Leyenda viva de nuestro arte contemporáneo, la galerista Juana de Aizpuru (Valladolid, 1932) ha sido juez y parte del devenir cultural de España en el último medio siglo.
Desde que abriera en 1970, casi por casualidad, su primera galería en Sevilla, hasta la fundación en Madrid, a principios de la década de 1980, de la feria internacional ARCO, su gran proyecto personal, De Aizpuru ha venido revolucionando, con su empuje y sus ansias de trascender, todo aquello en lo que ha participado.
Ella misma lo confiesa: «Tengo facilidad para contagiar mi entusiasmo». Esta entrevista, una suerte de clase magistral de historia del arte, del arte de la vida, es la prueba.
Se celebró hace unos meses la última y un tanto polémica edición de ARCO. ¿Cómo viviste todo el revuelo provocado por la retirada de la obra de Santiago Sierra?
Al principio no me enteré de nada, porque yo estaba allí montando mi stand, tan tranquila, y de repente vi como un avispero de periodistas que venía revoloteando hacía mí para preguntarme que qué me parecía lo que había pasado, pero les tuve que decir: «Mira, contádmelo vosotros, porque yo no me he enterado de nada, estaba aquí trabajando» [risas]. Todo esto el día de mañana no será más que una anécdota que quedará ahí registrada sin trascendencia alguna. En fin, tampoco es la primera vez que pasa una cosa así en una feria de arte. No hay que darle más vueltas.
Pero hay quien ha apuntado que todo ha sido una jugada de marketing diseñada por el propio autor.
Bien seguro, porque la pieza la vendieron luego enseguida. La compró, creo, un separatista catalán por ochenta mil euros más IVA. Claro, empezaron a salir algunas voces desde Cataluña, muy indignadas, diciendo que si eso lo tenía que comprar el Ayuntamiento de Barcelona para ponerlo en el consistorio, o no sé dónde, y ya ves tú, como obra no tiene ningún valor artístico. La jugada le salió redonda.
Me da la sensación de que el mundo del arte ha cambiado mucho desde que abriste tu primera galería en Sevilla en 1970.
¡Imagínate! ¡El mundo del arte y el mundo de todo! A Sevilla me tuve que ir, de hecho, porque a Juan, mi marido, que era ingeniero de montes, lo nombraron jefe de Caza y Pesca de toda Andalucía cuando terminó la carrera. Él tampoco era sevillano. Vivíamos los dos en Madrid. Cuando le notificaron el traslado, se impuso entonces casarnos, como era lo establecido. Habíamos tenido un noviazgo muy largo, eso sí. Lo conocí con quince años. No tuve otro novio, vamos. ¡Fíjate si han cambiado las cosas! [risas].
Al llegar a Sevilla, como la ciudad era tan cerrada y tan clásica, me sentí un poco desplazada, la verdad. Madrid tampoco es que fuera como es ahora, pero había mucha diferencia. Intenté entonces encontrar mi sitio. Visitaba mucho La Pasarela, la única galería de arte que había entonces en la ciudad, y allí fue donde conocí a Gerardo Delgado, José Ramón Sierra, Pepe Soto, Carmen Laffón, Teresita Duclós… todos ellos artistas estupendos. Me gustó mucho desde el principio su forma de pensar, su estilo de vida, y así fue como me fui interesando por el arte. Empecé a comprarles obra y terminé integrándome en su mundo.
¿No habías tenido antes ningún contacto con el arte?
No, ninguno. Date cuenta de que yo me crie durante la posguerra, que en España fue muy larga, en un ambiente familiar muy severo, muy estricto, en el que prácticamente todo estaba mal. No se podía hacer nada, la verdad. Me casé luego muy joven, a los veinte años y a los veinticinco tenía ya tres niñas. Así que el contacto con aquellos artistas sevillanos fue muy importante para mí. Me hizo cambiar mucho mi forma de pensar, porque en La Pasarela también se organizaban conferencias, nos reuníamos mucho allí para hablar. Gracias también a estas conexiones, Sevilla empezó a parecerme una ciudad diferente.
Se destaca siempre, como revulsivo, la presencia de Fernando Zóbel en la ciudad. ¿Qué recuerdos tienes de él?
Zóbel fue en verdad un trotamundos. Había nacido en Manila, en el seno de una familia acomodada. Estuvo viviendo un tiempo en Nueva York, pero en realidad nunca tuvo una residencia fija. En Sevilla compartió estudio primero con Pepe Soto y Carmen Laffón, pero al poco montó el suyo propio. Recuerdo que salíamos todas las noches con él a tomar jamón por el barrio de Santa Cruz. También íbamos al Altozano a comer unas salchichas que vendían por allí que le gustaban mucho. Cuando Fernando venía a Sevilla era una fiesta.
En Sevilla fue precisamente donde conoció a Gerardo Rueda, y a través de él contactó, ya en Madrid, con el grupo El Paso, que fueron pioneros en España en practicar una pintura abstracta. Aquel grupo le fascinó a Zóbel desde el principio y comenzó a comprar obra suya de forma compulsiva. A través también de Gerardo Rueda, Zóbel conoció a Gustavo Torner. Fue Gustavo el primero que le habló de Cuenca, de lo maravillosa que era. Cuando Zóbel vio aquel sitio, con aquellas casitas colgantes, se quedó perplejo. Le pareció una maravilla. Fue entonces cuando se le ocurrió abrir allí su museo, que se inauguró en 1966, siendo el primer museo de arte abstracto español que hubo en España.
