«Lo primero que pensé fue “¿quién coño ha dejado que esto ocurriera?” No se trataba solo de una cantante pop y un rapero, sino de la cantante pop más dulce y del rapero más rudo que teníamos en la Costa Este» explicaba el periodista musical John Norris al recordar el lanzamiento, a mediados de los noventa, de la remezcla del tema «Fantasy» de Mariah Carey. Se trataba de una versión que se presentó con un invitado inesperado, Ol’ Dirty Bastard. Un rapero neoyorquino que coleccionaba agujeros de bala en el cuerpo, y la misma persona que unos cuantos meses antes había sido condenada por asalto en segundo grado. Los disparatado de aquella alianza no solo alimentó los temores de Norris, el propio sello discográfico (Columbia Records) se olía una hostia descomunal porque la marcianada de combinar pop facilón y hip hop barriobajero no parecía tener futuro. Lo que nadie se esperaba es que aquella colaboración acabase definiendo el pop de los siguientes veintitrés años. Y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Todo lo que brilla
Mariah Carey nació como Mariah Angela Carey en Huntington, Nueva York, a principios de los setenta. Su madre, una irlandesa enamorada de la música que había ejercido de cantante de ópera y profesora de canto, la bautizó en honor a la canción «They Call the Wind Maria» del musical de Broadway Paint Your Wagon. La leyenda dice que la futura diva ya de muy menuda dedicaba las jornadas a entonar pegada a la radio. En su adolescencia, Carey se mudó a Manhattan con los bolsillos vacíos y protagonizó su propia versión de la Cenicienta al deslizar, durante una gala, una cinta con sus canciones al empresario musical Tommy Mottola (responsable de gente como Diana Ross, la banda Split Enz, Jennifer Lopez, Anastacia o Shakira), una maqueta que el hombre escuchó maravillado en el coche de vuelta a casa. Columbia Records arrojó sobre la chavala una millonada de dólares junto a un ejército de productores y su álbum de debut, Mariah Carey (1990), se convirtió en una ametralladora de éxitos.
A partir de ahí, la mujer encadenó discos de calidad variable, coronó listas de ventas con sus singles (arrasando especialmente en el mercado japonés), sufrió numerosas crisis de nervios, enmarcó decenas de discos de platino e incluso logró añadir al cancionero navideño una tonada titulada «All I Want for Christmas is You» mientras hacía el canelo en la nieve en su videoclip. Discos como Music Box, Merry Christmas, Daydream o The Emancipation of Mimi se convirtieron en bombazos multimillonarios y la cantante llegó a ser la segunda artista del mundo con mayor cantidad de números uno, por encima de Elvis Presley y por detrás de The Beatles. También cultivó una legión de fans incombustibles, seres de fidelidad alarmante que se hacen llamar «corderos» (lambs) y que la encumbraron a la categoría de divinidad. Gente muy fanática que sería capaz de defender que la cantante vendiese heroína a preescolares.
Pero lo más interesante de Carey no se encuentra en la colección de éxitos, que en su mayor parte eran un soberano coñazo, sino en su registro vocal. La cantante posee un tipo de voz de soprano de coloratura que abarca un rango de cinco octavas, algo que le permite llegar a producir notas de la séptima octava. Carey es capaz de hacer algo tan poco humano como alcanzar la voz tiple, despachando notas de timbre similar al de un silbido, o lo más cerca que estará nunca la humanidad de escuchar el berrido de un pitufo eunuco. Un don para las notas imposibles que dejaba claro que si en algún momento la humanidad necesitar establecer contacto con los delfines, Mariah Carey podría ejercer de intérprete.
