¿Os acordáis de cuando ser de Podemos estaba de moda? No hace tanto. Dos, tres años. Por aquel entonces, las casas de encuestas sabían que los votantes declarados morados eran más entusiastas que los del resto. De hecho, esa fue en parte la razón por la que predijeron un sorpasso que jamás se produjo. Iglesias ocupaba las teles, las radios, las redes, las portadas de periódicos, de revistas, de novedades editoriales. Con ello cumplió el que, probablemente, siempre había sido su verdadero sueño: más que llegar a ser presidente, era darle un vuelco a la hegemonía cultural.
O eso creía él.
Hace solo seis meses, Albert Rivera estaba probablemente convencido de que ahora dicha hegemonía era suya. Probablemente no se referiría a un término tan postmarxista, pero vendría a ser lo mismo. Ahora era su cara, su mensaje y su bandera la que estaba en todas partes. Era su nombre con el que los encuestadores tenían que andar con cuidado. Un nuevo patriotismo, un nacionalismo centrista que mezclaba camisas blancas, permisos de paternidad y el himno con letra de Marta Sánchez en su momento cumbre. Ya está, pensó Albert. El viento ha cambiado y sopla a mi favor. Aquí me quedo, con el favor de los españoles.
O eso creía él.
Tres semanas atrás nadie esperaba que el próximo en esta lista fuese Pedro Sánchez. Y ya ven: nos hemos pasado la semana celebrando a punta de memes que ha hecho un gobierno no ya paritario, sino con mujeres en clara mayoría. Con un astronauta (!), con Màxim Huerta (!!) y con el único juez en la historia de España que le ha dado nombre a un grupo de música punk. Con un discurso moderado, constructivo y europeísta, de ese progresismo con el que pueden identificarse tanto la izquierda despreocupada como el centro de mente abierta.
La hegemonía cultural es una cosa seria, grande y sólida para quienes creen en ella. Algo que no cuadra muy bien con esta centrifugadora simbólica en la que hemos estado metidos los últimos años. Hace doscientos años, a Engels le preocupaba bastante que la clase obrera no fuese capaz de librarse de la «falsa conciencia» que le impedía darse cuenta de que la explotación capitalista estaba detrás de su situación material. Lenin la llamaría después «ideología burguesa». Pero fue Antonio Gramsci quien le dio forma y entidad propia. A Gramsci le preocupaba la capacidad de la burguesía de mantener su posición de dominio a través de la reproducción masiva de sus propias ideas. Estamos en el primer tercio del siglo XX: el mundo crea y descubre al mismo tiempo el «hombre-masa». La cultura se difumina de una manera cada vez más rápida y homogénea. Esto, en principio, es una amenaza desde el punto de vista de los revolucionarios de la época: a quien controle los medios de producción le resultará más fácil implantar su perspectiva, convirtiéndola en estructural, compartida y no cuestionada. Es decir: convirtiéndola en hegemónica. Facilitando, gracias a ella, el consentimiento implícito de la clase obrera dominada.
Pero, claro, la aceleración de los procesos de construcción cultural también supone una oportunidad. Gramsci llega a referirse a la necesidad de que el ataque a los medios de producción venga precedido por una guerra de posiciones ideológicas: por un esfuerzo, en definitiva, contrahegemónico.
