Parrasio de Éfeso, uno de los más grandes pintores de la historia, puede considerarse como el Tino Casal de la Grecia antigua a efectos estilísticos. Una figura pública respetada y acaudalada que gustaba de pasearse por las calles de Atenas luciendo prendas de exóticas tonalidades púrpuras, sandalias de cintas doradas, corona opulenta y bastón de oro. Sobre el lienzo, el hombre demostraba una técnica tan extraordinaria para recrear contornos como para arrimar sus pinturas hasta el hiperrealismo. Plinio el Viejo sentenció que Parrasio fue el primer artista capaz de trasladar las emociones y la simetría del rostro a la pintura, una afirmación certera corroborada por una leyenda urbana clásica: lo expresivo de la producción del pintor provocó que Séneca le acusase, cuatrocientos años después y como quien no quiere la cosa, de haber comprado y torturado esclavos para utilizarlos como modelos en los retratos de héroes fustigados al estilo de Prometeo. Su obra, entre la que se encontraba un cuadro de Teseo que embelleció el Capitolio de Roma y la personificación pictórica del pueblo de Atenas, no sobrevivió al paso de los siglos del mismo modo en el que lo hizo su fama.
Zeuxis, contemporáneo de Parrasio, fue otro de los pintores más reverenciados de la época. Un artista de mucha maestría a la hora de utilizar luces y sombras para crear volúmenes, entregado al detallismo exhaustivo en la pequeña escala y obsesionado por recrear el desnudo ideal. Plinio contaba que cuando a Zeuxis se le encargó un retrato de la legendaria Helena de Troya, la supuesta mujer más bella del mundo, el artista declinó utilizar a una sola modelo y seleccionó los mejores rasgos de cinco mozas diferentes para construir a la mujer soñada. Al igual que Parrasio, Zeuxis también gustaba de lucir los modales propios de una opulenta attention whore de la época clásica: en sus apariciones públicas lucía modelitos llamativos, como una capa con su nombre bordado en oro, y alardeaba de riquezas al mismo tiempo que regalaba sus cuadros asegurando que no existía dinero suficiente para pagarlos. Sus creaciones se perdieron a lo largo de la historia, aunque por fortuna la maravillosa leyenda sobre su muerte sobrevivió hasta nuestros días: se dice que la palmó como consecuencia del ataque de risa provocado por la manera cómica y grotesca en la que retrató a la diosa Afrodita. Y que la culpa de todo la tuvo la anciana que encargó el retrato, por insistir en posar como modelo para el mismo.
En aquella Atenas, Parrasio y Zeuxis fueron rivales de pinceles y Plinio el Viejo, a quien a estas alturas podemos considerar como la portera oficial de toda la antigua Grecia, aprovechó un hueco en su libro Naturalis historia para revelar que en cierta ocasión ambos maestros protagonizaron un enfrentamiento maravilloso. Los artistas acordaron someterse a un duelo con el fin de determinar quién era más virtuoso, establecieron como terreno de juego dos áreas de un muro sobre las que pintar en privado y nombraron a un grupo de expertos como jurado de la competición. Cuando llegó el momento de desvelar las obras, Zeuxis reveló la pintura de un conjunto de frutas tan realistas como para que los pájaros del lugar se lanzasen sobre ellas intentando picotear las uvas dibujadas. Seguro de su victoria tras el espectáculo con los pajarillos, Zeuxis se dispuso a descorrer la cortina que cubría la obra rival y al intentar asirla con la mano descubrió que había sido objeto de un fatality artístico por parte de Parrasio. La cortina estaba pintada sobre el muro y él había picado en la treta del mismo modo en que lo habían hecho las aves con su fresco.
Trampantojo
La maravillosa palabra «trampantojo» nace de querer adoptar el trompe-l’œil (‘engaña el ojo’) francés y acabar condensando la frase «trampa ante el ojo». Se trata de un término que sirve para denominar el arte pictórico cuyo objetivo es engañar al espectador fabricando una ilusión que dinamite la percepción de la superficie plana. El duelo entre Parrasio y Zeuxis puede tener tanto de mito como uno quiera creer, pero su mención en las páginas de Plinio confirma que en el mundo del arte ya existían en aquellos tiempos al menos dos artistas expertos en maquinar trampantojos.
