En las ciudades antiguas de casi cualquier lugar de Europa, sea Nápoles, Edimburgo, Barcelona o Atenas, existe una regularidad curiosa. Si miráis el casco histórico de cada una de estas urbes en un mapa, la zona contenida dentro de las murallas, veréis que la distancia de un extremo a otro del viejo núcleo urbano es casi siempre ligeramente inferior a los dos kilómetros. Esta distancia tiende a ser un poco más corta en ciudades con cuestas empinadas, y algo mayor en ciudades que fueran excepcionalmente prósperas en algún momento de su historia, pero su regularidad es notable.
La cifra, huelga decirlo, no es arbitraria. Una persona a pie puede cubrir una distancia de dos kilómetros en aproximadamente media hora. En ciudades de dos kilómetros de diámetro, esto quiere decir que cualquier tienda, lugar de trabajo o de ocio está a una hora de distancia, ida y vuelta, una cantidad de tiempo razonable para cualquier peatón. Los ingenieros romanos, al fundar nuevas ciudades, tenían esto en cuenta; los cardo y decumanus (las dos calles principales, en cruz, en las urbes romanas) oscilaban siempre entre los mil quinientos y los dos mil metros. El tamaño de las ciudades se mantuvo así, sin apenas cambios, hasta la Revolución Industrial y la era del ferrocarril.
A partir del siglo XIX, cuando el ferrocarril y la máquina de vapor finalmente permiten mover pasajeros a velocidades mayores que caminar a un coste aceptable (ir a caballo siempre ha sido muy caro, me temo), las ciudades empiezan a crecer tanto en población como en superficie. Primero en Reino Unido, después en el resto del continente, las ciudades derriban sus murallas y se expanden por el territorio. Londres pasa de medir algo menos de cuatro kilómetros de largo de punta a punta en 1806 (de Charing Cross a los muelles; ya entonces era una ciudad excepcionalmente rica) a más de diez en 1868. Al mismo tiempo, los municipios de alrededor de la ciudad también crecen rápidamente, según llegan las líneas de ferrocarril que conectan con la ciudad. Barcelona derribó sus murallas en 1860, apenas una década después de la llegada de las primeras líneas de ferrocarril. El límite de tamaño de la ciudad para peatones ha desaparecido; la ciudad necesita crecer.
El desarrollo del transporte urbano cambia muchas cosas, pero hay algunas que siguen invariables. Aunque el tamaño de las ciudades industriales ya no está dictado por la distancia que puede cubrir un peatón, sus habitantes siguen teniendo las mismas veinticuatro horas para trabajar, dormir, comer y estar con la familia. El ferrocarril, metro o tranvía les permiten cubrir muchísima más distancia sin cansarse, pero no les alargan el día mágicamente. Cuando buscan trabajo, van a comprar, llevan los niños al colegio o se van a pasear por el parque tienen las mismas horas que distribuir que antes.
Lo que vemos, curiosamente, es que el ciudadano medio siempre parece dedicar más o menos una hora al día para ir y volver del trabajo. En una ciudad industrial ese lugar de trabajo puede estar bastante más lejos, gracias a los milagros de la tecnología, pero el tiempo que se pasa viajando sea en metro, sea en autobús, sea en coche, sea en bicicleta, siempre tiende a rondar media hora. Aquellos que dedican más tiempo a esta parte de su rutina son consistentemente más infelices, engordan más y se divorcian más a menudo (no, no es broma). Hay algo natural, una regularidad clásica en la media hora para ir al trabajo; los analistas del transporte hablan de ello como «la constante de Marchetti», en honor al físico italiano que popularizó la idea, siguiendo los estudios de Yacov Zahavi, un ingeniero israelí.
En general, las ciudades muy grandes (París, Nueva York, Londres) tienen de media tiempos para ir al trabajo mayores que la constante de Marchetti, que en parte se compensan con salarios más elevados y gente de muy mal humor en el metro. En ciudades muy grandes y relativamente pobres (Nueva Delhi, Nairobi), también vemos tiempos de viaje mayores, ya que las infraestructuras no han podido cubrir la demanda. En el resto, sin embargo, los sesenta minutos si parece ser una constante.