Date cuenta de que hasta la aparición de El Paso, el arte abstracto apenas había tenido presencia aquí. Era un arte que no quería nadie entonces, se vendía de hecho muy barato. Recuerdo que Juana Mordó, la gran galerista, a la que debo tanto, siempre me decía que el primer cuadro abstracto que vendió en su vida fue a Fernando Zóbel, que comenzó a comprar y a comprar este tipo de obras. Con aquella colección quiso hacer en Cuenca un homenaje a todos aquellos artistas españoles que iban a contracorriente y que en pocos años lograron imponerse, porque lo cierto es que eran muy buenos.
No deja de resultar curioso que dos ciudades como Sevilla y Cuenca se hayan convertido en referentes tan importantes dentro del arte contemporáneo español.
Los focos los crean siempre los artistas y en Sevilla dio la casualidad de que surgió aquella generación de jóvenes que a lo largo de los años sesenta rompió completamente con la tradición. En otras ciudades españolas como Barcelona y Valencia, o incluso en el País Vasco, ya habían surgido grupos y artistas rompedores en los cincuenta, como Dau al Set, Parpalló u Oteiza, y sobre ellos se pudieron apoyar luego los nuevos artistas, pero en Sevilla no pasó nada de esto. La academia, representada por Hernández Díaz y Grosso, dominaba entonces todo lo que tenía que ver con la pintura. De algún modo, ellos sancionaban o consagraban. Y esta generación joven de pintores, en la que prácticamente todos eran abstractos, supuso una ruptura total con el pasado. Aquel curso surgió además de la propia Escuela de Bellas Artes. Fue una especie de milagro.
Luego, a través de Gerardo Delgado, los pintores de Sevilla tuvieron mucha conexión con los arquitectos de la ciudad. Uno de ellos, Quique Roldán, fue de hecho quien abrió La Pasarela, a la que se dedicó en cuerpo y alma. Lo que ocurrió es que Sevilla entonces no estaba preparada para tener una galería de arte así, de ese calibre, porque gracias a Carmen Laffón se convirtió pronto no solo en el escaparate de los artistas sevillanos sino también de los artistas que representaba Juana Mordó, entre ellos el grupo El Paso. Es así como el grupo de Cuenca y el grupo de Sevilla, a través también de Zóbel, terminan de algún modo fusionándose.
A Sevilla la conexión con Cuenca le dio indudablemente una gran vitalidad. En La Pasarela pudimos ver en los sesenta exposiciones de Millares, Saura, Muñoz, Rivera, gente que ya había adquirido un gran prestigio. Eran obras ya de un precio considerable, y en Sevilla no había entonces apenas compradores. Los únicos que comprábamos algo éramos Federico Jiménez Ontiveros y yo. Más tarde conseguí llevar a la galería a unas amigas mías americanas, cuyos maridos habían sido trasladados a la base aérea de Morón, y que empezaron también a comprar obras en La Pasarela. Pero, claro, entre nosotros cuatro no había forma de que aquello se mantuviera.
¿En qué momento decides dar el salto y abrir tu propia galería?
Cuando Quique Roldán vio que tenía que cerrar la suya. Fueron los propios artistas los que empezaron a insistirme en que yo tenía que abrir una galería. «¿Qué va a ser de nosotros?», me decían [risas]. Y, la verdad, no lo pensé dos veces. Me dije: «Pues sí, qué buena idea. Realmente no puede haber una idea mejor». La propuesta me llegó además en un momento de mi vida en que mis hijas estaban ya creciditas. Disponía de más tiempo, y en el fondo estaba deseosa de realizarme, porque siempre tuve claro que, en cuanto pudiera, quería hacer algo de provecho con mi vida.
Fíjate que no quise entonces depender ni de mi marido ni de mi padre. Me fui yo solita al Banco Coca a pedirles un préstamo de quinientas mil pesetas. Y me lo concedieron. Busqué un local y encontré uno nuevo maravilloso en la calle Canalejas. Lo arreglé, le hice las obras pertinentes, todo según mis propios diseños, y abrí la galería en 1970. Vino todo como muy rodado, hasta el punto de que nada más empezar supe de inmediato que aquello iba a ser para toda la vida. La galería nunca ha sido un trabajo para mí. Ha sido y es mi proyecto vital.
¿Recuerdas la primera exposición que hiciste?
Claro. Me la prestó Juana Mordó, a quien siempre le agradeceré todo lo que hizo por mí. ¡La he querido tanto! Siempre respetaré su memoria. Fue una mujer fantástica. Me la presentó Carmen Laffón, que ya era artista suya. Juana comenzó a trabajar en la galería Biosca a finales de los cincuenta, pero en 1964 montó la suya propia, donde acogió, entre otros, a todos los artistas del grupo El Paso, también, claro, a Laffón. Un día fuimos a verla Carmen y yo a Madrid. Yo ya había ido a alguna exposición suya, pero lo más que le había dicho era «hola» y «adiós», no se puede decir que la conociera. Fue entonces gracias a Carmen que conseguí conocerla en profundidad. En seguida ella vio en mí no a una señora bien que abría una galería como quien abría una boutique, sino a alguien con vocación, con entrega, y me tomó muy en serio desde el principio. Le dije que le admiraba muchísimo, que me encantaban sus artistas, y así fue como llegué a inaugurar mi galería con una colectiva de Guerrero, Millares, Muñoz, Rivera, Laffón por supuesto… También expuse piezas del escultor Julio Hernández. Me acuerdo de que tenía un vaciado de bronce divino y maravilloso de una señora que se llevaba las manos a la cara así… también uno de una niña agachadita, muy famosa. Eso sí, no vendí nada [risas], porque eran todas piezas ya de renombre. Pero fue muy bonita aquella primera exposición.
