano Pacífico o la creación del Estado de Israel. Ahora, en su obra más ambiciosa, se ha centrado en un episodio crítico en la historia de su tierra, Asturias, la revolución de 1934, y la está abordando en una trilogía que ya, con dos entregas, es un clásico de nuestro patrimonio viñetero.
¿Cómo empezaste a leer literatura?
Mi familia atravesó una mala etapa en una crisis y nos quedamos sin tele. En mi casa había una enciclopedia o colección de libros con los clásicos de la literatura, de estas que se compraban a plazos. Solo me quedó eso para entretenerme. Por eso mis cómics tienen tanta influencia de la literatura del xix. Aquello vino por una situación negativa, pero de lo malo luego surgió algo positivo. De otra manera no sé si me habría interesado tanto por el mundo de la lectura. Fíjate que me leí el Ulises de Joyce con quince años. No del tirón, por fases, pero ya me llamó la atención en aquella época. También me gustaban mucho los que eran más accesibles, como Tolstói o Chéjov, que cuentan historias universales. No me convertí en ningún experto en literatura, pero es que vivía en un pueblo minero de dos mil habitantes y me quedé sin tele. Imagínate qué fue de mí. No me quedaba más remedio que leer estos libros con los que, sin embargo, empecé a conocer un poco el mundo.
Creciste entre conflictos mineros.
Para nosotros estaba muy bien que hubiera huelga porque así no íbamos a clase, pero era un desastre, la gente sufría mucho. Había parones en todo y perjudicaban a mucha gente, aunque todo se dividía entre los intereses particulares de cada uno. Ya sabes, pueblo pequeño, infierno grande. Si alguien necesitaba ir a Oviedo, se cagaba en los mineros que le habían cortado la carretera.
Vengo de una familia en la que mis abuelos y mi tío eran mineros, mi padre ya no. Eso me ha marcado mucho. Ha influido en mi forma de ver el mundo. En mi pueblo todo giraba en torno a la mina y a la política, y yo me asfixiaba, tenía muchas ganas de irme de allí. Cuando no tenía dinero para hacer escapadas, me entretenía dibujando cómics en escenarios exóticos y lejanos. Cuando tuve la oportunidad de marcharme, salí de aquel ambiente opresivo. Pero hay una paradoja. Todos acabamos hartos de aquel ambiente, pero al irnos todos tenemos morriña, nostalgia del pueblo minero o del barrio obrero.
A mí me pasó tal cual cuando me fui a vivir a Francia. De repente descubrí que el resto de autores de cómic que había por allí no se parecían en nada a mí, nadie había vivido y crecido en un lugar como aquel del que yo provenía. Esto me chocó mucho. Al mismo tiempo, vengo de un lugar cuya forma de vida se está desmantelando desde hace muchos años. Todos estamos de acuerdo en que cierta industria y el carbón son feos y contaminantes, pero en ese proceso nos estamos quedando sin recuerdos, sin infancia. Sin un lugar al que volver.
Alguien me dijo que lo que nos pasaba era como en esos pueblos del Oeste americano, donde alguien descubría oro y de la noche a la mañana allí se montaba una ciudad de forma desordenada y caótica. Y cuando no hay oro, se va todo el mundo y se convierten en pueblos fantasmas. Al nacer yo fue lo mismo. Las minas se cerraron, las montañas se las ha empezado a comer el bosque y cada vez hay más casas vacías y gente que se va. Asturias entera es una región condenada de alguna manera. Fue muy dependiente del carbón y ahora ya hay más asturianos fuera que dentro.
En realidad, éramos un dinosaurio, una sociedad propia del siglo xix, pero la pena es que con ella se pierde un sistema social, de cohesión, comunidades de vida colectiva, que eran muy fuertes. Ahora, en Francia no he visto nada parecido a eso nunca. Es todo muy individualista. De donde yo vengo hubo muchos problemas, pero siempre había una mano que te ayudaba cuando estabas mal.
Cuando llegó la crisis en 2009, todo el mundo estaba espantado en España, pero para nosotros no fue ninguna novedad, llevábamos generaciones en crisis. Solo nos dio tregua cuando llegó dinero de Europa, pero fue engañoso. Se prejubiló a muchos mineros, se metió mucho dinero en empresas para que se establecieran allí, para cambiar el tejido productivo, pero fue una estafa total. Firmaron convenios que les obligaban a quedarse cinco años y cuando se cumplió el plazo se marcharon incluso dejando allí abandonada la maquinaria. Muy pocas siguieron.
¿Eran empresas internacionales o españolas?
Había de todo. Nos sentimos un poco engañados y les dio la excusa perfecta a los que no eran de allí para señalarnos y acabar de enterrarnos con el discurso de: «Tuvisteis pasta, no lo aprovechasteis y ahora sí que os quedáis ahí en la puta miseria porque es culpa vuestra». Ese fue el último clavo. Ahora las zonas industriales están en el chasis y las rurales se están despoblando poco a poco.
En tu cómic La balada del norte tratas la Revolución del 34 en Asturias. Antes de que se pusiera de moda hablar de la Transición para poner todo el sistema en duda, el gran tema era esta revolución a la hora de echar la culpa a unos o a otros del estallido de la Guerra Civil. Para los franquistas, comenzó en el 34 con este episodio. Para los demócratas e izquierda, se entiende que todos los fascismos alcanzaron el poder desde el poder y que esta revolución originalmente era «defensiva», para impedirlo, aunque fuese un error…
Si empieza ahí la Guerra Civil no lo sé. Es un debate entre historiadores. Sí que se dice que es una excusa para la gente reaccionaria, que te dicen que Franco dio un golpe de Estado en el 36, sí, pero porque es que en el 34 hubo esta revolución. Ellos también lo ven como un golpe defensivo. Pero luego vas a Asturias y hablas con gente que participó en aquello y no recuerdan haber actuado pensando en una visión histórica de envergadura. No contaban con el ascenso del nazismo, Gil-Robles yendo a los desfiles nazis en Núremberg… ellos lo que dicen es que vivían como animales. Tenían una vida muy perra, pensaron que iba a cambiar con la República, que pasarían menos hambre, porque lo pasaban, pero como los cambios no iban adelante se montó aquello.
