(Viene de la primera parte)
La física cuántica demuestra científicamente, mediante sus experimentos, que la mente es capaz de modificar la materia. (Josep Pamiés, horticultor).
Carl Sagan dedicó toda su vida a mirar a las estrellas y a contarnos, en un lenguaje que pudiera entender hasta un tronista de MYHYV, qué es lo que había allí arriba, qué sabíamos de todo lo que nos rodeaba y qué no habíamos podido averiguar aún. Consciente de la infinita complejidad del universo, desde los organismos unicelulares casi tan básicos como un tronista hasta la más majestuosa de las galaxias, nunca adoptó el discurso del talibán de las probetas y los cálculos matemáticos que descarta con una mueca de desdén todo aquello que la ciencia no podía probar (o no había probado). Creía, sobre todas las cosas, en la falibilidad de la ciencia y de los científicos, en la experimentación sin juicios previos. Y era esa vocación por no acomodarse entre certezas irrebatibles lo que le legitimaba para mostrarse extremadamente crítico y escéptico ante las pseudociencias, la teología o cualquier afirmación que no pudiera ser refrendada por la observación y el estudio. Si, como científico, adoptó una actitud vigilante ante posibles fallas de las teorías que manejaba, cómo no hacerlo con Uri Geller y sus cucharas artríticas. La suya, no obstante, no era una batalla personal contra Uri Geller, el Maharishi Mahesh Yogui o los Josep Pamiés de la vida, sino una guerra abierta contra la ignorancia, con el saber por bandera. Construir, no destruir. Pero construir con sensatez y utilizando de la mejor manera posible los recursos que la evolución y un cerebro hipertrofiado han puesto a nuestro alcance.
La última obra de Sagan, su obra póstuma, escrita mano a mano con su compañera del alma, Ann Druyan, no giraba sin embargo en torno a los cuerpos celestes ni a emocionantes elucubraciones sobre la existencia de vida inteligente en otros rincones del cosmos. El mundo y sus demonios: la ciencia como una luz en la oscuridad, era el testamento vital de un hombre preocupado por la deriva de una sociedad que parecía estar dándole la espalda al conocimiento y la razón en favor de teorías cuando menos descabelladas y esoterismos varios. Una sociedad que, embotada por el entretenimiento de usar y tirar y por los «horrores varios de la estupidez actual» había llegado a confundir ciencia con ciencia ficción. El ciudadano medio, se lamentaba Sagan, dedicaba mucho más tiempo a documentales de dudoso rigor sobre el Área 51 que a informarse sobre el efecto invernadero; ponía más atención en el más allá y sus etéreos habitantes que en el más acá y los apremiantes peligros de la sobrepoblación:
Aquel taxista me reconoció. Tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba que me las hiciera? No me molestaba. Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio (Texas), de «canalización» —una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos… que no es mucho, por lo visto—, de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín… Presentaba cada uno de esos portentosos temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez. La prueba es insostenible, le repetía una y otra vez; hay una explicación mucho más sencilla. Pasado un rato, mientras viajábamos bajo la lluvia, me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no solo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior.
Como Thomas Gilovich unos años antes en How we know what isn’t so, Sagan alertaba de los peligros de no emplear ningún tipo de filtro a la hora de dar por válidas creencias, historias para no dormir, o fenómenos de cualquier tipo. Los peligros para nuestra salud, para la naturaleza, los peligros para nuestras decisiones políticas, e incluso para nuestra estabilidad econonómica y mental si, llevados por un exceso de fe, terminamos siguiendo al gurú de turno hasta el desierto o hasta una finca en Guyana. Por desgracia, los peores presagios del creador de Cosmos se nos presentan ahora como la más triste cotidianeidad, en un mundo sobresaturado de información y en el que esa información nos llega desde los cuatro puntos cardinales sin ninguna clase de criba previa o control de calidad y la mayoría de las veces como meros vehículos para el ocio o el chismorreo. Este orden de cosas, conjugado con los «vicios» mentales que hemos desgranado en la primera parte del artículo —los que nos hacen creer lo que no es así—, parece estar devolviéndonos en parte a épocas en que superstición y ciencia eran, a ojos del pueblo y de sus practicantes, una misma cosa. Los alquimistas vuelven a ejercer de médicos, los consejeros espirituales y los videntes vuelven a hacer las veces de terapeutas, y las cosas son ciertas solo porque no se puede probar que no lo sean. Una suerte de perversión del latinajo in dubio pro reo: ante la duda, debe ser cierto.