A partir del 2000 su carrera se volvería más desmadrada y menos exitosa pero mucho más interesante: fue una voz invitada en la serie animada Padre Made in USA y participó en films como Precious, Zohan: licencia para peinar, El mayordomo o la fabulosa Batman: la Lego película en la que interpretaba a la alcaldesa de Gotham City. Estrenó un reality show sobre su vida, El mundo de Mariah, donde se pasaba la mayor parte del tiempo siendo insoportable y recordándole a sus súbditos lo mucho que deberían de babear por sus carnes. Y logró estrenar en cines una película elaborada para glorificar su figura: Glitter, todo lo que brilla. Una cinta sobre una cantante (Carey vistiendo otro nombre y una inexplicable gorra de Seguros Vitalicio) buscando fama y gloria en Nueva York junto a personajes nada estereotipados como un DJ molón. Una producción espantosa a numerosos niveles: su póster no es recomendable para los diabéticos, su metraje podría utilizarse en un ritual satánico para estrechar lazos entre este universo y las Dimensiones Mazmorra, y la interpretación de la diva le reservó el Razzie de manera instantánea. Se hundió en taquilla —estrenarse tras el 11-S tampoco ayudó— y la crítica la azotó tanto como para que sea habitual verla coronando listas sobre las peores películas de la historia.
En diciembre de 2016, durante una actuación en Times Square para celebrar el año nuevo, a la cantante le falló el pinganillo y su intervención se convirtió en una auténtica catástrofe de seis minutos donde la diva no dejó de quejarse, deambular muy perdida y tropezar con el playback evidenciando que las notas más altas venían pregrabadas de casa. Actualmente, se comenta que la mayoría de los números uno de su carrera fueron en realidad el resultado de una táctica amañada de la discográfica, la de rebajar el precio de los sencillos hasta el absurdo para que vendiesen más unidades. Mientras tanto, la diva decide tirar de la autoparodia en el anuncio de un hostal en Barcelona donde se presenta como estrella altiva y acaba canturreando «Fantasy» delante de un ventilador.
Todo lo que no brilla
Ol’ Dirty Bastard nació como Russell Tyrone Jones en el Brooklyn neoyorquino de finales de los sesenta y junto a sus primos Robert Diggs y Gary Grice (conocidos como RZA y GZA respectivamente) convirtieron su pasión por el hip hop y el cine de kung-fu en una influyente agrupación de raperos llamada Wu-Tang Clan. Sobre el escenario, Tyrone adoptó el nombre de Ol’ Dirty Bastard en honor a la cinta taiwanesa de artes marciales Ol’ Dirty and the Bastard (aquí bautizada como Loco loco kung-fu por culpa de un delirio de la traducción). A principios de 1993, Ol’ Dirty fue condenado por asalto en segundo grado. A finales del mismo año, Wu -Tang Clan se estrenaría con el reputado disco Enter the Wu-Tang (36 Chambers). Durante la década posterior, la carrera artística del rapero creció al mismo ritmo que sus actividades delictivas y su asombrosa capacidad natural para meterse en problemas.
En 1994, Ol’ Dirty Bastard recibió un disparo al pelearse con un rapero y meses más tarde otra bala, disparada por un ladrón que intentó colarse en casa de su novia, le envió a un hospital del que decidió salir por su propio pie, sin guardar el reposo recomendado, cuando los médicos le cosieron el boquete. Las visitas al interior del coche de la policía no tardaron en convertiste en costumbre: el rapero fue arrestado por no pagar la manutención de tres de sus trece hijos pero también por agredir a su pareja, posesión de armas, lanzar amenazas terroristas, tenencia de drogas (crack, marihuana y cocaína), intimidación, robar un par de Sneakers en una tienda e incluso por intento de homicidio (un cargo que se desestimó). No le ayudó que la suerte circulase siempre por autopistas alejadas de su ruta: en cierta ocasión, unos agentes se dispusieron a multarlo por aparcar en doble fila y descubrieron que circulaba sin licencia para conducir y vistiendo chaleco antibalas, algo lógico teniendo en cuenta la estrecha relación del rapero con el plomo. Desgraciadamente, el estado de California acababa de declarar ilegal que los delincuentes condenados y potencialmente violentos vistiesen con blindajes variados y aquello supuso nuevos cargos que se amontonaron en su currículo. Tantos tropezones con las leyes provocaron que el rapero decidiese adoptar la fea costumbre de saltarse las citaciones hasta que le llevasen ante el juez a rastras.
