La noticia de la muerte de Tom Wolfe en el día de ayer me pilló en la página 332 de Bloody Miami, de Tom Wolfe. No podía creérmelo. Qué clase de casualidad era esa. «Aquí murió el autor», anoté en un margen de la novela, que cerré durante varias horas. Y después me puse a pensar en el estilo que empapaba Bloody Miami, que era el que había empapado Todo un hombre (1998) y antes La hoguera de las vanidades (1987), y aun antes sus más célebres reportajes. Fui tan atrás que me encontré a Tom Wolfe con seis años, en su casa de Richmond, donde había nacido en 1930. Era aquel muchacho que un día vio a su padre trabajando ante un escritorio, pues tenía una revista agrícola llamada The Southern Planter. Thomas Kennerly Wolfe era agrónomo, y su hijo asumió que él también en el futuro viviría de escribir. «Hay una gran ventaja en tener (erróneamente o no) la impresión de que tienes una vocación muy temprano porque desde ese momento en adelante comienzas a enfocar todas tus energías hacia este objetivo», le confesó Wolfe a George Plimpton en una entrevista para The Paris Review, en 1991. Eso, según su memoria, ocurrió precisamente a los seis años. A los ocho, cuando distinguió en las estanterías de casa las novelas Del tiempo y del río y El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe, dio por hecho que este era alguien de la familia, y que por tanto escribir era algo que llevaban los Wolfe en la sangre. «A mis padres les costó convencerme de que no teníamos ningún parentesco». Su reacción fue lógica para tratarse de un niño: «Bueno, ¿entonces qué está haciendo en el estante?».
En el periódico del colegio, el St. Cristopher’s Day School, en Richmond, escribiría una columna llamada The Bullpen, en la que según Marc Weingarten, autor de La banda que escribía torcido (Libros del KO), «vibraban ya los primeros ejemplos de su prosa pirotécnica». De esa época datan sus primeros relatos, que continuó cultivando en la universidad Washington and Lee (Lexinton, Virginia), cuando participó en los seminarios de George Foster, donde «aprendió a recibir duras críticas, y donde se percató de que el lema «escribe sobre lo que conozcas», tan utilizado en narrativa, no era lo que él tenía planeado para su carrera como escritor».
Cuando llegó el momento, y tras obtener el título de doctor en Literatura Norteamericana por la Universidad de Yale, se decidió a buscar trabajo en un periódico. Escribió a más de cien solicitando empleo. Respondieron tres. Dos fueron para decir no. The Sprinfield Union, en Massachusetts, le hizo sitio en 1956. Trabajó allí a la vez que escribía su tesis doctoral. Tres años después se fue a The Washington Post, demasiado reglamentado según él, y «muy parecido a una aseguradora, con escritorios de metal alineados». Asumió un estilo dictado, en el que nunca se encontró cómodo, ni sintió que estuviese resultando original. Siempre pensó que un periódico no ayudaba al estilo de prosa a la que él aspiraba. El diario se convertía «en una forma de pereza».
En 1962 cambió Washington por a Nueva York, para trabajar en el Herald Tribune, en cuya sección dominical lo alentaron a abandonar los convencionalismos de la redacción periodística. Al poco de llegar pudo acudir a una comida con uno de los editores, que lo obligó a beberse cinco copas de golpe. Ahí supo que estaba en el sitio casi perfecto. «O este es el mundo real, Tom, o no hay mundo real», escribiría a propósito de aquellos días años después.
Ese mismo año se presentó en la redacción de la revista Esquire, a cuyo editor, Byron Dobell, propondría un artículo sobre la cultura del automóvil y el tuneado de coches sobre el que se cimentaría su celebridad. Apenas pudo, gravitó hacia las historias largas, donde el estilo de escritura gozaría de mayor libertad. «Tuve que desaprender las restricciones y los atajos de los periódicos», le confesó a Plimpton.
Su estilo encontró un primer momento para avanzar durante sus estudios de posgrado en Yale, cuando coincidió con un grupo de escritores soviéticos, entre los que estaban Boris Pilniak o Eugene Zamyatin, autor de una novela titulada Nosotros. Habían escrito sobre la revolución soviética y estaban muy influenciados por el simbolismo francés. Wolfe halló algo en ellos, sobre todo relacionado con su esteticismo, digno de admirar, y tomó elementos de su estilo, como los experimentos con la puntuación. En Nosotros, Zamyatin interrumpía los pensamientos de sus personajes con toda clase de signos. «Estaba tratando de imitar los hábitos del pensamiento real, asumiendo, de manera bastante correcta, que no pensamos en oraciones complejas. Pensamos emocionalmente», sostenía Wolfe. Los muchos signos de exclamación que aparecían en aquella novela serían recogidos por Wolfe, que con el tiempo los convertiría en un hábito a su vez de sus propias ficciones, y que nunca perdió. En La hoguera de las vanidades o Todo un hombre se cuentan por miles. Dwight Macdonald, figura de The New Yorker, y ensayista en The New York Review Books, llegó a decir en 1987 de esas exclamaciones que le recordaban a los diarios de la reina Victoria. La voz de Macdonald resultaba en aquellos años tan autorizada que Wolfe, que no había hecho más que debutar en la ficción, se lanzó a leer esos diarios y sintió que «no estaban nada mal».
