—Tampoco nos perdemos nada —intervino Graham—. No he visto nunca una buena pelea en el cine, excepto en las noticias del principio. Siempre lo suavizan todo.
—¡Yo vi una película en la que un tipo se estaba entrenando en un gimnasio el día del combate! —exclamó Cohen con los ojos abiertos como platos por la incredulidad—. ¿Qué clase de manáger tenía?
(…)
—Yo vi una —dijo Graham— en la que a los dos tipos les estaban vendando las manos antes de ponerse los guantes, ¿y quién se encargaba? ¡El médico de la comisión!
—¡Y la de veces que tienen que caer al suelo al principio los protagonistas! —siguió Cohen—. Tienen que reventarlos vivos o no pueden ganar. El mejor consejo para saber a quién apostar en una película de boxeo es hacerlo al que pierde los primeros catorce asaltos.
—Se recupera milagrosamente —siguió Graham—. Se le renuevan las fuerzas. Pero lo mejor que he visto en la televisión fue el invierno pasado: el hombre va a defender el título mundial la noche siguiente y le dice a su mujer que está harto de todo.
—¿Está con su mujer la noche anterior al campeonato? ¡¿Con su mujer?!
En el reino de lo físico es imposible viajar al pasado. Nuestro único deambular por el tiempo sigue el camino inverso, pues el mero acto de vivir nos arrastra con lentitud hacia un futuro siempre inminente. Del pasado reciente, el que nosotros mismos protagonizamos, nos quedan los propios, pero de los tiempos en que no todavía no existíamos quedan los recuerdos y las obras de extraños. De la capacidad de esos extraños para condensar en palabras lo que vivieron depende el vigor y la ilusión de autenticidad de la visita imaginaria que, como lectores, hacemos a lugares y momentos que nunca pudimos conocer. Los datos, los nombres y los números de épocas antiguas podemos consultarlos en los manuales; las grandes crónicas cumplen otra función, la de persuadir a nuestro cerebro de que, cuando nos sumergimos en sus páginas, viajamos de verdad a esos otros lugares y otras eras.
Un viaje, vívido y envolvente, es lo que ofrece La dulce ciencia. Por economía de lenguaje podría decirse que es un «libro sobre boxeo», porque lo es, pero tal calificación no le haría justicia del todo. Es un gran libro para cualquier lector que ame la letra impresa, y un gran libro cuyo tema central resulta ser el boxeo. Para que nos hagamos una idea, la revista Time lo incluyó en su selección de los mejores libros de no ficción de todos los tiempos; hace unos quince años, Sports Illustrated lo designó como el mejor libro de temática deportiva.
El particular prestigio de esta obra dentro del mundillo periodístico es comprensible. La dulce ciencia es una recopilación de artículos que A. J. Liebling, publicó en la revista The New Yorker, a la que estuvo vinculado desde los años treinta hasta su muerte acaecida por una bronquitis en 1963, cuando tenía cincuenta y nueve años. Mucho antes de que alguien acuñara la expresión «nuevo periodismo», Liebling ya narraba las cosas desde un punto de vista personal, con un impresionismo alegre y desenfadado que inspira en el lector un poderoso sentimiento de inmersión en sus historias. El escritor David Remnick, ganador del permio Pulitzer y devoto admirador, resumió su obra con una certera sentencia: «Era incapaz de caer en el cliché».
