Últimamente se cuelan en todas las retransmisiones futbolísticas. La cámara gira hacia el graderío y ellos reaccionan, raudos, como si el único motivo de su presencia allí fuera precisamente ese momento. Se les ilumina el rostro porque van a salir en la tele. ¡En la tele! Un logro reservado a aquellos que pasean por la ciudad en plena ola de calor o los que repostan cuando sube la gasolina. Luego están los que se descubren en las pantallas del estadio y, en lugar de buscar la cámara, saludan directamente al videomarcador, conformando un plano todavía más ridículo. Genios. Eso sí, hay que concederles la habilidad para encontrarse. ¿Adónde están mirando? Yo, en el descanso, o meo lo bebido en la previa o rezo para que la suerte cambie o comento la película en el vomitorio. Y ya con el balón en juego no me percataría ni de que la aurora boreal se estuviese produciendo a mi vera. ¿Cómo se da cuenta esta gente tan rápidamente de que les están enfocando? Y, sobre todo, ¿por qué carajo sonríen? ¿Qué es tan gracioso? ¡Que está perdiendo tu equipo, espabilado!
Pero bueno, podría ser peor. Podrían estar grabando con el móvil. El origen de la avería cerebral de esos tipos es un misterio tan insondable como la identidad de Jack el Destripador. Incomprensiblemente, proliferan por todas partes. Palpan sus teléfonos con las yemas de los dedos, prestos para el duelo por dilucidar qué pistolero desenfunda antes, y comparan las marcas y modelos de sus terminales como el que presume de una Colt 45 o Dragoon. Graban siempre, en cualquier lugar, tan absortos que entran ganas de darles unas instrucciones básicas: si te ves en una situación de peligro, huye, alma de cántaro, no grabes con el móvil. Si has pagado por asistir a un espectáculo en directo, no lo veas a través de una pantalla, disfruta y no grabes con el móvil (lo siento, ni ese ni ningún otro vídeo te hará rico en YouTube). Si te cruzas con alguien que se ha tomado algo y va tan a gusto como para no querer recordarlo al día siguiente, hazme el favor, no grabes con el móvil. Deja a la gente en paz y, sobre todo, no grabes con el móvil cuando a ti no te gustaría ser grabado.
En el fútbol, los que sacan el teléfono a la mínima quedan retratados. Hay una estampa cristalina: la estrellita de turno se acerca al córner y surgen decenas de flashes, como un amenazante ejército de luciérnagas al acecho. Esto separa al aficionado del turista. Si el jugador pertenece a tu equipo, estás acostumbrado a verlo cada semana y no existe emoción alguna en que patee un balón parado. Y si es un rival, prefieres que se parta la pierna en siete trozos antes que ponerte a echarle fotitos. Por no hablar de que alrededor del terreno de juego ya hay unos señores con petos, talento y cámaras profesionales que se dedican a recoger cuanto allí suceda como si les pagaran. Basta echar un vistazo a los medios donde publican para disfrutar su trabajo, cuyo resultado siempre, pero siempre, será superior al de las luciérnagas, sin importar cuántos cientos de euros hayan pagado por sus megapíxeles.
Al turista le importa poco o nada el abusivo precio de las entradas. Total, él solo pasa por caja una vez y, ya que va, quiere la experiencia completa: Bernabéu, Rey León y excursión en autobús a Toledo. Por supuesto, no pasa nada porque un grupo de foráneos acuda a un partido. Me he encontrado con una quincena de chavales estadounidenses que ni siquiera sabían muy bien cómo funcionaban las reglas de este deporte disfrutando de la Fiore en el Artemio Franchi, o a japoneses cocidos bajo el sol en recintos del sur de España, abanicándose como si de ello dependiera su supervivencia. Siempre que quede en la anécdota que debería ser, todo correcto.
El problema de promocionar los estadios como una parada más del itinerario turístico es que, si se descontrola, desaparece el ambiente y, tras él, cualquier rasgo identitario. Sucede especialmente en los grandes estadios, da igual la fama que arrastren. Old Trafford, sin ir más lejos. Pero entre el señor que creyó conveniente usar el mango de su paraguas para pescar el cuello del linier (ante mis tiernos ojos de diez años) en una fase de ascenso al grupo X de Tercera División y el turista que porta orgulloso su bolsa de la tienda oficial tiene que haber un punto intermedio. Prometo que lo he visto. Se llama aficionado de toda la vida.