La pseudociencia al poder
Pensemos en el caso de la pequeña Rhea Sullins, de siete años, hija del presidente de la Sociedad Americana de Higiene Natural. Su padre creía firmemente que ningún fármaco eran tan efectivo como una semana sin comer o una dieta a base zumos de frutas. Cuando Rhea cayó enferma de neumonía el señor. Sullins la mantuvo dieciocho días bebiendo solo agua y, después de esto, diecisiete más ingiriendo zumitos. Como certificaron los médicos, Rhea murió de un fallo multiorgánico propiciado por un estado de severa malnutrición. Agua, zumos… ¿Qué mal pueden hacer?
Afirmaba Sagan que «se abraza la pseudociencia en la misma proporción en que se comprende mal la ciencia real». Y de esto tienen buena culpa nuestros gobernantes, tan celosos de sus plasmas y sus másters bajados de internet como poco interesados en los controles civiles y la educación científica. Y cada vez que esto sucede, con cada una de estas renuncias «se produce otro pequeño tirón de la pseudociencia». Porque la pseudociencia es muy distinta de la ciencia errónea. La ciencia avanza con los errores y trata de eliminarlos uno a uno. Se llega continuamente a conclusiones falsas y callejones sin salida, pero esas conclusiones han sido formuladas, siempre, hipotéticamente, y las hipótesis se plantean de forma que puedan refutarse. Sin embargo, la pseudociencia es justo lo contrario. Sus hipótesis se expresan de manera que sean invulnerables a cualquier experimento que ofrezca una posibilidad de refutación, por lo que difícilmente puedan ser invalidadas. Los seguidores y los auspiciadores de las pseudociencias, por su parte, se muestran siempre cautos y a la defensiva. Se oponen al escrutinio escéptico. Cuando las hipótesis de los pseudocientíficos no consiguen convencer a los científicos se alegan conspiraciones para suprimirla.
Curo el ébola. Y el sida… El sida no existe
De conspiraciones es de lo que suele hablar, muy encendido, el paradigma español (o catalán) de la pseudociencia y la osadía, el horticultor leridano Josep Pamiés. Sirva él como cabeza de turco en esta exposición de los riesgos de exponerse demasiado y sin demasiadas precauciones a creencias dudosas. Porque este humilde agricultor que niega el sida, asegura poder curar el ébola y factura dos millones de euros al año no será el primero ni será el último de su estirpe, y probablemente no sea tampoco el más peligroso de todos, pero Pamiés y su Dulce Revolución están de moda. Una buena cartera de clientes/incondicionales, y un negocio en expansión a base de vender hierbas sanadoras y la Solución Mineral Milagrosa —el dióxido de cloro que todo lo cura—, le convierten, ¡ay!, en diana de todos los científicos vendidos a la Big Pharma y de los malvados periodistas que tienen la manía de exigir pruebas, datos, estudios. Contra los cuestionamientos, arrogancia. Contra las solicitudes de evidencias sólidas, la nada más absoluta. Y aun así su «revolución» avanza y los miembros de su rebaño hacen piña en torno a él con la lección conspiranoica bien aprendida.
¿Cómo es posible tanta suspensión de incredulidad? ¿Cómo puede ser que Pamiés convenza a miles de personas de que la medicina «oficial» no tiene ni idea y él sí? ¿O cómo puede el negocio homeopático facturar cientos de millones de euros al año despachando bolitas de azúcar? ¿En qué falla una sociedad cuando no logra transmitir algo tan sencillo como que en una dilución homeopática —seis veces, noventa y nueve disoluciones cada vez— hay tantas probabilidades de encontrar la molécula curativa de marras como de dar con una molécula de orina de Hitler en un cubo de agua de mar? Es cierto que la homeopatía da síntomas de estar en franco retroceso, aunque, posiblemente, para ser sustituida por la bioneuroemoción de Enric Corberá, la Estagiria o cualquier otra terapia beneficiosa para las cuentas corrientes de quienes las promueven, pero aun así, según un estudio de 2017 de la Fundanción Española para la Ciencia y la Tecnología, más del cincuenta por ciento de los adultos españoles creen en las propiedades de la homeopatía y casi el sesenta le tiene ley a la acupuntura. Paradójicamente, según ese mismo estudio, solo el veinticinco por ciento cree en los curanderos. Vamos avanzando.
¿Son molinos o son gigantes?