Pla decía que no podía entender cómo los obreros de Asturias se habían levantado en armas cuando tenían sus salarios, mientras que en Andalucía los jornaleros pasaban más hambre. Pero la vida en aquellos valles era muy miserable y no tenía horizonte ninguno. Habían sido mineros los abuelos, los hijos también y los nietos bajaban al pozo siendo niños. Había trabajo infantil y eso seguía igual pese a los cambios de Gobierno que se iban sucediendo.
La gente que se rebeló no pensaba en geoestrategia. Para mí no es relevante indagar en si empezó ahí la Guerra Civil, no me importa. Se puede discutir, pero creo que es superfluo para entender lo que pasó en 1934. Venían de la huelga del 17, que fue muy dura también, y luego siguieron igual después de la Guerra Civil. En cada huelga se quemaba una generación, luego venía la siguiente y hacía la suya. En los sesenta fue la huelga de silencio, donde participaron mucho las mujeres. Les echaban maíz a los esquiroles para llamarlos gallinas y luego sufrieron una represión terrible. Y, por supuesto, cuando las condiciones de vida han mejorado, con acceso a vivienda, estabilidad y demás, pues nunca ha vuelto a haber ese salvajismo que hubo en el 34 y el 36.
Dijiste que tenías la sensación con esta novela gráfica de «arrancar un cadáver de su tumba para exhibirlo ante una gente que asiste a su propia agonía».
Hacía referencia al público asturiano, pero a la gente le gusta. Ha funcionado bien. Como he dicho, cuando estaba en mi pueblo, Blimea, dibujaba cosas exóticas, pero viviendo en Francia me di cuenta de lo importante de lo local. Cuando vivía en Blimea pensaba que era el culo del mundo, luego descubrí que lo que pasaba en mi pueblo era universal, como las historias de Chéjov. Todas las historias de personajes anónimos que he incluido en el cómic le llegan a todo el mundo, esté en Barcelona o en Madrid.
El protagonista, que es periodista, viajó a Moscú, vio lo que había, y se burló tocando a Lenin y santiguándose después, lo que no fue muy bien visto.
Es una historia real de un periodista que en el cómic se llama Ordóñez y en la realidad se llamaba Ibáñez. Era un periodista que se fue invitado a la URSS en comitiva en los años treinta, trabajaba en un diario que yo he llamado La noticia, pero se llamaba Avance. El director era madrileño. En la Guerra Civil los fusilaron a todos. Muchos de los españoles que viajaron a la URSS volvieron entusiasmados, pero este fue de los que vino decepcionado.
El protagonista es el hijo de un burgués socialista, pero gracias a este personaje, que es como una bisagra, podemos conocer los dos mundos, el de los empresarios y propietarios de las minas, como su padre, y el de los trabajadores con los que simpatiza.
Es un recurso muy viejo. Era necesario contar la historia desde todos los puntos de vista y mezclar los escenarios. Es una técnica muy novelesca y muy manida y, por lo que intuyo, es lo que más le cuesta tragar al lector. No resulta muy creíble.
No era tan extraño, el propio presidente Negrín era hijo de una familia católica y acomodada de Canarias.
Así y todo, creo que era difícil que la gente de la aristocracia industrial de Asturias se mezclara con los mineros, pero no importa, porque al final es como en los novelones decimonónicos, donde todo es posible. También he intentado que no sean personajes arquetípicos. Mi periodista romántico socialista no es muy revolucionario, no quiere salir de su zona de confort, es muy hipócrita. Mientras su padre, que es el explotador, tiene sus luces y sus sombras, pero es muy poliédrico. No es fácil cogerle manía.
Me recuerda a Alfredo Berlinghieri, el personaje interpretado por Burt Lancaster en Novecento. Un patrón duro, pero que cumple. Luego su hijo hereda, es otra generación que simpatiza con los fascistas y es otra historia…
Es un hombre desfasado en su época. Se le ve, pero tiene sus valores y su código moral. En Asturias tuvimos este tipo de personajes. Gente que construía casinos y bibliotecas para los obreros, que si iban a misa les premiaban con casas con jardín, etcétera. Había compañías mineras así, con sindicatos que, además, eran católicos. Se los inventaban los patrones para que los trabajadores hicieran sus propuestas dentro de un orden.
Tú dibujas que las sedes de esos sindicatos las quemaron en la revolución.
Así fue. Es parte de la historia.
Hay una escena de cómo juegan al billar los empresarios y repasan todos los problemas y sensibilidades que tenían ellos.
Venían de las vacas gordas de la Gran Guerra, que se habían hinchado a vender carbón a los países europeos en conflicto, y con la paz vino la crisis. Entonces llegó la república, hubo una serie de avances sociales y, en el 33, cuando ellos llegaron al poder, se tomaron la revancha no solo suprimiendo lo logrado, sino que encima fueron a más. Los mineros pasaron de creer que con la república iban a estar mejor a encontrarse con que les iba peor.