Para el dirigente, este sujeto (otrora su único sustento) puede llegar a resultar incómodo. Por eso lo exprime cada vez más, subiendo el precio de abonos y entradas. Que pague y calle. Total, si un día dice hasta aquí hemos llegado, seguro que otros hacen cola para ocupar su sitio. Lógica caciquil. Y, cuando se marche, lo más probable es que contrate la metadona del canal de pago que, al fin y al cabo, es lo que mantiene el chiringuito. Además, el aficionado fiel tiene una costumbre muy fea: protesta cuando la pelotita no entra. Y no solo eso. Comete la insania de percibir su club como algo arraigado a la comunidad, por lo que es capaz de proferir cánticos u organizarse para protestar si los que mandan diversifican sus funciones, esto es, cuando el puesto en la directiva se les queda pequeño y se meten a chorizos para complementar su sueldo. Que esa es otra. Ir al fútbol como aficionado de a pie te convierte en delincuente potencial. Y a los del palco los agasajan, a pesar de que allí, en proporción, suelen acumularse más delitos que en el resto del estadio.
¿Cómo se hace alguien de un equipo? Los caminos son inescrutables. Obviamente, aún resiste la vía más tradicional de todas, que no es otra que seguir el ejemplo de algún familiar cercano. Apechugar con lo que se ha mamado en casa desde pequeño, en definitiva. Bien. Aunque tampoco obviemos que hay herencias que, más que un emotivo legado, por momentos son una verdadera desgracia; una cruz con la que cargar a cuestas durante toda la vida. Como contraposición encontramos a los cegados por el brillo de los trofeos, esos que se arriman al sol que más calienta. Si actúan así en algo como el fútbol, ¿qué no harán con el resto de su vida, con lo importante? Aterra solo de pensarlo. El disparate alcanza el punto álgido cuando se enfrenta al equipo de su tierra y, por esos deliciosos milagros cada vez más escasos, el grande pierde. Entonces presume de todos los trofeos que ellos han ganado, no como sus infelices vecinos, que penan en el estadio sin un mísero título que llevarse a la boca. A quién se le ocurre, cuando podrían celebrar Copas de Europa sin moverse del sofá o, como mucho, haciendo el imbécil en la fuente del pueblo.
Los nuevos tiempos también traen aparejadas otras maneras de acercarse a un club. Actualmente, la desmedida atención mediática se dedica de manera exclusiva a los conjuntos más poderosos, tanto a nivel nacional como global. Por ello, porque la cobertura alcanza cualquier rincón del planeta, ya no resulta extraño encontrarse con encendidas discusiones tuiteras entre individuos separados por miles de kilómetros de los escudos o jugadores que lucen en sus fotos de perfil. Muchos ni siquiera sabrían situar en el mapa la ciudad donde juegan de local. Esta penetración en el mercado nacional no se circunscribe únicamente a aquellos países con una tradición balompédica discreta. De un tiempo a esta parte, en Argentina (quizás el país donde más fútbol se respira del mundo) ya es una escena cotidiana cruzarse por la calle a gente portando camisetas de equipos europeos. Y comentando detalles muy específicos de su actualidad diaria. Esto, antes, era impensable.
También se ha disparado el culto al jugador, y hasta al entrenador. Hay quien se convierte en acérrimo seguidor de un conjunto según dónde desempeñe su función un profesional concreto. Y, cuando se marcha, se lleva a sus seguidores con él. Incluso, hoy en día, la gente le coge cariño a un determinado equipo en función de la felicidad que sea capaz de aportarle en un videojuego. Sí, esos que van a lo fácil y arrancan su aventura en el FIFA o el PES con, por ejemplo, el París Saint-Germain o el Manchester City. Luego, en los partidos de carne y hueso, terminan deseando su victoria sin que exista otro nexo más palpable que el criterio de los desarrolladores del juego para evaluar las características de los jugadores (algo que, dicho sea de paso, daría para una exacerbada discusión aparte).
