Publicaba la prensa hace algunos años que José María Aznar quería ser noble. Por lo menos, en el sentido aristocrático del término. Y todo por culpa del agravio comparativo. En julio de 1976, Juan Carlos I había concedido a Carlos Arias Navarro el título de marqués de Arias Navarro con grandeza de España, inaugurando así la campechana tradición de distinguir con un título nobiliario a los diferentes expresidentes del gobierno. En 1981 nombró a Adolfo Suárez duque de Suárez —también con grandeza, ya que todos los duques son a su vez grandes de España— y en 2002 otorgó a Leopoldo Calvo-Sotelo los títulos de marqués de la Ría de Ribadeo y grande de España. Felipe González, por su parte, rechazó la oferta del rey porque consideraba poco apropiado que un socialista fuese nombrado duque de Dos Hermanas; una reflexión que, según las malas lenguas, sirvió a Zapatero para adelantarse a la posible oferta del rey, declinándola antes de que se produjese.
En el entretanto, Juan Carlos I fue haciendo duquesa de Franco a Carmen Franco, marqués del Pedroso de Lara a José Manuel Lara, marqués de los Jardines de Aranjuez a Joaquín Rodrigo, marqués de Vargas Llosa a Mario Vargas Llosa, marqués de Iria Flavia a Camilo José Cela y marqués de Del Bosque a Vicente del Bosque, entre muchos otros, pero ni rastro del ducado o el marquesado de Aznar. Hasta su abdicación en 2014, el rey concedió cincuenta y cinco títulos nobiliarios, incluyendo los ducados de Lugo y de Palma de Mallorca para sus hijas, pero no encontró ni un triste momento, ni siquiera un domingo tonto de invierno, de esos en los que llueve a cántaros y te los pasas en chándal en Zarzuela viendo Teledeporte, para convertir a José María Aznar en noble. Es más, si hoy en día el expresidente del gobierno se encontrase en un restaurante con el conde Lecquio, por ejemplo, sería él quien tendría que rendir pleitesía al italiano y no al revés. Ya me explicarán en qué cabeza cabe eso. No me extraña que, tal y como se publicaba hace una década, el presidente de FAES llevase algún tiempo trabajando en ello.
Porque ser noble, si uno lo piensa bien, debe de ser una cosa extraordinaria. De hecho, salvo si eres un poco megalómano o el asunto resulta ventajoso para tus negocios en países donde se reverencia el abolengo, como Emiratos Árabes o Arabia Saudí, ser noble no sirve absolutamente para nada. Y eso, en la actualidad, tiene un mérito descomunal. Pocas cosas menos útiles pero más bonitas se me ocurren que recibir el tratamiento de excelentísimo señor o su ilustrísima cuando uno está, por ejemplo, comprando el pan o pagando una multa de tráfico. O que a uno lo anuncien como marqués, duque o grande de España cuando entra en el despacho de un inspector de Hacienda. O cuando lo llaman por megafonía en el hospital o en el vestíbulo de un hotel. Por eso cuando un buen amigo me comentó hace un par de meses que podíamos ser barones por setenta euros, caballeros de una orden militar por algo más de ciento diez o condes por apenas doscientos treinta euros, se me iluminó el semblante.
«Conde yo —pensé mientras me mesaba señorialmente la barba, que es el modo en que deben pensarse estas cosas—. Como Drácula, Lucanor, Pumpido, Nast o el de Montecristo. Me parece una idea excelente». Mi sorpresa fue todavía fue mayor cuando descubrí que, para formar parte de la nobleza europea, bastaba con entrar en la tienda online de la web del gobierno de Sealand, seleccionar el título soñado y comprarlo. Aunque eso no signifique necesariamente que el resto de la nobleza europea esté dispuesta a considerar a un conde o a un duque del Principado de Sealand como uno de los suyos, me temo. De hecho, hace dos años falleció Joan Bates, la princesa Joan de Sealand, y ningún aristócrata europeo se dignó a asistir a su funeral. Como si se tratase de Anne Hathaway en Genovia o cualquier otra princesa plebeya. Habrase visto.