En 1998, invadió el escenario de los Grammy cuando Shawn Colvin estaba recogiendo un galardón para comentar al mundo que se había comprado un traje carísimo para aquella gala y al final le habían dado el premio a Puff Daddy en lugar de a Wu-Tang Clan («¡Wu-Tang es para los niños! ¡Enseña a los niños!» sentenció en directo). En 1999, un par de policías confundieron su teléfono móvil con una pistola y comenzaron a dispararle para luego echar la culpa al rapero, sin pruebas y al estilo americano: inculpando a la piel más oscura de iniciar el tiroteo. A principios del año 2000, los delitos de posesión de estupefacientes le sentaron ante un juez en Nueva York y el bueno de Ol’ Dirty se dedicó a llamar a la fiscal del distrito «donante de esperma», aprovechó para echarse una siesta y en general le hizo oídos sordos al magistrado. Acabó siendo condenado por el tribunal a pasar una temporada en rehabilitación, pero cuando le quedaban dos meses de sentencia por cumplir decidió fugarse del centro para jugar durante un mes a ser Richard Kimble con la ley.
Durante aquella huida tuvo tiempo de pasarse por el estudio de RZA para grabar unos temas y aparecer por sorpresa sobre el escenario del fiestorro de lanzamiento de un nuevo álbum de Wu-Tang Clan (The W), convirtiéndose en leyenda al huir del lugar evitando el enorme despliegue policial existente en los alrededores. Finalmente sería capturado firmando autógrafos en un McDonald’s de la manera más tonta: la legión de fans que se congregó en el lugar buscando la rúbrica del artista asustó a los encargados del restaurante que, sin saber que Ol’ Dirty Bastard estaba allí, telefonearon a las autoridades anunciando que una muchedumbre había tomado el lugar.
En 2001 un tribunal de Manhattan lo condenó a alojarse entre barrotes de dos a cuatro años. En 2003 firmó un contrato multimillonario con un sello discográfico justo al salir de la prisión. A finales de 2004 falleció en el estudio de grabación de RZA a causa de una sobredosis accidental de cocaína y tramadol. Los que le conocían aseguraron que nunca estuvo demasiado claro si su caótico modo de vida era consecuencia del abuso de las drogas o de la esquizofrenia que le diagnosticaron un año antes. Durante su carrera artística publicó dos discos de estudio en vida, Return to the 36 Chambers: the Dirty VersiOn (1995) y Nigga Please (1999), uno después de muerto, A Son Unique, y tuvo que sufrir que las discográficas sacasen albumes bajo su nombre sin consultarle: The Dirty Story: The Best of Ol’ Dirty Bastard (2001) o el infame The Trials and Tribulations of Russell Jones (2002) elaborado a partir de pedazos de letras de otras canciones, mientras el rapero estaba encarcelado.
En 2012 el FBI hizo pública la ficha de Ol’ Dirty Bastard y el mundo descubrió que parecía estar enfangado en bastantes más cosas de las que se sospechaba, incluyendo varios homicidios y un tiroteo con la policía neoyorquina.
Fantasy (Remix)
El tema «Fantasy» formaba parte del quinto disco de Carey, Daydream (1995), y relataba las fantasías que revoloteaban por la cabeza de una señorita al tropezarse con el varón por el que suspiraba. Fue una canción de parto acelerado: Carey se tropezó en la radio con el «Genius of Love» de Tom Tom Club y embelesada por el potencial de aquellos ritmos ochenteros decidió agarrar la copla, asegurar sus derechos y llevársela al productor Dave Hall. Ambos mezclaron la melodía con cuerdas, coros y nuevas letras hasta armar una «Fantasy» competente a velocidad asombrosa, «Fue divertido hacerlo. No nos tomó más de un minuto montarlo porque ella se lo había currado todo en un par de días». Enviaron una demo a Tommy Mottola (silla de Mandar Mucho en Columbia Records y esposo de Carey por aquel entonces) y la canción le convenció lo suficiente como para encender la luz verde.
