El tren de Dublín a Sandycove, donde se halla una de esas llamadas torres Martello erigidas en las costas de Irlanda y otros puntos del Imperio británico como defensa ante las invasiones napoleónicas, inmortalizada por Joyce en su Ulises y hoy convertida en museo del escritor, se va abriendo paso a duras penas entre el mar y las cortinas de helechos que cubren los terraplenes. Su traqueteo soñoliento transcurre acompasado por un mantra que los altavoces repiten machaconamente a la llegada a cada pequeña estación: mind the gap, mind the gap. Podría traducirse como «cuidado con el hueco»; claramente, se refiere al espacio muerto entre el bordillo del andén y el escalón de subida, que puede jugar una mala pasada al viajero más pendiente de sus bultos y maletas en el momento de subir a bordo que de dónde pone el pie.
Sin embargo, en esa atmósfera recogida del vagón (mañana luminosa de junio, el mar tras el cristal, y un traqueteo propio de otro tiempo, tan común en esos trenes decimonónicos que parecen tentar, cada vez, las costuras que les abren paso por parajes casi imposibles), quien esto escribe no puede evitar prestar más atención de la debida, sin duda, a tan inocente advertencia: «cuidado con el hueco». Un hueco que, tal como lo percibe, siempre ha estado y siempre estará ahí en sus variadas manifestaciones: entre las palabras y las cosas, entre lo vivido y lo rememorado, entre lo anticipadamente imaginado y lo experimentado. Un hueco que, en esta ocasión, se convierte en la metáfora de un breve viaje a la capital de Irlanda.
Escribía la viajera antes de subirse a ese tren: «Es curioso cómo, después de caminar por lo que primero has identificado en el plano, vuelves a ello de distinta manera, incluso aunque no lo hayas recorrido todo. Pero ya tienes suficientes referencias reales como para conocer las distancias y anticipar con mucha más precisión lo que podrías encontrar ahí. Para alguien con tan poco sentido de la orientación como yo, «leer» un mapa es como leer un texto de ficción: no es ininteligible ni mucho menos, pero la imaginación se forma una idea de las cosas que más tarde la realidad modula, perfila, a veces contradice por completo. Y está bien que así sea. Porque cuando después volvemos al plano, no nos sentimos defraudados por el espacio abierto entre lo que creíamos que sería y lo que es: no hay desilusión, sino mutuo enriquecimiento. Las calles pisadas en la realidad llevan desde el primer momento la impronta de lo imaginado, por incongruente que sea la asociación. Y en ese momento, volver al plano es regresar a un texto mucho más claro, pero que no ha perdido del todo su naturaleza ficticia».
Desde este punto de vista, las ciudades aún no distorsionadas del todo por las invasiones del turismo masivo (afortunadamente, Dublín no lo está, salvo en hitos muy concretos), cumplen con creces su función de punto de encuentro entre el lugar imaginado y el real. Con indiferencia de que su urbanismo sea más o menos armonioso, y sobre todo si se pasea por ellas en soledad, es posible apurar lo que Octavio Paz (compañero de viaje con su Mono gramático en esta ocasión) llamaba la diafanidad: «Un estar indiferente más allá de la hermosura y la fealdad, sentido y sinsentido». Un estar que incorpora sin estridencia lo que anticipábamos y lo que pisamos, así como, por supuesto, toda referencia anterior en forma de novelas, películas o datos históricos. Referencias que, lo mismo que el plano, y por mucho realismo que pretendan contener, constituyen el equipaje pre y postfigurado de nuestra experiencia.