En ese negocio estuvieron metidos Pablo Iglesias y los suyos cuando a Podemos le iban mejor las cosas. Para ello surfearon una ola de indignación que venía de la crisis económica e institucional, así como de la falta de oportunidades para una generación entera de jóvenes. La dimensión generacional fue, de hecho, clave: los morados llegaban a pintar identidades políticas sobre un lienzo que quizás no estaba completamente en blanco, pero sí estaba ansioso de recibir colores nuevos. En la paleta de Iglesias para las nuevas generaciones estaba el feminismo, el ecologismo, la emigración, el plurinacionalismo. Todo ello dentro de una estructura tan simple como efectiva: el discurso antiestablishment. La personificación de la hegemonía en la casta, en los estafadores, en quienes le habían robado el futuro (que por supuesto habría sido opulento, feminista, verde y disfrutado en la tierra natal) se difundió tan rápidamente porque venía a crecer en terreno abonado. Se reflejaba en el enemigo perfecto (el PP, partido demográficamente viejo e ideológicamente conservador). También gracias a eso, a la facilidad del partido en el poder de generar animadversión entre los creadores culturales, podía ganar prescriptores en los medios. De hecho se volvió pronto evidente que Iglesias, Errejón, Bescansa estaban empleando las herramientas burguesas para establecer una guerra de posiciones que era Gramsci puro. Por eso encontrábamos a Pablo en todas partes. Ellos sabían que estaban ahí porque generaban simpatía (a nivel personal) y sobre todo audiencia (es decir, beneficios). Decidieron aprovecharlo.
Pero sucedieron dos cosas que pararon el avance simbólico. Por un lado, la ventana estructural se cerró más temprano que tarde: la crisis y la corrupción se agotaron como motores argumentativos. Por otro, y quizás de manera mucho más definitiva, sucedió que no había tantas falsas conciencias que despertar. Que la cantidad de individuos que estaban dispuestos a identificarse con, y a ponerse la camiseta de, Podemos era la que era: justamente, la mitad de la izquierda. La más joven, y también la más militante. Es decir, sencillamente duplicaron o triplicaron el perímetro de alcance de IU. Nada despreciable, es cierto. Pero muy lejos de un auténtico vuelco contrahegemónico que parecía ser el objetivo en un principio.
El conflicto catalán fue para Rivera lo mismo que para Iglesias la crisis económica: una oportunidad inigualable. Su aproximación a la conquista simbólica fue estratégicamente muy parecida: definición de un sujeto identitario común contrastado con un enemigo (el separatismo), rellenado con una paleta de colores más bien variada, en la que el rojo, el gualda y el naranja se mezclan con aspiraciones propias de la clase media y acomodada: vida tranquila, impuestos bajos, España en Europa, solidez financiera, meritocracia, ausencia de revoluciones de ningún tipo. Tampoco culturales, claro. Así que el asalto de Albert tenía la ventaja de ser más adaptable porque no aspiraba a transformar ninguna hegemonía. Ni siquiera a rellenarla de nuevos significados, al estilo de Errejón. Solo tenía que hacer suyos los códigos ya compartidos por una mayoría.
En eso Sánchez le ha ganado a su propio juego. ¿Qué hay de revolucionario en su mensaje, en sus nombramientos? ¿Qué hay de contracultural? Nada. Pero, ¿qué hay de conservador, de inmovilista? Desde el punto de vista del ciudadano medio, tampoco hay nada. Sánchez se está situando justo en la punta del progresismo mainstream. Hay, por ejemplo, una guerra cultural naciente abierta por quienes se resisten al avance de las mujeres en sociedad. Las cuotas y la discriminación positiva son un caballo de batalla de ese pequeño (y algo patético, hay que decirlo) renacer machista. ¿Qué hace Sánchez? Diseña un gobierno 60%-40% con mujeres en posiciones clave. Deja a otros sectores las (importantes) discusiones sobre en qué consiste el feminismo y la lucha contra el patriarcado. Su aproximación es nítida, comprensible, firme, pero no demasiado comprometida ni extrema.
Otra guerra cultural abierta es la batalla por la credibilidad de la ciencia. ¿Toma Sánchez una posición ambigua ante las ideas pseudocientíficas? No. ¿Pero se decide por un discurso frentista, que a veces ha resultado contraproducente a la hora de defender la importancia del escepticismo? Tampoco. En vez de eso, escoge a una ministra de Sanidad que ha puesto en marcha acciones claras contra la homeopatía sin cargar las tintas. Y a un astronauta (¡un astronauta!) que se dedicaba en Twitter a defender que la Tierra era redonda a la vez que mantenía un tono afable y divulgativo.
