Mucha gente sostiene el concepto erróneo de que los tiempos pasados fueron más sencillos. Supongo que este fenómeno se da entre quienes no leen demasiadas novelas antiguas ni demasiados libros de historia. También entre quienes ven películas antiguas, sobre todo de ciertas épocas en que sí solían ser más sencillas que el cine posterior, y deducen que el público de pasadas décadas era más ingenuo, más inmaduro o menos inteligente. Ahora ya casi no se estrenan películas con diálogos repletos de hilarantes insensateces o donde los personajes se pongan a bailar y cantar por las buenas. Y cuando las hay, como La La Land, vienen con su consabido mensajito profundo, no sea que la gente vaya a salir completamente feliz de la sala de proyección.
Todos ustedes han oído hablar de la pirámide de necesidades creada por el psicólogo Abraham Maslow, donde las necesidades humanas eran divididas en cinco jerarquías. En la base de la pirámide está la jerarquía básica de las necesidades fisiológicas (respiración, bebida, comida, sexo, dormir). Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas, el individuo ya está en disposición de intentar satisfacer la siguiente jerarquía: las necesidades de seguridad. Más arriba en la pirámide, las necesidades de afiliación (sociales y afectivas). Luego vienen las de reconocimiento (éxito, reconocimiento). Y, finalmente, la necesidad de autorrealización, que incluye la posibilidad de ser creativo, de conformar una personalidad propia satisfactoria y una visión elaborada del mundo.
Pues bien, en nuestro tiempo, y sobre todo en los países occidentales, hay toda una generación que ha crecido con sus necesidades cubiertas y que, ya desde la adolescencia, ansía devorar la cúspide de la pirámide. Es la generación que no ha pasado hambre ni (todavía) inseguridad, y cuyos padres, dato importante, tampoco pasaron hambre ni privaciones realmente severas, por lo que el relato de cuando la pirámide no era más que un chiringuito truncado no les llega ni siquiera de oídas. Es la generación que se permite el lujo de considerar que la asunción de su propia superioridad moral como hecho indiscutible es un derecho adquirido. Es decir, cómo no van a ser más inteligentes y más éticos que sus padres, que viven arrastrando una hipoteca y votando a partidos deleznables. Por descontado, otro derecho inalienable es que los demás no digan (o piensen) cosas que les desagraden. Es decir: si mi visión del mundo es la Más Justa, ¿cómo es posible que tú tengas otra distinta? Porque, además, el mundo está en su Peor Momento. Lo ven todos los días en su Twitter y en su Facebook. Así que, si disientes de mi Justa Visión en la época en que el mundo está en su Peor Momento, eres una Mala Persona. Y punto. Si no formas parte de la solución (de MI solución), eres parte del problema. Así que los individuos de toda una generación se indignan mucho por todo, intentando que nadie los pueda señalar como parte del problema.
Es también la generación de los que empiezan a leer un artículo y en el tercer párrafo están ya echando espuma: «Pero oye, ¿no nos ibas a hablar de Sombrero de copa? ¿Quién te has creído que eres?». Pues bien, aunque no se lo crean, todo esto viene al caso. Los grandes estudios de Hollywood hacen películas para esa generación de la que hablo. Es el cine de la cúspide de la pirámide: todo en él tiene que pasar un riguroso examen moral. Su sostenibilidad ética tiene que ser impecable. Tiene que haber un mensaje, aunque sea implícito, hasta en las puñeteras películas de superhéroes. Cierto, algunas películas no tienen mucho mensaje, pero son vistas por la generación cúspide como excepciones adorablemente irónicas. Porque esta generación adora todo lo irónico, que es el otro polo de su dicotómica actitud ante la vida, que bascula —en cuestión de minutos— entre la indignación y la burla.
Lo que se ha perdido en Hollywood es el escapismo puro, las películas hechas para todo lo contrario: no para juzgar, no para analizar, sino para olvidar. Seguro que algunos de ustedes habrán mirado a Asia, a Bollywood, habrán visto sus películas chorras con gente bailando y habrán pensado: «Ah, los indios son como niños. No son tan adultos como yo, que estoy aquí vigilando para que cada estreno cumpla los rigurosos criterios éticos que requiere mi sensibilidad exacerbada ante el Peor Momento del Mundo». Si es el caso, piense que deben de haber motivos importantes para que los espectadores indios hayan estado apreciando todo ese escapismo tan tonto. Porque los indios no son tontos (y los que trabajan en la industria del cine, ¡todavía menos!). Sus motivos habrán tenido.
