En Ucrania a los cowboys y a los piratas se los ha llamado cosacos. Todos forman parte de una misma familia mítica de hombres en los confines de la ley, duros, temibles y libres. Nos muestran que abrir nuevos y grandes campos de libertad es siempre algo peligroso y violento. En el caso ucraniano, una tierra de frontera donde han chocado y arrasado grandes imperios, sin apenas referentes históricos fuertes para cimentar la nación, los cosacos han perdurado como símbolo de la libertad del país. Un símbolo heroico y atractivo, tan violento, fanático y oscuro como lo era su época.
Eran fuertes y llevaban grandes mostachos, botas rojas y pantalones anchos. Se afeitaban la cabeza, dejando solo un largo mechón de pelo que les caía hacia delante. Comían y bebían tanto como indica su nombre. Tarás Bulba, el cosaco romántico creado por Gógol, es claro al respecto: «No queremos pasteles con miel ni guisaditos. Danos un carnero entero o una cabra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos aguardiente, mucho aguardiente; pero no de ese que está compuesto con toda especie de ingredientes, pasas y otras porquerías, sino un aguardiente puro, que bulla y espume como un rabioso». También cantaban y bailaban como si no hubiera mañana, pero su auténtico hábitat era la guerra y la violencia.
Sus orígenes en el siglo XV se desarrollan, como los de los cowboys o los piratas, en un territorio en disputa, inestable y lleno de nómadas: en este caso, en la gran extensión —sin apenas ley— del centro y el sur de Ucrania, zona que actuaba como frontera entre dos potencias rivales, el kanato de los tártaros de Crimea y la Mancomunidad de Polonia y Lituania. La línea de fortalezas que los duques de Lituania crearon para bloquear a los musulmanes tártaros se empezó a llenar de fugitivos de orígenes diversos —algunos nobles, muchos campesinos, antiguos criminales o esclavos— que buscaron, en este territorio alejado del centro de los imperios, un espacio de libertad en el que poder escapar de su pasado y de las imposiciones de su tiempo. Por algo la palabra «cosaco» —que viene del idioma kazajo— significa ‘hombre libre’ o ‘aventurero’. Aunque en principio servían a polacos y lituanos, los cosacos irán definiendo cada vez más una sociedad propia, semiindependiente de los grandes poderes. Aunque siempre serán más un estilo de vida que una comunidad política fuerte.
El método para conseguir su libertad, para impedir que un gran imperio los avasallara, era la guerra. Era una libertad que, más que progresar, volvía al «estado de naturaleza» del que hablaba Hobbes, donde se es libre para hacer muchas cosas, incluidas las más violentas. Su justificación para batallar era la religión ortodoxa. En sus combates contra los tártaros y turcos —los cosacos quemaron Constantinopla dos veces— varios Estados europeos los vieron como nuevos cruzados contra el islam. Una justificación parecida a la que utilizaban los corsarios católicos y los piratas musulmanes apoyados por los otomanos, que también saqueaban al margen de la ley con el apoyo de una gran potencia y la legitimidad de un credo. Pero la furia ortodoxa de los cosacos no solo iba contra los musulmanes: «Andréi retrocedió involuntariamente a la vista de un monje católico, objeto de odio y desprecio para los cosacos, que les trataban todavía más inhumanamente que a los judíos», dejó escrito Gógol en Tarás Bulba.
La capital de los cosacos ucranianos fue la Sich de Zaporozhia, una ciudad situada en la isla Jórtytsia en el sur del río Dniéper, que cruza Ucrania de arriba a abajo. Allí se reunían los cosacos de toda la región, tomando decisiones a través de una asamblea semidemocrática llamada Rada. Las normas del Sich de Zaporozhia eran militaristas y los castigos duros y violentos, un poco al estilo espartano, aunque —en buena parte— bastante más libres que las sociedades de las que provenían aquellos fugitivos que se habían unido a los cosacos. Las mujeres no podían entrar en la Sich. Había gran variedad de comerciantes internacionales, armenios, judíos, moldavos o tártaros, siempre alerta ante un arranque de ira cosaca, que podía costarles el negocio y la vida.
