(Este artículo contiene SPOILERS)
En su huida hacia Canadá, June es acogida por una familia mestiza. Sus tres miembros se van a misa por la mañana y ella se queda sola en el apartamento. Pocos minutos después un vecino llama a la puerta y ella, asustada, se esconde debajo de la cama matrimonial. Allí descubre un libro y una tela. Un libro prohibido y una pequeña alfombra. Un ejemplar del Corán y una alfombra de oración.
Entonces se entiende por qué June —que antes de ser esclava sexual fue editora de textos académicos— ha ignorado los libros durante sus meses de huida. Mientras se escondía en la redacción en ruinas de The Boston Globe vio capítulos en deuvedé de Friends y recortó noticias de viejos diarios. Y en su segundo refugio tampoco busca, ávida, literatura. Gracias a esa ausencia, el hallazgo del libro sagrado del islam adquiere aura de epifanía. En un mundo sin libros, ese musulmán que guarda el que más importa debajo de su cama, jugándose la vida en ello, se vuelve un símbolo de resistencia. O de estupidez.
Margaret Atwood ha declarado en varias ocasiones que El cuento de la criada no aborda el islamismo, sino el cristianismo, la ideología religiosa más poderosa de los Estados Unidos, que es donde está ambientada la novela que escribió en los años ochenta. Para las tocas que ocultan los rostros de las criadas recurrió a tres fuentes iconográficas: los trajes victorianos, los hábitos de las monjas y la mujer sin rostro de las etiquetas de un detergente de los años cuarenta. La presencia de ese ejemplar oculto del Corán nos recuerda que la serie, sobre todo en esta segunda temporada, habla del fundamentalismo religioso cristiano, de la ultraderecha, de Trump. Los musulmanes son la minoría perseguida.
Perseguida, por cierto, como nunca lo fue realmente en los Estados Unidos, sino como lo fue en la España de la Santa Inquisición, cuando era habitual que los conversos por la fuerza al catolicismo siguieran practicando, en secreto, los protocolos del judaísmo o del islam. Como todos los clásicos, El cuento de la criada no solo cuestiona el poder de su propia época (mientras en Estados Unidos Ronald Reagan alimentaba las esperanzas de las sectas cristianas, la autora residía entonces en Berlín y tenía muy presente el Muro, la Europa del Este hipervigilada y censora, cuyos habitantes recordaban cómo era el mundo antes de la dictadura del proletariado), sino también del pasado y del futuro. Para engordar la verosimilud de las repercusiones de la epidemia de infertilidad, por ejemplo, Atwood pensó en los robos de niños durante la última dictadura Argentina. Hoy es inevitable ver en Gilead el fantasma del abominable Estado Islámico. La demencia, la persecución de los inmigrantes y las amenazas a la libertad de expresión se han instalado con especial virulencia en los Estados Unidos precisamente en los dos últimos años, mientras se emitían la primera y la segunda temporada de la serie.
Y el feminismo es la gran tendencia del pensamiento crítico de nuestra época. En el prólogo de las últimas ediciones del libro, Atwood se pregunta si este es feminista y responde: «Si eso quiere decir un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente, no». Y añade: «Si quiere decir una novela en la que las mujeres son seres humanos —con toda la variedad de personalidades y comportamientos que eso implica— y además son interesantes e importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro… Entonces sí». Desde los rituales secretos de los conversos hasta la explosión actual del feminismo, pasando por las dictaduras latinoamericanas, el terrorismo islámico o Trump: son múltiples los ecos históricos que retumban en la caja de resonancias de la novela convertida en serie de televisión.
El tercer capítulo de la segunda temporada de la serie, el mismo en que June huye y es protegida por la familia que esconde un Corán en el somier, está recorrido por la maternidad como estructura simbólica y narrativa. Antes de tomar la avioneta que podría llevarla a Canadá, la protagonista tiene que renunciar mentalmente a su hija, secuestrada por la dictadura; por esa razón su memoria se centra en el recuerdo de su propia madre. El guion del capítulo cita textualmente algunos pasajes de la novela («Naciste cuando yo tenía treinta y siete años, me dijo mi madre»), pero sobre todo convierte en personaje de carne y hueso una presencia fantasmal en su primera existencia literaria. La madre es una feminista clásica y luchadora, una activista que recibió golpes de los paramilitares en los primeros meses del golpe de Estado y que acabó deportada en las Colonias (June la ve en una diapositva durante su adiestramiento como criada). Un flashback nos muestra la noche en que llevó a June, una niña, a una manifestación en la que un grupo de mujeres quemaba el nombre de sus violadores.
El nombre como último reducto de la identidad: tanto la novela como la serie insisten una y otra vez en esa idea. Durante su huida June no solo recupera su nombre y sus apellidos; su origen y su linaje, su memoria sentimental, familiar y profesional; y el control sobre su cuerpo (el sexo salvaje con Nick; la gimnasia a lo Rocky Balboa; la libertad final de movimientos). También protagoniza dos acciones de control de la memoria y la dignidad colectivas. Cuando descubre que la sede de The Boston Globe fue convertida por los matarifes del nuevo gobierno en el recinto de una carnicería, probablemente de periodistas y otros profesionales de la palabra, crea un memorial en donde los nombres de las víctimas conviven con objetos personales y con cirios encendidos. En paralelo construye un mural con recortes de diarios, una suerte de genealogía del desastre, de historia polifónica del hundimiento, en un mundo sin historiadores, sin documentalistas, sin producción textual, sin diarios, sin academia, sin escritores. «Un grupo de hombres autoritarios se hace con el control y trata de instaurar de nuevo una versión extrema del patriarcado, en la que a las mujeres —como a los esclavos americanos del siglo XIX— se les prohíbe leer», escribe Atwood en su prólogo. Después añade que tampoco tienen acceso al dinero ni al trabajo. Pero el énfasis recae en la lectura. Y June, en ese matadero siniestro se convierte, durante unas semanas, en la única lectora del apocalipsis.
En la serie el comandante y la criada juegan al Scrabble durante sus veladas extrañamente íntimas. En la novela, en cambio, juegan al ajedrez y June, a veces, además de revistas femeninas puede leer literatura (Chandler, Dickens). En la serie no hay televisión en Gilead; sí existe, en cambio, en la novela, verla forma parte del ritual familiar que legitima la violación periódica de la criada. Después de leer la obra maestra de Atwood uno pensaba que la distopía no podía ser más oscura. Al borrar por sistema pantallas y libros, The Handmaid’s Tale nos recuerda que siempre es posible sumar oscuridad a la oscuridad. Que cuando finalizaron las dictaduras comunistas y el muro de Berlín fue derribado llegaron Al Qaeda, los talibanes, el Estado Islámico. Que después de Ronald Reagan la mayoría democrática votó a Bush —padre e hijo— y a Trump. Que, después de abrirse al capitalismo, China ha adoptado un sistema informático para castigar y para premiar a sus ciudadanos, inspirado en los sistemas de concesión o negación de crédito bancario en Occidente.
De todo eso habla El cuento de la criada, una novela y una serie que reivindican en cada capítulo el poder de los nombres propios, de las palabras que recuerdan, del lenguaje que invoca verdad, en un mundo donde la Biblia se ha convertido en el Código Civil y donde las mujeres han sido condenadas al silencio. En su centro June Osbourne escribe con su cuerpo y con su voz su propio relato, para no olvidar quién es y para que nosotros tampoco olvidemos quiénes somos. Lo demás es fanatismo religioso: y silencio.
De hecho, en la novela también juegan al scrabble, por lo q puedo recordar. No he visto la serie… por lo demás, estupendo artículo