«Fantasy» ejerció como avanzadilla de Daydream, y debutó en lo más alto de la lista de singles, relevando del número uno al «Gansta’s Paradise» de Coolio (la canción que ha atado más pañuelos en la cabeza de la historia) y convirtiendo a Carey en la primera mujer en coronar de golpe el Billboard americano. El videoclip oficial, dirigido por la propia Carey, la mostraba rodando sobre patines queriéndose mucho, cabalgando una montaña rusa mientras posaba para la foto y comandando una tropa de bailarines nocturnos. Unas imágenes donde se dibujaba como un fabuloso becerro de oro para las masas y en las que se asomaba de vez en cuando un payaso, que en realidad era un rapero ninja de camuflaje.
A la hora de fabricar remezclas musicales, la diva recurrió a la producción de Puff Daddy e invitó a Ol’ Dirty Bastard ignorando las recomendaciones de una discográfica acojonadísima ante la idea de embarrarse en los lodos del hip hop, sobre todo si el que les llevaba al barro era aquel rapero de Brooklyn. No iban muy desencaminados al temerse lo peor, porque Ol’ Dirty Bastard se presentó en el estudio de grabación borracho, solicitando una botella de Moët y un paquete cigarrillos, gritando a una chica por teléfono, explicando que tenía que echarse una siesta y llamando «demonios blancos» a los empleados de la discográfica que no fueron capaces de traerle el champán. A pesar de todo, grabó su parte a cambió de quince mil dólares y de la sesión surgieron un par de remixes, el «Bad Boy Remix» y el «Bad Boy Fantasy Remix» que se convirtieron en éxitos. El nuevo vídeo para la remezcla tenía a Ol’ Dirty Bastard asaltando la pantalla y arrastrando las vocales entre sus dientes de oro mientras en segundo plano se agitaba atado y amordazado el payaso del clip original. El rodaje fue tan fabuloso como la grabación en el estudio: «Enviamos una limusina a buscarle y durante el trayecto el hombre se bebió todo lo que había en el minibar del vehículo» explicó la discográfica.
Ponga un rapero en su diva
Según Carey, la mitad de las ventas de Daydream se deben a la popularidad de aquellos remixes. La crítica aplaudió el movimiento y el público acordó que las remezclas dejaban en ridículo la canción original. Mariah Carey, la niñata con pinta de vivir en un mundo instagramer antes de que se inventase siquiera internet, se había adelantado a la industria. «Las compañías no entendían mis colaboraciones con artistas y productores del mundo del hip hop como Ol’ Dirty Bastard o Jay-Z. Hoy en día cualquiera mataría por trabajar con Jay-Z» explicaba la diva veinte años después.
Pero lo cierto es que el combinado de rap y pop no lo inventó Carey ni el bueno de Ol’ Dirty Bastard. Michael Jackson ya sazonó en el 91 su «Black or White» con un rap, firmado por un desconocido L.T.B. y con Macaulay Culkin haciendo playback en el vídeo oficial. Y diez años antes, en Blondie cocinaron durante «Rapture» un guiso que se zamparon ellos mismos cuando la propia Debbie Harry se puso a rapear en medio de la canción. Algo que no sorprendió a nadie porque en Blondie siempre fueron muy de hacer con los géneros lo que les salía de las gónadas, en el mismo disco que alojaba el rap (Autoamerican) también se marcaron un reggae fabuloso.
