Verán, yo venía a hablar de Un lugar tranquilo. Pero después de un rato frente a la hoja en blanco, la única solución posible es tratar de explicar por qué no tiene sentido hacerlo.
Parece injusto, eso seguro, tratar de poner en palabras una película que renuncia casi por completo a ellas. De un primer vistazo, Un lugar tranquilo parece una cinta de terror al uso (subsección «postapocalipsis con monstruos», abajo en la estantería de la derecha, muchas gracias). La escena inicial podría pertenecer a cualquier episodio de The Walking Dead, a 28 días después o a variaciones tan magníficas como la reciente Melanie, The Girl With All the Gifts (Colm McCarthy, 2016). Pero el aterrorizado silencio que mantiene la familia protagonista en su incursión en un supermercado abandonado pronto se desvela como algo más que un mero producto del sigilo y del sentido común… en esta ocasión, ni zombis ni infectados: lo que ha acabado con la civilización es un tipo de criatura que caza guiándose por el oído, y cualquier ruido que supere un mínimo umbral conlleva una muerte segura. El film de John Krasinski plantea un mundo donde la palabra, la voz, el sonido, son letales.
A partir de ahí, la historia toca todos y cada uno de los palos de un género tan codificado como el survival horror (ya sea en cine o en el videojuego), pero el director, coherente con la fuerza de su propio planteamiento, enhebra una serie de decisiones visuales y sonoras que otorgan a la obra un carácter único: decisiones que conjugan por completo —algo cada vez más infrecuente en el cine de terror— la dimensión cinematográfica y la efectividad dramática. O dicho de otro modo: la propuesta es a la vez artística y aterradora en toda su plenitud. La casi total ausencia de diálogos es asfixiante, pero propicia a su vez que la información se plasme de manera visual, convirtiendo a Un lugar tranquilo en perfecto exponente de la máxima chejoviana del show, don’t tell. Y por tanto, ¿qué demonios hacemos tratando aquí de explicar todo esto por escrito?
Y es que Un lugar tranquilo es un torrente de ideas visuales y conceptuales: desde los senderos de arena a la cuna insonorizada, desde el sistema de señalización lumínica al diseño de las criaturas. Y, por encima de todo, dos hallazgos: uno, la escena del alumbramiento, que es en sí una suma de momentos de genio (el manejo de los tiempos, el uso de los fuegos artificiales como posibilidad de convertir el sonido en imagen). Y el otro, la utilización, física y metafórica, del agua como lugar seguro. Una simbología (y permítannos la divagación) casi lorquiana, donde el agua estancada es amenaza y el agua que corre es lugar de protección y vida. De nuevo, qué les voy a contar, si una imagen vale más que… ya saben.
Incluso cuando la información es sonora, no suele venir en forma de palabras: en varios momentos del metraje, Krasinski —que como actor ha sido todo un experto en comunicación no verbal a lo largo de las nueve temporadas de The Office, donde hizo de las miradas silentes a cámara todo un arte— confiere a su reparto una sorprendente capacidad comunicativa en forma de gritos inarticulados, o lo que es lo mismo, la cuadratura del círculo semiológico (por la vía de la pragmática, si nos tenemos que poner exquisitos). Los personajes idean sus lenguajes particulares al tiempo que la película establece el suyo propio, y hasta el silencio es elocuente. Es más, el inteligente diseño sonoro de la película traza muy pronto la división entre dos tipos distintos de silencio: uno, «normal», que es el que escuchan la mayoría de los personajes y el que podríamos disfrutar usted o yo en un plácido paseo por el campo. Y otro, que el realizador reserva para marcar el punto de vista de Regan, la hija sordomuda (una espléndida Millicent Simmonds que ya había demostrado su talento en El museo de las maravillas, de Todd Haynes), y que delata que el primero es solo una ilusión: no existe la quietud verdadera y absoluta, y por eso no hay refugio posible.
Un film, ya decimos, presentado en un envoltorio cuyos referentes superficiales se encuentran en el terror. Da igual si es literario (desde Richard Matheson y la fundacional Soy leyenda hasta Stephen King, doctor en postapocalipsis), cinematográfico (elijan, que el menú es amplio: George A. Romero, Frank Darabont, las sagas Alien y Depredador o el horror francés de Aja, Laugier, Morlet o el tándem Maury–Bustillo) o incluso proveniente de los videojuegos (con The Evil Within y algún eco de Resident Evil). Pero Krasinski parece saber muy bien que una historia de terror solo funciona en la medida en que sus personajes sean capaces de suscitar la empatía en el patio de butacas, y por eso el cineasta, que venía de dirigir la notable Los Hollar (2016), rescata de aquella su interés por explorar los lazos familiares como pilar emocional del individuo, y las relaciones paternofiliales como foco de traumas, culpabilidades, remordimientos, pero también protección (mutua), perdón y redención. Si Spielberg se decidiera a dirigir una película de terror, pueden apostar a que los mimbres melodramáticos no estarían muy alejados de estos. El mutismo que imponen los monstruos es, en definitiva, una alegoría del dolor que se deriva de la incomunicación con los seres queridos.
Y la tensión, absoluta y omnipresente. Manejada con un clasicismo hitchcockiano donde el suspense se edifica ofreciéndole al espectador la información que se le niega al personaje: unas anticipaciones telegrafiadas aquí con absoluta transparencia (las pilas, el clavo, la cañería rota) y en un ritmo de impecable alternancia de sístoles y diástoles de angustia, no vaya a ser que al respetable le dé un infarto o, peor aún, le dé por pensar que está completamente a salvo en su asiento. Un lugar tranquilo es, por encima de todo, cine tensional, pero también emotivo, bello cuando puede serlo y despiadado cuando debe. Un alegato por el respeto litúrgico del público en las salas de cine. Una experiencia terrorífica y estilística de primer orden.
Y el resto es silencio.
Excelente crítica/reflexión sobre esta joya. Muchas gracias por explicarlo tan bien.