Lo admita o no, el creador está hecho para perdurar. Como cualquier otro ser humano, este individuo a veces cándido a veces petulante querría prolongarse en carne propia igual que Elon Musk, pero la carne, y hay muestras de ello a diario, se corrompe a las primeras de cambio, de modo que hasta hoy solo existen dos formas imperfectas de inmortalidad: la descendencia y la obra. Se trata, claro está, de resultados engarzados por un esfuerzo previo, físico en el primer caso y mental en el segundo, aunque el bebé, desgraciadamente, quede lejos de cualquier batalla cultural, pues la suya es una emboscada de flatos, berridos y noches en vela. Centrémonos pues en la obra escogiendo una disciplina tan coral como el cómic. Si Paul Virilio (Estética de la desaparición, Anagrama) adjudica al cine un papel aglutinador de las artes, ya que incluye elementos musicales, escultóricos y literarios, no es menos cierto que el cómic juega en la misma liga, pues la combinación de imagen y guion se desliza a través de la viñeta, que tiene algo de arquitectura, pintura, pantalla y partitura.
Para alcanzar su propósito inmortal, el creador esboza un mundo circular donde el tiempo no existe (o existe poco) en la medida en que el círculo es, por naturaleza, un estupendo bucle. La tira cómica, utilizada desde inicios del siglo XX por los editores norteamericanos como señuelo por su sencillez y estética, es en general un universo claustrofóbico. Escenarios, atrezo, gestos y hasta pensamientos se repiten hasta la saciedad para convertir a los protagonistas (sean perros, gatos, humanos o monstruos) en elementos paisajísticos no menos tranquilizadores que el sol, la luna o las estrellas. Con el tránsito hacia un formato más autónomo (el episodio materializado en un libro), el cómic sufre una transformación a ambos lados del Atlántico. Tintín, Astérix, Lucky Luke o el elenco inmenso de la Marvel comparten la ampliación del horizonte. Donde antes había una celda con un catre y un retrete, la tira constreñida al papel de periódico, ahora menudean teatros de intensidad variable: desde el far west hasta Gotham pasando por el planeta al completo (Hispania, Córcega, El Congo) y parte del extranjero (Tintín en la Luna).
Pervive, sin embargo, el temor original a la intrascendencia, motor y causa de algunas rarezas argumentales. Los personajes, por ejemplo, no envejecen. Si acaso experimentan modestos avances (el capitán Haddock y su dipsomanía) o exhiben actualizaciones estilísticas (Superlópez, que ahora peina canas). El amor suele ser un asunto diminuto (Falbala, la Castafiore) cuando no directamente invisible. Tampoco hay deudas con la justicia o el fisco; la comida (exceptuando el glorioso jabalí a la brasa) suele ser banal; la muerte del enemigo se transforma en una suerte de castigo circense (una lección, una paliza, un embadurnar de alquitrán y plumas); no hay padres ni suele haber hijos; la depresión es como mucho melancolía; la enfermedad, anécdota; y al final de la escapada los extremos del tiempo narrativo se tocan de manera que, con el lanzamiento del siguiente volumen, todo arranque de cero.
Aunque el término «novela gráfica» es controvertido, resume bien el penúltimo hito del proceso. El suministro industrializado deja paso a una mirada más concisa y menos perpetua. No, no es que el creador, repentinamente, renuncie a su legado; es que este se diversifica en múltiples tomas. Aunque la vieja escuela resista (13 Rue del Percebe es todavía hoy, con su movimiento congelado, pura golosina), aunque sean muchos quienes, como Francis Bacon o Hiroshi Sugimoto, entiendan que no existe territorio más vasto que el vacío (que no es más que una forma informe de repetición), hay quienes desbrozan otras junglas.
Watchmen (Alan Moore) desmonta la ortodoxia el cómic de superhéroes con una historia donde lo divino y lo mundano progresan a la par para estrellarse finalmente en el callejón sin salida de un epílogo. Los héroes, sin el prefijo súper, sienten, pecan y envejecen, y al deterioro material de los tendones se suma el envilecimiento espiritual, descenso que permite observar las fantasías de la humanidad, siempre en torno al poder, con una sonrisa torcida y la nariz deformada. Los Combates cotidianos (Manu Larcenet) o Píldoras azules (Frederik Peeters) introducen el elemento autobiográfico, inexorablemente conectado a la insoportable levedad del ser. Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo (Chris Ware), no es únicamente El Metacómic; en su intestino delgado se entremezclan las tramas, se suceden las asimetrías, se multiplican los tesoros como si de un galeón se tratase. Agujero negro (Charles Burns) nos remite al primer David Cronenberg; David Boring (Daniel Clowes) podría ser una criatura (recatada) de David Lynch; incluso Odio (Peter Bagge), con su despliegue secuencial, abraza la tradición del tomo sin renunciar a la miseria, la fugacidad y el humor.
Matar al vástago, limitar su recorrido a unas pocas hojas, no está reñido con la eternidad. ¿O acaso Stoner, la novela de John Williams (246 páginas), brilla menos que la Trilogía de Deptford acuñada por Robertson Davies? El problema del cómic, que en España representa un 2,6% de la facturación editorial (dato de 2016), es que ha tomado una vía absolutamente contraria a la de Hollywood y los grandes estudios: según el dogma capitalista, la virtud radica en el beneficio, que nace de las ventas, que nacen del capricho o la necesidad, siendo la fidelización quizás una fórmula intermedia entre estos dos últimos conceptos. Entendida como un gránulo, una película será a lo sumo una buena botella de aguardiente, un placer sensorial acotado al ambiente cargado de una sala o a la somnolienta absorción del sofá, pero la serie será la bodega entera, las hileras infinitas, los dólares revoloteando sobre Malibú.
La intensidad del abuso dependerá de cada productora, de cada guionista, de cada cineasta. No es lo mismo The Sinner (ocho capítulos sin solución de continuidad) que The Walking Dead, donde las temporadas se renuevan en función de los números, circunstancia que prueba la inexistencia de un punto y final y, por lo tanto, el riesgo de incurrir en un empacho narrativo del que ni siquiera propuestas ilustres como Mad Men o Juego de Tronos se han librado. Una facción del cómic contemporáneo cabalga, pues, contra el molino del fast food cultural, o eso quiere creer cierto tipo de idealista, un individuo más de letra impresa que de fotograma que imagina a los dibujantes, incluso a los que se insertan en el engranaje de DC Comics o la Marvel, encorvados en ásperas mesas de trabajo similares a las que Kavalier y Clay utilizan como trampolín del Escapista en su lucha contra Hitler.
La eternidad, decíamos, o el tiempo en suspenso, que es precisamente como un niño vive la infancia a la espera de adquirir el violín de la lectura, y con él la ciudadanía del País de Nunca Jamás, un lugar de fábulas elípticas ceñido a la calidez (Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Mafalda, Garfield) al que tarde o temprano sucederá el sórdido despertar adolescente (Daredevil, Akira, 100 Balas), engullido a su vez por la otoñal madurez (From Hell, Lupus, Pyongyang). En la repetición de este ciclo palpita la grandeza del cómic, que obtiene así su inmortalidad.