Hablan de fenómenos contemporáneos, como llevarse las empresas a minas de África, donde no hay sindicatos…
Esto viene de siempre. Incluso ya en aquella época se decía que las minas no eran rentables. Aquí ya venían ingenieros belgas para intentar sacar más carbón mejor, pero al final lo que recomendaban era irse donde la mano de obra fuese más barata. Después, en España todo cambió por la autarquía de Franco, que hizo que los mineros estuvieran a tope de trabajo. Si no, poco sentido tenía ya. La empresa de explotación era pública y se comía todas las pérdidas.
Hablas de los mineros que llegaban de Castilla o de Galicia, que se decía que eran peligrosos porque «no tienen arraigo a la tierra, no son campesinos, no creen en nada, solo en sí mismos».
Lo único que creaba comunidad era el trabajo. Los trabajadores venían de fuera, se construían las casas de cualquier manera por las montañas, y lo único que creaba cohesión era la mina. Ahora, sin minería, no la hay. Porque existen dos Asturias, la rural, de la costa, de comer bien, la que recibe turismo, y luego zonas feas, porque son industriales y todo eso deja huella, donde, aunque los ríos ya estén limpios, todo eso ha marcado la zona. Allí hubo trabajadores gallegos, extremeños, castellanos, vascos, los asturianos locales… todos coincidieron ahí y lo puedes notar por ejemplo en el asturiano que hablo yo, que es el que llaman amestáu, que no es el académico que se habla en los pueblos de Asturias desde siempre, es el resultado de una mezcla.
Pero no se conoce en Asturias un fenómeno de distinción, «nosotros no somos lo mismo que los de fuera que llegaron después».
El trabajo en la mina es tan especial que no lo permite. Había distinción en que unos eran comunistas y otros socialistas, u otros anarquistas. Y luego de UGT o de CC. OO. Pero un trabajo que te obliga a confiar tu vida al que tienes al lado no permite ese tipo de clasismo.
¿La mina es una patria?
Antes sí, yo no lo he vivido, pero así era. Mi tío cuando se jubiló lo pasó mal. Tenía un trabajo horroroso, de picador, y se sentía mal porque sus compañeros seguían trabajando y de algún modo sentía que los había dejado colgados. Estoy seguro de que eso no pasa en una delegación de Hacienda.
Un niño dice: «Comunistas, son peores que los curas».
Es otra frase real. Son comentarios que la gente hacía. Los he recopilado por memoria oral, con conversaciones. En aquella época se odiaban más entre socialistas, comunistas y anarquistas que con su enemigo. Los comunistas en los años treinta aún estaban llegando a los valles mineros. Eran muy poquitos. Vendían la franquicia de la URSS para exportarla, pero los socialistas no lo veían y encima les quitaban los afiliados.
Describes Oviedo como «una ciudad hipócrita que ha construido su riqueza con el carbón y el acero de las tierras que la rodean pero sin mancharse».
Es el cliché. Cuando yo era crío existía. En Oviedo lo tenían también, pero contra los mineros, que habían prendido fuego a la ciudad dos veces. Cuando yo fui a estudiar a la Escuela de Arte de Oviedo la gente de la ciudad flipaba, me llamaban yeque, porque yo hablaba en asturiano. Existía gran recelo entre los dos mundos. Cuando iban los equipos de fútbol de los valles les insultaban llamándoles «mineros». Yo no me explicaba cómo eso podía ser un insulto.
En los dos tomos que has sacado prima el dibujo sobre el texto, que por otra parte es denso. En viñetas, es como una superproducción.
Lo importante para mí era que se entendiera bien y se leyera bien, que fuese accesible a todos los lectores. En lo que más me he esforzado ha sido en los fondos, en los pueblos, en que los bares fueran reales, al igual que la gente que está dentro. He tirado mucho de documentación con fotografías. Aun así, hubo errores, como el Teatro Campoamor, que yo copié el moderno y resulta que lo habían volado y en la época era distinto. Son cosas que me han ido contando los lectores y luego las he corregido. Por eso me inventé un pueblo que no existe, el Montecorvo que creé es una mezcla de diferentes pueblos mineros, de Mieres, de Langreo… Está hecho con retales. En Asturias somos muy cainitas, si lo hubiese situado en un pueblo concreto, no me lo habrían comprado los del otro. Sin embargo, yo veo los pueblos de la zona y para mí son todos iguales, no entiendo esas rivalidades, pero…
Otra frase: «Media vida dentro de la mina y otra media hablando de ella».
La gente se queda obsesionada, es el monotema. El trabajo siempre estaba relacionado con la mina, ya fuese dentro o en los economatos. En las fiestas, lo más importante era el campeonato de estibadores o el cante de las minas. Por eso ahora, si te quitan la mina, no te queda nada. Los de la costa tendrán siempre el mar, cambiarán su explotación de pesca al mercado del ocio, pero siempre estará el referente del mar. Para los pueblos del carbón no queda nada.
Hay una escena en la que le dan un paseíllo a un cura y la has representado con toda su crudeza, incluso al sacerdote lo has dibujado como que no era mala persona. Parece que has querido que el lector no se haga ilusiones con el encanto místico de la revolución.
El cura para mí no es muy adorable. Es un hombre al que lo que le gusta es ir a comer los domingos, tiene quejas en su parroquia porque no cumple, pero como es el cura, llega la revolución, aparecen cuatro y se lo cargan. Esto pasó realmente en Turón, donde obligaron al cura a cavar su propia tumba. Aunque hubiera sido una mala persona, es una salvajada, pero eso forma parte de la realidad. Es algo que no quita ni pone razón, sino que forma parte de lo que sucedió. Podría haber puesto que el cura denunciaba a los obreros, que era cómplice de su explotación, pero si hubiese hecho eso ya no sería creíble el resto. Sería retorcer la realidad.