Además, no son tan diferentes a nosotros. Los paralelismos culturales son innegables. Un español ha visto escenas como esta en cualquier boda del extrarradio, aunque quizá con movimientos menos refinados y figuras menos esbeltas.
Algunos de los materiales culturales más felices proceden, directa o indirectamente, de épocas de desgracia e incertidumbre. En los años treinta el público de Hollywood estaba muy jodido. Aquí nos embarcamos en una guerra civil, en Alemania llegaban al poder los nazis con sus encantadoras ideas sobre aniquilar a media humanidad y esclavizar a la otra media, y, básicamente, en todo país occidental se hacían notar las funestas consecuencias de la Gran Depresión, una crisis económica peor y más cruel que la que hemos vivido en estos últimos años. Y si nuestra crisis ha sido desagradable, imaginen aquella. Europa estaba en ambiente de preguerra y en el país más rico del mundo, Estados Unidos, la gente formaba largas colas ante los establecimientos de caridad para poder llevarse algo a la boca y pasar la noche.
Si usted no supiera nada sobre el siglo XX y viese películas de la época, pensaría que aquella fue la edad dorada del género humano. Por supuesto, el siglo XX está demasiado bien documentado y es todavía demasiado reciente como para que podamos ignorar que los años treinta fueron una época desastrosa. Pero su cine puede llevarnos a pensar que contaba historias simples porque el público era simple, y no. Contaba historias simples porque la gente no quería pagar una entrada para que el Michael Haneke o el Lars von Trier de turno les recordasen las miserias de la vida con su oda hipster al padecimiento de turno. Para miserias, ya tenían bastante con las que los rodeaban día tras día.
Lo de simplificar y endulzar el pasado a partir de los recuerdos culturales es un error habitual, todo sea dicho: en los Estados Unidos solían referirse a la última década del siglo XIX como The Gay Nineties, «los alegres noventa», época que rememoraban con mirada nostálgica, olvidando que en 1893 había estallado una crisis que supuso el cierre de quinientas sucursales bancarias, la quiebra de quince mil empresas, e índices de desempleo del 35% en Nueva York o casi un 50% en Chicago. En aquellos noventa supuestamente felices, la gente también se había agolpado en las colas de comedores de caridad y había aceptado empleos a cambio únicamente de comida, haciendo que los salarios se desplomasen. Pero el recuerdo colectivo se componía no de experiencias personales de gente que ya había muerto o estaba en la vejez, sino de cosas alegres. Los Gay Nineties fueron la época del auge del ragtime, cuando Scott Joplin había empezado a componer sus contagiosas piezas para piano. Fue la década en que el británico Rudyard Kipling había publicado El libro de la selva. Ya saben, la memoria escoge del pasado lo que más place al presente. Es como la gente que se maravilla de la antigua Grecia y el Imperio romano. Les invitaría a que viviesen en las condiciones de cualquier griego o romano del montón.
