Es una ciudad de zombis. Un domingo de invierno, la capital de Pensilvania está reservada a los zombis. El ritmo en Harrisburg es idóneo para ellos. No difiere mucho del de una ciudad española en la mañana de Año Nuevo, cuando las últimas víctimas de la noche regresan a casa y el resto se refugia frente al televisor para sofocar las primeras horas del año. Calles vacías, negocios cerrados, cuerpos que se dejan caer por las inmediaciones de la estación de trenes y autobuses, un restaurante de comida abundante y barata donde la moqueta mantiene secuestrado el olor de algún fumador del siglo pasado. El televisor emite un partido que a nadie parece interesar. Los cuatro que ocupan una de las mesas podrían ser clientes, pero son paisaje, tipos atrapados ahí dentro sin nada más que hacer que prolongar su eterno Año Nuevo.
¿Qué son esas criaturas? ¿De dónde salen? Para (pongamos que se llama) Mohammed, un marroquí que lleva diecisiete años viviendo en Estados Unidos y regente de un pequeño café, son escoria, los que venden sus vales de comida para conseguir droga y poder vagar un día más por este mundo abandonado. Rezuma de sus palabras un rencor azuzado por la maquinaria laboral enloquecida que sostiene la economía estadounidense, donde el fracaso no es una opción y un pequeño resbalón puede dejarte en la cuneta. Estudió Derecho en Marruecos, ahora sirve cafés y tiene fe en Alá y en Donald Trump, que «es un tipo listo». No como los currelas de las cadenas de montaje de las fábricas de la zona, que son lo peor de lo peor, «los más tontos», que él lo ha visto con sus propios ojos (porque trabajó en ellas). La religión te «limpia la mente» y Trump baja impuestos, dos patas de la Santísima Trinidad que completa el ejército, «sin el que no existe un país». ¡Ah! El Sáhara es Marruecos, que «el Gobierno de España nos apoya». El café está bueno. Conste.
A tan solo un par de horas de coche de Washington D. C., tres largas en autobús, la capital de Estados Unidos parece quedar tan lejos de aquí como Sídney. Es uno de esos rincones del mapa abandonados por Dios, aunque si algo se puede elegir es parroquia en la que rezarle. En el mercadillo de la fe, este país es un enorme centro comercial de confesiones y Sion una iglesia de cemento armado. En ella habrá quien limpie su mente, otros quizá rezarán para que el ladrillo mustio de las fábricas que amenazan ruina vuelva a lucir con el lustre de los tiempos en que China era un barrio de Nueva York, alguno para que esos trenes cargados con enormes contenedores procedentes del puerto de Baltimore dejen aquí su carga. Al verlos pasar, resulta imposible no acordarse de McNulty y toda la tropa de David Simon. Seguro que los griegos habrán sacado tajada.
A media hora en coche, ajena a los males (y bienes) del capitalismo, vive la mayor comunidad amish de los Estados Unidos, unas setenta mil personas que esquivan los equilibrismos del consumismo salvaje creando su propio espacio-tiempo, con aires del siglo XVII. La del condado de Lancaster es una de las más accesibles, y ha sabido sacarle rédito al turismo. Tú llegas en coche, ellos se desplazan en carro y las visitas guiadas acaban en sus tiendas. Ruedas de coche y cascos de caballo, convivencia de siglos en una misma vía que, al ponerse el sol, queda embutida en un agujero negro. Solo aquellas casas que no son de la secta religiosa arrojan algo de luz, pero seguir la ruta se hace a veces difícil fuera de las vías principales, cuando el negro del asfalto se integra en el del horizonte. Es una sensación tan extraña como lo ha sido cenar en casa de la familia Fisher. Cinco hijos, el matrimonio y la linterna de mi móvil para poder apuntar con acierto al váter.
Aarón, el padre, solo aparece cuando una de sus hijas tañe una campana que le avisa de que la cena está lista. Se presenta, saluda y se sienta. Silencio de oración, cabezas gachas y, ¡ale hop!, a comer el festín que ha cocinado su mujer, Mary. Pastel de carne, puré de patatas, pollo, verduras… La cocina es de gas, también el frigorífico, y la conversación termina siendo un «cómo se dice en español», para regocijo de hijos y padres, que se parten juntos de risa con la sonoridad de la palabra «melocotón». Me-lo-co-tón. Una fiesta, ¡oiga! No hay radio, no hay tele, no hay móviles, no hay internet, pero hay un periódico regional que solo ven de tanto en tanto, cuando se lo presta algún vecino. Así, difícil enterarse de las elecciones y muy fácil ignorar los tuits del presidente, que marcan el ritmo esclavo de la navegación periodística como lo hacían los tambores en las galeras de Ben Hur. Los amish, a su ritmo. Esta sí que es una burbuja, y no la de Washington.