Tu galería se convirtió también pronto en un lugar de encuentro.
Compradores de arte había al principio pocos en Sevilla, pero gente con intereses culturales, mucha. Al abrir la galería y no haber otra cosa, porque La Pasarela ya había cerrado, aquello se convirtió en efecto en un lugar de encuentro. Comenzaron a relacionarse todos con todos. Los arquitectos con los artistas plásticos, los escritores con los periodistas… También con las altas esferas, porque a mi marido lo hicieron por aquel entonces concejal de Parques y Jardines, así que empezamos a tener contacto con los políticos. Luego, todos los artistas llevaban a la galería a sus amigos, y pronto se convirtió aquello no solo en un sitio donde se mostraba y se intentaba vender arte sino en un centro de reunión para todos los que dentro de la sociedad sevillana tuvieran un mínimo de inquietud.
Sabíamos además que estábamos viviendo los últimos años del franquismo. Vislumbrábamos por tanto un gran cambio, teníamos por delante un futuro lleno de ilusión. Cada uno lo imaginaba a su manera, claro, pero para todos fue una época llena de aspiraciones, de nervios y de esperanzas. Se creó un ambiente muy bonito, ¿sabes? De algún modo allí se vivió un anticipo del ambiente que más tarde se crearía durante la Transición. Todo el mundo estaba muy hermanado. Date cuenta también de que los ecos del Mayo Francés comenzaron entonces a llegar a España. La psicodelia, el existencialismo, las trencas, las melenas… todo eso llegó a Sevilla en el setenta. ¡La minifalda! Todas llevábamos minifalda en esa época, tú calcula lo que era eso en Sevilla [risas]. Leíamos también a Camus, a Marcuse, a Sartre, a Yourcenar… La gente comenzó entonces a identificar estos aires nuevos con el arte contemporáneo.
¿Quiénes fueron tus primeros clientes?
Los aristócratas, la gente bien de la ciudad, que precisamente por lo que te contaba antes quisieron estar al día, quisieron dejar de ser unos ñoños del pasado, y la forma que tuvieron de hacerlo fue acercándose al mundo del arte.
También tuve la suerte de que algunos empresarios de renombre —como Javier Benjumea, el fundador de Abengoa, un sevillano fetén, siempre preocupado por ayudar a su Sevilla— pensaran que mi galería era una cosa buena para la ciudad. Javier iba mucho por allí, se pasaba grandes ratos charlando conmigo. Nos hicimos muy amigos. Él apoyó muchísimo a la galería en el principio, y como el arte contemporáneo tiene siempre ese tirón que te va agarrando, fue poco a poco metiéndose y entendiendo, hasta el punto de que ya hablaba de tal o cual artista. Luego María Luisa Escudero, la subdirectora del Banco de Andalucía, entonces en plena expansión, abriendo sucursales en todos los pueblos, me compraba algo todos los meses. Menuda colección tiene que tener el Banco de Andalucía comprada por ella.
También los arquitectos de la ciudad me ayudaron mucho al principio. Muchos de ellos se volcaron conmigo sin que tuviéramos además ningún tipo de acuerdo, ¿eh? Fue un apoyo espontáneo y sincero. Así, cuando alguno diseñaba una obra procuraba meter luego alguno de mis cuadros. Recuerdo que mi segunda exposición se la dediqué a Soledad Sevilla, cuando ella estaba empezando y su trabajo no tenía nada que ver con el que hace ahora, que es muy receptivo. Soledad trabajaba entonces en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid, junto a Elena Asíns y Manuel Barbadillo, y su obra artística era una cosa muy hermética. Trabajaba con unos módulos de metacrilato que tenían como un ángulo, pero en redondo, de distintos tamaños y colores, y con unos tornillitos los iba combinando y le quedaban unos cuadros de metro y medio por metro y medio. Vamos, que eran de buen tamaño. Eran obras difíciles, ¿eh? Pues vendí cinco: tres de ellas acabaron en la Sevillana de Electricidad, que acababa de abrir oficina nueva, y las otras acabaron en un hotel. Esas obras, si las expongo hoy, seguro que no las vendo. Quiero decirte con esto que sentí unos apoyos enormes al principio.
Al margen de las exposiciones temporales que organizabas, ¿de qué fondos disponías?
