Desde sus mismos orígenes, la fotografía despertaba en el espectador emociones equivalentes a una montaña rusa. Roger Fenton publicó en 1855 una serie de imágenes sobre la Guerra de Crimea. Vistas hoy, apenas provocan un bostezo, pero en aquel momento las bolas de cañón amontonadas en las cunetas de un paisaje yermo generaron estupor y alarma porque atestiguaban, con minimalista crudeza, la muerte de cientos de soldados británicos en un país remoto. Alexander Gardner, el fotógrafo de Abraham Lincoln, recogió las atrocidades de la Guerra de Secesión o el ajusticiamiento de los conspiradores contra el décimosexto presidente de los Estados Unidos. Robert Capa se cubrió de gloria con dos imágenes todavía célebres: Muerte de un miliciano, sumergida en la polémica de un posible amaño, y aquella que dio lugar al libro Ligeramente desenfocado (La Fábrica, 2015), tomada durante el desembarco de Normandía. Dos décadas después, Larry Burrows destrozaba la aseada sensibilidad yanqui con sus crónicas vietnamitas; Susan Meiselas y Letizia Battaglia harían lo propio en Nicaragua (Sendero Luminoso) y Sicilia (la mafia) respectivamente.
Sí, es cierto, también existían otros estilos: en Wyoming o California, Ansel Adams cabalgaba junto a su mastodóntica cámara de gran formato para inmortalizar en glorioso blanco y negro la salvaje belleza americana, y no es extraño que el seguidor de su obra impregne todavía hoy la atmósfera de ardorosas interjecciones. Luego estaba la fotografía callejera, desde el informal formalismo de Joel Meyerowitz con sus horizontes caídos hasta la cartesiana pulcritud de Henri Cartier-Bresson. También refulgía el retrato, donde la lista de artistas es infinita y ningún resumen completo. Como posibilidad, un trébol mágico: Irving Penn, Diane Arbus, Richard Avedon. Pero viajemos un momento al presente.
El cuerpo físico está en declive. Ahora existe un cuerpo digital adiestrado previamente en años de campamento televisivo. Esas imágenes, tan impactantes cuando cabían en una hoja de periódico, han perdido viveza a fuerza de ser más vivas: con el movimiento, la clonación de situaciones y el espíritu quirúrgico de un presentador de chaqueta y corbata el ser humano se ha alejado de ellas hasta convertir la zozobra en indiferencia. Los conflictos armados han desaparecido de las pantallas y por lo tanto de nuestras conciencias. A lo sumo asistimos desde el sofá a una pirotecnia centelleante cuyo corolario son cifras luctuosas y altisonantes declaraciones. El periodismo encajado en la trinchera es una apuesta de riesgo; ni los grandes editores cubren al reportero ni los grandes pugilistas en liza respetan su vida. Solo queda, pues, una denuncia más light, circunstancia que explica el viraje de la fotografía hacia una crítica más sutil (Elliot Erwitt, Martin Parr). Un terreno abonado a la creatividad, pensarán muchos, y en cierta forma es así, pero es que a la vez, mientras la vieja forma de entender el oficio resiste en amigables nichos depauperados, han irrumpido los teléfonos inteligentes, y con ellos las redes sociales, y con ellas una forma de entender la imagen diferente. Instagram, el enemigo doméstico de Facebook (esta es propietaria de aquella), recoge el trabajo de innumerables profesionales que conviven con influencers, blogueros y voyeurs. Esta nueva hornada presenta en general ciertos rasgos comunes: definición, saturación y contraste predominan sobre el mensaje en la misma medida en que el yo digital (el selfi, los pies en la playa, los labios de Rihanna) se impone a la plasmación de lo colindante.
La proliferación de imágenes (el cuerpo incorpóreo) transforma el ojo del público desde una perspectiva moral y a la vez estética, aunque la clave del momento fotográfico es otra y se esconde en la siguiente pregunta: ¿qué ocurre cuando alguien está ante una cámara? O, dicho de otra manera, ¿es posible ser Mary Ellen Mark (sus mujeres malhadadas, sus perdedores circenses) en pleno 2018? Una de las bandejas de la balanza empuja decididamente en esta dirección: ¡el talento no se ha esfumado!, exclamarán los optimistas. En las yemas del fotógrafo, en su voz y en su mirada palpita la habilidad de la conducción, de la hipnosis, del transportar al sujeto a un entorno donde la máscara cae y el alma emerge como emerge la primavera tras un duro invierno. Ser uno mismo en la burbuja de una composición pictórica. Es lo que logra, por ejemplo, Pierre Gonnord, cuyo episodio sevillano (gitanos de las Tres Mil Viviendas, un Bronx andaluz) parece más propio del pincel de Velázquez o Murillo.
