Quienes nacimos en los ochenta y noventa también somos hijos de Pío Baroja. O, dicho de otra manera: don Pío también es nuestro. ¡Que no nos lo arrebaten! Saquémoslo de copas, apoyémoslo en la barra de un bar, preguntémosle por lo que sucede, exorcicémonos con sus aventuras… Aprendamos a mandar a la mierda lo que repudiamos con el ingenio que acuñó. Incluso leámosle para darnos el gusto de rechazar sus libros o maneras con conocimiento de causa. Todavía estamos a tiempo de engordar la familia de los hijos que Baroja no tuvo. Que vuelva Silvestre Paradox a los colegios y que El árbol de la ciencia sea materia de examen en la selectividad.
Llueve en Madrid. El cielo grisáceo encaja con los muros de Ruiz de Alarcón, último despacho del escritor. Baroja es uno de esos narradores que arropa mejor cuando fuera hace frío y se puede agarrar una taza caliente entre capítulo y capítulo. Sus héroes, los que se estrellan contra el destino, se imaginan de carne y hueso cuando la niebla está cerca y las gotas resbalan por los cristales. Caro Raggio acaba de reeditar Laura o la soledad sin remedio, a la que ha despojado de la censura sufrida. Es una tarde cuajada de signos, que se presta a clamar por la revolución: ¡Barojianos del mundo —que no sabemos que lo somos—! ¡Uníos! ¿Por qué es tan necesario este novelista?
1. Todos necesitamos escapar
La rutina es fuerza bruta para lograr estabilidad, pero también para engullir un cuerpo hasta sumirlo en un pozo oscuro, en un vagón de metro que da vueltas sin parar. ¿Quién no ha sentido, como Andrés Hurtado, que siempre habrá en su vida una ventana abierta al abismo? ¿Alguien no ha pensado alguna vez que el sol y las casas carecen de realidad por culpa de los problemas que rumian su cabeza? ¿Y si es verdad que el hombre «terminará por ensuciar con sus patas cualquier fuente de agua cristalina»?
Respiramos hondo, bebemos, fumamos, leemos libros de autoayuda, vamos al psicólogo, bajamos la persiana y hundimos la cabeza bajo la almohada… Pero ¿y si bastara con una novela?
Baroja es un avión a cualquier parte desde la mesilla. Sus historias no requieren concentración, son telaraña que atrapa a cualquiera que se deja caer por ahí. En cinco minutos se puede salir de la oficina y escapar de una partida militar de la mano de Zalacaín. En un par de páginas se puede cambiar la ansiedad por una huida a través de los tejados de Madrid junto a Silvestre Paradox. En media hora se puede abandonar la soledad para refugiarse en la «Taberna de los valientes», donde se reunían los aprendices del timo, los tomadores de pañuelos y los trileros que saqueaban al turista con el juego de las tres cartas.
«Hay que buscar un fin para emanciparse de esta existencia mezquina y, si no, lanzarse a la vida trágica», escribió Baroja en La busca. Antes que lo segundo… ¿no es más fácil coger un libro?
Manuel se sentía capaz de grandes misiones, de tomar trincheras, de defender barricadas, de alcanzar el Polo Norte; pero incapaz de llevar a cabo una «obra diaria de pequeñísimas molestias y fastidios cotidianos». Si escapamos a tiempo, podremos sobrevivir a los lunes sin perder las ganas de afrontar «esas grandes misiones». La literatura nos mantiene vivos y por eso hemos llegado hasta aquí.
2. Volver a ser niños
El tiempo nos arruga sin remedio y la niñez es una de esas cosas que solo puede disfrutarse conscientemente desde la distancia. La protección, el tiempo detenido, los zapatos manchados de barro, los pantalones cortos… Los niños guardan un jarabe de felicidad que se desparrama con los años hasta que, pasada la adolescencia, apenas quedan gotas. Son los únicos capaces de sonreír de verdad cuando la fortuna les da la espalda.
