2 de marzo de 2009. En Fox. Episodio 15, cuarta temporada. Un tal Barney Stinson, impecablemente vestido de traje y corbata («please!»), explica a sus alucinados colegas —Marshall Eriksen y Lily Aldrin—, su peculiar interpretación del clásico ochentero Karate Kid. Resulta que el tal Danny LaRusso era en realidad un pobre y agresivo cateto que se merecía los patadones del rubiales Johnny Lawrence. Porque Johnny era en realidad el héroe de la película.
2 de mayo de 2018. Por sorpresa para casi todo el mundo, salvo para los muy informados en los mentideros del frikerío, se estrenan diez episodios de algo llamado Cobra Kai. Una serie que retoma treinta y cinco años después la saga de Karate Kid. Una serie que arranca con una premisa que haría a Barney Stinson llorar de gusto: Johnny Lawrence era realmente un buen tipo traicionado por la vida y Danny LaRusso un gilipollas estirado que le robó su futuro, un futuro que ahora podrá recobrar erigiendo de nuevo su inefable dojo: Cobra Kai.
Claro que, entremedias, pasaron muchas otras cosas.
Damas y caballeros, buscavidas de nuestra querida bola ocho, tiznen sus tacos de azul, por favor. Sobre el tapete, en un in media res llamado a superar el de George Lucas, esta casa acoge el noveno capítulo de The Streaming Wars; un conflicto intergaláctico por el alma de aquello que llamábamos cine y que ahora preferimos mentar como serie. Una lucha a muerte entre compañías que enanizan en recursos y ambición a peces gordos del Hollywood pretérito como los hermanos Warner, los hermanos Weinstein o los hermanos Marx. Más madera, piden las rotativas, que se han desperezado al fin y comienzan a atisbar el calado real de lo que se está jugando en estas trincheras. El futuro del ocio, ni más ni menos. De momento, del audiovisual. Pero mañana…
De mañana, ya hablaremos. En este Episodio IX toca hablar de Cobra Kai. Digámoslo ya, una joya. Lo digo yo y lo dicen los sancta sanctorum que el cinéfilo bichea a diario. 8,0 de nota media en Filmaffinity. 9,2 en IMDB. Veintincico millones de clics a su primer episodio. Y subiendo. Porque cuesta ponerle peros a este debut a lo bestia de YouTube Red como púgil de los serios en el ring del streaming. Porque nos coge un clásico ochentero (presuntamente) tontorrón y nos lo convierte en un serión donde interpretaciones, puesta en escena, diseño de producción y narrativa echan humo.
Pero, ¿de dónde sale esto? Y aún más importante, ¿por qué? Y aún más importante todavía, ¿qué nos dice de su hogar, YouTube Red, de su apuesta respecto a los Netflix, Amazon Prime, Hulu, HBO y los futuros Apple y Disney? Pues, como veremos, nos dice mucho. Es, probablemente, el debut más consecuente de una plataforma streaming con su legado histórico. Es además un caso de libro para entender todo el tablero y las piezas en él desplegadas. Y es, casi seguro, un caso de pura chiripa. De las gordas.
Empecemos por la chiripa. Es fácil de argumentar. Allá por la prehistoria de esta guerra, el 4 de agosto de 2017, The Verge publicaba una noticia con el siguiente titular: YouTube Red compra diez episodios de una serie secuela de Karate Kid con los actores originales. Directo y al grano como pocos. En la noticia se desgrana que el gigante streaming de Google se lio a tortazos con Netflix, con Amazon, con Hulu y con AMC para quedarse ella solita con esta serie. Si cualquiera de las otras compradoras se hubiera llevado el gato al agua, el noveno capítulo de esta guerra no tendría de protagonista a Cobra Kai. La serie seguiría siendo igual de buena, pero su importancia en este conflicto quedaría reducida, como mucho, a una laudatoria nota a pie de página. Como tantas otras obras excelentes opacadas por la sobreoferta… Pero no nos desviemos, que ese es tema de otro capítulo.
