Fotografía: Elad Malka
Me despierto abrazada a un oso de peluche de dos metros y medio. No estamos solos, pero no me atrevo a mirar quién o qué nos acompaña. Toso un par de veces y vuelvo a cerrar los ojos, confortada por su mullido vientre. Me acuna el metálico rumor de una decena de ventiladores y una melodía de ronquidos desacompasados. No estoy soñando, en los sueños nadie suda.
A tientas, me manoseo para comprobar que mis extremidades siguen donde las dejé. Toco algo áspero en la cintura y reviso la última actualización que hice de mi aspecto: visto un tutú naranja, un bikini negro y aproximadamente dos arrobas de arena entre los dedos de los pies. Las orejas de conejo permanecen heroicamente sobre mi estropajosa cabeza. Una de ellas insiste en continuar levemente flácida, confiriéndome un lugar destacado entre el desconsuelo y el patetismo. Cuando me froto los ojos un hollín purpurinoso me cubre el dorso de la mano. Me escuecen los párpados.
Pospongo la reconstrucción de eventos que me han traído hasta aquí y reúno el valor para asomarme fuera de las fronteras de mi oso. Completo la escena: a mi alrededor, una alfombra de cuerpos humanos semidesnudos y de osos de colores flúor se extiende más allá de lo explicable. Serán unas doscientas personas y el doble de animales de felpa. Todos duermen. Enroscados entre sí, se acoplan en posturas imposibles, una onírica fantasía interespecies de brazos y piernas sepultados por peluches. De alguna absurda manera, todo es turbio y naíf a la vez. Parejas que hacen la cucharita con seres de ojos abotonados. Hileras de saliva resbalando sobre panzas aterciopeladas, gente chupándose el pulgar. Una carpa gigante sobre nuestras cabezas y dos o tres carteles en hebreo que ni intento descifrar.
A mi derecha, un tipo con una anaranjada melena hasta la cintura me sonríe. Parece que lleva un rato escrutándome. Es de los pocos despiertos y la túnica blanca que le envuelve es claramente insuficiente. Se tropiezan la ternura de su mirada y mi atolondramiento aterrado. «Let me help you», leo que susurran sus labios. A gatas, se dirige hacia mí, tropezando con mechones de su pelo, e instintivamente me aprieto más a mi oso cuando se aproxima. Arrodillado frente a mi cara, me extiende lo que podría ser un vaso de camping o un recipiente fósil de una civilización pretérita. Yo, sabiéndome lejos de la jurisdicción de la Organización Mundial de la Salud, obedezco. Empujo el líquido dulzón hacia mi estómago. Es rojo y huele a anís.
Con modales exquisitos, recoloca mi cabeza en la panza del oso, me acaricia las mejillas y el pelo, y se va, satisfecho.
Ojalá pudiera decir que no sé cómo he llegado hasta aquí.
Bienvenida a ¿casa?
No malgastaré palabras para detallar el sofocante calor. Estoy a las puertas del desierto con una mochila de cinismo, esperando a que alguien venga a buscarme. El Néguev no resulta tan bíblico como imaginé, ni tan desierto. Hordas de personas se dirigen hacia el árido horizonte arrastrando voluminosos equipajes con sonrisas esquizofrénicas. Cada pocos metros se detienen para abrazarse entre ellos, y también a mí. Un océano de sudores distintos me ha empapado la camiseta, pero por fortuna el polvo sella las fosas nasales. Todos visten como en una ensoñación steampunk, pero con lentejuelas y paraguas de tul multicolor. Yo luzco como un cruce entre un maniquí del Decathlon y una puta en una iglesia. A todos los efectos es como si llevara una boina enroscada.
Me sosiego recordando que tengo un plan B. Uno que incluye la reserva de emergencia en un hotelucho en Tel Aviv, frente al mar, con un lecho higiénico y un mueble bar amablemente surtido. La imagen mental me reconforta, especialmente cuando se desata una impenitente tormenta de arena que me impide ver más allá de mis pies, obligándome a sacar la mascarilla. Deseo con todas mis fuerzas que entre la borrasca no aparezca nadie y así tenga un pretexto válido para darme media vuelta sin malograr mi reputación aventurera.