Cuando don Pío era viejo, los niños todavía no solían comer con sus padres. Tenían su cuarto de jugar y se les relegaba a ese mundo paralelo que solo ellos pueden imaginar. El escritor echaba de menos la infancia perdida. Por eso, me contó Marino Gómez Santos, premió con doble ración de aguinaldo a unos niños que tocaron el timbre a cambio de que se quedaran un rato con él. Por eso el niño está retratado en sus novelas con una dedicación especial y muchos de sus personajes como —Tellagorri o Yurrumendi— darían cualquier cosa por volver atrás.
Leer a Baroja también abre la puerta de nuestra particular máquina del tiempo hacia la niñez. Gracias a Silvestre Paradox, cualquiera puede arrebujarse en su edredón y creer que hay un cementerio en el armario. O vestirse de corto para lanzar piedras contra los escaparates.
Cuando se conoce a un personaje que se cree capaz de domesticar a una rana y de ganarse la simpatía de los peces, uno siente que el libro le abraza y le protege de las inclemencias de ahí fuera. Uno de los mayores privilegios de ser niño es andar por el parque, sin rumbo fijo, y creerse acompañado por los héroes de la novela favorita, con la maña suficiente como para escalar el árbol del cuco y avistar las islas fantásticas del tebeo devorado en los ratos prohibidos.
Entre los diez y los quince, creemos —muy estúpidamente— que se acabó el tiempo de los cuentos y dejamos de buscarlos. Cuando nos damos cuenta del error, ya es demasiado tarde. Vivimos lejos de casa y no tenemos a mano a nuestro creador de mundos preferido. En contra de lo que pueda parecer, esos hombres y mujeres de oficina también necesitan un Tellagorri que les jure que a las nutrias les gustan los periódicos con buenas noticias y que si se deja un ejemplar a la orilla, salen a leerlo. En Baroja están esas novelas que nos encienden las pupilas y rompen las cadenas de la edad.
3. Estudiar la historia que nadie nos podrá contar
La escritura de Baroja tiene un valor testimonial incuestionable. Las canciones de las guerras carlistas, los juegos infantiles de hace un par de siglos, los alcoholes que ya no se beben, los oficios que volaron… Todo eso podemos encontrar en sus novelas. Ningún manual trasladará con mayor fidelidad que La busca lo que Baroja llamó «comunismo del hambre», la pobreza repartida entre casi todos. Qué rápido se borraron del imaginario colectivo los niños que dormían a la intemperie y en las cuevas improvisadas de la montaña de Príncipe Pío. Ya no quedan corralas repletas de «esos hombres que lo eran todo y no eran nada»: «Medio sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes, medio ladrones».
Queden anotados algunos ejemplos. Porque no hay brújula que valga si la aguja del presente no se ha untado antes en el pasado. Nada más empezar el XX, los tatuajes se hacían con un alfiler y las heridas mojadas en tinta. Perico urdía grafitis con carbón y dibujaba sobre las paredes hombres, mujeres, caballos, barcos en el mar y casas que echaban humo, en lugar de firmas histriónicas e ininteligibles. Al teatro se podía ir gratis si se aplaudía cuando lo indicaba una señal. Alrededor de las mesas de los bares no se vendían pulseras ni colgantes, sino canciones. Aquel que se cruzó con Zalacaín regalaba a sus clientes, además de la letra, un baile y su entonación. En ese Madrid de principio de siglo que todavía no había conocido ninguna de las dos dictaduras ni la guerra se palpaba un ambiente de optimismo absurdo: «Todo lo español era lo mejor». Ay, cuánto hemos cambiado. O no tanto. Ya entonces, «y en todas partes», «los conductores de hombres eran prometedores de paraísos».
4. Consuelo para las sensaciones inconfesables
No se puede aprender a recibir la muerte o la enfermedad del ser querido. De repente, llega y… Depende. Los patrones que esbozan novelas y películas de amplia tirada nos hacen creer que sentiremos una desolación profunda al morir un familiar, que botaremos de alegría ante el logro profesional de un amigo o que seremos más felices si regresamos a la ciudad de nuestros sueños. ¿Y si no? Es más, casi siempre es no. Nos descubrimos cuando la vida derrapa. Y no antes.