El despropósito tiene dos padres. El primero es el Estado, que, a diferencia de cómo fiscaliza los medicamentos al uso, que han de demostrar que hacen lo que dicen que hacen, solo exige de la homeopatía y similares que sus productos sean inocuos. Vended lo que queráis, pero no me vayáis a matar a nadie. No obstante, el concepto de inocuidad es delicado si lo aplicamos al campo de la salud. Recordemos la historia de la pequeña Rhea Sullin. Todo lo que su progenitor le dio para tratar la neumonía respondía a las exigencias «inocuas» que ahora hace el Ministerio, pero el problema de Rhea o de un enfermo de cáncer que renuncie a los tratamientos tradicionales para abrazar zumos y sales y dióxido de cloro no está en lo que toman sino en lo que dejan de tomar.
El otro padre de esta cadena de catastróficas pifias es, de nuevo, un error de cálculo; o la ignorancia de la que hablaba Sagan. La ignorancia que no se sabe ignorante, la peor de todas. «La mayoría de la gente», decía Gilovich, «no es consciente del poder curativo de nuestro propio cuerpo sin necesidad de que medien médicos, medicamentos o cirugía. El cincuenta por ciento de las enfermedades por las que la gente visita un centro de salud son «autolimitadas», es decir, se curan gracias a procesos que nuestro organismo pone en marcha de manera automática. De no ser así, las diferentes civilizaciones habrían desechado la búsqueda de tratamientos mucho antes de que se conocieran la antisepsis, la vacunación o los antibióticos. No habríamos llegado vivos hasta aquí sin llevar dentro una maquinaria capaz, la mayoría de las veces, de curarse a sí misma». Las hierbas de Pamiés, la homeopatía, o, por qué no, el Frenadol, aseguran estar curando algo de lo que el cuerpo, en condiciones inmunológicas normales, ya se está ocupando con eficacia y precisión. Pero hay que señalar que la gran diferencia entre el Paracetamol en sobre y las hierbas o la homeopatía son los estudios clínicos y los controles de calidad a los que se prestan uno y otras. La vil farmacopea oficial se somete a los férreos marcajes de Sanidad —les va en ello el negocio—; la medicina pseudocientífica a ninguno en absoluto. Y no deja de ser preocupante que millones de personas renuncien voluntariamente y de buena gana a dichos controles sobre los productos que se meten en el cuerpo serrano. Así, un día te levantas, enciendes la televisión, y Donald Trump es presidente de los Estados Unidos de América. Y visto lo visto, tiene todo el sentido.
Persiguiendo fantasmas
Si dejamos nuestro cáncer, o nuestro ébola, o nuestra fibromialgia en manos de los conocimientos de un agricultor —con todos nuestros respetos para los labriegos—, ¿por qué no vamos a creer en fantasmas, y en médiums, y en la imposición de manos? Hay tanta gente que afirma haber sido testigo de excepción de uno o varios fenómenos de la llamada «percepción extrasensorial», se les da tanta cancha en medios, películas y literatura que, por supuesto, hacemos nuestro el refrán «cuando el río suena, agua lleva». Es el tipo de «ciencia» que le gustaba al taxista desengañado por Carl Sagan. No sorprende, entonces, que Cuarto Milenio sea uno de los programas estrella de la parrilla generalista española, parrilla en la que no encontraremos —no en horas de gente decente, y salvo los «experimentos» de El hormiguero— nada parecido a un Íker Jiménez de la ciencia. Aquí la responsabilidad no recae sobre la oferta, que solo nutre una demanda, ni sobre el Estado, que no entra en asuntos del más allá, sino de una cuestión ya pormenorizada en la primera parte de este artículo: el deseo de creer.