De los de mis artistas, que empezaron a trabajar para mí en exclusividad. Les daba una cantidad fija todos los meses. Entonces se estilaba así. Me acuerdo de que le pedí a Juana Mordó que me enviara, por favor, un modelo de contrato de los que ella tenía. Me lo mandó tachando las cantidades y los nombres, claro, y yo lo que hice fue copiar aquel modelo. Con mis artistas estipulé una cantidad de diez mil pesetas al mes, y con eso ellos podían pagar el alquiler del estudio, comprar materiales y, en definitiva, trabajar. Conmigo estaban entonces Gerardo Delgado, Teresa Duclós, Pepe Soto, José Ramón Sierra, Paco Molina, Equipo Múltiple…
Mi galería era en verdad pequeña, más que nada porque no tenía almacén. Pero como enseguida tuve mucha obra que mover, me vi obligada a coger una casita que había enfrente de la galería, una que estaba al lado de Radio Sevilla y que había sido hasta entonces el lugar de ensayo del grupo de teatro Esperpento. Aquella casa, que tenía tres pisos, me dio un gran desahogo. Gracias a ella pude hacer pronto exposiciones importantes del Equipo Crónica, Chillida… Con Eduardo y Pili, su mujer, llegué a entablar una verdadera amistad.
En aquellos primeros años trabajé una barbaridad, las cosas como son, porque en la galería solo estábamos entonces una chica y yo, y había mucho trabajo. Como tenían a artistas en exclusividad, había también que llevarles las cuentas. Para eso me inventé unos cuadernos preciosos, que incluso hoy, con todos los ordenadores que hay en la casa, seguimos usando. Mis cuadernos no fallan [risas].
Con tus artistas organizaste una exposición que dio mucho que hablar.
Sí. Aquella exposición fue muy importante para ellos, porque les supuso una gran proyección nacional. Yo he sido siempre muy ambiciosa, así que, aparte de las exposiciones que hacía en mi galería, quise mostrar fuera la obra de mis artistas. De ahí nació aquella exposición, que se llamó «Nueve pintores de Sevilla», y que fue muy bonita. Hicimos además un catálogo muy simpático. Primero expusimos en Madrid, en un museo que había entonces que se llamaba Museo de Arte Moderno, pero que solo tenía cuatro cosas. Por no tener no tenía ni director. Estaba donde ahora está el museo del traje. Luego la llevamos a Valencia, más tarde a Barcelona, y terminó volviendo a Madrid, a la galería de Juana Mordó. Y, mira, en poco tiempo toda España conoció al grupo sevillano.
Siempre digo que tuve mucha suerte de coincidir con aquel grupo de artistas, con aquella generación. Y ellos quizás también de coincidir conmigo, porque lo cierto es que entre todos llegamos a formar un equipo realmente importante.
Tienes fama de entablar relaciones muy cercanas y afectivas con tus artistas.
Como el arte es mi vida, los artistas tienen que ser entonces como de la familia. Los he intentado cuidar a todos mucho. A Paco Molina, por ejemplo, que era un prófugo, vamos, que no se había presentado cuando lo llamaron para hacer el servicio militar, lo conocí en Sevilla, trabajando a escondidas como camarero en La Cuadra, un local muy famoso de la ciudad, donde se reunía toda la bohemia. Paco Lira, el dueño, era muy buena persona y lo tuvo ahí cobijado de forma clandestina, pero, claro, sin saber muy bien qué hacer con él. Mi marido y yo íbamos mucho a La Cuadra, y allí fue donde nos lo presentaron. Hablando con él ya me contó que era de Madrid, que también era pintor y tal, y de ahí nació primero un interés mutuo y más tarde una amistad, porque Paco terminó luego trabajando para mí. Dado que teníamos mucha relación con el capitán general, conseguimos arreglarle el problemón que tenía con lo de la mili, porque aquello de la deserción era gordo, ¿eh? Evitamos que lo procesaran a cambio de que jurara bandera. Juró bandera, estuvo en el cuartel tres meses a cargo del capitán general, haciéndoles retratos a sus hijos [risas], y al término se fue para casa. Y ya el pobre fue feliz, porque no tuvo que ocultarse más.
Paco Molina fue luego uno de los que más me animó a abrir la galería. Se convirtió, claro, en uno de mis primeros artistas, y más tarde lo contraté, porque pensé que me podía dar buenos consejos. Era un chico con muy buena vista, estaba muy informado de todo lo que pasaba en el mundo del arte, no tanto porque hubiera viajado y lo hubiera visto de primera mano, sino porque leía mucho y lo asimilaba muy bien. Estuvo conmigo allí sentado dos años. ¿Por qué acabó aquella relación? Mmm… No sé si contártelo, la verdad [risas].
¿Y qué recuerdos tienes de Quico Rivas? Me consta que también tuviste una relación muy estrecha con él.
¡Ay, mi Quiquito! Quico Rivas fue también un artista al que yo representé, porque el Equipo Múltiple eran él y Juan Manuel Bonet. Precisamente, cuando Paco Molina se marchó, como ya me había acostumbrado a tener a alguien cerca, le propuse a Quico que trabajara conmigo, porque el pobre no tenía nada. Sus obras además eran muy difíciles de vender, porque eran sobre todo trabajos en papel. Equipo Múltiple, por otro lado, fueron pioneros en hacer instalaciones. Me acuerdo de verlos en Barcelona montando unas pirámides, que eran como una tienda de campaña, con unas nubes de algodón, allí los dos tirados por el suelo… Eran divinos.