Nadie habla de los Gay Thirties, de los «alegres años treinta», claro. Las marcas de lo que sucedió entonces aún se hacen notar. Sí hablamos de los «locos años veinte», que también tuvieron sus problemas, pero eh, al menos el puñetero Hitler estaba en su sitio natural, la cárcel, y la gente tenía para comer. Los años treinta fueron una época más oscura y deprimente; Hollywood respondió con el cine más díscolo, escapista y maravillosamente demencial de toda su historia. Recordemos que aquella fue la etapa de gloria de los hermanos Marx en la gran pantalla. Los dos géneros reinantes en aquellos años fueron el musical y la comedia. Dentro de la comedia, estaba el slapstick como el de Laurel y Hardy, más dirigido a los niños. Y la comedia adulta, aunque igualmente extravagante, bautizada como screwball. El término screwball procedía del béisbol, donde se usaba para describir un lanzamiento de pelota que sigue una trayectoria extravagante e imprevisible (screw significa tornillo). En cine, hacía alusión a unos guiones repletos de giros enloquecidos. Entonces se estrenaban muchas comedias enloquecidas, como las de los Marx, pero por costumbre, más que por precisión, se suele identificar el término screwball con películas como Historias de Filadelfia, Luna nueva, La fiera de mi niña, Sucedió una noche… ya saben, películas desenfadadas de ritmo endiablado, repletas de situaciones inverosímiles y diálogos ocurrentes, centradas en romances protagonizados por gente pudiente o profesionales exitosos, basados en el concepto de «lucha de sexos», donde el personaje femenino solía llevar la voz cantante y el masculino debía demostrar que estaba a la altura de las exigencias de su partenaire, pero no en plan caballero andante o galán a lo Rodolfo Valentino, sino simplemente siendo capaz de dejar de comportarse como un tontolaba. Cualquiera de esas películas podría estar en el titular de este artículo. Son absolutamente maravillosas, cada puñetero minuto de sus metrajes.
Musicales y comedias screwball respondían a dos necesidades concretas del público, que quizá parezcan contradictorias, pero coexistían con naturalidad. La comedia screwball ofrecía la posibilidad de reírse de las clases altas. El musical ofrecía un escapismo basado en la contemplación admirada de un lujo sabático (sabático por la reina de Saba, no por el descanso sagrado de los judíos) y por coreografías de grandilocuencia faraónica, como las apoteosis de Busby Berkeley (y la gente se sorprendía con La La Land). Muchas películas pertenecían a la vez a ambos géneros. Hay musicales, como Sombrero de copa, a los que llamamos así porque contienen canciones, pero en realidad son comedias screwball. En cualquier caso, todas tenían en común ofrecer historias intrascendentes donde ningún espectador iba a sufrir. A nadie se le iba a recordar lo mierdosa que era la existencia fuera de los cines: pagaban por su hora y media de felicidad, y eso era exactamente lo que obtenían. No eran espectador de mentalidad simple, sino espectadores que estaban hasta las narices de la miserable realidad. Las pocas veces que se les mencionaba la crisis era para darles un mensaje de esperanza, a poder ser en boca de una cara bonita y una melodía contagiosa. Piensen en la sensualidad bíblica de Vampiresas de 1933, donde teníamos a la mismísima Ginger Rogers, nuestra protagonista femenina de hoy, cantaba a la recuperación económica, enamorando a la cámara… y tapándose las partes íntimas con la ensaladera de Wimbledon.
Esta alegre melodía contiene el intríngulis del cine de entonces. La canción fantaseaba con el deseado final de la crisis: «No hemos visto un titular sobre colas para el pan hoy, y cuando vemos al casero, podemos mirarle a los ojos». Chaplin había hecho humor con la pobreza porque la había conocido de cerca y, sobre todo en sus cortometrajes, había incidido en la idea de que la gente más pobre no es necesariamente mejor, sino que, estando en el límite, recurre con demasiada frecuencia al «sálvese quien pueda». Al público de su momento le había divertido ese retrato, cínico y certero, pero también afectuoso, de los pobres y de la raza humana en su conjunto. En los años treinta, sin embargo, el público ya no quería bromas sobre una pobreza que estaba viviendo a diario. El cine era visto como un entretenimiento, no como una extensión de las neurosis de la gente en su Facebook; una película como Las uvas de la ira iba a estar bien para 1940, cuando lo peor de la crisis ya había pasado y la gente podía ver ese tema en el cine sin angustiarse, pero en 1933 nadie con dos dedos de frente hubiese pagado dinero para que le recordasen lo jodido que en realidad estaba.