Lo «paranormal» no generaría apenas audiencia si no apelara a creencias ya anidadas dentro de nosotros. Primero nos convencemos de que «debe de haber algo» entre las sombras, monstruos debajo de la cama o voyeurs verdes allí arriba en el cielo y después Íker y su equipo se encargan de nutrir esos cerebros ávidos de fenómenos inexplicables (e inexplicados). Y creemos en la telequinesis o en la telepatía o en las caras de Bélmez porque nuestra voluntad por hacerlo es poderosa. Y fácil de comprender. Para aquellos que creen en lo sobrenatural hay implicaciones, muy seductoras, que les ayudan a cargar con el peso de todas esas preguntas que el ser humano se lleva haciendo desde aquellas largas noches de invierno en cualquier cueva del sur de África. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Lo sobrenatural nos sugiere que podemos trascender, que la muerte no es el final, que nos reencontraremos con nuestros seres queridos o que llegarán hombrecillos de otra galaxia para mostrarnos el camino hacia la inmortalidad y la sabiduría, o para contarnos que no estamos solos. ¿Quién no querría esas certezas? La mayoría de nosotros estaríamos dispuestos a creer si las evidencias nos parecieran lo suficientemente plausibles. Porque lo cierto es que, por mucho que deseemos creer, si la realidad se interpone y nos obliga a desechar una idea solo alguien que vive fuera de esa realidad se seguirá aferrando al creacionismo o la negación del sida. Así que, ¿cómo llegamos a esas evidencias que nos parecen plausibles? Gilovich lo relacionaba con nuestro día a día, con las experiencias cotidianas y cómo una buena cantidad de testimonios, sucesos que creemos extraordinarios, y algunos bulos, pueden ayudarnos a aceptar que, efectivamente, el río lleva agua.
Jugamos a los dados, pensamos en un número y ese número sale, y entonces creemos que hemos podido ejercer algún tipo de influencia; telequinesis de mesa camilla, o adivinación. Soñamos con Paquito, nuestro compañero de pupitre del colegio, el bueno de Paquito, y al día siguiente nos lo encontramos al doblar una esquina. Tenemos el don de la premonición. Alguien muy cercano muere y al poco tiempo, al abrir un libro, cae al suelo una nota escrita por él y dirigida a nosotros. De alguna manera, desde el más allá, su espíritu nos ha guiado hasta encontrar lo que quería que encontráramos. Los muertos van a un lugar mejor y nosotros somos médiums. Pero, ¿qué tienen en común este tipo de fenómenos? Son coincidencias que presumimos tan increíbles que no podemos creer que se deban al mero azar. Aquí empiezan los problemas y las consultas a doscientos euros la hora con Octavio Aceves. Porque, teniendo en cuenta la cantidad de experiencias, encuentros, pensamientos, que componen una sola vida humana —cientos de miles, millones— lo increíble sería que nunca se produjeran ese tipo de coincidencias. En palabras del paleontólogo Stephen Jay Gould, «El tiempo hace que lo improbable termine siendo inevitable. Dadme un millón de años y conseguiré que la moneda caiga de cara cien veces seguidas». A menudo, o casi siempre, pasamos por alto lo que los estadísticos llaman la Ley de las Grandes Cifras. Alejando la lupa de nosotros mismos y de nuestras pequeñas vivencias, entenderemos que multitud de otros seres humanos están experimentando, quizá en el mismo segundo del mismo día, las mismas «coincidencias» que nosotros, y pensando, igual que nosotros, que todo se debe a capacidades durmientes de nuestro cerebo o a la intromisión de los «fantasmas de nuestros antepasados».
Elegimos no utilizar la cabeza
Damos validez a lo que puede ser refutado o explicado por la mera estadística y sin embargo desdeñamos o no nos molestamos en comprobar la infinidad de estudios que se han llevado a cabo para tratar de arrojar un poco de luz sobre el consenso generalizado de que lo sobrenatural flota en el ambiente y que hay quienes pueden controlarlo. Después de ciento cincuenta años de experimentos en universidades y laboratorios de todo el mundo, con una vasta bibliografía que los respalda, la conclusión es que, si bien no se puede afirmar categóricamente que no exista el alma o que no sea posible mover piedras con el poder la mente, ninguna evidencia ha sido puesta encima de la mesa y todos los que se decían poseedores de algún don especial en este sentido fueron desenmascarados o jamás se prestaron a experimento alguno. Experimentos, por otro lado, tan sencillos de llevar a cabo que hasta una niña de nueve años, Emily Rosa, diseñó uno para averiguar qué había de cierto en el «toque terapéutico», el reiki de hace veinticinco años:
Emily citó a un grupo de personas que aseguraban ser capaces de sentir el «campo energético» que, según dicen, a todos nos rodea, y los colocó uno a uno delante de una mesa. Los puso frente a una cartulina blanca con un hueco en la parte inferior para que pudieran extender los brazos con las palmas hacia arriba. Lo único que veía Emily del sujeto al que «la Fuerza» acompañaba eran sus manos, y lo único que el sujeto veía era una cartulina blanca. Repitió el mismo procedimiento una y otra vez, diez veces por cada sujeto: tiraba una moneda al aire y, dependiendo de si salía cara o cruz, colocaba una de sus manos encima de la del sujeto, sin tocarle. Acto seguido, la investigadora de nueve años preguntaba al maestro o a la maestra del «toque terapéutico» qué mano había colocado encima de la suya, si la derecha o la izquierda. Después de repetir el proceso con veintiún voluntarios y tras doscientos ochenta intentos por parte de estos, lo que el experimento arrojó fue que ni siquiera llegaban a acertar el cincuenta por ciento de las veces, una proporción ni mayor ni menor que la de cualquier persona sin poderes jedi.