Lo de Quico y Juan Manuel era tremendo. Tendrían, no sé, dieciséis o diecisiete años. Trabajan juntos en todo: eran críticos, artistas, emprendedores… Estaban siempre urdiendo. Eran graciosísimos. ¡Y muy sabiondos! Sabían muchísimo. Colaboraron los dos mucho conmigo diseñando los folletos de las exposiciones. Me acuerdo de un día que Juan Manuel me sugirió que le hiciera un homenaje a Marcel Duchamp, pero yo, así te lo digo, no sabía quién era. Y le dije: «Cuéntame quién es ese artista, pero cuéntamelo bien». Y empezó a contármelo todo, con pelos y señales, también a pensar ya en el folleto, a diseñarlo. Eran entrañables. Tengo por ahí guardados algunos de esos diseños, que son una auténtica obra de arte, lógico por otro lado, porque eran artistas de verdad. Tengo muchos, porque date cuenta de que antes, cada quince o veinte días, había que cambiar de exposición. Los visitantes que yo tenía entonces eran un grupo muy reducido. Así que al año, no sé, podía perfectamente hacer diez o doce exposiciones. Una locura. Y cada exposición tenía su folleto, que yo, además, siempre he mandado por carta a los invitados, y sigo haciéndolo, porque después de cuarenta y ocho años ya no voy a cambiar. En aquella época trabajábamos mucho con la imprenta de Joaquín Saénz. Joaquín se esmeraba muchísimo en hacerlos, eran una cosa muy artesanal, muy bonita.
Y Quico, como te comentaba, empezó a trabajar conmigo, pero, la verdad, el pobre no daba ni golpe. Lo mandabas a lo mejor a Correos, precisamente a mandar estos folletos, y tardaba horas en volver. Luego te decían: «He visto a Quico por ahí comiendo pipas» [risas]. Quico era un superdotado. Hay que ver cómo escribía. Pero ha sido siempre muy vago, muy dejado. ¡Desaprovechó tanto sus cualidades! Fue muy poco tenaz, en él era todo improvisación. Luego más adelante lo metí en ARCO, también para que me ayudara con los diseños, para que escribiera los folletos. Ha estado a mi lado toda la vida. Fíjate, diez años van a hacer ya de su muerte. Mi Quiquete… ¡Le reñía tanto! Para mí ha sido como un hijo.
Luego tuve trabajando conmigo al hermano de Gerardo Delgado, pero este estuvo a punto de meterme en un buen lío, porque era comunista. Un día llegué a la galería y me la encontré cerrada. Abrí, vi que no había nadie, y al rato me llamó Gerardo para contarme que a su hermano lo habían detenido, además en la galería. Menos mal que la gente sabía que a mí lo único que me importaba era el arte, que no hacía propaganda de nada ni de nadie, pero lo peor fue que al cabo de unos meses, en un altillo que yo tenía en la galería donde guardaba el material de papelería, me encontré varias cajas, lo menos diez, con publicidad comunista. Las había escondido allí el hermano de Gerardo. Si me llegan a pillar con eso me la cargo, ¿eh? Por más que no fueran mías. Aquello era como tener una bomba, no me acuerdo ni lo que hicimos con ellas. Cuando el hermano de Gerardo salió de la cárcel vino a pedirme disculpas, pero, la verdad, pudo haberme metido en un lío muy gordo. Cada uno puede tener sus ideas, faltaría más, y desarrollarlas como quiera, pero no tendría que haber usado mi galería, mi espacio, para ello.
Con todo, tengo entendido que el mundo del arte estuvo poco constreñido durante el franquismo.
Recuerdo que hice una vez una exposición de John Heartfield, cuyos fotomontajes están todos dedicados a denigrar el nazismo. Son todo mofas a Hitler, a Mussolini… Llené la galería con aquellos papeles y, la verdad, no vino nadie ni siquiera a ver lo que tenía allí puesto. El franquismo siempre fue muy tolerante con el arte, salvo si eras comunista, claro. No he visto a nadie que odiara más a los comunistas que Franco. Los odiaba más que los americanos, ¿eh? Más que Kennedy cuando tenía los misiles aquellos en Cuba apuntando a Washington. De hecho, yo creo que Franco se llevó tan bien con los americanos por eso. Eisenhower diría: «¿Dónde voy yo a encontrar a alguien que odie tanto a los comunistas como este?» [risas]. Era tremendo. Pero si no eras comunista, podías hacer lo que quisieras. Si organizabas alguna reunión, lo mismo se te plantaban allí un par de grises, con sus gafas negras y tal, pero a ti eso te daba igual. A mi galería no vinieron jamás. Nunca los vi fisgoneando en las inauguraciones. Y me consta que a La Pasarela tampoco fueron. Por mucho que digan, el franquismo, al menos en sus últimos años, fue algo muy llevadero. Mientras no fueras comunista la verdad es que podías hacer lo que te diera la gana. Vamos, yo hice siempre lo que me dio la santa gana.
Se dice incluso que el arte contemporáneo español fue utilizado por el franquismo para mejorar la imagen exterior del país.
