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La más larga y la más dura

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Fotografía: Volvo Ocean Race.

Quien piense que esta regata a vela es un despliegue de testosterona para millonarios, que pare el carro. En la maratón marina más larga y dura que pueda imaginarse algunas de sus tripulaciones están compuestas de mujeres, otras de hombres, y también las hay mixtas. Su dureza reduce a las personas a su valía y resistencia, sin que importe su sexo ni su dinero. Algunos mueren, se pierden en el mar sin que vuelva a saberse de ellos. Ha vuelto a suceder este año, con el británico John Fisher, que cumplía por primera vez el sueño de su vida: participar. Los más afortunados, los vencedores, no reciben premio en metálico, solo su nombre grabado en uno de los anillos de plata del trofeo. Eso, y saberse a la altura de los grandes, aquellos que culminan hazañas gracias a su viva inteligencia y una resistencia que parece estar fuera del límite humano. Porque eso es lo que exige la Volvo Ocean Race.

Borren también de su cabeza a los grandes deportistas con preparación excepcional, o a los lobos marinos expertos en la mar océana. Aquí llegar a la meta es una mezcla entre el liderazgo y la labor de equipo, por eso las fotos de sus leyendas están tantas veces lejos del prototipo del navegante o de la estrella de Hollywood. Miren si no la figura de Ramón Carlín, un mexicano cincuentón, más que entrado en carnes, y con gruesas gafas de miope. Vino a competir con su señora, un cocinero y el frigorífico repleto de latas de caviar ruso. Se había hartado de hacerse millonario vendiendo lavadoras, pero no buscaba tanto la gloria como impedir que su hijo Enrique se casara con su novia, menor de edad. Lo llevó también, hasta completar una tripulación mediocre en un barco decente. La prensa inglesa se hartó de caricaturizarlos como mariachis borrachos que pasaban las etapas bebiendo tequila.

La cosa no pintaba nada bien para ellos. Y se puso aún peor cuando una ola de doce metros volcó la embarcación, enviando a todos sus tripulantes al agua. Solo gracias a estar atados con arneses pudieron regresar a bordo. No mucho más tarde enfrentarían vientos de sesenta nudos, esos que transmiten la sensación, cuando estás en cubierta, de estar en mitad de un huracán, y no te permiten oír al compañero. Por algo los llaman «los cuarenta rugientes, los cincuenta furiosos y los sesenta aulladores», y son célebres en el arrecife del Cabo de Buena Esperanza. Allí, en el sitio óptimo para naufragar o rendirse, Carlín decidió variar su ruta. Lo hizo por pura intuición, inaugurando la que es una de las habilidades más valoradas en esta regata. La iniciativa personal y el instinto. Y venció. Un aficionado que hasta entonces solo había navegado en embarcaciones de recreo por las plácidas costas del mar Caribe. Al celebrar la victoria en el puerto de meta, se caló un gran sombrero negro de mariachi, en claro homenaje a sus detractores.

Fotografía: Volvo Ocean Race.

Frente a otras regatas es su condición de verdadera aventura lo que hace tan atractiva a la Volvo Ocean Race. Para muchos participantes la victoria no importa tanto como el hecho de haber completado una vuelta al mundo en un barquichuelo, enfrentando temporales y jornadas agotadoras. No de otro modo podemos imaginar qué hacía allí Simon Le Bon, el vocalista de Duran Duran en 1985. Seguramente dejarse llevar por una idea muy poética, la del mar y el viento, la misma de su canción «Grey Lady of the Sea». «Sopla, señora gris, trae tus barcos de vuelta». Una estrella del rock en un velero solo puede acabar en tragedia u orgía. Y fue tragedia, o estuvo a punto de serlo, porque el barco en que competían, el Drum, tenía un fallo de diseño. En mitad del océano la quilla se desprendió del casco, haciéndolos volcar. Los seis tripulantes quedaron atrapados debajo, en una burbuja de aire mezclada con los vapores de diésel y los de ácido procedente de las baterías. Fueron cuarenta minutos de angustiosa espera hasta escuchar un helicóptero de rescate. A los que siguió un buceo a pulmón libre para rebasar el casco volcado y salir a la superficie. Le Bon estuvo a punto de ahogarse, especialmente cuando en el ascenso una trabilla de su pantalón quedó atrapada. Luego sería el único miembro de la tripulación que aparecía en las fotos del rescate sin pantalones. Las malas lenguas seguirán pensando que fue orgía.