El espectador podía acudir al cine para ver una comedia o un musical y saber con total certeza que iba a salir de la sala sintiéndose mejor de lo que había entrado; aquellas películas estaban diseñadas para ser completamente inofensivas en lo referente a la situación económica, exceptuando quizá las alusiones sarcásticas a las diferencias entre clases sociales. Sí eran más atrevidas, al menos según los estándares contemporáneos, para lo sexual; aunque no demasiado, lo suficiente como para no ofender y, sobre todo, no enfrentarse a los métodos de censura que estaban empezando a implantarse. Pero las estrellas que triunfaban en aquellas películas eran las que cantaban y bailaban, pero que además parecían tremendamente simpáticas (aunque no siempre lo fuesen en la vida real). Ginger Rogers era guapa, desde luego, pero Fred Astaire quizá no hubiese sido una estrella tan grande en otra época donde, además de su talento, se le hubiese demandado otra presencia física. Pero era ideal para los años treinta: además de bailar como bailaba, de cantar muy bien y de ser un fantástico actor, poseía la impagable cualidad de aparecer en la pantalla y caerle bien al público.
Sombrero de copa fue la cuarta, más exitosa y más recordada de las nueve película que Fred Astaire y Gingers Rogers rodaron juntos entre 1933 y 1939. Su química en pantalla era algo fuera de lo común, no solamente durante sus hipnóticos números de danza, sino también en las secuencias narrativas. Aquella química es algo inexplicable. Aunque se abstenían de demostrarlo en público, era la comidilla de Hollywood que ambas estrellas se llevaban mal. Michael Freedland, biógrafo de Astaire, cuenta que el actor nunca hizo comentarios despectivos hacia Rogers, pero en una ocasión se le escapó: «¡Oh, Ginger! Siempre quería ser la jefa». Cuando Freedland entrevistó a Rogers, sucedió algo parecido. La actriz nunca hablaba mal de Astaire en público, pero Freedland cometió el error de decir «Fred y Ginger», a lo que ella respondió, acompañando sus palabras con una mirada gélida (¡y una mirada gélida de Ginger Rogers no era cualquier mirada gélida!): «Querrás decir Ginger y Fred». Al instante, notando que había sido un poco demasiado explícita, la actriz matizó su contestación: «Es costumbre nombrar primero a la mujer, ¿no es así?», pero había quedado claro que tampoco guardaba un buen recuerdo de su compañero en tantos rodajes, a quien se refería fríamente como «el señor Astaire». Tanto era así que después de cada largometraje había que convencerlos para que volvieran a trabajar juntos. Cuando la sociedad se disolvió en 1939, ninguno de los dos lo sintió demasiado. Diez años después, eso sí, volverían a reunirse en la pantalla, pero de manera accidental. Astaire tenía que rodar junto a Judy Garland; la antigua protagonista de El mago de Oz tenía solamente veintisiete años, pero sus problemas psiquiátricos y adicciones estaban fuera de control. Cuando los productores, durante el proceso de ensayos, comprobaron que Garland no estaba en condiciones, llamaron a Ginger Rogers. Y esta, quizá para sorpresa del propio Astaire, aceptó. Así rodaron su décima y última película, la única en color. Los dos siguieron esforzándose por desmentir las habladurías sobre su pésima relación personal; en 1969, aparecieron juntos en los Óscar, donde saltaba a la vista que la química que desprendían interpretando a personajes en el celuloide era completamente inexistente en la vida real; aunque fingieron lo mejor que pudieron (y eran ambos magníficos actores), hay cosas que sencillamente no se pueden fabricar. No se gustaban, y ya está. Nada de eso importa en sus películas, sin embargo.
En el típico argumento de una comedia screwball tenemos una historia de amor que ha de superar varias dificultades en forma de malentendidos, intromisión envidiosa de terceros o accidentes inesperados; no son, cabe decirlo, películas románticas. El melodrama está ausente y el humor predomina de manera hegemónica. Los obstáculos que enfrenta la pareja son hilarantes cuando no directamente absurdos. Nada irreparable está en juego y el espectador se deja seducir por lo inocuo del conflicto. El público de aquella época sabía perfectamente lo que estaba poniendo de su parte y la autosugestión voluntaria del espectador era parte del juego cinematográfico. Nadie necesitaba que una historia fuese creíble, porque no iban al cine a ver representada su propia vida. No había Twitter y el egocentrismo del ciudadano medio no llegaba a los límites psiquiátricos de la actualidad. Sombrero de copa, como tantas películas de aquellos años, es como una función en la plaza del pueblo. Uno la ve sabiendo que es todo un artificio y que precisamente en ello reside su encanto. En la actualidad, el escapismo puro es algo que casi no existe en el cine de Hollywood. Hasta las películas de superhéroes pretenden proyectar una imagen de «oscuridad» y «profundidad»; ya hace años desde aquella muestra modernizada y mutante de screwball que fue Algo pasa con Mary.