La gracia del asunto es que el trampantojo es una obra que necesita ser consciente de su entorno para lograr que la audiencia no sea consciente de que existe el truco. La ilusión debe adaptarse al lugar que habita y los cuadros que jueguen a estos engaños necesitan conocer de antemano el lugar donde van a ser colgados, pero también a qué altura, posición y con qué tipo de iluminación para que la artimaña funcione. Y en el caso de los frescos murales las pinceladas tratarán de mimetizarse con el entorno a base de perspectivas que desplieguen caminos tridimensionales hacia mundos que no existen. Otros campos creativos sin pinceles implicados, como por ejemplo la arquitectura, también suelen recurrir al trampantojo en ocasiones, y el concepto ni siquiera vive atado a una época o lugar particular porque, desde aquel rifirrafe en tierras griegas hasta la actualidad, la historia está salpicada de este tipo de prestidigitaciones artísticas.
Trompe-l’œil
Huyendo de la crítica (1874) de Pere Borrell del Caso es una de las obras más señaladas a la hora de hablar de engaños visuales, y la culpa de ello la tiene el atreverse a retratar a un niño en una postura muy poco usual: intentando huir del propio lienzo. Borrell del Caso logró una ilusión efectiva a base de tirar de maña dibujando cuerpos tridimensionales y sobre todo de utilizar el muy ingenioso recurso de pintar también el marco del cuadro para simular que la criatura lo rebasa con cara de espanto. Una ocurrencia fabulosa que permitía al niño protagonista superar físicamente la única barrera existente entre la pintura y el público.
Un buen montón de años atrás, cuatrocientos más o menos, Jan van Eyck ya había parido un par de óleos que excedían su propio marco, tenían alma tridimensional y simulaban ser esculturas con bastante éxito: el Díptico de la anunciación. Por otra parte, Gerard Houckgeest imitó la tropelía de Parrasio y dibujó la cortina que cubría su Interior de la vieja iglesia de Delft (1654). Antonello da Messina pintó un pequeño cartel a modo de nota sobre su Salvator mundi (1465) como quien pega un post-it sobre el monitor del ordenador. Jacopo de’ Barbari configuró una escena engañosamente efectiva con Perdices y armas sobre tabla (1504). Henry Fuseli estampó sobre un lienzo el dibujo de un dibujo estampado sobre papel en Trompe-l’oeil (1750). William Harnett exhibió pistolas (El Colt fiel, 1890) y violines (Naturaleza muerta con violín y música, 1888) de formas tan auténticas como para confundir al público. Edward Collier colgó objetos que parecían reales en Un trompe-l’oeil de periódicos, cartas e instrumentos de escritura en una tabla de madera (1699). El flamenco Cornelis Norbertus Gysbrechts se especializó en divertirse con el ilusionismo pictórico. Ideó un Trampantojo de una puerta de armario abierta con numerosos objetos y papeles (1666) y presentó su jeta en público al clavarla en los bodegones de Naturaleza muerta con autorretrato (1663), Trompe-l’oeil con violín, instrumentos de pintor y autorretrato (1667) o Trompe-l’oeil con pared de estudio y naturaleza muerta vanitas (1668). Pero se coronó con cosas como Reverso de una pintura enmarcada, un cuadro que engañaba sin hacerlo realmente: simulaba, como su propio título anunciaba, el aspecto que tiene una pintura enmarcada si se observa desde atrás.
Otros solo querían ver a todo el mundo espantando moscas como si fueran idiotas.
Muscae depictae
Cuando aún era un mocoso, a Giotto di Bondone (1267-1337) se le ocurrió putear a su maestro Giovanni Cimabue (1240-1302) pintando una mosca extremadamente realista sobre una de las creaciones de aquel mentor. Como Bondone era bastante virtuoso, la treta le permitió echarse unas risas contemplando cómo el pobre Cimabue intentaba espantar sin éxito a aquel insecto dibujado. Y, con el tiempo, en el mundo de los trampantojos algo tan insignificante como una mosca acabó convirtiéndose en un género propio. Petrus Christus pintó una falsa mosca en la parte inferior de su Retrato de un cartujo (1446), el Maestro de Fráncfort colocó otra sobre la cabeza de su mujer en Autorretrato con su esposa (1496), Carlo Crivelli situó el insecto a la izquierda del retrato de Santa Catalina de Alejandría (1491-94), Giovanni Santi se la puso en la teta al Jesús de Cristo en el sepulcro (circa 1490), otra apareció sobre la rodilla izquierda del Cardenal Bandinello Sauli (1516) de Sebastiano del Piombo y otra más sobre el hombro del San Jerónimo (circa 1470) elaborado por Francesco Benaglio. En realidad, los cameos de moscas sobre las pinturas se pueden contar por decenas a lo largo de la historia del arte. Existe incluso un caso extraordinario donde el moscardón acabó bautizando el propio cuadro: Virgen de la mosca, una obra, conservada en la sacristía de la Colegiata de Toro en Zamora y de autor desconocido, que se ganó su nombre por culpa del bichejo alado emplazado en la rodilla de la protagonista.
