La pregunta que da título a este artículo tiene una respuesta corta y otra extensa.
La corta es: porque un máster es una inversión de tiempo y el tiempo no puede comprarse, hay que vivirlo.
La larga nos lleva, por ejemplo, a 1970. La artista Marina Abramovic se acaba de licenciar en Bellas Artes en Belgrado y decide seguir con sus estudios de posgrado en Zagreb. No solo le interesa mejorar su técnica pictórica con Krsto Hegedusic, sobre todo quiere largarse de casa, porque no soporta el agobiante control de su madre. Por primera vez vivirá sola. Y sabrá qué es la libertad. Gracias a su adiós al hogar familiar, dejará paulatinamente la pintura y descubrirá la performance. Con las décadas será considerada el mayor exponente de ese lenguaje artístico, que ella llevará —a través del ritual y del dolor y de la intuición y de la inteligencia— a una dimensión estratosférica.
En otras palabras: la artista que revolucionó en los años setenta y ochenta la relación entre el arte y la vida hizo un máster. Y Kazuo Ishiguro, el último premio Nobel de literatura. Y tantísimos otros creadores y profesionales. El mito del emprendedor genial que no acaba sus estudios y convierte el garaje de la casa de sus padres en el laboratorio del futuro hay que contrapesarlo con una realidad mucho más frecuente, la de todos los que hemos invertido horas y esfuerzo en estudiar por los caminos más o menos al uso. Los de la educación primaria, secundaria y superior (de grado o de posgrado).
La cronología de esa educación supone que una persona completa su formación académica y está preparada para el mundo laboral a los veintipocos años. Pero lo cierto es que en la historia de Occidente ese ciclo siempre ha debido completarse. El Grand Tour —ese largo viaje iniciático por los núcleos culturales de Europa—, el servicio militar, las prácticas profesionales, el Interrail, la beca Erasmus o el voluntariado son expresiones de una misma lógica: la teoría debe aterrizar en la práctica, las lecturas deben llenarse de experiencia.
En 1998, el mismo año en que terminé la licenciatura en Humanidades, llamé a la puerta de la revista Lateral de Barcelona en busca de trabajo. Me recibió Chefi Viejo, la jefa de redacción, quien muy amablamente me explicó que no podían darme un empleo, pero sí que me podían dar un libro. Fue mi primera reseña. De muchas. Al cabo de unos meses conocí a Mihály Dés, el director de la revista. Recuerdo perfectamente el tiempo que me dedicó, en su despacho: las lecturas que discutimos, cómo corrigió varios de mis textos. Aunque proseguí con mi formación académica con cursos de doctorado, que ampliaron mis conocimientos en literatura comparada, fue en las reuniones semanales del consejo de redacción de Lateral donde cursé un máster en periodismo cultural. Mis particulares prácticas las hice durante dos años, viajando por todo el mundo, sin dejar en ningún momento de leer, de entrevistar, de reseñar, de escribir. Ahora sé que mi formación no concluyó —si es que alguna vez acaba— hasta que volví a Barcelona en 2005. Siete años de máster, de viajes, de prácticas. Como todo en la vida, era una cuestión de atención y de tiempo.
Ya no existen las revistas ni las tertulias que orientan y forman a un amplio círculo de colaboradores y cómplices. Ese tipo de aprendizaje ahora se encuentra en internet (virtual) y en los másteres (de cuerpo presente). Llevo diez años trabajando en el Máster en Creación Literaria y seis en el de Periodismo Cultural, ambos de la Universidad Pompeu Fabra. He visto, por tanto, cómo varias generaciones de escritores y periodistas dedicaban un año de sus vidas a volver a estudiar. Y si algo me ha quedado claro es que un máster no es un programa ni un título. No es una sucesión de contenidos. No es técnica. Aunque sean necesarios un programa sólido, unos contenidos nutrientes, una actualización técnica, un máster es sobre todo una experiencia colectiva.
En ella se establece una conversación, que dura muchos meses, entre los profesores y los alumnos. Su calidad se puede observar, reflejada, en los trabajos, porque la progresión de los ejercicios y discursos del alumnado, necesariamente lenta, depende directamente de la excelencia del intercambio de conocimientos. Pero la conversación que realmente importa es otra, la paralela. La que los alumnos inventan en los cafés o los bares o los grupos de WhatsApp. Que se conviertan en mejores artistas o profesionales depende de su capacidad para alimentarse tanto de las clases como de la red amistosa que es todo máster. Porque de la amistad, la colaboración, el amor, la empatía y los gin-tonics surgen tantos buenos proyectos, si no más, que de la ambición personal, la capacidad de superación y de sacrificio o el insomnio.
Se habla mucho de la instantaneidad que supuestamente caracteriza a la sociedad contemporánea. Y es cierto que Amazon te sirve un producto en un tiempo récord y que Facebook o Twitter te facilitan likes a ritmo de vértigo. Pero la construcción de Amazon fue lenta; y la de tu comunidad de amigos o de seguidores, también. La fotografía digital ha eliminado la espera del revelado; pero aprender a hacer fotos y a editarlas, como todo en la vida, requiere tiempo. Vivimos en el espejismo de que la artesanía es anacrónica, pero —en cambio— es más necesaria que nunca. Lo primero que les digo a mis alumnos de máster es que tienen que dedicar unas horas a explorar todos los recursos y todas las opciones del Word, porque tienen que ser ellos y no la máquina quienes decidan la tipografía, el interlineado, la corrección, el aspecto de su propia escritura. Después ya podrán empezar a teclear.
Empezaba este texto diciendo que el tiempo no puede comprarse: estoy convencido de ello. Lo que puede comprarse es la posibilidad de disponer de tiempo. Los títulos de máster tampoco pueden comprarse. Porque si no invertiste el tiempo necesario en las lecturas, las clases, los cafés, el amor, la colaboración, la voluntad de superarte y los gin-tonics, ese título está vacío. O lleno de aire. A todo cerdo le llega su San Martín y a todo globo su alfiler. Lo demás es explosión, vergüenza y silencio.
Pos no lo entiendo. Si la pobre Cifu tuvo que vivir toas esas esperiensias vitales pa que se meten con ella.
… bonito artículo, de verdad. Espero que cuando el autor se dé la hostia con la realidad no se haga mucho daño con la «experiencia».