En Sombrero de copa, (cuyo argumento se parece mucho al de la anterior película de la pareja, La alegre divorciada) Astaire interpreta a un famoso bailarín que se pone a ensayar zapateado en su habitación de hotel, despertando a la huésped del piso inferior, que sube para protestar. Por supuesto, ella es Ginger Rogers. Y, por supuesto, él se enamora al instante, iniciando un incansable juego de seducción que incluye una absolutamente fantástica secuencia de baile en un quiosco. La lluvia ha obligado a Rogers a quedarse y escuchar las zalamerías de enamorado del pesado de Astaire. Pero, ah, bailan juntos, y eso lo puede todo. Este número de baile es fascinante porque la pareja demuestra que no necesitan nada más que caminar para demostrar que estaban hechos para bailar el junto al otro. Podían caerse mal, podían tener una relación fría que mantenían por interés profesional, pero a la hora de bailar ante una cámara no ha vuelto a haber una pareja como la que formaban ellos:
En el mismo momento en que Astaire consigue que ella se interese por él y se siente en el séptimo cielo, llega el «problemón» típico del screwball: ella malinterpreta lo que le cuenta una amiga, a la que toma erróneamente por esposa de Astaire, y cree que ha sido seducida por un hombre casado. Disgustada, lo abofetea en cuanto lo ve, ante la comprensible estupefacción del abofeteado. Luego abandona el hotel con rumbo a Italia, dispuesta a casarse con el italiano menos italiano, y a la vez más italiano, que hayan visto ustedes en una película (su frase de cabecera «para los hombres la espada y para las mujeres un beso» es tan adorablemente ridícula que debería decirla más veces). Astaire ya sabe que Rogers es el amor de su vida, así que trastoca su agenda, para horror de su agente, y la sigue hasta Italia para desfacer el entuerto. No hay más; ese es el argumento. Que, por supuesto, es absolutamente lo de menos. El meollo del guion son los diálogos típicos del estilo, llenos de réplicas ocurrentes y juegos de palabras, muchos de ellos intraducibles. No es una película escrita para sorprender.
El éxito de la pareja Fred Astaire y Ginger Rogers se explica en cualquier instante donde compartan plano. Sabiendo que se detestaban y que tenían que ensayar juntos los bailes, con las horas que eso conlleva, es alucinante cómo consiguen desmenuzar hasta el más minúsculo átomo de mal rollo desde el instante mismo en que la cámara empieza a rodar. No solo en los bailes, sino en los diálogos. Me explico: cuando discuten en una escena, no parecen dos actores que se lleven mal dejando que eso se note en pantalla, que es lo que harían dos actores «del método». Al contrario, parecen dos actores que se llevan bien pero que fingen que se llevan mal para interpretar la escena. Suena raro, pero es así. No se percibe el más mínimo atisbo de tensión real. A eso se llama profesionalidad y talento. Ellos, como el resto de gente que manufacturaba estos largometrajes, estaban curtidos en el oficio, sabían exactamente lo que el público esperaba de ellos, y se esforzaban por ofrecerlo sin una mácula. Desde el punto de vista técnico, no hay película perfecta. Pero aquellos largometrajes transmiten una falsa sensación de ser inmaculados, sin tacha. Por un lado, había muchos ojos mirando durante el rodaje; equipos de gente que trabajaban en todas las películas del mismo estudio y que habían interiorizado cada método, cada truco, cada recurso. Por otro, estaban diseñadas para hipnotizar al espectador con un ritmo endiablado que apenas permitía fijarse en los detalles, y con una estética que mantenía a la mente ocupada. Cada cambio de vestido de la protagonista, cada vez que el protagonista llevaba un traje nuevo, cada nuevo decorado, hacía que el subconsciente del público tuviese continuamente material que analizar. El embrujo sigue funcionando hoy, en esta y en otras películas similares.