Los que no ven problema alguno con este nueva corriente, o los que incluso la defienden, pretenden deslegitimar las quejas tildándolas de arrebato nostálgico. Su objetivo es que te sientas poco menos que Abe Simpson gritándole a una nube. Sí, la reticencia a cualquier clase de cambio a menudo se fundamenta en el deseo de que todo permanezca tal y como nos lo encontramos cuando llegamos. Confundir experiencia con idoneidad. Y eso, obviamente, es una estupidez como un piano. Sin embargo, no menos cierto es que abundan los que aprovechan para tratar de vendernos a precio de oro auténtica mierda empaquetada con la reluciente etiqueta del progreso. Pocos ámbitos como el futbolístico lo ponen tan de manifiesto.
Puntualiza Galder Reguera, autor del maravilloso Hijos del fútbol (Lince Ediciones), que, al final, uno no es del equipo que le hace sonreír, sino del que le hace llorar. Y es que claro que es posible acoger nuevas simpatías, y hasta sentirse seguidor de un club por motivos que a la vista de otros ojos resultarían espurios. Faltaría más. Se pueden disfrutar con tantas victorias como se quiera. No es extraño escuchar a gente que se declara aficionada de dos, tres o cuatro equipos. Los que sean. Pero, amigo, las lágrimas, las que te sorprenden cayendo en la intimidad, o las que secas en público con tu bufanda, solo se derraman por uno.
Todo este invento del fútbol negocio puede parecer muy fructífero, pero tampoco conviene olvidar que, si revienta la burbuja, los primeros en huir del barco serán los clientes y los turistas. Los que graban con el móvil y los que no saben ni cómo se llega al estadio. En cambio, quedarán los que tienen las manos ocupadas animando, o los que desearían más dedos para poder morder más uñas. Los que lloran. Los que siempre estuvieron ahí. A menos, claro, que consigan echarlos antes.
No han sido pocas las ocasiones en las que me he preguntado por qué amo tanto a mi club, por qué siento tanta y tan poco recompensada pasión.
Todas las veces he dado con la misma respuesta: no lo sé.
Dejando de lado el hecho de que ambas cuestiones me dejan en mal lugar (insistir en amar una afición desagradecida y hacerme tantas veces una pregunta que sé carece de respuesta), queda claro que el amor por unos colores futboleros adolece de cualquier lógica. Ocurre porque sí, porque somos imperfectos, porque no controlamos de nuestra vida ni la mitad de lo que creemos.
Soy un enfermo de un club que tanto me ha dado disgustos (he llorado por dos descensos, cada uno de naturaleza distinta) como alegrías (varios títulos). Primero vinieron los disgustos, por cierto. Pero las alegrías no me hicieron amar más a mi club.
¿No dicen que el corazón tiene razones que la razón no entiende? Pues eso.
Soy bético, y por lo tanto, sufridor por naturaleza.
He tenido que aguantar una década entera de poderío sevillista, a copa de la UEFA al año, pero ni un solo descenso ha podido conmigo.
Es verdad que a veces me he cansado y he puesto el modo OFF semanas enteras, pero lo que siento por mi equipo, no habrá nada que lo cambie.
Como dicen los italianos, puedes cambiar de trabajo, de mujer y hasta de ideología, pero nunca de equipo.
La mejor liga del mundo, por mucho que nos miremos el ombligo, no es la nuestra, sino la Premier League. Allí, un chaval nacido en Brighton, va a ser del equipo de su ciudad aunque juegue en 3º regional, porque la cultura y la identidad ligada a tu tierra no se compra.
Aquí, eso se va perdiendo, un niño de Zaragoza o de Valladolid, dos ciudades más grandes que Brighton, son del Madrid y del Barca, mientras sus equipos miran con tristeza estadios vacíos, lo que favorece a proyectos serios de localidades con menor enjundia, tal como Villarreal, Getafe, Leganés o el actual Girona, que no quita que alguno de estos estadios tampoco sufran el sindrome de absoluto desierto.
Ayer vi un partido de Las Palmas, equipo ya descendido, y podía contar los asistentes al estadio con los dedos de una mano, y lo peor es que en sus mejores momentos los números tampoco eran envidiables.
Así que, además de sentirme orgulloso porque en mi equipo juntáramos en la grada a más de 35.000 personas cuando estábamos en 2º división, espero que los que manejen los hilos se den cuenta de que sale más rentable que en una jornada haya 5-6 partidos TOP a nivel mundial, como pasa en Inglaterra, con estadios atestados, y no de turistas precisamente, a que solo puedan vender a China los partidos del Madrid y del Barcelona.