La hora de viaje, además, es una cifra que parece repetirse dentro de un área metropolitana independientemente del medio de transporte utilizado. Si el trayecto medio de un conmuter en Boston es una hora, esa cifra será la misma utilice el medio de transporte que utilice. Si un madrileño tarda aproximadamente treinta y un minutos en llegar al trabajo, tardará lo mismo sea a pie (algo que hacen aproximadamente un 20% de madrileños), en coche (sobre un 40%) o en transporte público (el 40% restante, más o menos). Un barcelonés dedicará mientras tanto sobre unos veintisiete minutillos, aunque es más probable que camine (24%) o coja el metro o autobús (43%) que alguien de la capital. Obviamente, el peatón en estos casos no estará desplazándose demasiado lejos, pero el presupuesto temporal asignado parece ser el mismo siempre, solo variando la distancia.
Estas dos constantes (tiempo de viaje total, regularidad entre medios de transporte) tiene algunas implicaciones curiosas al hablar de políticas de movilidad urbana. Primero, uno de los efectos positivos de una red de transportes eficiente es que los trabajadores tienen más acceso a oportunidades en una área geográfica más grande, y las empresas pueden reclutar entre un grupo de currelas mayor. Esto permite que por un lado menos gente se quede sin empleo porque el único negocio con vacantes está en el otro lado de la ciudad, y también facilita que los trabajadores encuentren puestos donde pueden ser más productivos. Descongestionar una ciudad, facilitando mayor movilidad en el área metropolitana, tiene efectos económicos muy positivos.
Segundo, al crear una red de transporte público es importante fijarse menos en el ahorro de tiempo derivado de una nueva infraestructura y más en la accesibilidad de la red. Si construimos nuevas líneas de tren o autopistas que permiten desplazarse más rápidamente desde la periferia al centro o dentro de las ciudades, lo que habitualmente conseguiremos es que los trabajadores vivan más lejos de su lugar trabajo, no gente durmiendo más horas y pasando más rato con la familia.
Esto quiere decir que el retorno de inversión de dar servicio de cercanías o metro a un barrio pobre con transporte público deficiente es mucho mayor que el de hacer llegar una línea de metro ligero o cercanías a un suburbio donde la gente coge el coche para ir a trabajar. En el primer caso, el «radio de treinta minutos de viaje» de los habitantes del barrio aumentará dramáticamente; en el segundo, el cercanías solo producirá una mejora marginal, y solo si las carreteras están muy congestionadas.
Lo que nos lleva al tercer punto, la congestión. En España, los trenes de cercanías, metros y autobuses urbanos están fuertemente subvencionados. Las redes de cercanías tanto de Madrid como de Barcelona solo cubren sobre un 40% del coste operativo con el coste de los billetes. Esta no es una cifra en absoluto inusual; fuera de las ultradensas ciudades asiáticas (Hong Kong, Osaka, Tokio), los impuestos pagan una parte importante del servicio en casi todas partes. Esto, a primera vista, podría parecer una despilfarro, pero el transporte público en una gran ciudad tiene efectos positivos que van mucho más allá de sus usuarios.
Miremos, por ejemplo, el caso de Madrid. La red de cercanías de la capital mueve cada día a 900.000 viajeros. En hora punta los túneles de Sol y Recoletos mueven veinte trenes por sentido, llevando cada uno entre 800 y 900 viajeros, es decir, cerca de 70.000 viajeros cada hora. Para poner esta cifra en contexto, podemos comparar con lo que necesitaríamos para mover el mismo volumen de tráfico utilizando vehículos privados. En condiciones ideales (velocidades un poco por debajo de 100 km/h, sin parones), una autopista/autovía puede mover unos 1900 turismos por carril cada hora. Esto quiere decir que una autopista de tres carriles por sentido puede mover unos 11.400 coches sin atascos. Asumiendo 1,2 viajeros por coche (la media habitual en grandes ciudades en hora punta), hablamos de una infraestructura que puede mover menos de 14.000 personas cada hora, o una quinta parte de lo que están moviendo los cercanías en Madrid.
Dicho en otras palabras: si quisiéramos ofrecer la misma capacidad de transporte que los túneles ferroviarios urbanos que cruzan la ciudad para transporte privado, necesitaríamos construir cinco autopistas de seis carriles de punta a punta de la ciudad. Y eso antes de ni siquiera imaginar dónde aparcaríamos la marabunta de coches que traerían consigo.