Le Bon no estaba bien preparado, pero tampoco Carlín y venció. Aunque sería un error dejarse llevar por la emoción de creer que esto lo gana cualquiera que ponga empeño. El vencedor de la segunda convocatoria, un holandés llamado Conny van Rietschoten, era todo lo contrario al mexicano. Navegaba desde los tres años, era metódico, abordó la regata como si de un proyecto empresarial se tratase, e impuso una cadena de mando y una disciplina militares. Ganó, y le gustó tanto que volvió a presentarse. Pero en esa ocasión, y en la misma zona en que Carlín enfrentó los vientos rugientes, aulladores y furiosos, le dio un infarto. No es lo mejor quedarse inconsciente con olas que superan los treinta metros y las aguas embravecidas funcionando como una batidora. Recuperado de su desvanecimiento, reunió a su tripulación. Y les dijo que al primero que se fuera de la lengua lo abandonaría en el siguiente puerto. Nadie iba a saber de su enfermedad antes de llegar a meta. Si moría, debían tirar su cuerpo por la borda, y completar la regata. Aún iban en cabeza y si su directo perseguidor se enteraba de esta debilidad suya redoblaría los esfuerzos. Así pensaba Conny, que para demérito de la épica no era un loco ni se había dejado llevar por su pasión. Calibró la situación, simplemente. La tierra más cercana estaba a diez días, y superadas las 24-36 horas críticas de un infarto no hay mucho que puedan hacer en un hospital por el enfermo.

Y es que si algo te enseña la Volvo Ocean Race es que el mar te permite llorar en la calma y sobrevivir solo si tienes templanza en las tormentas. Lo saben bien sus veteranos, y todos los que aspiran a librarla. Para quienes han estado en ella, queda siempre presente algo que tendemos a olvidar. El 90% de nuestro planeta es agua, no continente. Algo dolorosamente vívido en el Punto Nemo, la coordenada geográfica más alejada de tierra firme, 2400 kilómetros, donde por esa razón las agencias espaciales dejan caer sus satélites sin uso. Si en general en la regata dependes de ti mismo, aquí aún más, pues solo podrán auxiliarte los otros barcos que compiten, o un pesquero de la zona, si lo hay. Precisamente la dolorosa muerte este año de John Fisher, al que aludíamos al principio, ocurrió dos días después de haberlo rebasado.

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Fotografía: Volvo Ocean Race.

Las condiciones del Punto Nemo, como de tantos otros lugares por los que pasa la regata, requieren para completar esta una mezcla de fortaleza física y mental. Por eso las mujeres que reúnen esas características también han dejado su impronta en la competición. Como Tracy Edwards, que a sus veintitrés años no tenía tripulación, ni patrocinador, ni velero. Ni dinero tampoco. Presentaba como único currículo haber sido cocinera en un barco, y trescientas empresas rechazaron patrocinarla. Cuando al fin logró participar lo hizo con una tripulación exclusivamente femenina. Para colmo, su velero se llamaba Maiden, en inglés ‘doncella’ y, en su segunda acepción, ‘virgen’. Lo que le faltaba al resto de sus competidores, todos masculinos, para redoblar el cachondeo generalizado que se traían con ellas. Doce débiles mujeres no serían capaces de resistir las duras etapas de la Ocean Race. No solo la terminaron. Vencieron en dos de sus etapas. Edwards fue nombrada Navegante del Año. Y, además de esas victorias, logró que nunca volviera a cuestionarse si las mujeres podían disputar o no este trofeo. Cosa que hacen actualmente, en tripulaciones femeninas o mixtas.