Dos factores han determinado el destino de los cosacos ucranianos: su ímpetu guerrero y su situación geográfica. Cuando empezaron a tomar fuerza, sus primeros ataques se dirigieron contra sus vecinos más cercanos, los polacos católicos. Para evitar más ataques de esta nueva fuerza que se estaba formando en su frontera, los nobles de Polonia decidieron «contratar» a los cosacos para que atacaran a dos de sus enemigos: a los del sur, los tártaros y turcos, y a los del este, los moscovitas. Eso hizo que los cosacos dividieran sus lealtades: algunos se pusieron al servicio de Polonia mientras que otros se mantuvieron independientes, aunque la gran mayoría iban variando de bando según las circunstancias, el odio o las ganancias que ofrecía cada oportunidad. El desarrollo de las armas de fuego fue esencial en su lucha contra la potente caballería tártara. Consiguieron muchísimos esclavos de estas batallas, rompiendo el negocio que los tártaros de Crimea habían construido en el mar Negro, con el que proveían de siervos a los turcos y a otros reinos de Europa Oriental.
Pero el impetuoso espíritu cosaco se volvió varias veces contra Polonia, que, a la vez, intentaba dominarlos cada vez más. Esta lucha antipolaca acabaría reconfigurando la relación de fuerzas en el este de Europa. El debilitamiento de la Mancomunidad de Polonia y Lituania —junto con la otomana— daría pie a una nueva potencia dominante en la zona: Rusia. Los cosacos ucranianos tendrían un papel clave en la transformación a un nuevo equilibrio de poder.
La rebelión más importante y sangrienta contra los polacos la encabezó el hetman —líder cosaco— Bogdán Jmelnitski, una de las figuras más influyentes de la «mitología» nacional ucraniana. Sus méritos son contradictorios pero decisivos. Para muchos ucranianos es un pionero de la independencia nacional, que luchó para liberar a las gentes del yugo polaco —por eso en Varsovia es visto como el traidor que debilitó la Mancomunidad y propició su extinción—. Para los rusos es uno de los creadores de la gran «hermandad» entre Ucrania y Rusia, lo que, en parte, supuso la sustitución del viejo imperio dominador polaco por un nuevo imperio dominador ruso. Jmelnitski es así una figura potente y equilibrada, defensor de la Ucrania libre y, a la vez, amigo de Rusia: en Kiev, frente a la catedral de Santa Sofía, todavía sobrevive una heroica estatua del hetman, que apunta con su maza en dirección a Moscú. Un símbolo de los equilibrios que Ucrania ha tenido que realizar en los últimos siglos, haciendo de puente —o de campo de batalla— entre Moscú y Europa Central.
La historia de la rebelión de Jmelnitski representa la lucha de poderes de una época, pero también el espíritu espontáneo y violento de los cosacos. El origen, el contexto y la vida joven de Jmelnitski —en principio— lo alejaban de la revuelta. Nació hacia 1595 en una familia noble y ortodoxa de la Ucrania central. Fue educado por los jesuitas en Jarosław, una ciudad polaca cerca de la actual frontera con Ucrania. Después se unió al ejército polaco, como hacía buena parte de la nobleza del momento. Peleó contra quien tenía que pelear, contra los turcos en Moldavia. Lo capturaron durante dos años. Después se retiró a las tierras agrícolas de su familia, donde pasó veinticinco años. Tuvo una vida relativamente tranquila: fue ascendiendo entre los rangos cosacos, evitó meterse en ningún levantamiento o nueva guerra y se ocupó de su familia y sus negocios en paz.
Y entonces sucedió uno de esos hechos imprevisibles, decisiones que nacen de la ira de un hombre y acaban haciendo temblar imperios. Con más de cincuenta años, Jmelnitski se peleó con un vecino polaco y este, cuando el cosaco estaba ausente, aprovechó para saquear sus tierras, matar a su hijo y secuestrar a la mujer con la que iba a casarse. Jmelnitski pidió reparaciones a las cortes polacas, y estas se negaron. En su sangre bullía la venganza. ¿Cuál fue la solución del cosaco? Cabalgar hasta la Sich de Zaporozhia, y alzar a sus hermanos en guerra contra Polonia.
A la venganza personal se añadían cuestiones políticas. El margen de libertad que los nobles polacos estaban dejando a los cosacos era cada vez menor. La aspiración de Polonia de consolidar el control de su territorio chocaba con los deseos cosacos de preservar —e incluso aumentar— su autonomía política y religiosa. La venganza de Jmelnitski abrió la oportunidad para que los cosacos pudieran revertir la presión polaca en el «territorio libre» que consideraban suyo.