No hay tantas novelas radicadas en esa corriente que llaman realismo capaces de transmitir esa humanidad verdadera, la del que siente a borbotones, como nunca lo hubiera imaginado. Baroja lo consigue, incluso con algunos personajes a priori planos, como Zalacaín el aventurero. Sus peripecias bélicas y de contrabando siguen un guion previsto, pero se enamora cuando no debe, muere cuando el peligro estaba lejos, y se deja llevar por los bajos instintos aun dándose cuenta de ello. Lo mismo ocurre con Andrés Hurtado, que quería con locura a su hermano pequeño, Luisito, cuya muerte apenas le arrancó lágrimas. Cerró el duelo en un pestañeo, se sintió culpable por ello, pero no encontró un porqué. En Baroja también se esconde la indulgencia para el pensamiento prohibido, aquel con el que a veces nos martirizamos, pensando que solo una mala persona podría sentir así.
5. El sano patriotismo de Baroja
España, siglo XXI. Ha vuelto el tiempo de las banderas, esas que se agitan para decirle al de enfrente que solo cabe una postura: con o contra. Cuando las banderas se ondean demasiado, acaban manchadas de sangre. En Europa, aquí y en cualquier parte. Baroja no se envolvió en ninguna de ellas para fijar su postura, a pesar de que su tiempo se prestara a ello con fiereza. Por medio de Shanti Andía, se definió como «patriota a su modo». No jaleó colores, siglas, ideas o partidos —salvo en situación de perentoria necesidad— y huyó de esas enseñas bi o tricolores que sirvieron de rasero para decidir fusilamientos en uno y otro bando. Exhibió su antinacionalismo vasco sin tapujos, pero también sin desarrollar el nacionalismo opuesto como método de batalla.
Baroja, como Shanti Andía, fue de esos patriotas que se emocionaban cuando veían la costa de su país tras un largo viaje, sin necesidad de himnos, banderas o exaltaciones en masa. Uno de esos patriotas serenos, que no creyó necesario esgrimir su lugar de procedencia como factor exclusivista o de superioridad. Algo parecido me contó Fernando Savater la última vez que fui a verle: «A veces se me salta una lágrima cuando veo el paseo de la Concha después de mucho tiempo fuera, pero no soy ni mejor ni peor que nadie por ello».
«El recuerdo de la patria, y sobre todo de este rincón de la costa vasca donde he nacido, ha estado siempre presente en mi espíritu. No lo considero como un mérito, no tengo esa tendencia exclusivista de las gentes de mi pueblo. Discutir si esto es mejor que aquello me parece una tontería», puso Baroja en boca de uno de sus personajes. También dejó caer: «Querer fundar naciones que hoy un aeroplano puede cruzar en quince minutos es absurdo».
¿Cómo nos vamos a matar por nuestro lugar de nacimiento si es un mero accidente sexual? En España eso ha ocurrido hasta hace tres días. Que vengan más patriotas como Baroja.
6. Aprender que la independencia no existe, pero sí la honestidad
Baroja ha puesto palabras a una realidad con la que me estrellé hace un tiempo. Esa misma realidad con la que, seguro, chocaron antes todos los que han cumplido más años que yo. Las facultades arrojan licenciados que creen posible vivir al margen de lo que consideran las miserias del sistema. Así se sacó el título de Medicina Andrés Hurtado, con el proyecto de ser independiente, consciente de que en España —y en cualquier parte de esto que mal se llama primer mundo— «no se paga el trabajo, sino la sumisión».
Uno termina la carrera creyendo que un periodista puede ser independiente, que un abogado es capaz de sobreponerse a las directrices insanas de su jefe o que un camarero logrará, si quiere, beneficiar a su cliente antes que a su garito. Y no es posible. De ahí que Baroja, a quien algunos tacharon de realista y otros de resignado, escribiera: «La ciencia, el instinto de la crítica, debe encontrar una verdad, la cantidad de mentira que se necesita para la vida».
Quizá suene pesimista, pero esta música invita a lo contrario. Ante la imposibilidad de la independencia —el propio Baroja, tan indomable, escribió a sueldo del régimen cuando estuvo al borde—, surge el gran reto de la honestidad. El periodista no conseguirá librarse de las ataduras de su medio, pero sí podrá moldear las reglas del juego para trabajar honestamente. Igual que el abogado, el camarero, el consultor o el arquitecto.