¿Por qué lo cambia todo que Cobra Kai sea de YouTube Red y no de Netflix o de Amazon? Pues por una cuestión capital que está detrás de todo este lío que tenemos montado, en el que una todopoderosa como Disney se empieza sentir acorralada, a pesar de que sus Vengadores sigan partiendo la pana como nadie en la taquilla. Dicha cuestión capital se resume en tres palabras: identidad de marca. De todos los actores metidos a lo grande en este lío, solo hay tres —dos menores, HBO y Hulu, y uno mayor, Netflix— cuyo foco de negocio se encuentra precisamente en contar historias con el audiovisual. Para todos los demás hay el mismo interés que el que tenía Estados Unidos por difundir el sueño americano vía gran pantalla durante todo el siglo XX. Poder blando. Blando porque se imprime en la esponja mental que llamamos cerebro. A veces, con mucha suerte, también en el alma. Blando porque es huidizo, evanescente, ya que solo vale la materia con la que se forja, la memoria. Identidad de marca no es otra cosa, piensen en Coca-Cola, que ser memorable.
Pero, ¿cómo ha de ser una marca memorable? ¿Vale cualquier estrategia? ¿O hay un traje concreto para cada marca? La cosa va más bien por esta última pregunta retórica que les lanzo. Y hay que hablar de numerines y sociología para seguir avanzando. Hoy en día el cinéfilo del pasado, el de Cahiers du cinema, Notas sobre el cinematógrafo y Esculpir en el tiempo, lo tiene crudo para descifrar el séptimo arte. Lo sé porque también soy uno de ellos. Hoy hay que enterarse pero que muy bien de todo ese rollo de la transformación digital, el branded content y los estudios de mercado.
Les voy a decir una palabra que tal vez odien. Millennial. ¿Hartos, verdad? Da hasta asquito. Pues hay que empezar por ella. En concreto, por estudios como estos. Y por entender un concepto fundamental con la misma vigencia que la expansión del universo o el efecto de la gravedad en las manzanas: la transferencia de riqueza. Los millennials —esa amalgama que nos aúna grosso modo a los ochenteros y noventeros— estamos a un tris de convertirnos en el sector demográfico con mayor poder adquisitivo a nivel mundial. Y eso significa que las marcas están desesperadas por saber cómo vendernos algo. Y al estudiarnos pormenorizadamente se encuentran con oxímoron desesperantes. Cosas como: «Si le quieres vender algo a un millennial, tu estrategia jamás puede ser venderle algo».
El retrato social que los estudios pintan de nosotros, evidentemente a brochazos, deja algunas verdades en las que me reconozco a mí y a muchos de los míos. Una, estamos algo más que un poco hastiados del bombardeo publicitario; recibimos un anuncio con la misma cara de vinagre que aquella que dedicamos al pobre transeúnte que nos detiene, carpeta en mano, para afiliarnos a no-se-cuál ONG, rogarnos nuestra participación en vaya-usted-a-saber qué encuesta o directamente tratar de endosarnos la enésima tarjeta de fidelización. Ya ni nos conmovemos con la artera belleza del susodich@; aire y a lo nuestro. Dos, nos olemos las mentiras a kilómetros; nos han repetido por activa y por pasiva que somos la generación más preparada de la historia —lo cual, si nos ponemos un poco Bilbo, mola menos de lo que parece y sirve aún menos de lo que mola— y esto nos ha imbuido de un prepotente pero no por ello menos efectivo sarcasmo que funciona como radar de fakers, posers y demás calaña. Tres, vivimos en una falsa nostalgia; ausentes de un arraigo propio, de un sentido de época, los millennials hemos recurrido a meterle mano al pasado (y al exotismo cultural) para encontrar un atisbo de la utópica felicidad. Ya saben de qué les hablo: de cómo molaban los ochenta. O de esos colegas que viven en un cosplay constante, alimentándose de ramen, con los cabellos fosforitos y soñando con la siguiente convención anime. Me siguen, ¿verdad?
¿Verdad?