Jmelnitski buscó nuevos aliados entre sus antiguos enemigos, unos que quisieran combatir a los polacos tanto como él: los tártaros de Crimea, que vieron el conflicto contra Polonia como una excelente manera de conseguir esclavos para sus mercados marítimos, consiguiéndolos en cada pueblo que saqueaban junto a los cosacos. La alianza fue un éxito: las huestes de Jmelnitski ganaron batalla tras batalla avanzando hacia Varsovia, el corazón de Polonia. Gran parte de los campesinos ucranianos también aprovecharon para alzarse en armas, asesinando nobles polacos, funcionarios reales, monjes y sobre todo judíos. Los pogromos de la rebelión de Jmelnitski han quedado para la posteridad como uno de los episodios más oscuros de la historia antisemita de Ucrania.
Después de conquistar casi toda la Ucrania central y occidental, Jmelnitski sufrió una importante derrota contra los polacos, después de que sus aliados tártaros lo abandonaran. Si quería mantener su lucha, debía encontrar un nuevo apoyo. Decidió mirar hacia las lejanas estepas del este. Los rusos, a mitad del siglo XVII, no eran una potencia comparable a los grandes poderes europeos. Su población era la mitad que la de Francia, y la mayoría de sus tierras se extendían hacia la despoblada Siberia. Tenían necesidad de expandir su imperio hacia Europa, y la circunstancia límite de Jmelnitski fue un buen camino para conseguirlo. Ucrania, definitivamente, dejaría de mirar hacia Varsovia y lo haría hacia Moscú. El zar pasaría de ser «el autócrata de toda Rusia» al «autócrata de toda la Gran y Pequeña Rusia», término con el que el Imperio ruso se ha referido al territorio ucraniano desde entonces.
Con esta nueva alianza, la guerra en Ucrania seguiría con enfrentamientos entre polacos, rusos, tártaros y cosacos, hasta que Varsovia y Moscú decidieron firmar un acuerdo de paz, que entregaba a Rusia las tierras ucranianas al este del río Dnieper. Es decir, la mitad derecha de Ucrania. Posteriormente, los cosacos mantendrían una relación con el Imperio ruso que, progresivamente, acabaría con su extinción. Durante el reinado de Pedro el Grande, a principios del siglo XVIII, el líder cosaco Iván Mazepa quiso dejar de lado a Moscú, y aliarse con los suecos en contra de Rusia. Fue una mala elección: Mazepa acabó derrotado, y los cosacos tendrían cada vez menos poder e influencia en su territorio natural. Militares rusos tomarían el control de los regimientos cosacos, y Catalina II —que ya no los necesitaba como fuerza de choque contra los turcos— les dio el toque de gracia. Dividió su territorio, destruyó la Sich de Zaporozhia, dio privilegios nobiliarios rusos a varios líderes cosacos, deportó a buena parte de los guerreros e intentó borrar su memoria colectiva. Con el monopolio del poder en una sola mano, Catalina pacificó ese territorio «libre» que había vivido el asedio de cosacos y tártaros durante decenas de generaciones. Ahora mandaba el Imperio.
Aquí finalizaría la historia «real» cosaca, aunque otra perduraría hasta ahora. A mediados del siglo XIX, el poeta nacionalista ucraniano Tarás Shevchenko se dejó bigote cosaco para exaltar mediante su físico el patriotismo de su literatura. En la guerra civil rusa de 1919, huestes «cosacas» blancas masacraron de manera feroz a «judíos comunistas» en múltiples ciudades de Ucrania. Durante la transición democrática postsoviética, el Parlamento nacional ucraniano cogió su nombre de la Rada, la vieja asamblea cosaca. En la actual guerra del Donbás, varios paramilitares se siguen autodenominando cosacos, tanto en el bando nacionalista como en el ruso.
Muy interesante el artículo. Una par de apuntes:
Lo que les daría Catalina a los cosacos, digo yo que sería el tiro de gracia. Un toque de gracia es otra cosa.
El otro es que cualquier guerra, rebelión, disturbio, borrachera colectiva, o fiesta patronal, ha sido una buena excusa a lo largo de los siglos para montar una matanza de judíos.
Solamente una puntualización: que el parlamento ucraniano se llame «Rada» no es un guiño a la historia ni a los cosacos. Esa palabra ya se viene usando para los sóviets y parlamentos de Ucrania desde hace muchísimo tiempo. Vamos, que aunque el origen esté en la época cosaca, «rada» en ucraniano significa «consejo», «asamblea» o «parlamento». Así que el parlamente actual se llama Verjovna Rada (Parlamento Supremo) tal cual, sin connotaciones históricas ni políticas de ningún tipo.
De hecho, «sóviet» en ucraniano es «rada»; unión soviética «radyanskiy soyuz». Y así ha sido desde la constitución de la URSS.
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