El otro día escuché a un amigo decir que el inteligente no es aquel con un cociente intelectual desbordante, sino el que es consciente de sus virtudes y sus defectos y sabe hasta dónde puede llegar. Cumplido este precepto, podemos remar hasta el infinito y sacar el hacha de guerra para derribar esas miserias del sistema que tan poco nos gustan.
Ojalá hubiera un Silvestre Paradox que sí fuera capaz de fundar esa sociedad de seguros para almas que garantizara el cielo a todo el que pagara una cuota mensual, pero no lo hay. Ojalá hubiera un Iturrioz que pudiese fundar una Compañía como la de Loyola, pero con carácter puramente humano, «la Compañía del Hombre», pero no lo hay. Cuando no se tiene más patrimonio que la conciencia…
7. Humildad para escribir
A Baroja le golpearon y le golpean por su manera de escribir. Francisco Umbral llevó la crítica hasta el extremo. Cuando llegó al Café Gijón, había tertulias dedicadas a masajear la prosa del autor del Zalacaín. El columnista gustaba de entrar cual elefante en una cacharrería y se atrevía a definir a don Pío como un tipo que amontonaba personajes entre las páginas, pero que no lograba escribir novelas.
Llegado a este lugar, me confieso borracho de puntos y comas, de palabras que se repiten incluso en una misma frase y de alguna que otra incongruencia espaciotemporal. Pero ¿y qué? Baroja hizo del desaliño su propio estilo. Luis Antonio de Villena lo llama «el cuidadoso descuido barojiano». Da la sensación de que imaginaba al mismo tiempo que escribía y de que, cuando el tren de la acción pasaba, nunca volvía atrás. Como la vida misma.
Baroja es el qué, y no el cómo. Esto es de su propia cosecha: «El sentimiento ha sido sincero; la forma, seguramente, poco hábil. Más que para los jóvenes críticos de Casino, escribo para mis amigos de El mentidero del muelle largo». Se dijo siempre empeñado en huir de la afectación y la chabacanería, esclavo de la sencillez. Criticó ferozmente a quienes moldeaban su cuerpo para adaptarlo a la capa del idioma, y no al revés.
Baroja contempló la escritura como vehículo de comunicación. Odió los rodeos. Si Fulano y Mengano toman café en el bar de la esquina, ¿para qué escribir más que «Fulano y Mengano toman café en el bar de la esquina»? No quiso ser D’Ors o Valle-Inclán, que hicieron de los juegos de palabras un arte. Sus párrafos eran para llevar a Zalacaín desde Urbía hasta Logroño, para acompañar a Manuel en las barriadas de Madrid, para recorrer con Shanti el puerto de Lúzaro. Nada más.
Pío Baroja es una lección obligada para el periodista, también para el abogado o el arquitecto. Digamos bien antes que bonito y luego ya veremos. Parece fácil, una obviedad, pero no lo es. Lo cuenta uno que ha pecado de lo contrario en infinidad de ocasiones.
8. Buscar un sueño
Los sueños no siempre están para cumplirlos, pero sí para, por lo menos, buscarlos. Pío Baroja estudió Medicina y poco tardó en darse cuenta de que aquello no era lo suyo. En casa de Dolores la sacristana, con la lluvia golpeando las contraventanas y los perros ladrando en el zaguán, Baroja supo que quería llenar los cuadernos de historias, y no de diagnósticos. Hizo las maletas y se fue. Pasó por los hornos de la panadería, es verdad, pero no soltó la pluma y, en cuanto pudo, se lanzó a la novela para «vivir en escritor», como luego dijo Umbral.
La lógica, cuando se trata de vivir, se difumina. Si a uno le gusta eso, ¿por qué no va a hacerlo? ¿Cuántos dedican su semana a algo que les realice? Sería idealista pensar que cualquiera puede «dejarlo todo» para agarrar el proyecto de la ilusión. Pero sí que es coherente creer que cualquiera puede hacer un hueco a ese proyecto. La trayectoria de Pío Baroja suscribe la búsqueda de un sueño encontrado. Se quedó con el oficio que le permitía mitigar eso que algunos llaman «angustia existencial». Ya se lo dijo a los jóvenes de Pamplona, en 1921: «El que huye del camino de la limitación satisface su orgullo, su impulso pánico y podrá, a veces, respirar a pleno pulmón en los campos dionisiacos». Leer a Baroja, a pesar de la guerra, del exilio y sus miserias, nos dice que ese camino está ahí hasta que es demasiado tarde.