Entonces emerge un sonrosado salvador que me aúpa en el aire nada más verme. «¡Bienvenida a casa!», estalla. Sombrero de cowboy, camiseta de unicornio y un cinturón de enseres de supervivencia atrapando su generosa cintura. Él me acompañará hasta el campamento que me han asignado y en el que permaneceré —el plan A— durante seis días. Me informa de que veinticinco minutos a pie nos separan de nuestro destino y que sería mejor ir cogidos de la mano ya que a esta hora del día la tormenta convierte todo en una densa niebla impracticable. Obedezco. Al fin y al cabo, es parte de lo que he venido a hacer aquí: volar cinco mil kilómetros para dejarme pastorear por un tipo con un entusiasmo verdaderamente inquietante.
Nuestra particular travesía se convierte en un ritual de instrucción. Él es voluntario en este Festival Midburn (una mezcla entre las palabras ‘desierto’ y ‘fuego’ en hebreo), filial israelí del archiconocido Burning Man. Llevo años escuchando hablar de ese evento californiano que nació el mismo año que yo, y del que todo el que conozco regresa sucio y transformado. Escondo a mi maestro que en mi círculo personal son frecuentes las alusiones sarcásticas a la cita. Contemplábamos las impactantes fotografías de gente desnuda o impecablemente disfrazada en el desierto de Nevada, haciendo performances e incurriendo en esa dolorosa perífrasis de «encontrarte a ti mismo», y reíamos. No de la envidiable e indiscutible diversión que les proporcionaban los homenajes químicos, la electrónica o el sexo libre, sino de los discursos posteriores que trataban de dotar de una trascendencia mística a todo aquello. De esa intensidad ridícula y espiritualmente hueca que disfrazaba algo que no hacía falta justificar.
Escucho al tipo aburrirme con grandilocuencias de este calado: promete que voy a enfrentarme a los rincones más recónditos de mi alma, que tengo que dejar que la magia me transforme, que debo respetar el entorno y ser brutalmente libre. Que esto es una experiencia extrema y que, dentro de seis días, otra persona diferente a mí abandonará este complejo. Vuelve a enumerar los principios que sustentan la efímera ciudad construida en el desierto, y que los últimos quince días he encontrado cada mañana en mi bandeja de entrada: Inclusión, economía del regalo, desmercantilización, supervivencia, autoexpresión radical, esfuerzo colectivo, responsabilidad cívica, no dejar rastros y participación. Dicho de otra manera: todo vale, menos el dinero y depositar la basura en el contenedor incorrecto.
Tropiezo con todos los arbustos de Israel y con criaturas marrones transportando cosas enormes, mientras la cháchara new age de neohippie desfasado empieza a deprimirme. Me imagino haciendo yoga en Los Monegros israelíes durante seis días mientras alguien con axilas muy pobladas me fuerza a reequilibrarme el chi. Solo podré alimentarme de tofu y bayas de Goji, o cualquier otra cosa que no proyecte sombra. Si no acabo abrazando árboles será porque no los hay y todo el mundo eyaculará hacia dentro. Paralelamente, se confirma uno de mis temores: no hay más periodistas por aquí. Mi fantasía de dar con otro grupo de cínicos con quien hacer corrillos para aliviar las más que previsibles sobredosis de intensidad y misticismo se esfuman. No habrá cuchicheos jocosos. Me diluiré entre las trece mil personas que se han trasladado voluntariamente hasta donde Cristo dio las tres voces —literalmente— para aún no sé muy bien qué.
«En realidad, es mejor que no digas que eres periodista», me recomienda el pastor. Puedo figurarme los motivos —¿a quién le gustan los periodistas?—, pero igualmente me los detalla: al parecer, durante los cuatro años que se ha celebrado el Midburn, la imagen que han proyectado los medios de comunicación ha hecho mella en los participantes, que ahora tienen un rechazo más que fundado. «Hay nudismo, pero esto no se trata de nudismo, hay sexo, pero no es una gran orgía hippie, hay drogas, pero no es un parque de atracciones alucinógeno, que es como nos han retratado», me ilustra. Asiento con gesto compungido, temerosa de que se arranque a hablar del karma y las energías que fluyen. Capto el mensaje: nada de caricaturas. «Pero haz lo que te apetezca hacer», ataja, con esa cadencia maternal pelín desafiante.
The playa provides
Estoy refugiada en mi tienda de campaña, tratando de respirar. La tormenta ha amainado y he hallado por fin mi campamento, poblado de seres con apariencia sospechosamente normal. La mayoría son israelíes, entre los veintimuchos y los cuarenta y todos, y están curtidos en el festival. Exhiben una paciencia de elefante al explicarme el funcionamiento y rutinas de mi hogar de acogida: hay ducha, baño, cocina y zona de esparcimiento. Salvo lo último, todo con muchas comillas el aire. Y arena metiéndose por doquier.