Sombrero de copa es básicamente una comedia ligera con algunos números musicales en ella. Nunca he sido un gran aficionado a los musicales que interrumpen demasiado la acción. Aquí no hay muchos números musicales, pero todos ellos son memorables. En particular, claro, aquel en el que la pareja protagonista baila al son de una de las mejores canciones de todo el siglo XX, «Cheek to Cheek».
Hablemos del tercer arma secreta del largometraje, el legendario compositor Irving Berlin. Por entonces, Berlin ya tenía en su haber unos cuantos éxitos, incluyendo varias canciones que pasarían al acervo colectivo estadounidense, como el himno extraoficial «God Bless America», que escribió durante la I Guerra Mundial. Era un profesional respetadísimo y exitoso; aun así, vivía plagado por inseguridades que solo él entendía del todo. Por ejemplo, estaba acomplejado por el hecho de no saber leer ni escribir música; componía sentado al piano, que había aprendido a tocar de manera autodidacta, y dictaba las composiciones a personas que cobraban por plasmarlas en el pentagrama. Después, otros músicos se ocupaban de las orquestaciones, que Berlin nunca hubiese podido escribir por sí mismo, no con la rapidez requerida. Su sistema de trabajo no le había impedido convertirse en uno de los grandes compositores de melodías del país. Pero, incluso después del éxito, le seguía preguntando a sus amigos si debía recibir una educación musical más formal; uno de ellos, ante la cuestión de ponerse a estudiar los fundamentos teóricos de la composición, le aconsejó que no lo hiciera, porque era precisamente su enfoque instintivo lo que había hecho de él un autor diferente (aunque muchos compositores de éxito eran musicalmente iletrados, Berlin era quizá el más notorio). Cuando se puso en marcha la preproducción de Sombrero de copa, Berlin seguía carcomido por las dudas que lo acompañaron durante sus ciento un años de vida (sí, superó el siglo de existencia; no todos los músicos neuróticos mueren jóvenes). Aunque había trabajado mucho en cine, llevaba varios años alejándose de la pantalla y no tenía demasiadas ganas de ponerse a escribir una banda sonora. Astaire, que lo conocía bien y con quien se profesaba un mutuo respeto, insistió. Berlin, que disfrutaba componiendo para la voz del actor, aceptó. Eso sí, no sin asegurarse un jugoso cheque y un porcentaje de beneficios en caso de que la película tuviese el éxito esperado. Era neurótico, pero no idiota.
«Cheek to Cheek» nació en una habitación de hotel mientras Irving se sometía a su habitual disciplina de trabajo. Desdeñoso del concepto de inspiración con el que fantasea el público en su visión romántica y fantasiosa de los artistas, Berlin componía como si fuese un boxeador entrenando para un combate: cada día se obligaba a terminar una canción como mínimo, música y letra, y a veces más. Nunca truncaba ese ritmo. Confiaba en que de todo ese trabajo le permitiese acumular suficiente material como para filtrar lo mediocre y quedarse con lo bueno, y desde luego fue un sistema que siempre le dio extraordinarios resultados. Pues bien, una noche, mientras tocaba ideas junto a su asistente, que se encargaba de preparar su piano y anotar las partituras, Berlin cantó el inicio de una nueva canción: «Heaven…», a lo que su asistente respondió canturreando tres notas descendentes. Berlin siguió: «I’m in heaven…», y el asistente repitió las tres notas. Encantado, Berlin se detuvo de inmediato y dijo: «Me encanta. Escríbelo». El asistente anotó la idea, Berlin terminó el resto de la canción, y bueno, no sé qué debió de sentir cuando la terminó —quizá nada— pero había parido una de las melodías más bellas de todos los tiempos.