Además, a mí no me interesan las historias arquetípicas donde hay una revolución con malos muy malos y revolucionarios que son buenos muy buenos. En Asturias, en los valles, la revolución siempre se contó como una gesta heroica. Los mineros fueron con la dinamita y volaron Oviedo y todo el mundo estaba encantado. En Oviedo lo veían al revés, como animales sin educación que llegaron, volaron la catedral, robaron el dinero del banco y se fueron al monte. A mí me interesaba el punto medio. Entender la vida, la naturaleza, lo que estaba pasando de verdad.
En la época de la república ya se hizo un reportaje donde se dijo que los mineros habían quemado el teatro porque odiaban la cultura y la universidad porque no les gustaban los libros. La realidad, como he explicado en el libro, ya era distinta. El teatro no lo quemaron ellos, sino la policía porque no lo podía defender. La catedral se atacó porque les disparaban desde arriba. Y después de la guerra, desde México, llegó un relato épico de la revolución, de que los mineros eran héroes de la libertad y la justicia, pero en realidad tampoco era así, era gente que pasaba hambre. Seres humanos que, en la miseria total, dieron una respuesta básica por el miedo que tenían a lo que pudiese pasar.
Hay una viñeta donde una niña se sorprende de que una mujer empuñe un arma. Esto ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo con las partisanas, por primera vez muchas niñas vieron que las mujeres también podían defenderse.
La Revolución de Asturias tiene la imagen del minero macho alfa que se rebela, pero la mujer fue muy importante. Llevaban café y munición y estaban en primera línea, hicieron funcionar las minas en la retaguardia. La mujer que yo he dibujado empuñando un arma es una que se rebela contra el rol que le impone la sociedad. Los mineros eran muy socialistas y comunistas, querían avanzar en materia social, pero todavía no habían llegado a otras cuestiones como las de género. Las huelgas del Reino Unido nunca hubiesen sido posibles si no se hubieran organizado las mujeres, pero su papel parece que iba como en paralelo.
Cuando Franco reprimió la revuelta, le sitúas conversando con Diego Hidalgo, el ministro de la Guerra, que le dice que haga todo lo posible y le da carta blanca para que meta a los regulares. El general le contesta: ¿Con todo lo que conlleva?
Esto es historia. La conversación me la inventé partiendo de la documentación, pero el hecho es que el ministro estaba pendiente de un hilo, le acusaron de que se le había ido de las manos la revuelta. La intervención salvaje, una respuesta fulminante, era la única carta que le quedaba para salvarse. Arrasó Asturias para que no le acusaran de blando.
Esto llegará en la tercera entrega.
Sí. La tragedia del 36 en Asturias tuvo mucho que ver con el odio de la represión del 34, donde se asesinó, torturó y se violaron mujeres. Los mineros habían matado a guardias civiles en los valles y les vino encima la venganza. Ese será mi tercer tomo.
Luego, en el 36, llegó la contravenganza, cuando tras el golpe de Estado los trabajadores tomaron de nuevo las armas. Aunque esta vez no pudieron tomar Oviedo. Pero lo que quedaron fueron los odios. Se hicieron cosas muy salvajes. Incluso había un mercado de la venganza, de ajustes de cuentas, de organizarse para poner en su sitio a los mineros por parte de uno al que le habían matado, por ejemplo, a su hermano, etc.
«Esto de la revolución es una milonga, dijeron que era el sueño de todos y es el sueño de cada uno».
Lo dice un personaje, pero es lo que yo creo. Muchos pensaban que iba a ser la revolución verdadera en todo el país, pero a los quince días no había nada. El comité revolucionario puso pies en polvorosa en cuanto se vio que en el resto del país había fracasado. Le sustituyó un comité comunista al que nadie obedecía y luego hubo un tercer comité que solo sirvió para negociar la rendición con el general que llegó desde Galicia. Cuando vieron que la cosa no iba, empezaron a aflorar las diferencias entre los revolucionarios. También, para mucha gente las revueltas no respondían a un objetivo colectivo, simplemente cogían la escopeta y se unían sin saber muy bien por qué.
Tu otra gran obra es Dublinés, una novela gráfica sobre James Joyce, autor del Ulises, un libro que dices que no es tu libro favorito, aunque te gustase de adolescente.
Fue un experimento que salió muy bien y ganó el Premio Nacional, pero no, mi libro favorito no era Ulises. Me agarré a este escritor, pero podría haber hecho otro completamente diferente. Me lancé.
En esa especie de making of de Dublinés que publicaste después, La ruta de Joyce, decías que en Irlanda no había mercado de cómics y te asustó que no hubiera donde vender el tuyo.
Ahora lo ha publicado una editorial generalista y funciona muy bien. Irlanda es un país pequeño, pero tiene muchos lectores. El problema era que un asturiano llegase hablando de su escritor más importante, pero la cosa fue adelante y ha dado el salto a Estados Unidos. El verdadero problema era que en Irlanda no se publicaban cómics, nada más los superhéroes que les llegaban de fuera.
¿No había ni siquiera un cómic underground como en España?
No. España no está tan mal, aquí se publica más que en Alemania, por ejemplo, donde solo hay un par de autores y luego todo lo demás es Disney importado y Mortadelo y Filemón, que se llaman Clever & Smart. Lo bueno es que en Irlanda a partir de esto han empezado a sacar novela gráfica, que para ellos es todo lo que no sea franquicia o de superhéroes, y ya tratan sus propios episodios históricos, como el Alzamiento de Pascua.