Y el motivo es el curioso estatus de Sealand como nación. O como micronación. O como lo que sea. En realidad, el principado no es más que una plataforma metálica rectangular de quinientos cincuenta metros cuadrados elevada sobre dos torres cilíndricas que se hunden en el banco de arena conocido como Rough Sands, situado a diez kilómetros de la costa de Suffolk, en el mar del Norte. La plataforma, que fue construida en 1942 por la Marina Real británica con el nombre de «Rough Towers» y formó parte de la red de fortificaciones marinas Maunsell —levantadas durante la Segunda Guerra Mundial para la protección del Reino Unido—, operó hasta mediados de los años cincuenta como fortaleza militar, siendo la base del fuerte HM Fort Roughs. A partir de 1956 fue utilizada por distintos locutores y emisoras piratas de radio para retransmitir sus programas desde fuera de las aguas territoriales británicas. Pero en el año 1967, el excomandante del ejército británico Paddy Roy Bates asaltó y conquistó la estructura, instalándose en ella junto con su familia y un grupo de hombres a su cargo y reclamando la independencia de la plataforma marítima como estado soberano. Se fundaba así el Principado de Sealand.
La estrategia de Bates se asentaba sobre la idea de que, hallándose las torres Rough y su plataforma en aguas internacionales, ya que las aguas territoriales del Reino Unido se situaban por aquel entonces a tan solo tres millas náuticas desde la costa, Sealand debería ser considerado un territorio independiente y, por consiguiente, debería gozar de sustantividad jurídica propia. Y para ello Bates se amparaba en los criterios recogidos en la Convención de Montevideo, firmada en Uruguay en el año 1933 en el marco de la VII Conferencia Panamericana y reconocida por la Unión Europea a raíz de la constitución del comité de arbitraje Badinter sobre Yugoslavia, en la que se establecen los cuatro requisitos que debe tener un Estado para ser considerado como tal y, por lo tanto, como sujeto de derecho internacional.
El primero de ellos es el de la población permanente, una condición que Sealand cumple sin problemas ya que, aunque por lo general no suele haber más de cinco habitantes en la plataforma, en total son treinta las personas censadas en ella. El segundo requisito previsto en la convención es el de disponer de un territorio determinado, que en el caso de Sealand consiste en la propia plataforma de qunientos cincuenta metros cuadrados —a lo que habría que añadir sus propias aguas territoriales—. El tercero hace referencia a la forma de gobierno, que en el Principado de Sealand es la monarquía parlamentaria, recayendo la jefatura de Estado en la persona del príncipe —desde que falleció Paddy Roy Bates, en el año 2012, y debido al carácter hereditario del cargo, el jefe de Estado es su hijo Michael, actual príncipe de Sealand—. Y la cuarta condición para ser considerado un Estado es la capacidad para mantener relaciones con otros Estados, ya sean estas diplómaticas o de cualquier otra índole. Es decir, la interacción de tú a tú, en pie de igualdad. Un requisito que sirvió a Paddy Roy Bates para encontrar la principal justificación de su reivindicación de soberanía.
La primera relación del principado con otro país ocurrió en 1968, cuando el joven Michael fue llevado a juicio por disparar contra el Golden Eye, un buque de la Armada británica que navegaba demasiado cerca de Sealand. Los tripulantes alegaron que estaban realizando trabajos de reparación en una boya cercana, pero los Bates —esto es, la familia real de Sealand— declararon que dispararon contra el buque en legítima defensa para evitar su desalojo. Un tribunal inglés dictaminó que, debido a la ubicación de la plataforma en aguas internacionales, el Reino Unido carecía de jurisdicción para juzgar el asunto, lo que fue interpretado por Paddy Roy Bates como la verificación de la capacidad de Sealand para mantener relaciones con otros estados así como el reconocimiento de facto de su soberanía por parte del Reino Unido.