Sí, pero aquello fue en verdad un proyecto de Luis González Robles, también sevillano, por cierto, que perteneció al régimen, no te digo que no, puesto que era director general del Ministerio de Cultura. Pero lo suyo, ya te digo, fue una apuesta muy personal. Él siempre fue consciente de que el arte era una cosa importante, que estaba por encima de la política y las ideas. Eso era algo que tenía claro, y por eso apoyó tanto la presencia del arte español en las distintas bienales, sobre todo en la de Venecia. Todas las bienales eran escaparates para el mundo, y si algún artista español ganaba allí un premio, como fue el caso de Chillida, Millares o Saura, pues lógicamente era también buena prensa para España. Salían todos beneficiados al final, incluidos nosotros, los galeristas. La labor exterior que hizo González Robles fue muy importante.
¿Cómo te las arreglaste para hacer exposiciones de artistas internacionales? Me consta que en los setenta expusiste a Richard Hamilton, a David Hockney…
Fueron muy complicadas de montar, sí. Muchas de ellas las pude hacer gracias a un amigo arquitecto que tenía relaciones y me ayudaba a importar las obras. Las hice también de Man Ray, Robert Rauschenberg, Frank Stella… Las Marilyn de Andy Warhol las tuve yo en la galería. Noventa mil pesetas valían cada una, fíjate [risas]. Las fotografías de Man Ray valían ya en cambio un millón de pesetas. Cierto es que luego se vendieron en cien millones, pero un millón de pesetas en aquella época no lo tenía nadie. A Andy Warhol lo conocí más tarde, cuando estuvo en Madrid. Tengo una foto con él y todo.
Mira, yo siempre he tenido muy claro que el arte es universal. Y lo mismo que desde el principio procuré hacer exposiciones de artistas internacionales, traté también de que mis artistas se codearan, en la medida de lo posible, en el extranjero.
Fuiste de hecho pionera en buscar mercado fuera de España.
Con la muerte de Franco sabíamos todos que la situación ineludiblemente iba a cambiar. Para un lado o para otro, para bien o para mal, pero la cosa igual no iba a seguir porque el franquismo era Franco. Fueros momentos duros, difíciles, que vivimos un poco asustados, porque siempre tuvimos el temor de que se produjera un golpe militar. Estuvimos así unos años, como perros sin amo, expectantes, improvisando. Y, claro, en ese ambiente, en lo último en lo que pensaba uno era en el arte. Los galeristas lo pasamos muy mal con la llegada de la democracia, porque la gente dejó no solo de entrar sino de comprar. Estaba todo el mundo pendiente de los mítines, de la política. Y era lógico, por otra parte, claro. Así que fue justo en esos años cuando comencé a salir fuera, a viajar todo lo que pude, visitando ferias y bienales. Me las recorrí todas. Y me di cuenta enseguida de que aquellas ferias internacionales, que tantas facilidades daban a las galerías, eran nuestra única salvación.
De ahí nace la idea de ARCO.
En efecto. Lo primero que pensé fue: «¿Quién puede organizar en España unas ferias como estas?». Estuve pensando y pensando, pero no di con nadie. Así que me dije: «La tendré que hacer yo» [risas]. Te estoy hablando del año 1979, ¿eh? La siguiente cuestión fue: «¿Dónde?». Sevilla la descarté a la primera, porque allí no había infraestructura. No tenía entonces aeropuerto, el tren que había te puedes imaginar cómo era, una birria. Las tres únicas ciudades que tenían entonces feria de arte eran Barcelona, Valencia y Bilbao. Bilbao también la descarté porque en aquel momento lo de ETA era terrible. Y entre Valencia y Barcelona me decanté por Barcelona, así que contacté con el director de su feria, que entones era Paco Sanuy, le expuse mi proyecto, lo habló con su presidente, y a los cuatro o cinco días me llamó para decirme que no.
Estuve entonces como seis meses sin saber qué hacer, hasta que un día leí en el periódico que el alcalde de Madrid, Tierno Galván, iba a inaugurar IFEMA. Y me dije: «Tate, esta es la mía». Me fui a Madrid corriendo y, fíjate la casualidad, de director de arte se habían traído a Paco Sanuy, que ya conocía perfectamente mi proyecto. «¿Y ahora qué?», le dije. Y me respondió: «Pues ahora creo que sí, porque a Adrián Piera, el presidente de IFEMA, le encanta el arte contemporáneo». Paco me mandó de vuelta a Sevilla, y a los tres días se plantó allí con Adrián, que por lo visto quería conocer en persona a la señora aquella que se le había ocurrido semejante cosa [risas]. Nos fuimos a cenar a El Burladero, y allí mismo le conté a Adrián el proyecto, que yo tenía ya todo pensado porque estaba convencida de que eso iba a salir sí o sí, y, la verdad, le contagié mi entusiasmo. A mí lo de contagiar el entusiasmo se me ha dado siempre muy bien. Nos pusimos también a pensar en el nombre, y jugando con las palabras «ARte» y «COntemporáneo» salió aquello de ARCO.
ARCO se inaugura en 1982, en un momento en que Madrid está en plena ebullición. ¿Cómo viviste aquella primera edición?
Fue muy emocionante, la verdad, porque hubo que inventárselo todo. En cuanto Adrián me dio luz verde lo primero que hice fue crear un comité organizador con otros galeristas de España, porque había visto que eso es lo que se hacía en las ferias internacionales. Me fui entonces a Barcelona, a Valencia, a Bilbao, invité a los galeristas más conocidos, y monté aquel comité, en el que todos me decían: «Ojalá salgo esto para adelante, Juana, sería maravilloso, pero lo vemos muy difícil». La única que me dio ánimos de verdad fue Juana Mordó. Fue la única que acogió la idea con verdadero entusiasmo y eso que ella ya estaba muy mayorcita. Su confianza me dio entonces mucha fuerza, porque al resto de galeristas, como te digo, los vi siempre muy reticentes. Luego monté mi equipo, con Quico Rivas escribiéndome los textos y Diego Lara de diseñador. Los diseños de Diego eran maravillosos, llamaron siempre mucho la atención.