Sánchez parece interpretar que si la hegemonía está en algún lugar en una sociedad pluralista con las líneas que separan capital y trabajo significativamente difuminadas, no se encuentra en la capacidad de ningún extremo de desbordar el centro. De hecho, mi intuición es que Sánchez entiende que la hegemonía no está en ninguna parte. Gramsci era un pensador brillante, que veía un mundo en cambio desde el encierro al que le había condenado Benito Mussolini. Pero sus acólitos se han quedado anclados en la necesidad de mantener vivo un concepto que quizás no funciona demasiado bien en una sociedad mucho menos desigual, con acceso casi universal a un cacharro que produce y destroza información a una velocidad que ya supera con creces el ciclo de noticias de veinticuatro horas. Sánchez no tiene la esquiva, o más bien inexistente, hegemonía. Ni lo pretende. A él le basta con mantener el momentum cultural. Y, por ahora, es todo suyo. O eso cree él.
Los guapos hemos llegado para quedarnos.
Lo mismo digo.
Y ahora me voy, que tengo una cola de media docena de niñas esperando mis atenciones.
Genial artículo
La verdad es que el Sr. Sánchez nos ha sorprendido a todos. No había hecho nada desde que volvió a la cabeza del PSOE con el no es no. Hasta se nos había olvidado que Rajoy gobernaba en minoría. Y simplemente en una semana ha dado un vuelco en el tablero brutal. El Sr. Rivera se veía presidente utilizando los elementos contra los que estaba luchando (nacionalismo y populismo). Y el señor Iglesias vió una oportunidad única de sacar ventaja y popularidad con un lider débil como Sánchez. Hoy ambos han quedado en fuera de juego, y la sensación es que el Sr. Sánchez tiene la sarten por el mango, liberal en lo ecónomico (Bruselas, presupuestos firmados) y progresista en lo cultural/social) (refugiados, cultura…).
Como van a llevarle la contraria? La hegemonía cultural
Puede que el Sr. Sanchez haya sorprendido para bien en algunas cuestiones, pero no hay que olvidar que varios de sus ministros, empezando por la Vicepresidenta, son marca 100% del aparato del PSOE. Y que no ha conseguido la victoria por las urnas, lo que le daría un colchón bien amplio de aquí al futuro (Se lo dió a Rajoy, 2 años que han pasado como si fueran 2 telediarios, ¿Alguien se ha enterado).
Pero cabe recordar que ahora es él quien es Presidente y llegarán los malos momentos. Cuando el Tribunal Constitucional aplique la sentencia a los líderes del procés y se encienda la llama en Cataluña, cuando los vascos se decidan por la misma vía, cuando la economía flaquee y el paro vuelva a subir, cuando las mafias vean en España el lugar por donde fletar sus barcos de inmigrantes y como Italia se llegue a casi el millón de indocumentados (y lo que eso conllevaría), cuando salga la sentencia de los ERE en Andalucia, y un largo etcetera que cabe en los 2 años que le quedan de legislatura.
La economía podría ser su muerte, sobretodo si todo se derrumba después de derogar leyes como la reforma laboral, aunque no creo que sea tan tonto para pegarse un tiro en el pie.
La oposición va a ser feroz, y cuando digo feroz, es que cualquier tropiezo o noticia mala que ocurra se lo achacarán a él, y tal como vivimos este siglo XXI a golpe de clic expresando nuestra indignación, espero que soporte la presión, que va a ser inmensa.
Rajoy tuvo una estrategia contra esto, callarse y dejar pasar el tiempo. Le funcionó a las mil maravillas. Sinceramente, no preveo en el futuro presidentes que duren, este lo ha hecho 7 años. Y Pedro Sanchez abrió el precedente de la moción de censura, pues que se preparen, que a saber si termina 2020 sin que le presenten una.
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Joder, lo que me habia gustado el artículo y has tenido que venir tu a revolverme el estómago….
Podemos cuenta con una baza estupenda,son los animalistas y defensores de los animales que le apoyan y le van a apoyar todavia más y son millones
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