Di sotto in sù
Durante el Renacimiento italiano nació una técnica llamada di sotto in sù que apostaba por utilizar los techos arquitectónicos como terreno sobre el que dibujar mundos que fuesen más allá de las dos dimensiones. De repente, dichos techos se transformaron en pórticos hacia los dominios celestiales y el público agradeció que los frescos adornasen los interiores de las edificaciones religiosas, porque existen pocas cosas más divinas que mirar hacia lo alto y descubrir que allí se encuentra la puerta hacía las escenas sagradas.
Luca Giordano, a quien los españoles rebautizarían como Lucas Jordán para evitar enfrentarse a pronunciaciones complicadas, se especializaría en dinamitar techos para convertirlos en pasajes hacia mundos divinos. Suya es la espectacular escena que se extiende sobre los visitantes de la sacristía de la catedral de Toledo. Y también La fundación de la Orden del Vellocino de Oro y la Apoteosis de la Monarquía Española (o Alegoría del Toisón de Oro, para abreviar) en la bóveda del Casón del Buen Retiro, una gigantesca obra con título de canción de Triángulo de Amor Bizarro donde Giordano se las apañaba para plasmar una metáfora de la monarquía española en medio de la humilde escena compuesta por varias docenas de angelitos, dos centenares de secundarios y el Duque de Borgoña recibiendo un vellocino del mismísimo Hércules.
La noble familia Gonzaga encargó al artista Andrea Mantegna la decoración de la Cámara de los esposos en el Palacio Ducal de Mantua, en Italia, y aquel pintor del Quattrocento italiano se lo tomó tan en serio como para tirarse una década currando en el recado. Mantegna gustaba de tontear con las perspectivas y optó por superar la aburrida naturaleza bidimensional de las paredes dotando a sus dibujos de cierta profundidad. Pero la mejor sección del conjunto flotaba por encima de la cabeza del visitante, porque sobre el techo el pintor había elaborado un ojo abierto hacia un cielo pictórico. Una ventana a través de la cual se asomaba todo tipo de secundarios: desde querubines en equilibrio hasta un pavo real, pasando por algún esclavo con turbante o un grupillo de criadas haciendo photobombing. Giovanni Lanfranco también apuntó con un ojo al cielo al cubrir la bóveda de la iglesia de Sant’Andrea della Valle con la Asunción de la virgen (1624), una obra aparatosa pero sensacional.
Gerrit van Honthorst fue un pintor holandés que formó parte de los Caravaggisti de su tierra, una especie de club de fans de Caravaggio compuesto por artistas influenciados por su estilo. Honthorst se estableció durante cierto tiempo en Italia, etapa que dedicó a facturar una hornada de pinturas bíblicas, y cuando decidió regresar a su país lo hizo con el cuello medio roto de tanto contemplar las piezas que a los artistas italianos les había dado por pintar en los techos. Fascinado con el sotto in sù, el pintor decidió dedicar esfuerzos a concretar la perspectiva y la técnica necesarias para convertirse en la primera persona en los Países Bajos capaz de taladrar el techo empuñando solo un pincel. De este modo nació Músicos en un balcón (1622), una pieza realizada en la propia casa del artista en Utrecht que simulaba un techo abierto con un balcón cargado de músicos juerguistas, un tema recurrente de un autor muy amigo de la música y la celebración. La obra es el ejemplo más antiguo de techo ilusionista pintado en Holanda, pero solo se conserva una porción de la misma. El original era mucho más largo, contenía más personajes junto a la balaustrada completa y ofrecía una ilusión más convincente.