Ulises fue prohibido en Gran Bretaña, Estados Unidos, condenado en la Unión Soviética y echado al fuego por los nazis.
Hubo unanimidad, pero creo que la hay más ahora, cuando es legal pero la gente dice que se ha leído treinta páginas y lo ha dejado. Es un libro que no tiene por qué gustarle a todo el mundo. También hay gente muy fan de Proust, que a mí me cuesta más que Joyce. De todos modos, a mí me interesaba más el escritor que el libro.
Un experto que citas en La ruta de Joyce te dice que, cuanto más conoce la obra, más le gusta, y cuanto más le conoce a él, menos le gusta el autor.
Se tiende a criminalizar o a alabar la obra de alguien según fuera como persona. Joyce como escritor era genial, pero como persona dejaba mucho que desear. Era un alcohólico, un desastre, mal amigo, pero todo muy humano. Conozco gente que no es muy diferente. Pero su historia personal es muy universal. Al dibujar su biografía he podido hablar de emigrar, de querer prosperar, de la guerra… es muy actual. Son cuestiones que no están desfasadas.
Es interesante la diferencia que pones de manifiesto entre la ciudad de acogida de Joyce, el Trieste imperial, de Austria-Hungría, y el Trieste de después de la Primera Guerra Mundial, que pertenece a Italia.
Joyce no duró nada en la italiana. De repente, el puerto de entrada del Imperio se convirtió en una ciudad de segunda o de tercera de Italia. Ya no contaba nada. Esto me pasa a mí cuando vuelvo a Asturias. Parece que hay cosas que son eternas y luego no es así. Cuando fui a Trieste para dibujar la novela gráfica me encontré con que los palacios de arquitectura vienesa se caen a cachos. Tienen okupas o están abandonados llenos de ratas. En el periodo en el que situé mi historia, en ellos viviría gente tremendamente importante, imagínate qué pensarían ahora si lo viesen. En Asturias igual, la gente pensaba que el carbón era eterno y no, de repente un día te levantas y todo ese mundo en el que has vivido ya no existe.
En una viñeta a Joyce le amenaza su mujer diciéndole: «Como no dejes de beber, bautizaré a los hijos».
Es real. Y real es que él dejó de beber. Solo por una temporada, pero le entendió la amenaza, porque tenía su obsesión anticlerical particular.
Lo que más te atrapó de él fue su sentido del humor.
Su vida fue muy trágica, llena de sinsabores, contada en clave de tragedia habría sido muy deprimente, pero él tenía esa faceta humorística tan interesante, que podría ser necesaria y aplicable a la vida ordinaria de cualquiera. Mi novela gráfica está llena de dolor, de guerra, de miseria y alcohol, de todo lo que tú quieras, pero luego en el fondo no es un libro deprimente, tiene un punto luminoso que tiene que ver con la personalidad del protagonista.
¿Cuando leías Ulises eras consciente de los paralelismos helenísticos?
De muchos no, no soy experto. Ni tampoco me leí un análisis del libro. Creo que hay varios niveles de lectura y a mí lo que me gustaba es que, dependiendo del capítulo, había mucho humor. Lograba que te rieras hablando de detalles sórdidos y ordinarios, de la vida real. Era raro, pero conectaba con el lector.
Leerlo y ver que todo se corresponde con Homero, hay gente que lo hace. Hay gente que se lee el último, Finn´s Hotel, que está escrito con una mezcla de todos los idiomas que conocía. Hay incluso euskera.
Cuando publiqué Dublinés fui a una conferencia de joyceanos de la Universidad de Deusto, los joyceanos se reúnen cada año en un país del mundo, y comentaron cómo formó este idioma inventado con trozos escogidos del euskera entre otros idiomas. El libro trata de un tío que se emborracha tanto que le dan por muerto y despierta en su funeral. La historia es muy cómica y patética, pero además está escrita en un idioma que no se comprende. Joyce quiso que fuera inentendible si no se recitaba oralmente de determinada manera. Pues hay gente que ahí está, dedicando su vida a descifrarlo.
El protagonista del Ulises, Bloom, es un individuo mediocre, cornudo, de mentalidad convencional, está en una ciudad pequeña, casi provinciana, y lo que demostró Joyce es que de ahí, de esa situación, la riqueza que se podía extraer era casi infinita.
De ahí viene lo de que en lo particular está lo universal. Puse a un personaje explicando que así es la literatura rusa, donde siempre ocurre todo en un pueblo perdido, de repente llega un juez a no sé qué y se lía. Parecería que algo así no reviste ningún interés, pero son siempre historias universales, aplicables a cualquier momento en cualquier lugar. Eso mismo hizo Joyce con Bloom en Dublín. Antes, generalmente, todo el mundo quería ser el protagonista de las novelas que leía, pero nadie quería ser Leopold Bloom. Creo que se burló un poco también de los cánones de la época o de lo que había habido hasta entonces. Iba a contracorriente hasta estrellarse.
Joyce ahora es alta cultura, pero luego pones que en las tertulias que montaba lo que le gustaba era hablar de cotilleos de las monarquías, él era un poco Sálvame.
Era Sálvame total. A él le iban los bares del puerto y los prostíbulos. Por eso es muy pintoresco el encuentro que tiene con Proust, que ya era un señor muy respetado y muy formal, con su estatus social, mientras que Joyce era todo lo contrario, un señor que no tenía un duro, que iba siempre medio borracho a todas partes, que tenía que pedir prestado.
Cuentas que se encontró con Lenin también.
