Imagina a todo un cuerpo de Vladímires y Serguéis preparados para socorrerte con sus taladros, ante esos desafíos domésticos como arreglar un enchufe o poner una estantería. «Eres una mujer bella con una manicura excelente que te hiciste ayer mismo, no estás dispuesta a vértelas con una ruidosa y vibrante taladradora, ¡nosotros vamos al rescate!». Así daba a conocer el Ayuntamiento de Moscú «Marido por horas», una iniciativa que en 2015 buscaba, desde el sector público, poner fin al problema que supone la ya sistémica falta de hombres en Rusia. La desproporción sigue siendo acuciante en la actualidad: setenta y ocho millones de mujeres frente a sesenta y seis millones de hombres. El feminismo, no obstante, se presenta como un fenómeno ambiguo del que recelan muchas rusas. El presidente, Vladímir Putin, tampoco muestra simpatía para con el tema, pero el pasado 8 de marzo dedicó unas palabras a todas las damas de su país: «Queridas mujeres, nos alegramos de tener de nuevo una ocasión tan extraordinaria para expresaros nuestra enorme estima y nuestra admiración por vuestra belleza y ternura. Sabemos que el corazón de las mujeres es el más fiel, su perdón el más penetrante y su amor maternal infinito. Criar y educar a un hijo es una felicidad y una responsabilidad».
Pero ¿qué ocurre si no hay hijos? A Sonia, la protagonista del libro de Liudmila Ulítskaya Sóniechka (Anagrama, 2007), también le parecía «que no era digna del amor de su marido si no podía darle más hijos». Como hizo con la pobre Sóniechka, la autora perfila en sus trabajos a la mujer rusa en distintas épocas, a veces independiente y libre, pero presa en no pocos momentos de dramas pasionales y una tradición patriarcal. La dolorosa vergüenza de un rechazo liberó a Sóniechka del yugo que oprimía a las rusas desde tiempos imperiales hasta la era de Putin; esas calabazas constituyeron toda una epifanía para ella: «su biografía como mujer se había agotado, lo que la liberaba para el resto de su vida de la necesidad de gustar, seducir, fascinar». Se refugió en los libros, al fin y al cabo con ellos se sentía segura y podía experimentar, a través de sus personajes, todo aquello a lo que se negaba con humanos. Con mucho esfuerzo, la joven consigue un puesto como bibliotecaria donde conoce a Robert Víktorovich, un afamado artista recién llegado del exilio que ve en Sonia «unas manos frágiles que sostendrían su vida extenuada».
A finales del siglo XIX y antes de que naciera Sóniechka, Nadezhda Stásova, María Trúbnikova y Anna Filósofova se unieron para acercar la formación a las mujeres, culminando su empresa en 1878 con la apertura de los Cursos Béstuzhev en San Petersburgo, la institución de educación superior femenina más destacada de la época imperial. Pero ese avance se vio rápidamente frenado por los sucesos que se dieron con posterioridad. El siglo XIX estaba en ciernes, el asesinato del zar Alejandro II conmocionó al Imperio y su hijo, Alejandro III, que pertenecía a la rama más conservadora y absolutista del zarismo, reforzó la autocracia y reprimió toda iniciativa reformista. Por entonces ya se escuchaban voces como la de Alexandra Kolontái, que auguraba que «la mujer no sería libre hasta que no cambiara la sociedad». Y la sociedad cambió. El siglo XX se vio sacudido por una sucesión de catastróficos conflictos, que dieron como resultado el desplome del zarismo y la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Eso de que el sufragio femenino estaba levantando ampollas allá por Occidente a principios del siglo XX a Rusia le traía sin cuidado, ya que en su caso nadie, independientemente de su sexo, pudo votar hasta 1905. Pero tras la Revolución de 1917 el debate se llevó hasta el seno del Gobierno Provisional, que terminó garantizando el sufragio femenino, convirtiéndose así Rusia en uno de los primeros países de Europa en el que las mujeres podían votar. Kolontái fue nombrada comisaria del pueblo de Asuntos Sociales y se convirtió a su vez en la primera ministra del mundo, puesto desde donde trabajó por los derechos de las soviéticas y apoyó el amor libre, que daba a aquellas emancipadas total libertad para escoger y cambiar de pareja.