Cuando luchaba por deshacerse de las reglas del estilo netamente periodístico, y proporcionar máxima libertad a su mano, tomó la decisión de emplear habitualmente el presente histórico en sus reportajes, así como construir metáforas e imágenes insólitas y extravagantes, a la vez que hacía sitio a los coloquialismos y las onomatopeyas, y desarrollaba un agudo sentido de lo caricaturesco. Fue entonces cuando, a comienzo de los sesenta, llegó a Esquire, que era la revista más experimental que existía. Estaba en el sitio del todo perfecto para empujar su estilo. Su primer editor, Byron Dobell, fue decisivo. Nunca había escrito un artículo para una revista e iba a contar una historia sobre los amantes de los automóviles en Los Ángeles. Pero de pronto sintió que no podía hacerlo. Experimentó «el miedo a no poder hacer lo que le has anunciado a alguien que puedes hacer, o el miedo a que no valga la pena hacerlo». Byron le pidió entonces las notas que había tomado por si otro periodista de la casa podía redactar el reportaje. Eran notas caóticas, y Wolfe las rehízo, y en una noche escribió un memorando, a modo de carta, con toda la información de que disponía. Ignoró cualquier convención periodística. Su editor retiró el «Querido Byron» inicial y dio el texto restante, casi tal cual, como bueno para incluirlo en la revista. Se tituló, por idea del editor David Newman, «Ahí va (¡BRUUM! ¡BRUUM!) ese pibón aerodinámico de láminas naranjas (¡ZZZZZZFFFFF!) kolor karamelo (¡RAGGHHHHH!) en plena curva (¡BRUMMMMMMMMMM…!)»
El estilo de Wolfe estaba naciendo. Cuando en 1965 publicó su primer libro, The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby [En España traducido como El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron], en el que recogía algunos de los reportajes más destacados hasta la fecha, sus señas de identidad ya saltaban a la luz. Habían eclosionado gracias a que por aquella época escribía en un tipo de revistas en «las que podías experimentar de la manera que quisieras», lo cual él hizo enseguida. El libro triunfó de inmediato. Un mes después de su publicación ya había pasado de la cuarta edición. Ese éxito, «junto con los violentos ataques de Wolfe a The New Yorker en sus columnas del Tribune, publicados en abril de ese año, convirtieron al escritor en el enfant terrible del periodismo, alguien que bajo su gentileza escondía un ingenio subversivo», cuenta Marck Weingarten. Se le dedicaron perfiles en Time y Newsweek, y fue entrevistado en televisión y agasajado en fiestas desde Richmond (Virginia), hasta San Diego (California), donde según señaló Vogue, «apareció con un traje blanco sobre blanco besando la mano de las damas». Ya era el Tom Wolfe que hoy todos conocemos. Sabemos qué vino después. Puede leerse en cientos de artículos y libros. Desde aquellos días, le confesó a Plimpton, la gente empezó a «escribir sobre mí y sobre mi estilo», a tal punto que a partir de entonces Wolfe comenzaba a escribir un artículo y se decía: «Espera un momento. ¿Es este realmente el estilo de Tom Wolfe?».
Dejé de leer «Ponche de ácido lisérgico» unas páginas antes del final, no quería finalizar un libro que me parecía tan absorbente y fascinante. Gracias Tom por tus escritos.
Increíble y vergonzoso que El País no le dedicara una sola línea al fallecimiento de Tom Wolfe, todavía no me lo creo, pensaba que era un periódico medianamente serio y de tolerable categoría. No sé si es descuido, desprecio (por su forma de hacer periodismo), ignorancia… no lo entiendo.
No sé. Lo leí en el periódico en el formato papel y creo recordar que había más de 3 artículos y en la versión digital más todavía. Es más, ha sido en El País que Diego. A. Manrique enumeró entre sus obras, «Quién le teme a la Bauhaus feroz», que nadie la nombra y que sin duda (junto con la «Hoguera de las Vanidades», y «Lo que hay que tener») es lo mejor de Tom Wolfe. Corrijo, para mí es lo mejorcito de la literatura universal.
Para mi, Tom Wolfe, Gabriel García Márquez y Balzac son los tres escritores que más me han influido a nivel personal.
Y me faltó Jack London, con aquella maravilla (hoy impublicable por interpretarse como misógino, racista, clasista, y mucho más) llamada Relatos de los Mares del Sur y otro que se llamaba Belliou-La-Fumée.
De Wolfe prefiero «La palabra pintada», un repaso mordaz a la evolución del arte moderno, a «Quién teme a la Bauhaus feroz», su equivalente posterior respecto a la arquitectura. Tal vez tenga algo que ver que me interesa más y conozco bastante mejor el tema tratado en el primero libro.
¿Mande? https://elpais.com/tag/tom_wolfe/a