Liebling tenía un amplio historial periodístico y era capaz de escribir con idéntica soltura sobre cualquier cosa y en cualquier circunstancia. Redactó crónicas desde varios escenarios de la Segunda Guerra Mundial. También escribió sobre política y periodismo; escribió sobre ciudades; escribió sobre carreras de caballos; escribió sobre comida. Y escribió sobre su gran pasión, el boxeo, del que era ávido espectador, buen entendido y un antiguo practicante. En todos esos asuntos, incluso en la narración bélica, huyó de la solemnidad y el melodrama innecesarios, pero sin deslizarse en el pantanoso terreno de la parodia. Era siempre sarcástico, pero hacía lo que se supone que un reportero debe hacer: contar las cosas como las había visto. Cuando surgió el mencionado nuevo periodismo como corriente visible, Liebling ya había muerto y sus trabajos circunvolaban el olvido, injusticia reparada por una nueva generación de reporteros que lo consideraron un modelo a seguir y un listón con el que medirse. Quizá su nombre resuena menos en la memoria colectiva que los de Truman Capote o Hunter S. Thompson porque no cultivaba la novela. Supongo que a él mismo, carente de pretenciosidad y desdeñoso de todo lo solemne, le hubiese importado poco. Bon vivant, amante de la buena mesa y retratista de lo pedestre, escribía como vivía: al día. Narraba tan bien que se permitía el lujo de insuflar una traviesa ligereza en su estilo, lo cual era quizá un reflejo de su actitud ante la vida. Incluso le hubiese divertido saber que la fecha de su muerte, un 28 de diciembre, es el mismo día en el que los españoles celebramos el día de las inocentadas. Esta clase de casualidades y datos triviales despertaban su entusiasmo como solo lo pueden despertar en un historiador. Que es lo que, en el fondo, era.
Las crónicas pugilísticas de Liebling iban mucho más allá de la mera disección del combate en cuestión. Que la hacía, y la hacía muy bien, porque era un gran entendido. Como tal era respetado en los círculos de ese deporte; se lo recibía en gimnasios, entrenamientos, oficinas y vestuarios de campeones mundiales, como a alguien ante quien se abría la puerta por derecho. De esta cercanía con campeones hoy legendarios nos llegan pinceladas inesperadas y sorprendentes. Pero Liebling no limitaba ese detallismo a los deportistas, ni siquiera al entorno pugilístico como tal. Sus artículos son como pequeñas películas costumbristas que contienen anécdotas, descripciones pintorescas de personajes y lugares, alusiones históricas imprevistas, comentarios irónicos sobre las minucias más inesperadas. Nos ofrece una galería de individuos —representantes, entrenadores, pululantes varios y ciudadanos anónimos— que parecen extraídos de un guion hollywoodiense. Describe los gimnasios y los bares donde se reúnen los profesionales del boxeo con pocas palabras y, aun así, nos hace sentir que estamos allí mismo. Reproduce las conversaciones, describe las mentalidades y manierismos. A veces, cómo no, deja buena nota incluso del menú del día. Y de otros pormenores que no suelen llegarnos en las crónicas deportivas estadounidenses, quizá porque otros periodistas de aquel país lo daban por hecho o lo consideraban un asunto menor, como el feroz (y en ocasiones hilarante) localismo de muchos aficionados, defensores templarios de los púgiles de sus respectivos barrios, ciudades o estados, frente a los «extranjeros» de otros barrios, ciudades o estados.
Uno de los elementos más fascinantes es la facilidad con la que construye secuencias casi cinematográficas ambientadas en la Nueva York de los años cuarenta y cincuenta. Sorprende, porque apenas dedica tiempo a las descripciones físicas de los lugares, dando por hecho que sus lectores neoyorquinos no las necesitan. Y aun así, su poder de sugestión es enorme. Cada noche de combate es una excusa para captar el espíritu de una ciudad y de una época: propenso a conversar con cualquiera que se le cruce, comenta divertido sus intercambios con taxistas, con taquilleros, con espectadores que tiene sentados cerca y que suelen saber mucho menos de boxeo que él, pero cuyas opiniones registra como un elemento más de la vivaz escenografía. Habla de los jovenzuelos sin entrada que fingen buscar su asiento y se acurrucan en las escaleras para poder ver a sus ídolos de cerca, o de los fotógrafos caraduras que tapan con su chaqueta las etiquetas de las sillas de la zona de prensa, robándole el sitio de privilegio a algún periodista (a veces, según deducimos, al propio Liebling). Incluso cuando recomienda una parada de metro o una rutina para esquivar las multitudes a la salida del Madison Square Garden, evoca imágenes y sonidos que casi creemos percibir con claridad; ese autoengaño del lector es el homenaje más elogioso que se le puede dedicar a alguien que escribe. Todo esto es un efecto, me parece, de la manera en que Liebling huye de lo grandilocuente; escribía para sus contemporáneos, para una revista y sin aparente preocupación por la posteridad. Pero sabiendo que, cuanto más cercana está su mirada a lo inmediato, más cercana le resultará esa visión incluso a los lectores del futuro. Esto hay que saber hacerlo, y no es fácil. Era lo bastante astuto como para entender que la pomposidad convertiría sus escritos en antiguallas con rapidez. En cambio, su atención a lo minúsculo y a lo intrascendente, así como su lenguaje desenfadado, es lo que hace que en pleno siglo XXI podamos disfrutar con él más que con otros muchos cronistas de su época.