La cosa va más allá. Una de las características más irritantes de carreteras y autopistas es que el nivel de congestión no aumenta de forma lineal. Una autovía puede tener tráfico fluido cuando lleva 12.000 coches/hora, pero una vez alcanza su «límite» de capacidad la velocidad de circulación disminuye de forma catastrófica. En general, la constante de Marchetti hace que la mayoría de autopistas se queden cerca de la saturación, pero sin alcanzar el colapso, ya que los conductores a la larga autorregulan su nivel de uso. De fondo, lo que vemos también es que cada coche que un tren de cercanías saca de la red de carreteras está a su vez mejorando el tiempo de viaje del resto de conductores mucho más de lo que parece.
Si miramos más allá de la congestión, el ferrocarril tiene otras ventajas importantes. El tren es mucho menos contaminante que el coche; en Madrid los trenes de cercanías están completamente electrificados, y sus emisiones son una fracción de lo que sería el mismo volumen de viajes en coche. El ferrocarril tiene también la ventaja de requerir mucho menos espacio en infraestructuras, ser menos ruidoso y (por qué no decirlo) más bonito.
Los ferrocarriles, sin embargo, sí tienen un inconveniente importante: para ser realmente eficaces, las ciudades deben estar construídas con ellos en mente. Una vía doble electrificada puede llevar el doble de viajeros que una autopista sin demasiados problemas, pero para sacar provecho de esta gigantesca capacidad de transporte alguien debe vivir y trabajar cerca de ella. Los trenes de cercanías son muy agradables y ecológicos, pero si van vacíos realmente no sirven de gran cosa. Al planificar una red de transporte metropolitano, por tanto, políticos y urbanistas deben asegurarse de que el uso del suelo se adapte a las infraestructuras.
Esto quiere decir densidad, por encima de todo. Vivir cerca de una estación de cercanías es algo deseable; las viviendas que tienen buen acceso a transporte público son más caras por este motivo. Es, de nuevo, un ejemplo de beneficios del ferrocarril que no son capturados en el precio del billete, sino por los tipos que tienen una casa pareada cerca una estación. Esta tendencia tan madrileña de construir estaciones de metro o cercanías rodeadas de viviendas unifamiliares o bloques de dos o tres plantas quizás sirva para crear barrios bucólicos, pero no hace más que desperdigar la población sin sentido mientras se infrautilizan las redes de transporte existentes. Cuanto más lejos tengan que mudarse los residentes, mayores serán los tiempos de viaje, y menor su acceso a los lugares de trabajo. El efecto beneficioso del transporte público se diluirá enormemente.
Uno de los motivos por los que los transportes públicos en lugares como Hong Kong u Osaka cubren costes es precisamente porque se toman la densidad en serio, y tienen una estructura institucional que hace que los beneficios del la existencia de una línea de tren favorezcan un uso intensivo de esta. ¿Cómo? Simplemente, la compañía de ferrocarriles es propietaria de los terrenos alrededor de las estaciones. En Hong Kong, la MTR ha construido oficinas, centros comerciales y rascacielos al lado de sus estaciones, porque sabe que sus inquilinos son los que llenaran los trenes. Aunque el modelo parece difícil de replicar en España, en realidad es algo que ADIF ha explotado en muchos lugares; las grandes estaciones de muchas ciudades españolas son centros comerciales extraordinariamente rentables por este motivo. Muchos de los mal llamados «pelotazos urbanísticos» recalificando suelo alrededor de estaciones como Sagrera o Chamartín son, en la práctica, ejemplos de libro de cómo racionalizar el uso del suelo.
Las ciudades son organismos complejos, casi inabarcables. En sus calles, vías y aceras cada día se producen millones de desplazamientos, el motor de su vitalidad. Cómo se mueven sus habitantes, la geografía de su rutina diaria, está determinado por una combinación de constantes, costumbres y decisiones sobre infraestructuras, urbanismo y vivienda que pueden haber sido tomadas hace casi cien años. Entender cómo estos cambios, planes, políticas y pequeños agravios afectan a una gran ciudad es crucial para hacer que esta funcione, y hacer también que la vida de sus habitantes sea un poco más agradable.
Excelente articulo! Has descrito en unos cuantos parrafos todo lo que no funciona (Y el porqué) en la ciudad donde vivo (Toronto)
A toro pasado es muy fácil hablar, pero desde el momento que me mudé a Madrid hace unos 5 años, siempre he pensado que «el faraón» podría haberse gastado más dinero en crear un transporte público que conecte Madrid Sur con Madrid Norte, y menos en carriles que salen por la misma salida y crean cuello de botella.
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