Un poco de sentido común. Y que nuestra Liga salga del ostracismo de tener a 2 titanes y 18 más.
Eres un fenómeno. Un saludo de un bético de Madrid.
Y que nos quiten lo bailao.
Muy certero y bien escrito , con agilidad y buen uso del idioma ( cosa rara )
Me he sentido identificado, tras 50 años como fiel seguidor del Madrid… hasta ahora.
Me noto raro, adverso y desconocido últimamente .
Deseo que pierda el Madrid hasta que se vaya Zidane y se lleve a su hijo, a Benzema, a Keylor y a Varane . Unos más y otros menos.
No soporto el nepotismo que aplica y la ceguera de los periodistas.
O sea, que éste fenómeno es posible.. no es cierto que se puede cambiar de mamá pero no de equipo.
Hola Enrique, yo soy de origen culé, de familia con tradición culé. Pero estoy tan de acuerdo contigo, me identifico tanto con tu mensaje que me encantaría tomar una cerveza contigo para hablarlo. Siento lo mismo. Alejado totalmente del Barça, soy un puto renegado de la fe. Ya no me gusta, aunque en un día como ayer me vuelva a aflorar ese sentimiento incontrolable. No sé, amigo. Yo ya he desistido, sé que no estoy hecho para el Fifa Ultimate Team y que prefiero mi álbum Panini del Mundial 94.
Te mando un saludo afectuoso, Enrique.
Eso de que nadie cambia de equipo es un mito. La gente cambia y normalmente lo hace a equipos más poderosos y ganadores. No es mi caso, que siempre he sido del mismo, pero no es algo infrecuente.
La gente no cambia de equipo. Esos a los que tú mencionas no tienen equipo, sólo simpatizan con un equipo, y por eso pueden cambiar. Pero no «son» de un equipo. Eso se lleva grabado a fuego en el alma.
Gran escrito. Impecable
Gracias Jorge, me ha encantado.
En los documentos de identidad, además de los nombres, lugar y fecha de nacimiento, habría que señalar a cuál equipo de futbol pertenecemos por la historia esa de la donación de sangre. Somos un club exclusivo y purista. River, River, joyita del Rio de la Plata, luz mística, cuánto lloré cuando nos fuimos a la B. Este año no miraré a la selección albi celeste por prescripción médica. Tengo el corazón flojo. Saludos a todos los hinchas. Buenísimo el artículo.
Déjense de mística. Las principales necesidades psicosociales de cualquier individuo son pertenencia, identidad, autoestima y reconocimiento. El fútbol satisface en menor o mayor grado al menos las tres primeras.
El fútbol ofrece al individuo un entorno de experiencia colectiva. En ese ámbito el riesgo de someterse a la pasión, de abandonar la razón, de ser sugestionable por la masa es muy grande. Aparece el subsconsciente colectivo y, por tanto, no es raro que en ese entorno se coree cualquier cántico que contribuya a la identificación grupal.
El fútbol ofrece un entorno propicio a la posverdad, al engaño, a la prevalencia de los sentimientos. El jugador simula lo que no es, el público corea a favor del engaño y el entorno normativo del juego hace que sea rentable. Ya no es el partido en sí. Es lo que este dará que hablar antes o después del mismo. 90 minutos de espectáculo deportivo se estiran hasta el infinito en conversaciones banales.
Algunos rasgos anteriores son comunes a otros deportes. Pero el fútbol aborda todos ellos y los exagera.
El problema es que para el que mantiene una distancia suficiente el fútbol no da para tanto. Para muchos, entre los que quizá me incluyo, el fútbol significa un medio de entretenimiento. Y esto es más que suficiente.
Como escuché alguna vez, para los que no vivimos de ello, el fútbol es la cosa más importante dentro de las que no son importantes.