Liebling tenía buena idea de cómo se termina leyendo la crónica periodística y deportiva al cabo del tiempo, cuando el autor ya ha desaparecido. Su ídolo particular era Pierce Egan, periodista británico que escribió numerosas crónicas pugilísticas en la primera mitad del siglo XIX. Recopiló unas cuantas en la serie de libros titulada Boxiana, publicada entre 1813 y 1824. Egan, cómo no, fue quien acuñó el término sweet science para referirse al boxeo (en español se impuso la traducción literal «dulce ciencia»; aunque quizá hubiese sido más propio traducirlo como «bella ciencia», la primera ya es la tradicional). Liebling menciona a Egan en todos los artículos, comparándolo cada vez con un distinto literato medieval (había estudiado historia de la Edad Media como una excusa para irse a tomar por asalto los restaurantes franceses) y nunca se molesta en ocultar que sus propias estaban inspiradas por las del inglés. El libro La dulce ciencia, en cuanto a formato, es un moderno Boxiana, y el propio Liebling lo deja claro en su prólogo, calificándolo como «Extensión de la Obra Maestra del GRAN HISTORIADOR». Las mayúsculas son suyas; como experto en historia y como antiguo reportero de guerra, se toma la molestia de recordarnos que la crónica deportiva no es menos noble o menos digna de admiración que cualquier otra; eso sí, siempre que contenga verdades y no fantasías manipulativas destinadas a los forofos.
La seriedad del libro, eso sí, está en el contenido, que no en el tono. El agudo sentido del humor y la alegría de vivir de Liebling —hombre obeso, de aspecto afable y muy sociable— maquillan la asombrosa erudición de su trabajo. Ironiza con todo; en uno de los capítulos, por ejemplo, finge haberse creído las teorías que unos psicólogos publican en prensa para predecir el resultado de un combate en base a las características psicológicas de los púgiles en liza. En el capítulo, Liebling repite ante quienes lo rodean y ante el lector las susodichas teorías, como si fuesen un pasmoso descubrimiento, solo para poder dejarlas en evidencia después, cuando la lógica de la técnica boxística se impone. Ese mismo juicio burlón se extiende a muchas otras cosas, aunque nunca de manera gratuita. Su concepto del mundo y de la vida es claro y directo; esa mentalidad que en inglés etiquetan con tanto acierto como no nonsense, «sin tonterías». Y, claro, se muestra despectivo —aunque nunca displicente— con quienes tratan de barnizar la realidad con romanticismos innecesarios y trascendencia premeditada. Ese desparpajo irónico lo convierte en un narrador divertido y cercano; escribe como si te estuviese hablando en la barra de un bar. Quizá porque muchos personajes le hablan a él en la barra de un bar.