Con Stalin todo dio un paso atrás. Se volvió a la búsqueda de un modelo de familia tradicional, se prohibió el aborto y el adulterio como delito volvió a estar en boga. Pero sobre el papel las mujeres seguían siendo tan libres e iguales como los hombres durante la Unión Soviética. Según Natalia Bubnova, colaboradora del Carnegie Moscow Center, el 97% de las soviéticas trabajaban fuera del hogar, y alrededor de quinientas mil sirvieron en el frente desde 1941 hasta 1945 durante la Gran Guerra Patriótica. Los acontecimientos que se dieron en la Unión Soviética durante la primera mitad del siglo XX hicieron mella en los varones, que desde la guerra civil (1918-1922) tuvieron que lidiar con el terror de las purgas, trabajos forzados en Siberia, gulags, o la deshonra que para muchos supuso ser despojados de sus tierras a consecuencia de la supresión de la propiedad privada. Los hombres escaseaban y los que sobrevivían a la crueldad de los tiempos, en muchas ocasiones, quedaban marcados por secuelas físicas y psíquicas. Los que tuvieron la suerte de quedar indemnes se rifaban ante los anhelos de las muchachas que, con comprensión, paciencia infinita e incluso sacrificial, aspiraban a encontrar ese amor que tan prometedor se hacía en la cultura, la literatura clásica y en la misma esencia de la naturaleza rusa. Sóniechka, que en la novela termina sacrificando su felicidad en pro de la de su familia, consintiendo un idilio amoroso entre su marido y la joven amiga de su hija, a la que además hospeda en su casa por caridad, encarna a la perfección este arquetipo femenino de la época.
La liberación de la mujer en la URSS se convirtió para muchas rusas en una manzana envenenada. Como en Occidente, el patriarcado seguía sacando punta a los roles que constituían el techo de cristal de las soviéticas que habían estudiado una carrera; su salario en los últimos momentos del socialismo fue, de media, el 60% del de un hombre, según datos del Carnegie Moscow Center. Hombres y mujeres estaban obligados a trabajar para no ser considerados «parásitos». El faenar, a fin de cuentas y como recogía la Constitución soviética, era «una tarea y una noble obligación de cada ciudadano hábil». Pero la herencia de años atrás dejaba cierto regustillo científico-religioso a esa complicidad entre la mujer y las tareas domésticas. Así que de la fábrica a casa, y de casa a la fábrica. Porque el trabajo por el bien común no eximía a las rusas de atender esos quehaceres tradicionales para los que habían sido divinamente concebidas. Obligadas a cumplir en el hogar y hastiadas de tirar del carro de la economía nacional, quizás ya iba siendo hora «de que tuvieran la oportunidad de regresar a sus hogares», como sugirió el último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, en su primer libro.
En otro de sus trabajos, Mentiras de mujeres (Anagrama, 2009), este más tierno y en ocasiones desde una perspectiva que resulta algo paternalista, Ulítskaya se cuestiona si «se puede comparar la gran mentira masculina —estratégica, arquitectónica, tan antigua como la respuesta de Caín— con las encantadoras mentiras de las mujeres en las que no se adivina ninguna intención, buena o mala, ni siquiera un atisbo de aprovechamiento». En esto de mentir, la autora considera que, a diferencia de los hombres, que engañan de manera «pragmática», el género femenino lo hace de otra manera: «un fenómeno natural, como el abedul, la leche o los abejorros», y algo que poco a poco irá descubriendo Zhenia, protagonista de la mayoría de relatos que componen la novela. El caos económico que siguió al desplome del socialismo también castigó a mujeres que, como Zhenia, habiendo gozado de éxito en los negocios, se veían de pronto desempleadas o con salarios mucho más reducidos, algo que se extendió por todos los sectores profesionales desde la salud hasta la educación. Bubnova apunta a este respecto que las mujeres también demostraron ser más versátiles que los hombres durante la transición, asumiendo muchos más puestos de trabajo ocasionales y, con frecuencia, constituyendo la principal fuente de sustento familiar.