He dado una vuelta de reconocimiento por el desierto (acompañada por un impecable Lawrence de Arabia y otra persona que emulaba a Diva Plavalaguna con trece resacas) y ya tengo una composición de lugar. Todo está presidido por «la efigie», como ellos llaman a esa bellísima construcción de un hombre y una mujer desplegando las alas. El epicentro es esta inmensa escultura de madera que se alza en una loma, circundada por un vasto espacio desnudo que llaman «la playa». Al fondo, se dibuja un templo que bien podría haber sido trasplantado de Jeddah. La ciudad, compuesta por dos centenares de campamentos, se articula en un inmenso semicírculo, asemejando un reloj. Varias avenidas definen la geografía de esta urbe polvorienta y colorida, donde los campamentos se construyen en torno a una temática de su elección.
En todos entras, bebes y comes lo que quieras, participas en sus demenciales actividades o descansas en mullidos sofás. Todo es gratis. Todos son amables de una manera menos narcótica de lo que cabía esperar. Deglutes pancakes y bailas Britney Spears en el Kawai Camp, te depilas el pecho en el salón de peluquería del Beauty Camp o te subes a una tirolina que aterriza en un montón de cojines rosas en mitad de una duna. Encadenas varias sesiones de citas rápidas en el Stardust. Inicias un pleito contra Condoleezza Rice en el campamento de los juzgados. Un barco pirata inmenso surca la arena agitando sus velas, mientras medio centenar de personas bailan agarradas a sus mástiles y lanzando doblones de oro rellenos de chocolate. Se cruza un vehículo mutante de Blade Runner y un señor con una carretilla reparte helado sin marca. Hay zonas de niños, de lesbianas, sadomasoquistas y bibliotecas. La dimensión, con el mapa en la mano, me abruma. Soy incapaz de ubicar dónde estoy. A izquierda y derecha solo distingo un ejército de albornoces y pelucas alborotadas, dirigiéndose hacia el campamento del Gran Lebowski. La gente detiene tu paso para regalarte pequeñas chucherías o charlar sobre cualquier cosa. Si algo les unifica es que han puesto verdadera ilusión y acierto en vestirse esta mañana. Cuando regreso al campamento tras mi primera incursión, tengo orejas de reno, la camiseta manchada de helado y absenta, y una capa de mugre de varios centímetros de grosor. He perdido mi vaso de plástico y debo de haber hablado con más personas de las que hay en una población media de Soria, si acaso Soria fuera un freakshow de cinco pistas.
Tras la cena y presentaciones, soy oficiosamente adoptada. Un grupo de californianos veteranos del Burning Man (nada menos que diecisiete ediciones a sus espaldas) me incluyen en su círculo como a un cachorrito agradecido. Si los guionistas de Cómo conocí a vuestra madre hubieran apostado por ser verdaderamente cáusticos, se habrían inspirado en ellos. Regalan a todos su presente estrella, «no drama condoms», preservativos para protegerse del drama. Conecto de inmediato con su hastío ante las filosofadas baratas y su incomprensión del hebreo. Aunque nuestro vínculo es más grande que eso, mayor aún que la atmósfera de comunidad que se respira, más inmenso que el desierto y que la vida misma: añoramos el bacon. Mucho. Cuando algún iluminado pronuncia el popular eslogan «the playa provides» (una especie de mantra que asegura que todo lo que necesites te será dado por una fuerza mágica), alzamos los brazos al cielo y rogamos por el puerco manjar. No sucede, pero tratan de compensarnos con toneladas de hummus, cócteles, psicotrópicos y masajes.