Pero hay más, mucho más implícito en este asunto, piensa quien va en ese tren, recordando su paseo del día anterior por las orillas del Liffey (otro hueco, tanto en el plano como en la realidad, que divide a la ciudad en dos). Por diversas razones, pero sobre todo por propia voluntad, esta viajera cada vez lo es menos. Así que cuando por fin se decide a emprender viaje, este todavía guarda intacto el aire de sorpresa que se convierte en rutina para aquellos que cada semana circulan por un aeropuerto distinto, que en el fondo siempre es el mismo. Sea por eso, o simplemente por el hecho de «ir teniendo una edad», el caso es que cada vez le cuesta más consignar en su cuaderno las emociones del día (y en este viaje las ha habido, y muchas) mientras aún están calientes, como barras de pan recién compradas que apenas podemos tocar a través del papel, de camino a casa, aun teniendo unas ganas locas de arrancar el currusco y metérnoslo en la boca. Días después, cuando ya le es posible acercarse a lo vivido sin esa premura del presente, lo vivido ya es distinto de lo rememorado (precisamente porque ya no es, sino que fue); y en medio se ha creado, cómo no, un hueco: la conciencia de una vivencia que permite que esta no se nos escape pero que, a la vez, la convierte en otra. Por eso mismo, el viaje no habitual nos transforma temporalmente en los niños que éramos cuando nos hallábamos en el centro del acontecer sin ser conscientes de ello. Por eso mismo, cuando el viaje no habitual termina, y a pesar de (o gracias a) el hueco generado, su recuerdo nos sabe a pan aún caliente.
De modo similar a como el hueco entre el ayer recordado y el hoy desde el que recordamos es a la vez separación y reunión, escribe Paz sobre el lenguaje que este es «la consecuencia (o la causa) de nuestro destierro del universo, significa la distancia entre las cosas y nosotros. También es nuestro recurso contra esa distancia. Si cesase el exilio, cesaría el lenguaje». La distancia entre la realidad y el precario uso que hacemos del signo lingüístico para nombrarla se desdobla en múltiples capas cuando pisamos un espacio en el que hablan otras lenguas. Por un lado, el hecho de saber inglés crea en la viajera la «ficción» de poder salvar ese hueco, de entender y hacerse entender. Por otro, el bilingüismo patente en la cartelería del lugar (inglés e irlandés) le recuerda lo cerca que está, como siempre ha estado, del «exilio».
Quizá por eso las sirenas que con más ahínco la han perseguido en este viaje la llevaron hasta la orilla del Centro de Traducción Literaria del Trinity College, un bello edificio georgiano de tres plantas sito en la calle Fenian de elocuente nombre, donde conviven a su vez tres organismos: la Escuela de Lenguas, Literaturas y Estudios Culturales del Trinity College Dublin, la editorial especializada en traducción Dalkey Archive Press y el centro para la promoción de las lenguas autóctonas Literature Ireland. Sus entusiastas y amabilísimos responsables (James, Eithne, Sinéad, Katrin) le enseñaron el lugar y, entre otros regalos, le obsequiaron con un cuadernillo que contiene la traducción a veintiuna lenguas, las de los integrantes del máster en traducción literaria que ofrece el centro, del poema del siglo VII escrito en irlandés antiguo «Pangur Bán».
Al leer la versión española del poema sobrecoge comprobar cómo el hueco entre el mundo del siglo VII y el nuestro se empequeñece: Pangur Bán es un gato, y su dueño, un monje trabajando en sus manuscritos, describe en paralelo y en el mismo orden de importancia la labor de ambos: uno persigue a los ratones, el otro persigue el conocimiento. Pero es que, a su vez, leyendo las versiones del poema en las diferentes lenguas que la viajera puede llegar a comprender (español, inglés, portugués, catalán, italiano, alemán, francés), e imaginando el contenido de aquellas que no entiende (turco, holandés, estonio, sueco, checo, gáelico escocés, danés, húngaro, finés, rumano, lituano, polaco, noruego y ruso), sobrecogen aún más todavía las diferentes opciones de cada traductor y las posibilidades ofrecidas por cada lengua para un poema que, en cada ocasión, es el mismo y distinto. Esta vez, atender a ese «mind de gap» que se comprime y expande a capricho y sin previo aviso conlleva el serio peligro de marearse y desmayarse allí mismo, en el andén de las palabras.