Me quedo de piedra cuando imito el sonido de una trompeta y los niños me miran como quien ve a un zombi (no sé si fascinados o atónitos). Mary me rescata explicando que normalmente no acompañan sus cantos con instrumentos, aunque juraría que la trompeta es un instrumento bíblico. Probablemente los Fisher desconocerán, como yo desconocía entonces, que a minutos de su casa empezó la historia de una exitosa banda de metal que incluso estuvo nominada a los Grammy: August Burns Red. Para explicar el nombre del grupo han contado historias variopintas, como la de un perro llamado Red al que August, una novia del vocalista, quemó vivo en su casa. Debe de ser cosa del ambiente a Viejo Testamento del condado. La banda se define como cristiana. Al menos dicen que no hacen proselitismo, que esperan que la luz de su música ilumine a los fans. Al acabar la cena, los hijos de los Fisher sacan su propia mercadotecnia: un libro de cocina de la madre, un soporte de madera para el libro y algunos objetos con vocación artística. Me llevo un marcador de libro. Un marcador, un dólar. Trato con truco. Muy currado no está.
Los amish son dulces. Hacen muy buenos postres. Con un shoo fly pie se le alegra la mañana al dentista. Los del vecino condado de Dauphin (en honor de Luis José, delfín de Francia) deben de ser los más felices del orbe todo. Allí se encuentra Hershey, la ciudad del chocolate, la población en la que la avenida del Chocolate y la del Cacao se cruzan iluminadas por las farolas con forma de los besos de chocolate de una de las grandes multinacionales del gremio. Toda una ciudad creada alrededor de la fábrica, fundada a principios del siglo XX por Milton Hershey. En torno a él se ha construido un fabuloso relato de superación, generosidad y filantropía. Junto a su mujer fundó un orfanato, al que dejó en herencia todas sus propiedades —así como las casas para albergar a los trabajadores de la empresa, una escuela y otras infraestructuras—, y democratizó el chocolate para la sociedad estadounidense, cuando hasta entonces era un producto para las clases altas. En gran medida, Hershey se convirtió en el alcalde no electo de su propia ciudad y su vida se relata como ejemplo de la generosidad de un millonario, muy extraña en nuestros tiempos. El chocolate Hershey es dulzón, chocolate con leche, tan dulce como la biografía que guía la visita a la ciudad, que elude los ramalazos dictatoriales de Milton y una huelga de trabajadores que acabó en 1937 como el rosario de la aurora. Como la vida misma, aunque se lo suavice, el chocolate tiende por naturaleza al amargo.
La Hershey de hoy es un enorme complejo turístico que gira en torno a una ficticia factoría de chocolate, un museo, recintos deportivos y, muy especialmente, al inmenso parque de atracciones que aparece varado como el esqueleto de una ballena en medio del paisaje invernal. El Hershey’s Chocolate World es el complejo corporativo más visitado de Estados Unidos, un gigantesco centro comercial al que llegan y del que salen familias con las bolsas hasta arriba. La factoría original dejó de recibir visitas en 1973, desbordada por la avalancha, y hoy se ofrece una experiencia (un sucedáneo disneyficado de la factoría) y un relato (el de la vida de Milton Hershey, fallecido en 1945), como tanto agrada en Estados Unidos. Un ambiente azucarado que quizá explica que fuera en el pabellón de Hershey donde, el 2 de marzo de 1962, Wilt Chamberlain anotó cien puntos en un partido de la NBA.
Una empleada de la estación de Harrisburg intenta ordenar el acceso a los autobuses, que ya salen con retraso. Nadie parece haberle metido mano a la sala de espera desde los años setenta y, muy cerca del corazón político de los Estados Unidos, los avisos se hacen a gritos. Una chica muy joven parece huir de allá y no da abasto con todo el equipaje. Le espera un largo viaje con varios transbordos. Otra es incapaz de calmar el llanto histérico de su niña, que va tensando la larga espera resignada de los viajeros. En el panel informativo dice que se puede viajar hasta California. Es un día y medio en autobús. La histeria del bebé no cesa. Un tipo se lía a golpes con la máquina expendedora y la empleada se le acerca. Aparta al individuo, se pone de espaldas a la máquina y la golpea con el trasero. Voilà, le chocolat!
La trompeta es un instrumento bastante bíblico, pregunten por Jericó a ver. Si hasta dio para un disco de Helloween.