9. Saborear la derrota en la lucha contra el tiempo
Pío Baroja cayó derrotado en su lucha por la vida, como todos. Escribió menos libros de los que quiso, abrazó menos de lo que le hubiera gustado y se quedó, entre otras cosas, sin su viaje a las Américas. Quienes escriben certeros saben abrir el estuche del corazón para hacer palpitar las obviedades. Lo del «disfrutar del camino» es un tópico manido y absurdo, pero si se lee con las palabras que le pusieron Horacio, Cervantes, Shakespeare, Borges o Baroja —a su manera— cobra sentido e invita a la reflexión.
Zalacaín instiga a vivir cuando dice: «Hay gente que se considera como un cacharro viejo, que lo mismo puede servir de taza que de escupidera. Yo, no; yo siento en mí, aquí dentro, algo duro y fuerte, no sé explicarme». También Shanti Andía: «Yo, por mi parte, hubiera deseado vivir todavía más en cada hora, en cada minuto, sin la nostalgia del pasado ni la ansiedad por el porvenir».
Quizá Baroja, como ha confesado un buen puñado de escritores, proyectó el dichoso carpe diem en sus personajes tras haber sido incapaz de inyectárselo él mismo en la dosis que le hubiera gustado. «Creo que hay que vivir con las locuras que uno tenga, cuidándolas y hasta aprovechándose de ellas», charlaron Andrés Hurtado y su tío Iturrioz. Muchas veces, los personajes barojianos parecen combatir contra la leyenda del cuadrante solar de la iglesia de Urrugne, que tanto le impactó: «Vulnerant omnes, ultima necat» —todas las horas hieren; la última, mata—. Por eso el aventurero, cuando la vida le sonríe, dice: «La verdad es que un día tan hermoso convida a todo, hasta que a uno le peguen un tiro». Tampoco es eso…
10. La perpetua necesidad de la novela
Ahí estaba don Pío, paseando por la huerta de Itzea. Lamentaba: «¡Ya no quedan crímenes como los de antes!». Cuántos libros le dieron. Quizá ya no ocurrían los «crímenes» que él sabía explotar y su queja fuera solo una forma de reconocer el paso del tiempo. Ortega y Gasset escribió sus Ideas para la novela en contraposición a Baroja. El filósofo venía a decir, más o menos, que las grandes historias ya se habían contado, que al prosista del XX le quedaba alumbrar personajes ricos y complejos, que triunfarían en sí mismos, y no gracias a «sus aventuras». Don Pío se sulfuró, ¡que vivan los hombres de acción! El escritor vasco desdeñó casi todo lo que dijo Ortega en aquel ensayo, pero no tuvo más remedio que aceptar esta maravilla que, por cierto, le retrata: «Novelista es el hombre al que, mientras escribe, le interesa su mundo imaginario mucho más que cualquier otro».
Igual que Baroja en los cincuenta, cualquier novelista en 2017 podría mirar atrás y repetir nostálgico ese «ya no quedan crímenes como los de antes». Y así sucesivamente, hasta el fin de los tiempos. Entonces, ¿qué nos queda? La novela.
Él mismo lo confesó en el primer capítulo de Las inquietudes de Shanti Andía: «Hoy, a casi nadie le ocurre algo digno de ser contado. La generalidad de los hombres nada en el océano de la vulgaridad. Ni nuestros amores, ni nuestras aventuras, ni nuestros pensamientos tienen bastante interés como para ser comunicados a los demás, a no ser que se exageren y transformen».