La canción debía servir para el número de baile principal de la película. Astaire, como estrella principal y señor del cotarro, era el responsable último de esos números. Debía dar el visto bueno incluso a los vestidos que Rogers iba a usar para bailar. Por lo general Rogers usaba el vestido definitivo solo en los últimos ensayos; si requería alguna modificación de última hora por motivos estéticos o de comodidad, tenían a todo el departamento textil de RKO Pictures (un diseñador y un equipo de costureras que hacían guardia cual destacamento militar) para efectuarla. Aquella vez, sin embargo, Rogers había tenido una idea para el vestido y deseaba diseñarlo y confeccionarlo ella misma. Lo hizo, y su vestido sería el que aparecería en la película. Estaba repleto de plumas vaporosas, pero no lo usó en los ensayos, llevándolo directamente al rodaje. Cuando empezaron a bailar las plumas comenzaron a soltarse, volando por todas partes. Eso obligó a posponer la filmación de la secuencia. Astaire, que después describió la visión de las plumas como si «una gallina estuviese siendo atacada por un coyote», perdió la paciencia y provocó una reacción en cadena: primero, empezó a gritarle a su compañera. Rogers se echó a llorar. Aquellas lágrimas detonaron el siguiente suceso: desde detrás de las cámaras apareció la madre de Rogers —el coreógrafo, que lo contemplaba todo atónito, dijo que la madre de Rogers era «como un rinoceronte protegiendo a su cría»— para poner a Astaire en su lugar. El momento de tensión se resolvió cuando el estudio propuso que el equipo de costura se pasara la noche cosiendo las plumas para que no se soltasen con tanta facilidad. Así, el rodaje pudo volver al estado natural de civilizada antipatía entre los dos protagonistas; en adelante, Astaire se referiría a Rogers como «plumas», y le obsequió un broche en forma de pluma para finiquitar el encontronazo. Aunque el vestido aún soltó algunas de aquellas plumas en la toma definitiva —no suficientes para que Astaire perdiera los nervios otra vez—, lo cierto es que Rogers había acertado con el diseño.
Nada de eso importa, sin embargo, cuando vemos la extraordinaria secuencia de baile, envuelta por una de las mejores canciones que se hayan escrito. No importan las peleas entre bastidores ni la fría relación entre los dos protagonistas. No importan la Gran Depresión ni las guerras, ni los problemas de usted, ni los míos. Es aquel cine hecho para que, mientras funcione el motor del proyector, todos seamos felices.
Graicas por un maravilloso artículo. No puedo estar más de acuerdo. Desde el principio, hasta el final.
No hace mucho, le enseñé a mi hija mayor (17 añitos y que ha practicado baile toda su vida), la secuencia de «cheek to cheek» en yuotube (desgraciadamente no hay canales temáticos o públicos que muestren ya los clásicos del cine). Y literalmente alucinó. A día de hoy, sigue siendo como ver magia.
¡Ay, picarón! ¡Ha puesto (respiración, bebida, comida, sexo, dormir). ¡SEXO por delante de dormir! ¿Puede poner unas fotos suyas de frente y de perfil?
Encantador artículo. Me permito suscribirlo totalmente.
Estupendo artículo. Pero lo que no entiendoes que los 50 también tuvieron sus musicales optimistas (Cantando bajo la lluvia) pero tampoco es que fuera fuera una década con muchas penurias.
Pero no olvidemos que los años 1950 tuvieron el inicio de la guerra fría, el inicio de la carrera de armamentos y los primeros vislumbres de que los Estados Unidos y la Unión Soviética estaban acumulando suficientes armas nucleares como para acabar con la civilización. Probablemente eso influyera en la necesidad de escapismo en el cine.
suscribo totalmente el artículo, me encanta el escapismo viendo musicales de fred Astaire, hace años ya que me compré todos los dvd´s y los de los Marx, que curiosamente son casi más graciosos en español que en VO, sugiero que escriban un artículo explicando el por qué, es una historia apasionante.
Las dos composiciones que más he tarareado en mi vida, en la ducha y fuera de ella, han sido «Cheek to Cheek» y «Singin’ in the rain» seguidas a poca distancia por «The girl from Ipanema» y «María» de «West side story». Luego ya pasaríamos al
«Piano Concerto No 2» de Sostakóvich.
Gran artículo, me ha encantado. No sabía de estas películas, ha sido muy grato descubrirlas leyendo este maravilloso artículo.
De hecho, en los Simpsons, temporada 4 capitulo 8, recrean parte del baile. Ahora sé de donde lo tomaron.