En la otra bandeja se cuece el efecto opuesto, y es un efecto avasallador. Los entornos urbanos son colmenas de individuos hiperconectados. YouTube, la nueva televisión, es ecuménica e implacable, como lo es el Triángulo de las Bermudas de Zuckerberg (Facebook, Instagram, Whatsapp); como lo son Google, Twitter o Snapchat. Una escena, cualquier escena, viaja en cuestión de segundos a la nube y el algoritmo se ocupa del resto con sus cuchillos de carnicero. Si esa escena implica espectacularidad (el tormentoso horizonte), banalidad (las uñas nacaradas), intimidad (las sábanas revueltas) o costumbrismo (el cuenco de aceitunas) es lo de menos. Lo relevante es la audiencia, y detrás de esta se esconde la fama, una fama vaporosa que nadie había previsto y que es cuantificable en cuñas de Nada al por mayor: dime cuántos seguidores tienes y te diré quién eres. No se trata solo de que la calidad haya pasado a un segundo plano; es que la exposición del individuo roba a la fotografía un buen pedazo de su espíritu.
Quizás la misión del fotógrafo esencialista sea más difícil que nunca [fotógrafo esencialista: dícese del que se empeña en captar la esencia, signifique lo que signifique semejante afirmación]. O quizás la tecnología, con su ley de Moore y su obsolescencia programada, constituya en el fondo un formidable aliado.
Alexander Rodchenko, Eugene Smith, Marc Riboud o Joan Colom (además de algunos de los ilustres anteriormente citados) utilizaban como herramienta una Leica. Estas cámaras eran perfectas por su tamaño y discreción. Aunque algunos fuesen explícitos en su desempeño (era bastante común cargar con dos y hasta tres cuerpos equipados con distintas lentes para distintos fines), otros como Colom trabajaban a hurtadillas en la amalgama pendenciera del Raval. La raíz, el cogollo, el factor sorpresa, una aspiración a la que la industria fotográfica podría encaminarse gracias a una serie de marcas (Fujifilm, Olympus, Panasonic, Sony) que apuestan desde tiempos recientes por un concepto diverso: las cámaras sin espejo. Frente a una réflex tradicional, la mirrorless aporta (según el objetivo elegido) el antifaz de lo invisible. A la fotografía sin imposturas no le queda más salida que la clandestinidad en la ejecución. Nótese la paradoja: en última instancia toda imagen es un desvelo que en el mejor de los casos dará la vuelta al mundo. Este bucle es infernal.
Colón, Vasco da Gama y Magallanes buscaban antes que un descubrimiento una transacción comercial a gran escala. Clavo, canela, nuez moscada o macis eran el tesoro más preciado, pues a las especias se atribuían cualidades mitológicas. Jean de Joinville (1224-1317) sostenía que las especias provenían del paraíso a través del Nilo, y no eran pocos los monarcas y cortesanos europeos convencidos de que el jengibre o el ruibarbo eran una vía de contacto más o menos directo con Dios. Vista en perspectiva, aquella creencia es tan ridícula como la que sostiene que la fotografía sin injerencias (sin impacto, sin modificación del aire respirado) aún es posible. Susan Sontag (Sobre la fotografía, DeBolsillo, 2016) siempre lo negaba y no le faltaba razón. La fotografía ya no puede entenderse sin Un mundo feliz, Blade Runner o Black Mirror. La fotografía es distorsión.
Uno de los sueños de Elon Musk consiste en suministrar a lo largo y ancho de la tierra internet gratis mediante la señal emitida por satélites grapados al espacio exterior como gigantescas luminarias. Su anhelo, repleto de bondades, será el clímax de esta particular pesadilla porque entonces ni siquiera existirá la escapatoria de lo recóndito. A Josef Koudelka le maravillaban los cíngaros de Europa del este; en ellos permanecía el tuétano, el carácter. Pese a Gonnord, pese al increíble Atín Aya, este tampoco será un reducto. La ola ya está aquí: sucesivas ráfagas de inteligencia artificial que suavizan, difuminan y embellecen nuestros rostros hasta convertirlos en una mueca petrificada. ¿Quién en su sano juicio perseguirá el candor de los viejos tiempos en un mundo donde hasta los recién nacidos tienen su álbum? Los próximos serán los muertos, que sobrevivirán a través de las redes y se despedirán, también ellos, envueltos en la mortaja de un filtro. Bienvenidos a la posfotografía.
SENDERO LUMINOSO ES EN PERÚ, FSLN (FRENTE SANDINISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL) ES EN NICARAGUA CON RESPECTO A LO DE SUSAN MEISELAS.
Bueno en este año 2020 Elon Musk como que ha cumplido su sueño
Para desmayo de otra clase de fotógrafos, los astrofotógrafos.
La fotografía no ha muerto, solo ha pasado a un segundo plano por culpa del formato vídeo.