Esa exageración, esa transformación, mantiene vivo al escritor, pero también a sus lectores. Es «la cantidad de mentira necesaria» para caminar sin dolor. Andrés Trapiello lo escribió de esta manera: «Es con los libros, buenos y malos, con los que los Quijotes hacen sus vidas y los Cervantes su literatura, y esto no tiene vuelta de hoja». Hacedores de mundos o pasajeros, somos el Yurrumendi de Baroja, que aunque ha visto mucho, prefiere contar lo imaginado. «Todos tenemos un conjunto de mentiras que nos sirven para abrigarnos de la frialdad y de la tristeza, pero él exageraba un poco el abrigo». Él, nosotros y ellos. Sobrevivimos, en gran parte, gracias a aquellos hombres —y mujeres, añadiré— con los que se topó Andrés Hurtado en el casino: «¡Pensar que (…) viven en esta mentira, envenenados con los restos de una literatura y de una palabrería amanerada, es verdaderamente extraordinario!». La amistad, el amor, el éxito, los cuerpos y hasta la propia vida se marchitan, pero las buenas novelas no.
Bravo y viva la gente en este caso Poeta y escritor que «inunda» el mundo con buenas y positivas ideas y palabras.—-como fue Pío Baroja,.—–!!!
Hace unos años, y por pura coincidencia, tuve ocasión de alternar la lectura de los tres tomos de las memorias barojianas (Desde la última vuelta del camino) con otra biografía no menos recomendable por absolutamente iconoclasta (Baroja o el miedo, del autor bilbaíno Eduardo Gil Bera), a cada cual más deliciosa, si bien la segunda retrata a don Pío (y por extensión a buena parte de sus allegados) de una manera bastante descarnada e inmisericorde. Recomiendo vivísimamente la lectura comparada de ambas, en particular para los barojianos, como yo lo era (y aún sigo siendo, más matizadamente, eso sí).
Un escritor que entretiene, una persona infame. Innecesaria revolución y vuelta atrás, ya que se sigue leyendo en institutos y forma parte de la educación literaria. El problema no es que se olviden autores o estilos, es que la literatura como entretenimiento está pasando (o ya ha pasado) a un segundo plano.
Quizás lo que habría que recordar es la opinión y odios que Baroja profesaba con boca llena y pluma asesina, cosa que no se comenta.
Si la pluma de Baroja era asesina, la de algunos periodistas de hoy es directamente genocida.
Releamos a D. Pío. Volvamos al abrigo de su literatura, a sus caracteres de imprenta fundidos en plata.
Hoy más que nunca necesitamos todos estos pensamientos, para que alquien venga a sacarnos de la mediocridad de los que nos dirigen, no quedan tan lejos estos pensamientos y los momentos eran más dificiles y sin embargo paerece que nadie nos quiere acercar.
Yo creo que hay que preocuparse más de la mediocridad propia que de la ajena, acercarse y no estar esperando a que te acerquen… No sé si me explico.
Hace muchos años, yo empecé a leer con Zalacaín el aventurero!
Hoy sigo leyendo, y siempre me acuerdo de ese libro que aún conservo.
Gracias por este artículo. «fuente de agua cristalina», «La literatura nos mantiene **vivos**», «Los niños guardan un jarabe de felicidad», «sonreír de verdad», «Nos descubrimos cuando la **vida** derrapa», «Pío Baroja cayó derrotado en su lucha por la vida, como todos», pero «Horacio, Cervantes, Shakespeare, Borges …», ¿menos?. «Todos tenemos un conjunto de mentiras que nos sirven para abrigarnos de la frialdad y de la tristeza,». » … se marchitan, pero las **buenas** novelas no.». Los subrayados con asteriscos son míos. Estupendo elogio de Baroja, aunque pesimista. Todo es desaparición, bajar, derrota, «frialdad y tristeza». Pero alguien ha inventado el abrigo. Pero alguien ha inventado la «vida», «la fuente de agua cristalina», la novela **buena** (debe haberla menos buena, incluso mala), la «sonrisa de verdad», la «felicidad». La conclusión de que todo es pérdida es llorica. Y aquí ya se viene llorado(es posible que se venga llorado, digamos, …). Merece un esfuerzo hacer lo que hacen pocos, como Baroja lo hace con su quehacer: indagar en la vía completamente opuesta a la de la pérdida. Gracias de nuevo.
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