Embrace the chaos
No hay nada más elemental que acoplarse al caos. La rutina del Midburn consiste básicamente en hacer planes que jamás cumplirás. Cada mañana, después de los preceptivos ibuprofenos, nos reunimos en el campamento de las cookies y el café para revisar el libreto que desglosa las excéntricas actividades que tendrán lugar. Se trata de no llegar a tu destino. De camino a un taller de salsa nudista nos intercepta un enjambre de beduinos y acabamos en una gozosa boda marroquí que se alargó durante varias horas. Apestando a incienso, retomamos el camino para ver las instalaciones artísticas, lo que es en sí mismo una experiencia difícil de explicar. A lo largo y ancho de toda la playa florecen, diseminadas como cactus, decenas de estructuras variopintas: un dragón de seis metros, un espectáculo de fuegos, un arca de Noé, un banco de medusas increíblemente suaves, una pista de skate, una cúpula del trueno… Todo es delirante, colorido y salido de otra dimensión. Una infinitamente más creativa y arriesgada que la nuestra. Decenas de personas han invertido sus ahorros, su imaginación y esfuerzo en edificar todo aquello en mitad de la nada, para reducirlo a cenizas la última noche. Solo porque sí. Alguien que escribiera por encima del hombro diría que para nada.
Una pequeña multitud que se pasea en porretas por uno de los barrios va diseminando a su paso una hilera de agua. Seguimos su pista y acabamos en Jungle Camp, una especie de party-duchas con música en las que quizás alguien consiga asearse, pero donde la gran mayoría acude a revolcarse en un lodazal divertidísimo. Bajo un histérico chaparrón de champú y agua calentorra, la gente danza espasmódicamente compartiendo los líquidos de sus vasos (que siempre tienen un perenne sabor a anís) y frotándose con húmedo compañerismo. Un hombre se muestra especialmente interesado en unirse a nuestra disfuncional familia, e inicia una compleja coreografía de cortejo, rodeándonos. Aquello deja de ser gracioso cuando el tipo llama nuestra atención hacia sus partes nobles: allí abajo habitaba algo nunca antes contemplado por la raza humana. Una genitalidad bulbosa, un horror primigenio como un globo deshinchado recubierto de capas y capas de piel, que muy sonriente nos ofrenda entre sus manos. Huimos despavoridos y pasamos el resto de los días asustándonos mutuamente con la idea de que the guy with the ugly penis nos dé caza y quiera enseñarnos más.
En el Midburn todo el mundo llega a la caída del sol atesorando situaciones extrañísimas. Se intercambian y celebran las anécdotas en torno al banquete nocturno, y te percatas de que no hay dos festivales iguales. El tipo de la falda escocesa y las pezoneras doradas ha pasado la mañana subido en una noria que escupía purpurina y la pareja de simpáticos estadounidenses lucen relajadísimos tras su estadía en el Free Sex Camp. Otros han invertido el día saltando en camas elásticas con sus vástagos. Como boy scouts pasados de rosca, diseñamos decoraciones para el día siguiente, en el que se oficiará una boda de una pareja de nuestro campamento, al atardecer. Algunos abuelitos preparan papillas de avena para sus nietos mientras otros mezclan químicos a su lado con idéntico mimo. Todo es extrañamente natural, confortable. Desde ese momento sé que voy a sentirme ridícula cuando tenga que escribir todo esto.
La noche es el reino de la psicodelia. Con la agradable brisa desértica, te dejas llevar hacia las luces como una polilla ebria. Centenares, quizás millones de instalaciones lumínicas pueblan el desierto, que se antoja aún más colosal en ese delirio multicolor. A estas alturas se han agotado las reservas de cinismo y de desconfianza, y te liberas de ese tic de sospechar de los gestos amistosos o los regalos porque sí. Los abrazos dejan de ser non-consensual approaches y se convierten en la moneda de curso legal. Me abalanzo sobre un joven menudo que va cubierto de pintura roja de pies a cabeza, y lleva escrito en la espalda «sometimes my arms bend backwards». Juntos celebramos que aquí se cumple a rajatabla el mantra lynchiano: no te entiendo, pero me gustas. Minutos después estoy sentada en el palco de un teatro del siglo XVIII en lo alto de la loma que preside en el festival. Tiene sillones decimonónicos, cortinas de terciopelo carmesí y unos auriculares para que escuches a Bach mientras contemplas el hipnótico espectáculo de luz desde la distancia.