Quadratura
Durante el siglo XVII varios artistas arrullaron un nuevo término para referirse a un estilo dentro del sotto in sù: la quadratura. Una técnica que también se empeñaba en crear espacios más allá del techo a base de pericia pictórica, pero que apostaba por hacerlo con la complicidad de la arquitectura del lugar, extendiéndola para edificar el engaño.
La extraordinaria mano de Giovanni Battista Gaulli (artísticamente conocido como Baciccio) para el ilusionismo arquitectónico tuvo la culpa de que la iglesia del Gesù en Roma se convirtiese en algo tan espectacular. En especial por aquella Adoración del Santo Nombre de Jesús que transformaba el techo de la nave en una aparatosa escena propia de un Michael Bay barroco, un fresco repleto de extras y excesos donde las siglas del nombre de Jesús (IHS) funcionaban como una bomba que derribaba a herejes, asombraba a querubines y ensimismaba a devotos. Pietro da Cortona no se quedaría atrás con su Triunfo de la Divina Providencia (1639) en el palacio de la familia Barberini. A Baldassarre Peruzzi se le encargó la decoración de la Villa Farnesina en Roma y el hombre ideó un Salone delle prospettive salpicado de trampantojos que favorecían, si el espectador se situaba en un punto concreto, la ilusión óptica de observar Roma en el siglo XVI a través de los pilares de mármol. En Polonia, Johannes Kuben instaló columnas y erigió estructuras a base de pintura en la iglesia Santa Cruz de Brzeg. Ludovico Dorigny también ahorraría en albañiles en la Villa Capra de Vicenza al dibujar las columnas en las mismas paredes .
Andrea Pozzo fue uno de los que mejor se manejó con el ilusionismo pictórico a partir de las arquitecturas ficticias. Su Apoteosis de San Ignacio (1694), en la iglesia de San Ignacio de Roma, llegó con instrucciones de uso, para contemplarla desde la perspectiva correcta era necesario colocarse sobre un disco de cobre instalado en el suelo, y emocionó por tremenda. Pero fue otra sección de la misma iglesia la que acogió una de las ocurrencias más asombrosas de Pozzo: la idea de abaratar la construcción creando una cúpula ilusionista que simulaba con tremenda destreza una arquitectura compleja que realmente no existía. Años más tarde, repetiría ese fabuloso truco de la bóveda imposible en la Iglesia de los Jesuitas de Viena.
Surrealismo superrealista
René Magritte jugaba en su propia liga y no sabía cómo parar de marcarse goles a sí mismo. La condición humana fue el título de una pareja de óleos de 1933 y 1935 que retorcían la idea del trompe-l’oeil sin llegar a serlo tirando de metapintura, escenas que dibujaban cuadros que a su vez eran trampantojos dentro del mundo pintado, pero no del real. O sí. Depende de cómo se lo tome uno. Magritte era muy de anidar cuadros dentro de cuadros, convertirlos en ventanas hacia aquello que ocultaban (La llamada de las cimas, 1943, o la serie de cuadros titulados La belle captive, que arrancaba en 1931 y finalizaba en 1967) e incluso de marcarse cabriolas extra dentro de cada una de sus piruetas: en Los paseos de Euclides (1955) un lienzo dentro del propio lienzo se camuflaba con el paisaje y contenía una torre que a su vez se disfrazaba de escenario.
Un Salvador Dalí acostumbrado a chapotear en el surrealismo perpetró el que podría ser el trompe-l’œil más cómico y genial en el castillo de Púbol, el edificio que le regaló a su musa Gala Éluard Dalí. La mujer, muy amiga del feng shui ordenadito y muy enemiga de tener los radiadores a la vista por considerarlos antiestéticos, pidió a Dalí que decorase la puerta metálica que daba paso al cuarto de los radiadores y el artista cumplió la tarea a lo grande: realizando sobre ella un óleo hiperrealista de la pareja de radiadores que la propia puerta ocultaba.
Richard Estes apostó por el fotorrealismo es sus óleos. Pinturas alucinantes, que utilizaban como modelos varias instantáneas tomadas por el propio Estes, consideradas herederas del trompe-l’œil a causa de su extremo nivel de detalle. El hombre se especializó en imitar los reflejos en las superficies (cristales, capós, espejos, o el propio mar) y los resultados son tan engañosos como para que al ojo le resulte extremadamente difícil distinguir si se encuentra ante fotografías o pinturas.