Y de este aparente viaje a Úbeda, volvemos a Cobra Kai y YouTube Red. No hay lugar en el ancho mar digital que sea refugio de millennials como YouTube. Y ya ni hablamos de las generaciones que siguen. YouTube, amado y odiado, ofrece el que probablemente sea el mayor deseo, muchas veces soterrado, de la generación millennial: libertad. Ecléctica, chillona, disjunta, incomprensible… Pero libertad al fin y al cabo. Territorio virgen para hacer miniversiones de películas de culto con los gráficos pixelados de la NES o para tocar Für Elise en copas de cristal. El millennial tiene hambre de libertad, de sorpresa y de otros millennials hablando de su hambre de sorpresas y libertades. En ausencia de Dios, YouTube bien vale una misa.
Entonces, ya que YouTube va a ser también canal de streaming y tener sus series y tal. ¿Por dónde se empieza? ¿Qué hit tiene que tener esta apuesta para plantarle cara, sin ser de bromis, a los Netflix y compañía? La respuesta ya la saben, que llevamos trece párrafos dando la tabarra con ella. Cobra Kai. Cobra Kai. ¡Cobra Kai!
Qué bien sienta decirlo gritando.
Cobra Kai tacha todos los a priori que necesita YouTube con su imagen de marca; es decir, mola que te cagas y aún encima parece que solo tiene sentido dentro de YouTube (pero que no se les olvide que fue de chiripa, eh, que se la compraron en una subasta).
Primero, es una serie que parece el sueño de un fan pajillero y YouTube regurgita sueños de fans pajilleros a millares. Sin ir más lejos, ya había un youtuber que lo petó tirando del hilo de lo dicho por Barney Stinson y presentando al pobre Ralph Macchio como un sociópata cabrón. A otro se le ocurrió cambiar el final de Karate Kid para que ganara Johnny; y el muy bastardo lo consigue solo trucando el montaje original. En fin, mierdas varias. La premisa de Cobra Kai, hacernos sentir (en un principio) cabreados por la vida de mierda de Johnny y odiar al triunfador Danny es la mera praxis de estas ideas que ya circulaban (y triunfaban) por la plataforma.
Segundo, es una serie trendy. Y YouTube se pirra por lo trendy. No hay nada más de moda que lo ochentero. Y no hay nada más ochentero que desempolvar los kimonos blanco y negro de Karate Kid con los actores de entonces y una nueva generación con sus dosis de diversidad.
Tercero, es una serie consciente de su época. A los millennials nos importa de verdad el rollo este de la diversidad, las fobias (elija la que usted quiera) y la desigualdad. Así que ver a un brutote como Johnny ser aleccionado por su pupilo hispano cuando se dedica a ponerle motes cabrones a sus alumnos nos despierta una sonrisa plena. Por no hablar de las carcajadas que provoca ser testigos de la «segunda vagina» que le abren a una rubia pija por su mala hostia contra las compañeras menos agraciadas según los cánones de la pasarela.
Y a esto hay que sumarle que se tira taconazos y rabonas para los gafapastas, que también son legión en YouTube en virtud a ese (¿bendito?) formato de los video-essays. Por ejemplo, el capítulo 2 arranca con Dean Martin cantando «Ain’t That A Kick In The Head» y funde el título de la serie con una pared roja en una transición de orgásmica elegancia. Y, a vuelo de dron o de grúa, que cada vez es más difícil decirlo, el capítulo seis se desmarca con unas asombrosas panorámicas mientras vuelan en silueta las patadas con la naturaleza en esplendor vistiendo el telón.
Vamos, que parece hecha a medida de nosotros. Y ahí es donde viene el traguito amargo de este supuesto cuento de hadas. El algoritmo. El puto algoritmo. Y el puto big data. La madre que los parió. Somos números, queridos amigos. Lo vimos como pocas veces con Cambridge Analytica y lo seguiremos viendo en nuevos y escalofriantes ejemplos. Nuestro ocio no se va a librar. No se libra, en verdad, desde hace mucho.