Diez años más tarde, el primer ministro de Sealand, Alexander G. Achenbach, aprovechó que Paddy Roy Bates no se hallaba en el principado para asaltar la plataforma con lanchas motoras, motos acuáticas y helicópteros, tomando como rehén a su hijo Michael, que fue deportado a los Países Bajos. Varios días después, Bates envió un helicóptero del que descendió un numeroso grupo de mercenarios, quienes, mediante el uso de las armas, lograron recuperar el control de Sealand y hacer prisionero a uno de los hombres de Achenbach, el abogado alemán Gernot Pütz. Bates accedió a liberarlo, pero impuso una condición: Pütz había sido acusado de traición a Sealand, igual que el resto de amotinados, por lo que debía abonar al principado la cantidad de setenta y cinco mil marcos alemanes si quería recuperar su libertad. Al poco tiempo, los Países Bajos y Alemania solicitaron al Reino Unido que interviniese, pero los británicos alegaron que la estructura se encontraba fuera de sus aguas territoriales y que no podían hacer nada. Finalmente, Alemania envió un diplomático a la plataforma para negociar la liberación de Pütz, lo que de nuevo sirvió a Bates para proclamar que los alemanes reconocían de facto la soberanía de Sealand. Varias semanas después, accedió a la petición de Alemania y liberó al traidor.
En 1987, el Reino Unido amplió sus aguas territoriales a doce millas náuticas, pero para aquel entonces Sealand ya consideraba que su legitimidad como Estado soberano estaba más que probada, disponiendo de constitución, bandera, himno, moneda propia y pasaportes. No solo no aceptaban que la plataforma se hallase en aguas territoriales británicas, sino que además reclamaban sus propias doce millas náuticas a la redonda. Desde entonces, Sealand se ha hecho con sus propios sellos —emitidos, de hecho, por España—, con su propia selección de fútbol —sus jugadores son los del Vestbjerg Vintage Idraetsforening, un equipo de la segunda división danesa— así como con su propio gobierno en el exilio, comandado por el propio Achenbach en un inicio y, desde la renuncia de este por motivos de salud en 1989, por Johannes Seiger, quien a día de hoy todavía asegura que el gobierno rebelde es la única autoridad legítima del principado.
Pero quizá lo mejor que ha hecho jamás Sealand como nación es permitir a ciudadanos de otros países hacerse con uno de sus títulos nobiliarios por un precio más que razonable, pasando así a formar parte de la distinguida nobleza de un país europeo. Si uno desea ser Lord o Lady de Sealand, basta con abonar 29,99 libras esterlinas —unos treinta y cinco euros, al cambio— y le envían a casa toda la documentación que acredita su nuevo estatus. Si lo que se le antoja es formar parte de la soberana orden militar de Sealand como caballero, el precio es de 99,99 libras —es decir, unos ciento catorce euros—. Pero si lo que anhela realmente es ser duque o duquesa, como Adolfo Suárez o Carmen Franco, puede conseguirlo por la módica cantidad de quinientos setenta euros. Se acabó eso de agachar la cabeza ante el conde Lecquio. Ya no hay por qué sentirse inferior al marqués de Del Bosque cuando uno está pagando una multa o comprando el pan. Si el expresidente Aznar sigue deseando ser noble, no hace falta que espere a que Felipe VI dé el paso. Basta con ponerse en manos del príncipe Michael de Sealand a través de la tienda online del principado.
Donde, por cierto, uno puede también comprar tazas, sellos, camisetas de la selección de Sealand, un ejemplar de su constitución e incluso nueve decímetros cuadrados de la plataforma. Una pequeña superficie del principado que puede considerar suya. Con su título de propiedad y todo. Aunque teniendo en cuenta el tamaño de su área, no estoy seguro de que esa idea haya sido muy meditada. Honestamente, no sé a qué espera Johannes Seiger para hacerse con el principado cachito a cachito. O el propio Aznar, ya puestos.
¿No había una Universidad de Sealand, que otorgaban títulos un poco así/asá? fue una noticia de hace unos doce años. Había gente por ahí con títulos de marketing de esa universidad buscando trabajo.