Siguiendo su estela, fue Clare Francis la primera en comandar un barco en esta prueba. Estudiante de ballet y licenciada en Económicas, trabajaba en marketing hasta que decidió cruzar el Atlántico en solitario. Las largas horas pasadas consigo misma la convertirían en escritora. O al menos la impulsaron a escribir sus tres primeros libros de éxito sobre sus experiencias en el mar. Su trayectoria como navegante y como autora nacieron casi al mismo tiempo, y ella se mantuvo en la primera, con importantes éxitos, durante cinco años. Le puso fin después de capitanear en la Volvo una tripulación mixta de once miembros, dos de ellos mujeres. Y consiguiendo ser quinta en un ranking de quince embarcaciones. Después abandonó el mar para adentrarse en la escritura de novelas negras, que la han convertido en una autora de best sellers de fama internacional.

Exponer la vida, jugarse la salud y los ahorros, abandonarlo todo en pos de la mera gloria. Parece la típica decisión adolescente que unos padres siempre reprobarían. El fruto de una crisis de los cuarenta mal digerida. O la inmadurez de aquellos que nunca desearon sentar la cabeza. Especialmente si son millonarios. Todo eso se da, desde luego, pero en general el vencedor de una de estas regatas suele ser alguien que lleva su estilo de vida a todos los ámbitos de su existencia, y al que la propia competición cambia profundamente. Ese fue el caso de sir Peter Blake, nacido Peter a secas, hijo de una familia modesta, y aún llamado en su tierra natal «el héroe kiwi». Un apodo cariñoso para los nacidos en Nueva Zelanda. Con veinticinco años acumulaba numerosas victorias en los campeonatos juveniles de regatistas. Momento en que decidió vender su velero para recorrer mundo. Hasta acabar tomando parte por primera vez en la Ocean Race, como tripulante, en el barco peor preparado del mundo, el Burton Cutter. El asiento para el timonel era una caja de cartón convertida en pulpa por las olas el primer día. Las provisiones iban envueltas en una red de tenis, colgada en la sentina, y acabaron remojadas en el agua de los inodoros, evacuada hacia dentro por un error de diseño. Hacia el final tuvieron que apuntalar el casco con listones y sobrevivieron de milagro, algo que Blake se tomó con deportividad, definiéndolo como un necesario aprendizaje para el regatista. A partir de entonces fue un obseso de la planificación y el detalle, y compitió tres veces a lo largo de dieciséis años hasta vencer. Luego sumaría otros dos grandes triunfos, en la Copa América y en el trofeo Julio Verne. En este último logró dar la vuelta al mundo sin paradas en solo setenta y cuatro días, y a bordo de un frágil catamarán impulsado solo a vela. En el mar no había trofeos mayores que conseguir. Entonces Blake lo dejó todo para crear conciencia en todos nosotros sobre la importancia de cuidar el mundo en que vivimos, partiendo a una exploración del Amazonas y el Río Negro para las Naciones Unidas, a fin de comprobar los efectos de la contaminación y del cambio climático. Allí su barco fue asaltado por piratas y él abatido a tiros por la espalda. No sin antes haber defendido a su tripulación empuñando un rifle, pues eso caracterizó su vida, además de la pasión: la total entrega a quienes se ponían bajo su mando. Es el carácter que suelen desarrollar, dicen, quienes participan en esta regata.

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Fotografía: Volvo Ocean Race.