En esta profesión privilegiada uno tiene la suerte de hablar con gente realmente extraordinaria. A mí me pasó con un par de guionistas de superproducciones made in Hollywood sin pelos en la lengua, David Hayter y Peter Briggs, que le echaron bemoles y algo más para confesarme horrores en un artículo en el que me venían diciendo que son niñatos de escuelas de negocio los que tienen el joystick creativo de la meca del cine. En el lado streaming de la vida, las cosas son aparentemente mejores porque monstruos como Netflix son hidras de múltiples cabezas. Pero el enfoque subyacente es el mismo. Soltar a los sabuesos del infierno a rastrear nuestros clics, nuestros datos demográficos y nuestra marca de bragas/calzoncillos para descubrir, en este caso, qué ficción deseamos.
Y oiga, le quita bastante encanto el ver algo que reconocemos como extraordinario cuando al mismo tiempo sentimos el calor del ojo del Gran Hermano en el cogote. Mi amigo Jaime Cantero, director del evento de El País Retina, lo decía la mar de bien en una columna de esta revista. Vivimos bajo la espada de Damocles de la dictadura cultural. El abrazo constrictor de la pereza que nos pone en manos de los servicios streaming porque, coño, hasta pirateando se gasta esfuerzo. En ese mismo número, me entrevisté a Reed Hastings, papá Netflix in person. Y cuando me puse pesadito con el tema de la guerra por el streaming, me soltó: «Llámalo guerra si quieres, pero es una guerra por el amor de los espectadores». En el momento me sonó a ñoñería. Pensándolo mejor, me resulta aterradoramente certero. Esto es. La guerra por nuestro amor. Por descifrarlo, empaquetarlo e hipnotizarnos con él.
Pero no les quiero dejar con un pensamiento tan sombrío cuando estamos celebrando lo buena que es Karate… Digooo, Cobra Kai. Y no se trata de una impostada palmadita en la espalda, sino de una revelación fruto del pensar y pensar sobre ella y sus circunstancias. Vuelvo al párrafo seis de los veintitrés que lleva fumándose. ¡Que esto fue de chiripa! ¡Que YouTube Red se lo compró en una subasta! Ergo, no es el maquiavélico y perfecto producto fruto de unos Leni Riefenstahls contemporáneos que quieran hacernos morder la manzana prohibida. Esto no salió de un departamento de marketing. Esto salió de la pasión de unos tipos por lo que querían contar, con comida mexicana de por medio. Y se nota.
Miren, para bien o para mal, esta guerra del streaming se va a librar. Se está librando. Por eso vamos ya por el Episodio IX. Rodarán cabezas, nos usarán a diestro y siniestro y nos agobiarán con una sobreoferta para que nuestra cartera se parta en dos ante tanta puta parcela de cinefilia de pago. También matarán muchas carreras creativas que darán lo mejor de sí y predicarán en un desierto infestado de predicadores, todos gritando con sus biblias en mano su verdad revelada.
Pero hay algo que solemos olvidar de todas las guerras. Los soldados no son números, son almas. Puede que mueran a millones. Pero cada uno de ellos, desde el más brillante al más zote, encerraba una vastedad insondable. Así que el lado luminoso de este combate qué tal vez se lleve al cine de butacas por delante es que los creadores enamorados de su obra van a tener millones y millones y millones de euros que dilapidar en sus sueños. Y sus sueños no son, por mucho que nos quieran vender lo contrario, de Netflix, YouTube Red, Hulu, HBO, Amazon, Apple o Disney. Los sueños son de los que crean y de los que ven. Porque ese chispazo que se convierte en quebradiza memoria nos pertenece por entero a nosotros, pobres humanos.
Cobra Kai no es un chispazo; es una luminaria. Disfrútenla sin prejuicios.
Y, de tanto en tanto, vengan a visitarnos. Seguiremos informando desde el frente. Mientras nos dure la suerte.
PD: Otro día hablamos de cómo se congraciaba John G. Avildsen con su fotero James Crabe para sacarle a pelis como Rocky o Karate Kid una suerte de naturalismo cuasi documental que parece más de la Nouvelle Vague que del Hollywood pop. Y no, no deliro. Se lo miren.
La vi de una sentada en una noche. Es una serie fantástica.
Como verla? YouTube Red me dice que no está en España… :(
Todo está en la red. Aun no sabes usar Emule?
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