La quema
La multitud descansa sumida en una felicidad silenciosa cuando las llamas engullen la efigie. Nadie comparte lo que cruza por su mente, y eso es liberador. Hay algo indefinible, respetuoso en esa quietud que nadie ha impuesto. Somos gente sucia, disfrazada, observando una magnética hoguera gigante. No sabría precisar cuánto tiempo pasamos allí, aunque tampoco creo que importe. Pisamos las cenizas y volvemos a desperdigarnos por este incomprensible sandbox, este Mad Max sin apocalipsis, este Tatooine con un único sol. He ido acumulando una larga lista de definiciones para tratar de explicar de qué se trata todo esto, aunque sé que muy improbablemente las usaré: una utopía contracultural, una versión glamurosa de las fallas, un pabellón de ARCO en el desierto, una feria de barrio sobredimensionada, un carnaval diseñado por George Miller, un campo de juegos para adultos… Todas son igualmente ridículas e inválidas. Lo único que me resulta honesto es decir que el Midburn son unas vacaciones de uno mismo. No tiene que ser místico. No tiene que ser épico. No va a ser limpio. Y, sobre todo: va a ser prácticamente imposible de relatar. Así que despreocúpate, así en general. Se trata de no saber dónde estás, de desconocer de quién es la ropa que llevas puesta, qué estás bebiendo o por qué ves todo verde. Si esa era realmente Daenerys Targaryen cabalgando sobre Mickey Mouse, tampoco es relevante. Si la cosa se vuelve espeluznante, enfila el camino hacia The Teddy Bear Camp: allí podrás echar una siesta sobre osos de peluche que te dejará liberado de las opresivas estrecheces de tu cinismo.
A lomos de una descomunal cogorza iniciamos una guerra de almohadas en un ring de boxeo ubicado en mitad de ninguna parte. Cinco segundos después nos desplomamos boca arriba a decir el tipo de sandeces que solo pueden pronunciarse la última noche en un lugar. Alguien se inventa constelaciones señalando al firmamento cuando noto que hay algo tendido a mi lado bajo una manta térmica de emergencias. Compruebo que más o menos respira y me alejo haciendo la croqueta. «La libertad te obliga a preguntarte quién sos», decía una crónica sobre el festival que leí antes de venir. Al parecer, yo soy la que le pasa el muerto a otro.
En mi descargo diré que no siempre eludí mi responsabilidad. La última jornada se desarrolla como un huracán limpiador. Con disciplina militar, todos los participantes recogen toldos, tiendas, basuras, aguas grises y negras, escombros y colillas que seis días habían acumulado en el Néguev. Una hilera de camiones recolecta los residuos por separado, y todos estamos frenéticos capturando microscópicos trocitos de papel de la arena, mandando a la mierda los riñones. Durante un descanso, me piden que diga algo para despedirnos en mi idioma. Aún quedan parajes en el mundo en el que ser español es algo exótico. Ya les he enseñado a decir «tienes los cojones como el caballo de Espartero», así que descarto las idioteces, porque el momento pide algo más solemne. Diviso una cesta de verduras sobrantes que van a ser donadas y paladeo una idea delirante. Les alecciono durante un rato, corrijo la entonación y entonces se produce mi momento estelar. Cuarenta personas de todas partes del mundo corean al unísono, en torno a una anaranjada verdura:
Calabaza, se acaba un nuevo día y, como todas las tardes, quiero despedirme de ti.
Aplauden, no del todo conscientes de la hilaridad de la escena, y, cómo no, nos abrazamos. La calabaza desaparece y seguimos recogiendo basura.
Cuando llego a Jerusalén, busco desesperadamente un supermercado. Me aprovisiono de esponjas, suavizantes, cepillos, aguarrás y demás desincrustantes de roña. Calculo que harán falta un par de bañeras para desprenderme del desierto que llevo conmigo. En la cola de las cajas, detecto que todo el mundo está callado, mirándome con evidente incomodidad. Por primera vez en seis días, veo mi reflejo en la nevera de las bebidas. Mi piel tiene un terroso tono ocre, las piernas lucen orgullosas un rosario de moratones y creo que mi olor guarda relación con mi aspecto. Los judíos ultraortodoxos me escrutan con asco y desaprobación, y solo entonces sufro la prometida epifanía: los cínicos son ellos.
Figli del benessere! E pure i genitori!, decía un viejo campesino por estos lares recordando un pasado de hambre, guerra y miseria.
En un primer momento fue la irritación y el disgusto por estas manifestaciones que hicieron aflorar en mí ideas del principio del siglo XX: las guerras y las hambrunas son necesarias porque a través de estas el ser humano se purifica. Todas insensateces como la descripta, una gran kermese de la vanidad. Me queda el consuelo de esperar que sea consecuencia de las hormonas juveniles presentes en cada generación. Después de todo no hay tantas diferencias con las fiestas en honor al dios Baco en la antigua Grecia. Habrá que acostumbrarse a tanta superficialidad.