Moderdonia
En agosto de 1992 la portada de Vanity Fair llegó protagonizada por un trompe-l’œil donde el cuerpo de Demi Moore se transformó en lienzo gracias a la maestría de Joanne Gair con el bodypainting, un arte que es una ilusión óptica por definición. O cómo el trampantojo adaptado a los nuevos tiempos acabó convertido en un recurso comercial. Los publicistas más creativos tiraron de vehículos para crear ilusiones llamativas: la invitación al zoo de Copenhague fue una gigantesca serpiente que estrujaba el transporte público, los buses de Australia sufrieron el ataque de un tigre enfurecido, los camiones de Pepsi lucieron una lona que volvía transparentes sus paredes y aligeraba su carga, National Geographic pintó mandíbulas de tiburón en puertas de autocar y convirtió en cepillo de dientes la articulación de algunos autobuses.
En las calles, el entorno urbano acabó convertido en objetivo principal de los amigos de trucos con pintura. En 1986, Chris Denison clavó los planos de un edificio de Portland sobre su propia fachada y el engaño dibujado se convirtió en un lugar de interés hasta que treinta años después el inmueble fue demolido. El dúo alemán Zebrating plasmó en las calles de Berlín, París o Hamburgo un estilo de street art fascinante y cuasi ninja que a menudo pasaba desapercibido: sus cuadros estaban escondidos en barrotes y escaleras. David Zinn lleva casi veinte años soltando por las calles de Ann Arbor, Michigan, tropas de ratones, cerditas con alas, lagartos y alienígenas de tiza. Unas criaturas geniales que trastocan el entorno de manera excepcional: barriendo el otoño, desgraciando la señalización, viviendo aventuras o inventando piscinas. En realidad no hay una sola de las creaciones de Zinn que no merezca la pena.
Kurt Wenner es otro artista de currículo acojonante, un hombre que ha trabajado como ilustrador para la NASA, Walt Disney, Warner Bros, Greenpeace, el papa Juan Pablo II, infinidad de museos y Absolut Vodka. También es el inventor de un tipo de geometría pictórica que corrige la distorsión específica producida por observar sus creaciones callejeras en ángulo oblicuo, lo que se traduce por parir unas composiciones de la hostia a base de trampear la perspectiva. El grafitero Odeith es uno de los creadores más virtuosos a la hora de lucirse con la perspectiva y los sprays de pintura. Sus trabajos requieren que el observador se plante en un sitio concreto para admirar gigantescos insectos y animales tridimensionales, objetos flotantes, firmas que invaden el entorno, o alucinantes ocurrencias capaces de hacer creer al espectador que está sumergido en el agua.
En Madrid, Alberto Pirrongelli, el pincel que engalanó durante años la Gran Vía elaborando gigantescos carteles de cine, tiene la culpa de los trampantojos que en Montera, la plaza de Puerta de Moros o el Colegio de la Paloma construyen calles, colorean cielos e instalan viviendas (con vecinos curiosos asomados al balcón) donde solo había muros. Obras de arte urbanas que han sido parcialmente desgraciadas por grafiteros irrespetuosos. En calle de la Cruz se puede leer el texto «¿Me engañan los ojos o el deseo? Donde existió un teatro ahora solo es calle o ¿la calle toda ahora es un teatro? ¿Me engañan los ojos o el deseo?» sobre una calle que en realidad era una ilusión pictórica desplegada por Ángel Aragonés, el pintor que también ilustró un falso balcón para sostener un reloj de sol en Lavapiés.
Las obras de John Pugh son una colección maravillosa de ilusionismo artístico. Trompetas que se abalanzan sobre el viandante y olas que amenazan con desplomarse sobre los incautos, agujeros en las paredes que se asoman a habitaciones extrañas, muros que se despellejan, estancias fabulosas que no existen aunque parecen reales, nadadores en piscinas imposibles y serpientes legendarias.
El ilustrador Eric Grohe llevaba varios años trabajando en el diseño gráfico cuando se decidió a probar suerte en la pintura al aire libre y descubrió que era un genio a la hora de horadar paredes. Sus murales colosales encumbran el american way of life y miman tanto la profundidad que en ocasiones resulta difícil distinguir qué es real y qué no. En la historia solo ha existido otro artista capaz de fabricar túneles que pareciesen tan reales: el Coyote que intentaba dar caza al Correcaminos.
Excelente aporte… buen trabajo