Carey no fue la primera, pero sí que tuvo la culpa de que la treta despegase hasta convertirse en la base de los futuros grandes éxitos del pop. La combinación de diva y rapero era una jugada muy inteligente al permitir pescar con la misma canción a dos sectores de público diferente, los amigos de hits radiofónicos y las capuchas fans del rap. Gracias a «Fantasy» la intervención repentina de raperos en temas ajenos pasó de ser una rareza a convertirse en una obligación. Y el formato se hizo tan popular como para que en 2002 los Grammy decidieran incluir el premio a la mejor colaboración de rap/cantada. Una categoría que quince años después se renombraría oficialmente como mejor actuación de rap/cantada para «expandir la categoría más allá de la colaboración entre un rapero y un vocalista».
Tanta rima indecente infiltrada entre inocencia pop provocó que las radios estadounidenses se vieran obligadas a decidir, dependiendo de su grado de puritanismo, si emitir las canciones en su versión malhablada o en una versión limpia que eliminaba las ofensas del hip hop. Algo que en ocasiones provocaba situaciones ridículas: la versión clean del «California Gurls» de Kate Perry optó por no editar nada y conformarse con silenciar la intervención de Snoop Dogg, dejando a la canción tullida y con una sección (minuto 2:28 de este vídeo) donde suena una musiquilla incómoda sin el rapero que la cubre a la vista.
Hay un rapero en mi pop
A partir de aquella fantasía compartida por una Barbie y un gangsta neoyorquinos, el rap afloró de manera repentina en todos los singles que se presentaron con intención de triunfar. La misma Kate Perry de «California Gurls» recibió la visita de Kanye West en su «E.T.» para cantar sobre encamarse con alienígenas, pero también la de Juicy J en «Dark Horse», la de Migos en «Bon Appetit» o la de Missy Elliot en «Last Friday Night (T.G.I.F.)». Esta última canción incluía en su clip un cameo de Rebecca Black, una artista que también tiene un rap insertado con calzador en el infame «Friday». La secuela de aquella canción, convenientemente llamada «Saturday», llegó con un videoclip que se burlaba del recurso al finalizar con la policía deteniendo a un espontáneo con ganas de disparar rimas.
Justin Bieber permitió que Jaden Smith hiciera algo parecido a rapear en «Never Say Never», que Ludacris se viese obligado a asomarse en «Baby» narrando batallitas de cuando estaba en la edad del pavo y que Nicki Minaj invadiera su «Beuty and a Beat» para perrear un poco. La propia Nicki Minaj lleva años dedicándose a engordar el currículo a costa de ejercer de invitada especial: invadió entre llamas azuladas la cancha del «Swish Swish» de Kate Perry, apareció junto a M.I.A. en el «Give Me All Your Luvin’» de Madonna, y también se coló en trabajos como el «2012 (It ain’t the End)» de Jay Sean, el remix de «Till the World Ends» de Britney Spears, el «You Already Know» de Fergie, la edición remezclada de «Tonight I’m Getting Over You» de Carley Rae Jepsen, el «Woohoo» de Christina Aguilera, o la remezcla de «Up to My Face» de la omnipresente Mariah Carey. En la version inferno del «Girl on Fire» de Alicia Keys, Minaj ni siquiera se molestaba en disimular y se presentaba rapeando nada más arrancar la canción. El equivalente masculino es el pesado de Pitbull, ese pseudorapero de Miami que ha aparecido en todo lo que se ha lanzado desde 2009 o por ahí: Enrique Iglesias («I Like It», «Súbeme la radio», «I like How It Fells», «I’m a Freak»), Jennifer Lopez («On the Floor», «Dance Again»,«Booty»,«Live It Up»), Usher, Ricky Martin, Gente de Zona, Paulina Rubio, Becky G y un montón de gente que eleva hasta ochenta y pico el número de colaboraciones perpetradas por el pesado con nombre de perro. Existe hasta una remezcla del «Bad» de Michael Jackson donde Pitbull colabora y por la que inexplicablemente aún no se ha detenido a nadie.