Magnífico, magnífico de principio a fin. Enhorabuena
El artículo está bien, se entiende lo que quiere decir y lo comparto al 80%. Sin embargo se pasa en el juicio moral de algunas cosas y peca de ignorancia de otras. Explícale a un niño de 8 años de un pueblo de Albacete que se tiene que hacer del Albacete Balompié porque es el equipo de la capital de su provincia. Cuando además, existe la típica rivalidad deportiva con esa capital. Lo lógico, si le gusta el fútbol y no sé resigna al juego de «patapúm parriba» del campo de tierra, es hacerse del equipo de sus héroes. Por eso los niños se hacen del Barsa, el Madrid o el Atlético y muchos de principios de los 80, de la Real o el Athletic. Llegar a juzgar la catadura moral de una persona porque se hizo del «equipo que gana» cuando era niño y celebra una Champions desde el sofá, es una visión muy simple e injusta. Sobre todo, porque el que se hace de un equipo a los 8 ó 9 años, lo será para toda la vida.
A un chaval de un pueblo de Albacete lo puedo entender, pero aquí en Sevilla conozco gente (no mucha, todo hay que decirlo) que se hace del Madrid o del Barça, y eso sí que no lo entiendo. ¿Acaso no tenemos dos grandes clubes locales para elegir?
Y eso hablando de Sevilla, donde como en Valencia, Bilbao, o Pamplona (por poner algunos ejemplos), la gente mayormente apoya al equipo o equipos locales. Pero es que te vas a ciudades como Córdoba, Valladolid o Murcia, que pasan holgadamente de los 300.000 habitantes, y es desolador.
EL futbol es otra cosa, el futbol no se ve por la tele, se comparte, se va con los amigos, se apoya a tu equipo, se sufre un millón de veces y se disfruta una, es algo que los de los equipos ricos, (que no grandes) jamas entienden ni entenderán. Yo soy del Sporting y cuando se canta el himno con las bufandas al viento con 25000 de los tuyos al lado es indescriptible, es como pensar, yo pertenezco a este sitio, este es mi lugar, eso lo pueden entender los aficionados del Athletic, de la Real, del Betis, del Osasuna, los que han ido un dia de perros lloviendo y cogiendo una monumental mojadura, los que leen el periódico local mientras otros se vociferan por equipos que nunca verán en directo. Espero que mi hijo sea del Sporting, o si tiene que ser del Oviedo pues del Oviedo, pero que sea de algo con lo que se sienta identificado, no con esos presuntos héroes que jamás se paran en una rotonda a hacerse una foto endiosados en coches de carreras. Ganar títulos con un equipo rico es como hacer el amor pagando, no tiene mérito. Puxa Sporting, Musho Beti y odio eterno al futbol moderno
El niño del pueblo de Albacete de 8 años, si no le explica que tiene que defender un poco lo suyo, pues entonces los de Albacete seguirán yéndose a Cataluña a que lo llamen charnegos, a que su equipo de «héroes» lo excluya en sus celebraciones y a que Albacete se quede sin gente y luego se queje. Vamos a ser unos siervos del jogo bonito ¿Usted sabe porque en el norte en general hay mejores convenios, mejor sanidad, mejores cosas que en Albacete? Pues porque defendemos lo nuestro, o al menos lo solíamos hacer, (no siempre como deberíamos) mientras los de Albacete prefieren ser catalanes.
Primero. Hablo de fútbol. No de política. Es absurdo que un niño se tenga que hacer de un equipo por decreto. Lo que usted dice se parece mucho al nacionalismo. Allá usted. Segundo. Eso de que en el Norte se tienen mejores cosas que en Albacete, destila bien ignorancia, bien elitismo.
Brutal artículo: SUPPORT YOUR LOCAL TEAM!
Excelente publicación. Arriba la pasión por el fútbol arriba la pasión por tu club!
Mantengo que una persona que diga ser o siga a dos equipos no entiende absolutamente nada de lo que es el fútbol.
Bien. Soy de Tenerife. Según muchos de ustedes, yo debería ir fin de semana sí, fin de semana no a disfrutar de las delicias del fútbol del equipo de mi ciudad.
Pues no. Eso era lo razonable cuando el único fútbol que podías ver a la semana era el que veías en directo en el campo más cercano a tu casa. Pero eso pasó hace muuuuuuuuuuuucho tiempo. A mí me parece más razonable hacerse de cualquier equipo del mundo con el que nos identifiquemos; esté donde esté. Porque me gusta el fútbol. Me entusiasma. Entremos en el siglo XXI, amigos. Abracémoslo.