No por casualidad una cita del propio Peter Blake sirve para caracterizar al más singular de los participantes, uno que no consiguió ganar nunca esta regata. «La odiarás, despreciarás la idea de estar involucrado en ella. Pero cuando llegues a la meta sabrás por qué; porque no hay nada como esta regata. Se te mete en la sangre y no puedes deshacerte de ella». Muy adentro debía tenerla el francés Eric Tabarly, un piloto naval militar que tuvo la desfachatez de decirle al general De Gaulle que no podía ir a recoger la Legión de Honor que le habían concedido. Es que había marea baja a la hora de la celebración, y él tenía que limpiar el caso de su barco. Además de esa pequeña boutade, ganó todas las regatas importantes, y compitió cuatro veces en esta. La última con nada menos que sesenta y dos años cumplidos. Su muerte, barrido por una ola mientras navegaba, fue una tragedia nacional en Francia, que reconocía en su compatriota esa grandeur que tanto identifican con su país.

Lo mucho que ha cambiado la maratón marina desde su edición inaugural de 1973-74 lo demuestra uno de sus vencedores, Skip Novak. La primera vez que participó fue reclutado tras invitar a unas cervezas al capitán, y para su desgracia, o fortuna, fue embarcado con la estrella de rock Simon Le Bon, naufragando con todos los demás. La navegación de aquellos días, en sus palabras, consistía en «guiarse por las estrellas y pasar el noventa por ciento del tiempo tratando de averiguar dónde demonios estabas».  Lo dice un marino hoy conocido por recorrer las rutas de los grandes exploradores, especialmente las polares, año tras año. Dirige una empresa que conduce expediciones «de aventura» a demanda para personas o grupos, asegurando que disfrutarán a bordo de todos los lujos. Sus barcos cuentan, naturalmente, con los equipos de navegación más avanzados. Y así ocurre también en los barcos de la Volvo actualmente. ¿Queda algo del espíritu arriesgado y aventurero que podía dar la victoria a personas con poca preparación técnica, como Ramón Carlín? ¿O es cuestión de técnica?

Quien mejor puede responder a esa pregunta es el hoy considerado mejor navegante del mundo, el regatista español nacido en Barcelona Joan Vila. Comenzó a participar en la Volvo cuando era una aventura personal, y ahora admite que se ha convertido en una regata de competición profesional. Quienes han navegado con él reconocen su genialidad en la interpretación de los datos. En las fotos se le suele ver mirando tanto al horizonte como a su tableta, de la que levanta la vista para dar órdenes que a veces parecen meras locuras, pero que acaban siendo los grandes aciertos que conducen a la victoria. Como cuando atinó con el momento y lugar exacto en que arrancaba la corriente del Golfo de México y, aprovechando su impulso, batió el récord de distancia en veinticuatro horas. O cuando, formando parte de la tripulación, ayudó a lograr la mejor marca en el Trofeo Julio Verne, dando la vuelta al globo a vela en 45 días, 13 horas, 42 minutos y 53 segundos. Un gran táctico y mejor estratega. ¿Hay aventura en eso? Bueno, solo si uno está dispuesto a dormir poco, pasar frío, estar siempre mojado, realizar exigentes trabajos físicos, y ayudar como el que más. Y ser tan duro como Joan Vila, que cuando no tiene tiempo de prepararse un café se echa el polvo molido a la boca, lo masca, bebe un poco de agua, y tira millas.

Y sí, la conclusión sigue siendo que en esta regata se trata de saber quién la tiene más larga y más dura. Pero no eso a lo que obscenamente nos referimos a veces, sino la templanza, la inteligencia y la entrega. Cualidades que pueden pertenecer lo mismo a un señor obseso, a un deportista, a una mujer, a alguien muy joven o a otro a punto de jubilarse. Y que demuestran además las cosas de que somos capaces como humanos cuando nos lo proponemos. O cuando las circunstancias así nos lo exigen. Esos dos componentes fundamentales para dar lo mejor de nosotros mismos que se cumplen en las características de la Volvo Ocean Race, y que siguen atrayendo nuevos participantes año tras año.

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Fotografía: Volvo Ocean Race.

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Un comentario

  1. Símplemente fantástico

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