También tengo que decir que los medios, la prensa, me apoyaron una barbaridad, estuvieron siempre conmigo. ARCO no hubiera salido nunca para adelante si no hubiera recibido tantos apoyos externos. Date cuenta de que a principios de los ochenta no había en España ni un solo museo de arte contemporáneo. El país estaba empobrecido, apenas quedaban coleccionistas. La situación era dura de verdad. España había despertado mucho interés fuera. Había una gran expectación puesta en Madrid y en Madrid tuvimos la gran suerte de que apareciera Adrián Piera, que fue un hombre extraordinario con quien trabé una gran amistad. También tuvimos la suerte de tener aquí a Tierno Galván, que quiso rápidamente transformar Madrid en una gran ciudad contemporánea. Ese fue su empeño verdadero, y todo lo que le sonara a que podía ayudar a conseguirlo, lo apoyaba. Él vio al instante que ARCO era un instrumento magnífico para convertir Madrid en lo que luego fue. Me apoyó muchísimo, fue maravilloso. Tenía además línea directa con él. Lo llamaba y le decía: «Date un paseíto esta tarde por la feria, que viene fulanito y quiero que lo veas». ¡Y venía!
Y no tuve apoyo solo del Ayuntamiento, porque la ministra de Cultura era entonces Soledad Becerril y el ministro de Hacienda Jaime García Añoveros, los dos de Sevilla, los dos amigos míos de toda la vida. Ellos también me ayudaron a montar ARCO. La intervención de Jaime fue de hecho crucial, porque entonces el arte estaba gravado con el impuesto sobre el lujo, que era del veinticinco por ciento. Yo pensaba: «Como le tenga que decir a las galerías extranjeras que en España el arte está considerado un lujo y que por todo lo que vendan aquí van a tener que pagar un veinticinco por ciento adicional no me viene ninguna». Así que me reuní un día con Jaime y le dije: «O me quitas el impuesto o no hay feria». Al final me hizo un estudio garabatoso, y agarrándose a una ley de 1929, que decía que si entraba en España una obra de arte que viniera a incrementar el patrimonio nacional quedaría exenta de impuestos, pudimos sortear aquello. Tuve luego que pedirles a todos los galeristas extranjeros que me hicieran una lista exhaustiva con las piezas que iban a traer y con esa lista me iba yo al Ministerio de Cultura, con los que ya estaba compinchada a través de Soledad, para que me sellaran que aquello eran en efecto obras que si entraban en España incrementarían nuestro patrimonio. Con todo eso me iba luego a Hacienda, lo depositaba allí, y ya, en la aduana, si veían que la pieza estaba en la lista, pasaba sin pagar nada.
Fíjate la que tuve que montar para hacer ARCO. Fue un esfuerzo sobrehumano, pero sentí siempre que me acompañaba la providencia. Tuve mucha suerte. Todo me salió bien. Fueron tiempos en los que, de algún modo, todo el mundo sabía que tenía que empujar para el mismo lado. Nos animaba entonces el mismo espíritu. No sabíamos lo que era, porque nadie hablaba de movida madrileña ni nada parecido, pero tenía mucho que ver con el espíritu de la Transición, que yo defiendo mucho. Para mí la Transición fue modélica. Ahora se la critica mucho y tal, pero ahora es fácil hablar. Hay que ponerse en situación, y pensar que en aquel momento, tras la muerte de Franco, que tenía el poder absoluto, se creó un vacío muy grande que hubo que rellenar como se pudo. Aquello fue un auténtico encaje de bolillos, donde cada uno hizo lo que creía que tenía que hacer para sacar el país hacia adelante. Y salió. Madrid en los ochenta llegó a ser la sorpresa del mundo entero. La gente que venía de fuera siempre me preguntaba: «¿Aquí no se duerme, verdad?». Porque veían que la gente salía de noche, se iba de copas, se acostaba a las tantas, pero al día siguiente estaban todos en su puesto de trabajo. Yo les decía: «Es que aquí en España tenemos un secreto: la siesta» [risas]. Aquella fue una época muy importante y muy bonita para Madrid.
En 1983 abres por fin galería en Madrid, manteniendo la de Sevilla y dirigiendo ARCO. ¿Cómo diste abasto?
Por culpa de ARCO, claro, empecé a viajar muchísimo a Madrid. Cada vez que venía me quedaba además a dormir en casa de mis padres, en mi cuarto de soltera, que lo conservaba todavía [risas]. Llegó un momento en que pasaba más tiempo en Madrid que en Sevilla, así que decidí abrir aquí una nueva galería, también porque la otra iba ya muy mal. Lo que ganaba con ARCO lo utilizaba en verdad para compensar lo que perdía en Sevilla. Mari Carmen, la chica que trabajaba conmigo, me decía siempre: «Es que usted es tonta, Juana. ¡Cierre ya la galería de Sevilla!». Pero yo no quería, me resistía. Es más, al poco de abrir la de Madrid me mudé a un local nuevo en Sevilla, que ya cerré definitivamente, con mucha pena, en 2004.