Mas no termina aquí todo. Tomando parte en unas jornadas de literatura infantil, la viajera tuvo la oportunidad de entrar, junto con el resto de asistentes, en una sala aneja a la célebre biblioteca del Trinity College y tener entre las manos (con mucho cuidado, en torno a una larga mesa y sobre atriles de gomaespuma) primeras ediciones, en inglés y en gaélico, de libros como Alicia en el País de las Maravillas. Ediciones que contradicen esa imagen ya icónica de la Alicia de Disney y que nos la devuelven, por ejemplo en un libro de los años veinte, con un peinado à la mode. Para no ser excesivamente bibliófila ni mitómana, la viajera se encontró de nuevo atrapada en el vértigo del hueco, cayendo como la propia Alicia por ese túnel indefinible del espacio/tiempo que, siempre que salimos de nuestro entorno habitual, hace de las suyas. Sin duda, los traviesos duendes irlandeses, los leprechauns, todavía pululan por ahí, más allá de las omnipresentes tiendas de recuerdos en las que los venden, tan inofensivos, en forma de lápices, llaveros o abridores.
Pero es que hay más, más abismos aún: otro día la viajera decidió visitar la biblioteca de nuevo por su cuenta, a la hora de abrir para no toparse con colas y aglomeraciones, y visitar la exposición del famoso Libro de Kells, orgullo de la historia de los manuscritos iluminados medievales. En este caso concreto la oscilación del inevitable hueco no pertenece a la historia principal de este libro y otros manuscritos similares (los Evangelios y el cristianismo celta) sino a sus aledaños, felizmente anticipados en el descubrimiento del poema «Pangur Bán». En el mismo tono que el de este monje que, por unos instantes u horas, aparta de sí la solemne tarea de transcribir la palabra divina para hablar de lo cotidiano; y haciéndolo en un tono tan casual y tan cercano que, de un plumazo, la distancia entre él y nosotros se desvanece por completo, la exposición contiene tres poemas más, localizados entre los siglos IX y XI en distintos monasterios europeos. En uno de ellos el amanuense deja de «escribir» para reparar en la belleza circundante: «Una fila de árboles me rodea / canta un mirlo con toda dulzura / sobre mi libro bien dispuesto / cantan las aves a lo lejos…»; otro consigna la dura tarea del copista desde el punto de vista físico: «Mi mano está agotada de escribir / mi cálamo afilado ya no se sostiene / de mi pluma de fina punta sale / un borrón azul oscuro de brillante tinta…»; y un tercero es capaz de ponerse en el lugar del cordero que se ha sacrificado para fabricar el «vellum», el pergamino sobre el que el poema mismo se escribe: «Uno de mis enemigos acabó con mi vida, / se bebió mi savia vital, después me empapó, / cubierto de agua… / Me puso a secar al sol, donde pronto perdí / todo el pelaje. Y luego el duro / filo del cuchillo me cortó…».
Leyendo estos poemas, y sin nada que le pusiera en guardia, la viajera sintió que se borraban los siglos, las distancias, el tiempo y el espacio. Esa voz prestada al cordero, que es la del poeta antes que del copista; esa queja de la mano cansada, ese deleite del paisaje que distrae de la tarea, ese gato que le recuerda al estudioso la equivalencia de todos los seres… Ese escribir fuera de programa que es la poesía, ¡ese es el quid de la cuestión! Ahí se produce uno de los rarísimos momentos en los que el hueco es salvado y su ambivalencia deja de sentirse tan agudamente. De nuevo Paz: «La poesía (…) es un lenguaje vuelto sobre sí mismo y que se devora y anula para que aparezca lo otro, lo sin medida, el basamento vertiginoso, el fundamento abisal de la medida. El reverso del lenguaje».
El tren llega por fin a Sandycove y la viajera escucha, por última vez, la consabida instrucción: «mind the gap». Bajará y llegará hasta la torre Martello, donde dos simpáticas guías, Kay y Catherine, le sugerirán que al terminar la visita camine hasta la villa normanda de Dalkey (sí, el nombre de la editorial que trabaja con el centro de traducción literaria, y sede también de un importante festival literario), y que allí vuelva a coger el tren hasta la hermosa playa y los acantilados de Bray. Desde luego el día, cálido y soleado, invita a ello. Ha sido el suyo un viaje dentro del viaje, un desplazamiento mental además de espacial. Geografía, recuerdo, lenguaje, tiempo y lugar… señores viajeros: cuidado con el hueco siempre, el hueco.
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Esta idea, sobre la que yo había pensado sin mucha precisión, adquirió claridad gracias a la profesora Jane Carroll, directora del seminario de dos días sobre literatura infantil al que asistí durante mi estancia (véase su libro Landscape in Children’s Literatre, de 2012).