Los cementerios están muy vivos. No solo porque son parques y la vegetación crece entre sus lápidas y los pájaros anidan en sus árboles y los trabajadores se cansan o se enfadan o aman o sufren o hacen huelga, esas cosas; sino porque los funerales tienen la manía de suceder, qué le vamos a hacer, de modo que un espacio que podría ser siempre casi idéntico a sí mismo experimenta —en cambio—alteraciones en su topografía física y en su orden simbólico.
Sobre todo si se trata de un cementerio de artistas. Porque en ellos los nuevos escritores o fotógrafos o pintores muertos son como las nuevas obras adquiridas por los museos: pasan a competir con las viejas glorias, con los cuadros estrellas que siempre estuvieron allí. Por eso merece la pena visitar ahora el Cimetière du Montparnasse de París en clave hispanoamericana: para ver cómo ha sido alterado por la llegada de la traductora Aurora Bernárdez y del escritor Carlos Fuentes. O si todo ha cambiado para que todo siga igual.
Primera sorpresa: ninguno de los dos figura en el plano de las tumbas de los famosos. O no: tampoco está la fotógrafa Gisèle Freund y, en cambio, su lápida es objeto de devoción por visitantes informados, sobre todo adictos a Pinterest y a Instagram. ¿Será una cuestión de tiempo? Ese espejo negro que refleja y engulle tanto las ramas de los árboles como —al fondo del abismo— el cielo, ese epílogo tridimensional de Sobre la fotografía, la lápida de Susan Sontag sí está debidamente indicada. Falleció en 2004. Freund se fue cuatro años antes. Bernárdez lo hizo (si es que la muerte puede hacerse) en 2014, como quien dice: anteayer, si hablamos de la cronología de la muerte.
Durante treinta años los restos de su primer marido, Julio Cortázar (1914-1984), descansaron a solas con los de la tercera esposa de este, Carol Dunlop (1946-1982). Una lápida dividida en dos partes, como dos casillas de la misma rayuela. Pero ahora la parte de Cortázar acoge también el nombre de Aurora Bernárdez (1920-2014,) y bajo ella, un tercer esqueleto. Mi fotografía registra un triángulo amoroso post mortem. Polvo serán, mas matrimonios complicados.
La extrañeza que provoca esa nueva realidad, que todavía no aparece en las guías de viaje, es multiplicada por un cartelito que han puesto las autoridades del cementerio, en francés y en español: «Estimados admiradores de Julio Cortázar y de su obra, gracias por respetar la claridad y la calma de esta tumba». Obviamente el mensaje no se dirige a ese chico que ha dejado un retrato del escritor, algunas citas de sus libros y un «gracias», sino a ese energúmeno o energúmena que escribió en rotulador negro: «gracias Julio x Rayuela y tus cronopios 20.5.18». Al mismo tiempo que las autoridades parisinas retiraban dieciocho toneladas y media de candados en el Pont des Arts, las de Montparnasse borraban los grafitis de la tumba de Cortázar.
Los hooligans también han llegado a la de César Abraham Vallejo Mendoza (¿alguien habrá mirado los registros climatológicos para certificar que murió realmente en París con aguacero?). Sobre la lápida hay una maceta rodeada por una cinta roja que grita «¡Perú! ¡Perú!»; y alguien ha dejado, bajo su nombre en letras doradas, una cinta blanca donde se grita en volumen todavía más alto «¡¡¡Arriba Perú!!! Rumbo a Rusia 2019». Imagino una escala en París del hincha que iba camino de Moscú. Imagino un viaje rápido en metro. Imagino una búsqueda difícil, parecida a la mía (en el caso de Vallejo el mapa, aunque señale la ubicación de sus restos, no ayuda). Imagino un «¡Vamos, huevón!» en voz baja, mientras el hincha coloca la ofrenda y se pone la mano en el corazón. Imagino al hincha en el metro, en el avión, en el país de Putin, en el estadio, grabando vídeos infames con rusas guapas, en la euforia, en el llanto. Imagino —en fin—, mientras escribo estas líneas dos semanas más tarde, que la maceta y la cinta se la llevan los trabajadores del cementerio justo después de que Francia le gane a Perú uno a cero.
Sin duda son las tumbas de las celebridades latinoamericanas las más textualizadas del cementerio de Montparnasse, como si los turistas de la otra orilla del Atlántico creyeran en la comunicación directa con los muertos dejando mensajitos en sus lápidas, minimuros de las lamentaciones. A principios de este mes de junio la que registra más deseo de diálogo es la de Porfirio Díaz (aunque me temo que se queda en monólogo): sobre una bandera, «México lo extraña y lo necesita»; y en dos de los tantos papelitos: «Apreciado señor Díaz, con respeto, Arturo Rodríguez Acosta», «Don Porfirio: guíe a AMLO para que sea un buen presidente, Att. Fernando».
Busco la tumba de Carlos Fuentes porque quiero verla y porque imagino que en ella proseguirá esa plegaria desesperada de los turistas mexicanos. Una empleada del cementerio me indica que se encuentra en el centro y, en efecto, ahí, está, en la esquina más soleada y privilegiada del cementerio más famoso del mundo. El escritor descansa eternamente (es un decir) desde 2012, pero no hay estratos en su lápida. Limpia como una patena. Ni un mensaje de agradecimiento por sus novelas; ni un deseo sobre las inminentes elecciones mexicanas, ni un «¡Viva México, cabrones!» con el logo del Mundial.