Iban al mismo café y coincidieron mientras Lenin esperaba para salir a Rusia. Me hubiera gustado mucho saber si hablaron y de qué.
Ulises, cuando empezó a tener difusión, se convirtió en una comidilla de esnobs.
Era cool, era el libro hipster de la época. El que estaba puesto leía Ulises, o por lo menos lo compraba y decía que lo leía. He intentado plasmar también cómo Joyce se burlaba un poco de esto.
Le molestaba también que se extrajeran moralejas o mensajes de Ulises.
Se lo dijo enfadado a un periodista, que el libro no tiene ninguna conclusión. No da respuestas vitales. Decía que escribía para tener a los críticos literarios entretenidos, y lo curioso es que eso mismo es lo que está pasando. Hay críticos que llevan desde mediados del siglo pasado despiezando y analizando las obras de Joyce, y él lleva muerto un montón de años. Le haría mucha gracia ver que siguen con ello.
Joyce era socialista, pero mal pagador.
Decía que era socialista porque la gente como él en el sistema capitalista lo llevaría crudo, prefería el mundo de las subvenciones y ser un artista del pueblo, pagado por el Estado. Era muy interesado en ese sentido. Por un lado, era muy rácano, muy cutre, no pagaba a los acreedores, con la familia era un desastre, igual que con los amigos, pero a la vez era muy generoso, en el sentido de que escribía un libro, mientras se quedaba ciego, porque pensaba que sería importante para la humanidad. Y se autodestruyó haciéndolo.
Eisenstein quiso filmar el Ulises.
Se interesó, pero quedó en nada. Hubiera sido muy interesante.
¿Qué opinas de los pupilos de Joyce, como Borges o Cortázar?
No controlo mucho la literatura latinoamericana, pero este fenómeno es muy interesante. Hay gente a la que le gusta mucho Borges, pero no Joyce. Y otros igual con Rayuela de Cortázar. La literatura son vasos comunicantes, pero para el lector no tiene por qué ser así.
Háblame de los problemas que está dando el nieto de Joyce a todo aquel que se interesa en su abuelo.
Cuando publicamos Dublinés quise meter fragmentos de sus libros o de sus poemas y no pudimos. Salió en 2008 y los derechos de publicación caducaron en 2013. Para la edición irlandesa sí pudimos meter. El nieto, que vive en París, a lo que se dedica es a denunciar a todo el mundo porque vive de los derechos. Igual que pasa con los herederos de Hergé, que denuncian a todo lo que se mueve o todo lo que toca Tintín. En España tenemos a dos académicos andaluces que no podían publicar sus estudios por culpa de este hombre. Ahora que han caducado los derechos hasta en Irlanda estaban contentos, porque este hombre era una bestia negra.
¿Qué supuso para ti recibir el Premio Nacional del Cómic por esta obra?
Fue un trabajo de dos, tres años, y el premio me llegó de rebote. Ya estaba viviendo en Francia. Tenía solo treinta y un años y estos premios se suelen dar a gente con una trayectoria detrás. Estuvo muy bien. La balada del norte no la hubiera abordado si no hubiese sido por ese premio. Me dio confianza en mí mismo.
Otra de tus obras, El otro mar, ¿surgió de una especie de encargo que te proponían con un viaje?
En 2012 gané el premio y en 2013 era el aniversario del descubrimiento del océano Pacífico por Núñez de Balboa. Entonces una fundación panameña organizó un viaje con autores de España y Latinoamérica y nos llevaron desde el Caribe hasta el Pacífico por la selva del Darién, que está en la frontera entre Panamá y Colombia. Con eso, cada autor tenía que hacer un material. Un músico de Madrid hizo una pieza musical para una chica que hacía teatro, un fotógrafo de Argentina hizo lo suyo y yo me hice un cómic. Me llevé una libretilla, aunque no dibujé casi nada por la humedad. Fuimos caminando por toda la selva unos diez días. Fue desastroso, ninguno teníamos preparación física para eso.
Intelectuales en la jungla.
Tal cual [risas]. Nos pasaba todo, una detrás de otra, aunque nuestra integridad física no corrió peligro porque fuimos con los guardias de fronteras. Lo pasé bastante mal, pero saqué cosas y vivencias que luego conté en el cómic. De hecho, me di cuenta de que si lo hubiese dibujado sin haber estado allí lo hubiese hecho de una manera muy diferente.
Ahora se cuestiona la presencia española en América, pero en tu novela gráfica no hay buenos y malos.
Intenté empatizar con Balboa y eso fue lo que me salió. Tiene su parte genocida, pero eso es lo que había. Hay conquista, hay un deseo de trascender…
En las escenas violentas, le pones machacando a los indios en plan gore.
Sí, sí. Igual hubiera desarrollado más otras cosas si tuviese más páginas, pero eso es lo que pude hacer, que para ser un encargo creo que no estuvo mal. Lo que sí es cierto es eso que dices de que antes los cómics que teníamos de Pizarro o Cortés eran hagiografías, en plan «Héroes de la conquista», y ahora hemos pasado a lo contrario. Hace poco estuve en Bolivia y lo viví. Hay una demonización de todo lo español y la verdad es que tampoco lo entiendo, todo es mucho más complejo. Creo que tienen hasta un Ministerio de la Descolonización que se encarga de ir cambiando los nombres a los pueblos. No le vi mucho sentido, la «herencia española» como tal puede sonar mal, pero es todo un fenómeno mucho más amplio.
La viñeta en la que Balboa descubre el Pacífico, escuálido, con el agua hasta las rodillas, y mira al infinito me encanta porque, más que un héroe, lo que parece es un punk que acaba de hacer una cafrada.