En la actualidad, si escribes en Google dos palabras tan sencillas como «mujer rusa», tienes a tu disposición un amplio catálogo de agencias matrimoniales y de citas que garantizan la felicidad absoluta si pones a una eslava en tu vida. Medios de comunicación como Russia Today y otras webs difunden con frecuencia artículos que descubren «Los diez tips para gustar a una rusa» o «¿Por qué a una rusa se le conquista con flores?». Este tipo de contenidos que se deslizan por nuestros muros de Facebook, más que arrojar luz sobre el tema en cuestión, sacan brillo a estereotipos casposos y desconciertan al lector, que no sabe cuál es la postura real de las rusas en la actualidad. Toda la vida viendo carteles soviéticos de señoras que en una mano empuñaban un cucharón y en la otra una hoz, y resulta que ahora la globalización te presenta a unas «rusitas» «delicadas, bellas y tiernas». El diputado ultraconservador Vitali Milónov no quiso perder la oportunidad de felicitar por esto a las féminas de su país el pasado 8 de marzo, a las cuales animó a «seguir sintiéndose el sexo débil» porque: «¿quién necesita una mujer con bíceps y bigote?».
El Informe Kinsey, uno de los pioneros en el análisis de las conductas sexuales en humanos, explica que en Rusia se da un «sexismo asexuado». El estudio detalla que las diferencias de género han sido de algún modo «ignoradas y subestimadas en gran medida política y socialmente», al ya reconocer la Constitución abiertamente la igualdad de género «y garantizar formalmente la protección contra cualquier tipo de discriminación», algo que convive, en contraste, con los enquistados roles de género. Según el Índice Global de la Brecha de Género 2017, elaborado por el Foro Económico Mundial, Rusia ocupa el lugar 71 en la lista de 144 países en esta materia. Discursos como el de Milónov o la felicitación del presidente se ven enaltecidos por la cultura popular del momento, que proyecta la imagen de la mujer rusa como ama de casa y/o un símbolo sexual, en lugar de centrarse en promover la diversidad y abordar otros estereotipos también existentes. Porque los hay. De hecho, según el último informe de Grant Thornton, ¿Cumplir o liderar?, que analiza las políticas empresariales desplegadas por compañías y empresas de treinta y cinco países diferentes, Europa del Este sigue siendo una región líder en cuanto a la participación femenina en la alta dirección, y concretamente Rusia se encuentra a la cabeza con un 91% de empresas con al menos una mujer en puestos de este tipo.
Pero, al mismo tiempo, la presencia femenina sigue siendo rara en puestos de liderazgo, por lo que las rusas aún están lejos de influir con impacto en el curso político, según explica Unión Interparlamentaria (UIP). Coincidiendo con las últimas elecciones de la Duma, el pasado 2016 la UIP contabilizó 71 escaños ocupados por mujeres de un total de 475 (15,8%). En la historia moderna de Rusia, tres han sido las mujeres que se han atrevido con unas elecciones presidenciales. La primera fue la actual presidenta de la Comisión Electoral, Ella Pamfílova, que reunió poco más del 1% de los apoyos frente a Putin; cuatro años más tarde, la liberal Irina Jakamada recibió el 3,84% de los votos y, finalmente, Ksenia Sobchak, que logró 1,2 millones de votos (1,67%) en las elecciones del pasado 18 de marzo. Con treinta y seis años, la hija de Anatoli Sobchak (primer alcalde elegido democráticamente en San Petersburgo y mentor de Putin), periodista, actriz y licenciada en Relaciones Internacionales, anunció que se postularía a la Presidencia de Rusia en 2018. La conocida como «Paris Hilton rusa» saltó a la fama como presentadora de programas de televisión y de reality shows, y fue una de las impulsoras de las protestas masivas de 2012 contra el presidente en las que además desempeñó un papel activo. Sin embargo, sus 5,6 millones de seguidores en Instagram no han sido suficientes frente a un 53% de encuestados por Levada Center que se oponen actualmente a que una mujer sea presidenta de Rusia, o contra el 32% que piensa que ninguna mujer en el país es apta para el puesto. Como apuntaban las encuestas y sin mucha sorpresa, Putin renovó seis años más su legado con el 76% de los votos. Seis años más para felicitar a la mujer por su extraordinaria belleza, esa que como describió Tolstói «no se digna a ser inteligente».