Jay-Z se infiltró en el «Suit and Tie» de Justin Timberlake, en el «Crazy in Love» de Beyonce y como un elefante en un supermercado de porcelana en aquella «Lost+» de Coldplay. «Say What You Want» de Texas tuvo una encarnación en forma de remezcla con el añadido de RZA y Method Man. Ariana Grande parece querer meter su cuota de chándal en cada sencillo publicado: permitió colarse a Mac Miller en «The Way», a Childish Gambino en «Break Your Heart Right Back», a Future en «Everyday», a Iggy Azalea en «Problem» y a Big Sean en «Right There». Lo que sufrió la banda animada Gorillaz fue una auténtica aparición: en su extraordinario «Clint Eastwood» recibieron la visita de un rapero fantasma. Y el «All I Need is Love» que cantaba un CeeLo Green rodeado de felpa fue bendecido con un rap de Pepe, el langostino madrileño de los Muppets.
Conan O’Brien elaboró una parodia del «Friday» de Rebecca Black titulada «Thursday» donde un rapero se asomaba preguntándose qué coño hacía allí: «¿Por qué hay un rapero aquí?/ ¿Por qué estoy aquí? […] Eso era un rapero/ lo que significa que esto es una canción de verdad». El cómico John Lajoie fabricó una parodia de los singles precocinado, tan metarreferencial como para titularse «Pop Song», que dejaba hueco para el rap («Y aquí van las rimas rapeadas que no tienen ningún sentido / pero me ayudan a pescar un poco de público urbano»). El cómico Demetri Martin aprovechó uno de sus monólogos para trasladar la idea del rap intrusivo a otros mundos: «Es gracioso porque es algo que nunca ves en otros medios, como por ejemplo la literatura. Estás leyendo un libro y te preguntan “¿Qué piensas de esa novela?” a lo que contestas “Está muy bien, ya sabes, me metí en la historia durante los primeros siete capítulos. Y de repente en el medio había como un ensayo en primera persona de alguien realmente enfadado… otro escritor, no sé si eran amigos o algo así. Y resulta que lo importante es que este tío tiene una polla muy grande y se acuesta con muchas mujeres. No les compra nada, eso sí que lo deja claro, se va a la cama con ellas pero no quiere compromisos. Todo esto en mayúsculas, muy seguro de sí mismo, la mayor parte rimado. Y cuando este ensayo acaba, el libro vuelve a la historia. Está bien, ya sabes».
En Rick & Morty una criatura maravillosa llamado Tinkles transportaba a Summer hasta el reino multicolor, edulcorado y buenrollista de Nuncaestardelandia. Una visita mágica empapelada con una canción encantadora en la que no faltaba el ineludible rapero chillando muy enfadado: «Summer and Tinkles, friends to the end / Group text the whole crew my motherfucking friends/ Ketchup to the salt, salt to the fry/ T to the ankles with a capital I».
… me reconforta no ser un rarito al que siempre le ha chirriado esto. Genial la cita del penultimo parrafo. Gracias.
…noooooo la tildeeeeeee… ¡editar! ¡editar! ¡editar!
Siendo cínico, siempre consideré que existía una especie de cuota racial de facto en el mundo del pop gringo para permitir semejantes horrores.
Ni cuota racial ni hostias: el mercado del hip hop (y de la música negra en general: aquello que se conoce con el eufemismo ‘urban’ para no decir ‘del puto gueto’) es potentísimo en EE UU, hasta niveles que en España no podemos ni imaginarnos. Incluir a una estrella de ese ramo en una canción pop aumenta hasta el infinito sus posibilidades comerciales, vía crossover.
En cuanto al artículo, me temo que patina bastante a base de prejuicios y lugares comunes: una de las razones del declive comercial de Michael Jackson (y también del de Prince) de los 90 en adelante fue su falta de sintonía con un público cada vez más escorado hacia el rap, aunque de cuando en cuando tratasen de hacer el paripé. Por eso, y por muy petarda que sea, Mariah Carey tuvo una idea genial al colaborar con MCs de carrera ya consolidada en lugar de con nulidades que no le hicieran sombra. Así logró atraer a oyentes de un sector en el que la ‘credibilidad’ es importantísima.