No es la imagen arquetípica de un conquistador que acaba de hacer un descubrimiento. Creo que me afectó la experiencia que tuve en la selva, sucios, cansados y con ganas de volver a casa. Eso lo llevé a esos personajes, que supongo que pasaron más hambre y más asco que otra cosa.
En otra de tus obras, Café Budapest, ¿por qué te interesaste por los judíos de Europa y la creación del Estado de Israel?
En 2007 se me cruzó el cable con el conflicto árabe-israelí, que no conocía mucho, y decidí abordarlo. Curiosidad, no por nada específico. Me encontraba un poco saturado de información, pero en realidad no sabía por qué se había ocasionado todo. También creo ahora que es un libro un poco naíf, tenía solo veintitrés años cuando lo dibujé. Como en La balada del norte, utilicé el encuentro de dos personajes que vienen de dos mundos diferentes para contar la historia.
No sé si naíf, pero encaja con la tradición del cómic franco-belga, con sus viajes y aventuras desde un punto de vista más bien amable.
Sí. Lo que más me choca es que es un libro de 2006 que lo veo ahora y me encantaría volver a dibujarlo mejor. En Francia, sin embargo, lo hemos publicado actualmente y ha funcionado muy bien, le ha encantado a la gente. Creo que es el más personal que tengo, quizá porque fue el primero que dibujé con más libertad, sin pensar en el público ni en los editores.
Utilizas otra vez el recurso de Romeo y Julieta, que parece que te gusta, porque te cebas en las escenas de amor.
Creo que es la influencia literaria, de los novelones. Un recurso muy viejo, pero que funciona muy bien. Supongo que porque es muy universal también.
¿Y la mujer a la que en Auschwitz le hicieron comer carne que resulta que era la de su marido?
Me tomé libertad para esa escena en concreto. Cuando dibujé esto pedí ayuda a una asociación que cada año difunde información sobre la Shoa, el Holocausto, y me dieron tanta que acabé… Pensé que era más increíble la propia realidad que lo que puse luego en el libro de mi imaginación. La cuestión de fondo, el canibalismo, existió. Yo lo llevé a la ficción, pero ocurrió. Ahora creo que debí emplear una escena real, contrastada, con personajes reales, pero en aquel momento no lo pensé.
Los protagonistas huyen de Europa tras la Segunda Guerra Mundial y se van a Israel. Y cuando estalla allí el conflicto vuelven a Budapest. No lo reflejas, pero en tres años más tenían a los tanques soviéticos entrando en la ciudad.
Es verdad, pero luego en un cómic que hice con Astiberri dibujé una minicontinuación de ocho páginas y ahí sí que lo puse. Fue en una especie de muestra del cómic español que se llevó a Estados Unidos, se tradujo y lo editó Fantagraphics. Estaban los mismos personajes, pero en el nuevo bar que abrían en Hungría estaban escuchando en la radio la llegada de los soviéticos.
En La guerra del profesor Bertenev, para ser lo primero que hiciste, destaca la madurez de la historia, de presentar a un personaje que no sabemos de dónde viene, se cuenta su cautiverio, y luego se va en barco y adiós, muy buenas. No es una historia cerrada y masticadita.
¡Porque lo que quería era continuarlo como una serie! Firmé un contrato con un editor francés y me dijo que, si iba bien, haríamos una serie, pensaba llevarlo a la Francia de Napoleón III; sin embargo, cambié de editor en Francia y el proyecto se murió porque el otro se quedó con los derechos. Pero para ser la primera cosa que hacía…
Álvaro Pons escribió en El País que empezaste a lo grande, sin haberte fogueado previamente en fanzines.
Fue una alegría sacar un personaje y que funcionase, pero creo que se nota mucho que me faltaba mucho fuelle, recursos, haberme fogueado antes en fanzines.
Estabas borracho de Ana Karenina.
Claro, claro. Aunque el protagonista sea un antihéroe, todos los que salen son perfiles muy clásicos.
¿Por qué un protagonista culto y cobarde?
Porque quería hacer un Errol Flynn. Quería hacer un libro con un contexto más aventurero, los que les gustan a los franceses. Elegí la guerra de Crimea porque estaba sin coger. En Francia hay tanta producción y tantos cómics que tienen todos los escenarios históricos acaparados, lo napoleónico, la Segunda Guerra Mundial, Tardi con la primera… Y un escenario que estaba sin pillar era ese. Una guerra que fue un poco absurda y que venía de otra época. Quería hacer algo tipo Flynn en La carga de la brigada ligera, pero no me vi capaz y rectifiqué. Y al final todos mis personajes se han parecido a este, a gente que no está para guerrear. Flynn se comía la historia, pero mis personajes son atropellados por la historia. Ahí se impuso una visión personal mía de la historia que creo que tiene más que ver con la realidad.
Publicar en Francia no era la repera.
Café Budapest lo iba a publicar con la misma editorial francesa, pero las condiciones no eran buenas. En Francia ahora estoy con editores muy buenos y respetuosos, pero también hay mucho pirata. Desde España tenía la imagen de que para vivir de los tebeos había que publicar allí, etcétera. Luego ves que es distinto. En España hay dificultades porque falta público para el cómic, allí hay más industria del cómic y lógicamente vive más gente de ella, pero muchos editores son de los que no pagan o no cumplen. Y hay muchos estratos, hay muchos autores independientes en Francia que no viven de sus cómics. A mí lo que me gusta es tener un editor que me respete y haga bien su trabajo de promoción y demás, que a mí lo único que me importe sea dibujar. En Francia no es así, los dibujantes hacen su trabajo y luego se tienen que pelear con el editor por todo. No saben cuántos libros venden, no saben si van a cobrar derechos de traducción. Hay contratos muy duros, los editores se quedan con los derechos de la obra casi para toda la vida del autor…
No está tan mal España, entonces.