Aquellos años fueron una locura, sí. Porque además de tener las dos galerías y dirigir ARCO era presidenta de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas. Lo fui durante ocho años. A los animales les he dedicado gran parte de mi vida. He hecho un montón de cosas por ellos. Fíjate, yo, que soy antitaurina, llegué a organizar tres corridas de toros para conseguir dinero para la asociación [risas]. Organicé también muchas subastas de arte. ¡Ni te imaginas lo que fui capaz de recaudar! Una vez una viejecita nos dejó en herencia ochocientas mil pesetas, a cambio de que cuidáramos de sus gatos, que tenía lo menos diez o doce. Fui con el practicante a su casa a buscar los gatos, para recogerlos, pero no hubo forma. Eran malísimos. Me llenaron las manos de arañazos. Solo pude coger uno, que fue el único al que pudimos cuidar. El resto se perdió por ahí. Me acuerdo mucho de esta señora, porque seguro que estará en el cielo arrepentida del dinero que nos dio [risas].
En fin, esa era mi vida entonces. Había días que ni dormía. Me daba el amanecer aquí, me duchaba, cogía el tren, me iba para Sevilla, veía cómo estaban mis hijas, le daba una vuelta a la galería, y me volvía. Así estuve muchos años, al menos hasta 1986, cuando me obligaron a dejar la dirección de ARCO.
¿Cómo viviste aquel momento en que, en pleno éxito de la feria, algunos de tus colegas pidieron tu dimisión?
Al principio estaban todos contentísimos conmigo: «Ay, Juana, qué bien ha salido esto». Estaban felices, porque además se vendió y todo. Vino mucha gente de fuera. La segunda edición también fue muy bien, pero ahí ya el nombre de Juana empezó a sonar demasiado. Para la tercera edición comenzaron a llamarme «Juana de ARCO». Ese fue un mote que se inventaron fuera, ¿eh? Me empezaron a llamar así en el extranjero, porque yo seguí yendo mucho a las ferias internacionales. Se me veía en todas partes. Iba a todas las bienales para promocionar ARCO, y, la verdad, llegué a ser muy reconocida a nivel internacional. Y ahí ya empezaron a saltar las voces discordantes, porque, claro, una galerista al frente de ARCO, ¿eso cómo podía ser? Al final se beneficiaba de aquello, con tantos contactos y tal… Y yo les decía: «Claro. Si la feria la he montado yo. ¿Cómo no me voy a beneficiar de mi hazaña? Si me llega a salir mal me hubiera vuelto a Sevilla con el rabo entre las piernas». El caso es que unos cuantos empezaron a decirle a Adrián que me tenían que destituir como directora, pero él les decía: «¿Y a quién pongo? Juana ahora mismo es imprescindible». Adrián me defendía, pero la cosa empezó a calentarse y ya al quinto ARCO le llegó una carta firmada por la presidenta de la Asociación de Galeristas, a la cual yo pertenecía, exigiendo mi destitución. Adrián se negó, porque en ese momento estábamos además en pleno diseño de la próxima edición. Pero yo presenté mi dimisión. Dije que acabaría la feria que tenía entre manos y a su término me iría. Me acuerdo de que Paco Calvo me dijo: «¿De verdad lo vas a dejar? ¡Pero si ARCO eres tú!». La gente no se lo creía. Pero, bueno, al final no pasó nada. Entró de directora Rosina Gómez-Baeza y lo hizo bien.
¿Es ingrato el mundo del arte contemporáneo español?
Mira, en cuanto dejé de dirigir ARCO, todos volvieron a ser mis amigos. Fue claramente una cuestión de envidia, nada más. Lo único que querían es que me marchara, pero yo he seguido yendo todos los años, y seguiré apoyando la feria mientras viva.
Pues poco he aprendido leyendo la entrevista, salvo algo de relaciones sociales, más castizo y añejo que proustiano…
Lo malo de enrique tierno Galvan es la responsabilidad que tuvo en la condena y muerte de cientos de miles de personas. Este Alcalde, desde su atalaya institucional, animaba al consumo de drogas. Si el alcalde de una ciudad como Madrid te anima e incita al consumo de estupefacientes, obviamente crees que esas sustancias no pueden tener nada de malo. Más aún si tienes 14 años. Este hombre posiblemente creía que sería más cercano y más progre si animaba a la juventud a colocarse, pero lo que hizo fue condenar a cientos de miles de jóvenes de Madrid y de toda España a la dependencia, a la adicción, al mono, al sida, a la enfermedad mental y finalmente a la sobredosis o al suicidio. Y esto aún nadie se lo ha recordado al psoe. Yo no puedo evitarlo, por razones obvias.
Ahora va a resultar que Tierno Galván repartía drogas en la puerta de los colegios. Era un alcalde culto, cosa que no se puede decir de los que vinieron después. Decir que se dedicó a promover el consumo de drogas es como decir que Fernando Arrabal lo mas importante que hizo es tomar ginebra. Cuanto puritanismo o cómo dicen en México : ¡Qué falta de ignorancia!
Se puede hacer una segunda parte hablando de la Biacs, la Bienal de Arte de Sevilla
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