Esta recopilación de artículos fue publicada por primera vez en vida de Liebling, a mediados de los cincuenta. Aparecen nombres familiares para el aficionado al boxeo incluso más casual; hablo de inmortales como Joe Louis, Rocky Marciano, Floyd Patterson, Archie Moore, etc. Los conoció y trató de cerca a todos. También habla de púgiles que gozaron de fama en su día y que después fueron olvidados, y de unos cuantos que nunca sobrepasaron la segunda o tercera categoría, pero a quienes incluye en sus relatos cuando los considera dignos de recuerdo por algún motivo. Después de la muerte de Liebling, fueron añadidos algunos artículos más en los que hablaba de un boxeador en ascenso, un tal Cassius Clay, a quien por desgracia nunca llegó a ver coronado: Clay (que aún no se hacía llamar Muhammad Ali) se proclamó campeón mundial un año y tres meses después de la muerte del escritor. Con una ausencia de ironía desacostumbrada en él, Liebling se refería a Cassius Clay como «el poeta». Nos recuerda que Clay se había descrito como una «primavera» que iba a terminar con el «invierno» del boxeo; Liebling simpatizaba con aquel jovenzuelo virtuoso y todavía invicto a quien el público —desdeñosamente calificado por Liebling como «antiintelectual»— abucheaba por ser demasiado carismático y demasiado excelente en su disciplina: meses antes de su propia muerte, el autor de este libro nos dejaba melancólicas reflexiones como esta:
Del vestuario del perdedor, que tenía la atmósfera del de un ganador, me dirigí al de Clay, que transmitía el estado de ánimo de la oficina de una editorial cuando el novelista de la casa ha perdido el Premio Nacional del Libro. Apolo [Clay], sin heridas y tan fresco como una flor recién brotada de un salto, estaba desconsolado; hasta aquella misma noche había pensado que era uno de los artistas más populares de Estados Unidos. Su hermano, Rudolph Valentino Clay, también boxeador y casi gemelo de Cassius, no podía entender nada tampoco.
—Ganó unánime —decía—. Por decisión unánime.
—Lo noquearé la próxima vez —intervino el poeta—. Ya sé cuál es su estilo.
Pero sus ojos estaban tristes. Se sentía agraviado.
—¿Por qué esa gente me abuchea cuando le doy una paliza? —me preguntó—. ¿Por qué no abuchean a mi favor?
Parecía sentir que las hojas no estaban en los árboles, que la hierba y las flores estaban muertas. ¿Será campeón de los pesos pesados? El tiempo lo dirá. ¿Aprenderá a golpear más fuerte? Es una cuestión de tiempo también. ¿Aprenderá a boxear en el cuerpo a cuerpo? El tiempo lo es todo. El mejor amigo de un hombre joven es el tiempo.
En resumen, si se suele citar La dulce ciencia como uno de los mejores libros deportivos es porque no es solo un libro deportivo; es un retablo en el que A. J. Liebling pinta sitios y momentos para sus lectores en The New Yorker y, muy a sabiendas, para los lectores que pudiesen venir en el futuro. Es como una colección de pequeñas novelas, salvo que no son ficción. Por descontado, imprescindible para cualquier aficionado al boxeo, pero también una absorbente lectura para cualquiera que desee desconectar y plantarse en mitad de las calles lluviosas de una Nueva York que ya no existe. Lo suyo es leerlo en inglés, pero si no lo tienen disponible, la editorial Capitán Swing lo ha publicado en español con lo que, he de decir, es una muy buena traducción de Enrique Maldonado, muy respetuosa con el tono del original.
Y, por si fuera poco, podrán encontrar, dispersas por el texto, perlas de agudeza típicas de Liebling, que uno ya no puede olvidar una vez las ha leído. Como cuando justifica su interés por los perdedores: «¿Qué sería Moby Dick si Ahab hubiera tenido éxito? Solo otra historia de pesca».
Para buenas crónicas sobre boxeo, aparte de los mencionados, habría que leer también a Thomas Hauser.
Esta revista ya bien vale la pena por la atención que prestan al boxeo. Refleja buen gusto
¿Ya no escribe el fan de José Legrá ? Gracias a el descubrí que Legra ha sido el.
Muhammad Ali español.
Yo también descubrí que José Legrá es el Muhammad Alí español.
Gracias por descubrirme a José Legrá .