Depende. Nosotros lo que tenemos es un público adulto que lee cómics y las novelas gráficas funcionan muy bien, pero nos falta la base. Eso, los franceses y los belgas lo tienen muy trabajado. Y se retroalimenta con el cine, que tira del cómic para producir. En España vamos a nuestro ritmo. No está mal, porque somos pequeños comparados con Francia, pero grandes comparados con Alemania.
Bueno, hace veinticinco años aquí los cómics «un poco tal» había que ir a comprarlos a tiendas muy especializadas, y ahora ya están en todas las grandes superficies y en las bibliotecas públicas.
El Premio Nacional ha ayudado mucho, tiene solo once años. Ha ayudado a que los autores de cómics puedan compartir espacio con literatos y periodistas, se les ha ido moviendo por los Institutos Cervantes. Empezaron por fin a formar parte de la cultura oficial española. Antes, un autor español estaba condenado a trabajar para Francia y, si tenía suerte, los derechos se vendían en España y los tebeos los compraban cuatro. Ahora trabajamos aquí y vendemos los derechos fuera, que es lo deseable.
Tu próximo cómic, Los puentes de Moscú, ¿de qué trata?
Saldrá en euskera y castellano. Todo nace de una entrevista que hizo para Jot Down Edu Madina a Fermín Muguruza. Antes de ir a Irún, me llamó Edu y me propuso que fuera con él. A Fermín ya lo conocía de un festival de cómics. Me parecía una persona fantástica y muy especial, por lo que había vivido. Yo no soy de la generación de Kortatu y Negu Gorriak, tampoco tengo gran cultura musical, pero me interesó todo lo que me contaba. Edu había sido seguidor de estos grupos antes de sufrir el atentado de ETA. De ahí el valor de su encuentro.
Fermín nos abrió su casa para hacer la entrevista. Es lo que sale en todas las fotos, su cocina y demás. Me llevé una libreta e hice unos dibujos. Madina pensó que iba a hacer una minihistorieta, una cosa pequeña para dar testimonio de esa jornada, pero al final la idea se disparó y acabó siendo un libro de casi doscientas páginas que hablará un poco de todo lo que se habló.
Se titula Los puentes de Moscú porque es el nombre del barrio donde vive Muguruza. El libro en euskera se llama Zubigileakm, que traducido es ‘Los que construyen puentes’. Fue una manera de definirse, Fermín dijo que ellos dos eran eso. Dos personajes que vienen de mundos que no tienen nada que ver, pero son vascos, tienen Euskadi como punto común.
Es una entrevista que no hubiera sido posible hace años, en la época en que Madina casi no podía ni ir a Guipúzcoa. Para él, ir a ese barrio y comer unas alubias con Muguruza, sentarse y no preocuparse fue… Es la sensación que tienen los vascos ahora. El libro es un experimento, un cuaderno casi periodístico, de dos personajes muy interesantes por separado, pero que le dan interés al libro juntándose y charlando. Escuchándose y hablando.
Te han comparado con Tardi, pero tiene una negrura que tú no tienes.
Es más realista y más sórdido. Soy mucho más naíf que él. Si en algo me parezco a él es en la gama de grises y en la especialización por los principios del siglo xx. Lo que más me gusta es evocar una época, un contexto histórico. Lo que me gusta es la nouvelle BD, lo que leía cuando tenía dieciocho años. Los franceses modernos que rompieron con la línea clara en los ochenta y noventa como Sfar, Trondheim o Christophe Blain. Ahora ya no son nouvelle BD, porque han pasado muchos años, ahora son clásicos, pero me enseñaron que no había por qué dibujar personajes anatómicamente perfectos para que una historia fuese dramática, o que una calle no tenía que tener una perspectiva perfecta para ser detallista. La historia está por encima de un dibujo canónico, esa es la enseñanza.
¿Cuál es tu posición en el eterno debate sobre la novela gráfica?
Llevamos años discutiendo si existe o no existe, si es un invento del FNAC. No importa, es algo que ha servido para que la gente lea cómics. Igual ha sido una argucia, pero, gracias a ella, gente que no se atrevía a leerlos ahora los lee. Por fin se compran y se regalan, ha servido para empoderar al cómic. Para darle valor. En España estaba el prejuicio de que era un género para niños, que los adultos que leían cómics no eran serios. Gracias a la novela gráfica hemos accedido a mucho público adulto al que no llegábamos. Técnicamente, si la inventó Eisner o si ya existía de antes es algo que me da igual. Lo importante es que lectores de novela o ensayo leyeran cómics. El término tebeo, desde luego, para mí no es peyorativo. Se trataba de no espantar a lectores, y en este caso el fin justificaba los medios.
Muy buena entrevista. Enhorabuena
Pequeño pero entretenido repaso de historia. Y todo porque un día se quedaron sin tele, situación que sospecho no haya sido el factor desencadenante, pero es fantástico creerlo. Gracias por la lectura.
Uno de mis autores favoritos. Su primer trabajo, La guerra… es un excelente comic, me encantó.
Por cierto, Los puentes de Moscú ya está en el mercado, al contrario de lo que se afirma en la entrevista. La edición que yo tengo es de mayo de 2018.
No estaría mal que se pusiera la fecha en las entrevistas y artículos en JD.
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