Así fue como una cría de primaria desmontó las teorías que sostienen el boyante negocio del reiki y las «energías». Hoy, más de veinte años después, si buscamos Emily Rosa en Google obtendremos menos de sesenta mil resultados. Si buscamos «reiki», el Oracúlo de Brin y Page nos devolverá casi setenta millones de entradas. Tenemos lo que más buscamos. Es hora de dejar de culpar al Estado, a los recortes en educación de Rajoy y a las macroconspiraciones planetarias. Tampoco podemos culpar a los Pamiés, Corberá et al. Al fin y al cabo, estos individuos solo ven un nicho comercial y lo aprovechan, como cualquier otro mercader de productos que necesitamos poco o nada. Somos nosotros, consciente y voluntariamente, quienes elegimos no hacer uso del pensamiento crítico que posee hasta una niña de nueve años. Ahí nos las den todas.
¿Propósito de enmienda?
Todos tendemos a preferir los blancos o los negros a las tonalidades grises, y a todos nos seduce la idea de que lo que (nos) sucede es perfectamente controlable. Además, como ya hemos visto, la tendencia a detectar patrones y estructuras coherentes en eventos fruto del azar está tan arraigada dentro de nosotros que no podemos esperar eliminarla por completo. ¿Qué hacer, entonces, para no caer en la(s) trampa(s)? Hay que encontrar un equilibrio, hay que buscar la compensación. Debemos, sobre todo, mostrarnos reticentes a sacar (o a aceptar) conclusiones a partir de evidencias poco concluyentes o incompletas. En vez de dejarnos llevar por el entusiasmo ante lo que percibimos como prueba irrefutable conviene dar un paso atrás y preguntarnos, como hizo Emily Rosa, ¿qué pasaría si estas personas que afirman detectar las energías que emite el cuerpo humano no pudieran ver a quien tienen delante? ¿Los resultados serían los que ellos afirman que son?
Los creyentes, por ejemplo, llevan la cuenta de las veces que sus plegarias fueron atendidas, y concluyen que existe un Dios que les protege y les entiende. Los ateos, por su parte, no olvidan todas aquellas oraciones que nadie pareció escuchar. Pero todos llegan a sus conclusiones por el camino equivocado, o todos extraen conclusiones de evidencias poco representativas. Todos deben dar ese paso atrás y contabilizar tanto las plegarias atendidas como las que cayeron en el olvido, y también, o ante todo, todas aquellas esperanzas que se hicieron realidad sin que mediara plegaria alguna. Entonces tendrán los elementos de juicio necesarios para decidir si existe un Dios o si todo es fruto de la casualidad y la estadística. Si no nos dejamos llevar por la pereza —que es pecado capital, por cierto— en la mayoría de las ocasiones seremos capaces de reunir una buena cantidad de información. Pero hay que buscarla. En primera persona, si se puede. Tenemos que ser conscientes de que los testimonios que creemos de segunda mano —lo que nos cuenta nuestro mejor amigo, o nuestra pareja— pueden venir de mucho más lejos. Es fundamental cuestionar las fuentes, o preguntar por ellas.
Tanto Sagan como Gilovich, en sus respectivos epílogos, hablaban de la necesidad de estar entrenados en el método científico y de los riesgos de alejarnos demasiado de él. «Una mayor familiaridad con las herramientas (prácticas o teóricas) que la ciencia pone a nuestra disposición nos ayudará a desarrollar los hábitos mentales necesarios para detectar creencias dudosas y diferenciar entre lo que es una evidencia y lo que no lo es en absoluto», concluía Gilovich. Para Sagan, «los mecanismos de la pobreza, la ignorancia, la desesperanza y la baja autoestima se mezclan para crear una especie de máquina de fracaso perpetuo que va mermando los sueños de generación en generación. Todos soportamos el coste de mantener esa máquina en funcionamiento. El analfabetismo es su eje principal».
Menos talibanismo científico, Enrique. Ni tanto ni tan poco. La división cartesiana mente-cuerpo ha hecho un flaco favor a la ciencia médica. Soy muy pro-ciencia, ojo, pero creo que el futuro pasa por aceptar una perspectiva un poco más holística acerca de los innumerables males que padecemos. ¿Cómo cuestionas la acupuntura? Se está estudiando e impartiendo en las mejores universidades. ¿Y el efecto placebo, seguimos guardándolo en un cajón porque no lo entendemos, a pesar de su evidencia?
La acupuntura es una pseudociencia que no ha demostrado nada de lo que supuestamente pretende. Que se imparta en ¿las mejores universidades? implica lo mismo que el creacionismo se imparta en muchos colegios de EEUU: ninguna pátina de legitimidad. El efecto placebo es un hecho psicológico, fruto del arraigo en el subconsciente colectivo de creencias, supersticiones y supercherías, pero no tiene ningún efecto físico verificable ni demostrado. «Creer que algo es bueno porque me lo da el farmacéutico en lugar del panadero» tiene muy poco rigor, y como carta de presentación es bastante ridículo.
Enhorabuena al articulista.
Espero que lo segundo sea una broma, Dani, porque si no te has caído con todo el equipo. ¿»El efecto placebo es un hecho psicológico fruto del arraigo en el subconsciente de creencias, supersticiones y supercherías, pero no tiene ningún efecto físico verificable ni demostrado»? El efecto placebo está más que demostrado y cuantificado (Turner et al., 1994, JAMA), y es responsable por más de 1/3 de la efectividad de las intervenciones médicas y psicológicas. Hay investigaciones muy prometedoras sobre sus mecanismos neurobiológicos (Benedetti et al., 2005, Journal of Neuroscience), y su existencia está tan clara que se DEBE incluir en los ensayos clínicos aleatorizados (RCT) para demostrar la eficacia de todos los nuevos fármacos o terapias. No hay nada más triste que un dogmático que ni se ha leído su doctrina. Soy muy pro-ciencia también, pero extender la «lucha contra la pseudo-ciencia» a todo lo que no encaja en vuestro marco cultural es solo etnocentrismo: hay conocimiento válido más allá del método científico. Leer un poco de antropología os vendría bien.
Dile lo del efecto placebo a un enfermo de cáncer o de cualquier otra enfermedad grave. Un placebo es todo lo que parece ser un tratamiento médico real, pero en realidad no lo es. Los placebos más comunes son pastillas de azúcar, infusiones y cirugías, pero puede ser cualquier otro tratamiento ‘falso’. Lo que todos los placebos tienen en común es que no contienen una sustancia activa. Resumiendo, es dar pábulo y legitimidad científica a pseudoterapias como la homeopatía. Que «funcione» en determinados casos no revela nada concluyente, ya que opera meramente a nivel psicológico estimulando ciertas partes del cerebro para alterar la percepción que de la dolencia que se sufre se tiene.
No tengo nada en contra de ello o de la homeopatía, salvo que se subvencione y se recomiende por parte de organismo públicos. Cada cual es muy libre de creer en duendes, dioses o troles.
Creo que están discutiendo cosas diferentes. Un placebo es lo que tú dices, como pastillas de azúcar o «sana, sana, colita de rana». El efecto placebo es lo que se supone le ocurre a una persona por el hecho de seguir este falso tratamiento y que sería distinguible de no seguir ninguno. Saludos.
Tú eres experto en estupidez holística. Y del efecto placebo se ve que no tienes ni idea.
Aplíquense los dos artículos, léase el comentario y ….
Pablo, esos estudios que citas son muy válidos pero a día de hoy son estudios a medias. Hace varios años que se habla de psicosomatismos, del sistema nervioso entérico, de la función de las neuronas en corazón, estómago e intestino. Ayudaría mucho detallar el nexo entre emociones y síntomas, entre autosugestión y curación. Quedarse en «no sé cómo funciona el placebo, pero funciona» es una actitud anticientífica.
Una corrección sin importancia, cuando nombras el oráculo de Bezos haciendo referencia a Google, Jeff Bezos no creo Google, sino Amazon, por lo que lo correcto sería el oráculo de Brin y Page, que son los creadores de Google.
En la época del LGTBISMO y las 31 identidades sexuales me gustaría verle al amigo Sagan.
¿Tanto te molesta que la gente viva como le da gana?
La gente como tú parece que no tiene vida propia.