Contra el vicio de etiquetar, clasificar y delimitar, está la virtud de mezclar, rebasar, dejar ir. La literatura, a pesar de la ilusión de orden que impone sobre el desorden que es la vida, se vuelve deliciosamente humana, sí, superior a la maquinaria de una estructura —sintáctica, narrativa, genérica—, ahí donde se cuela lo imprevisible, la divagación, la confusión de géneros. Me atrevería a decir que incluso en otros ámbitos menos expuestos a la sorpresa, por ejemplo las llamadas ciencias exactas, y con permiso de la precisión numérica, es difícil avanzar sin una momentánea concesión a la improvisación, esto es, sin dar cabida a lo inesperado; aquello que, en apariencia, destruye lo que trastoca, cuando en realidad está trazando un camino hasta entonces desconocido, abriendo una ventana donde antes sólo había un muro.
El escritor Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) algo sabe del arte de emborronar la página fuera del recuadro, como resistiéndose a dejar de ser un niño con una destreza manual todavía inmadura respecto a la tarea asignada. Poeta y narrador, son precisamente sus libros fronterizos, a caballo entre la poesía y el relato; entre la transcripción más o menos fiel de conversaciones o anécdotas y el aderezo de su propia imaginación; entre la observación minuciosa de lo ínfimo cotidiano y la rememoración; y entre la reflexión literaria y el análisis humorístico de los usos más insólitos del lenguaje, los que irrumpen en el resto de sus obras para ayudarlas a dejar de ser una sola cosa. Los títulos Para qué sirven los charcos, Los pormenores o La vida mitigada lo alinean con otros ilustres recolectores de lo que no encaja en la Gran Literatura, como Robert Walser (1). O con esos espléndidos ensamblajes verbales de la Edad Media y de la Antigüedad que daban cabida por igual, sin pacata discriminación, a la descripción geológica veraz y la fabulación más delirante de sus elementos, o al sermón religioso que aparecía, codo con codo, junto a racimos de coplas de imposible desenfado erótico; obras hoy casi incomprensibles en tanto azuzan en nosotros, lectores supuestamente versátiles del siglo XXI, la sensación de que algo de ese tótum revolútum, esa abundancia imaginativa y léxica que nos conformaba como especie, se ha quedado sin remedio por el camino.
Su último libro, Años de mayor cuantía, lleva el subtítulo «Memoria y fábula», buscando así seguir avivando el despiste nominativo con premeditación y alevosía. El propio autor reconoce que desconfía del género de las memorias porque el acto de recordar ya es, en sí mismo, una forma de reinventar lo que fue. Se pueden encontrar, en las secciones que lo componen, una unidad en la voz narrativa que va de la infancia a la madurez; una serie de lugares reconocibles en la geografía real y biográfica del autor (Zamora, León, El Burgo de Osma); y un rosario de anécdotas, historias y situaciones, propias o ajenas, desgranadas en torno a distintos conceptos en los que cualquier lector puede reconocerse: el miedo, la identidad, el azar, la compasión… por si no sabíamos si llamar a esto novela, colección de relatos o memorias, también acuden en ayuda de la indefinición las continuas digresiones, tal como si Sánchez Santiago, en lugar de escribir, estuviera contando todo aquello a un amigo cercano, por supuesto sin que falte a la mesa una taza de café o un vaso de vino de cualquier taberna de las afueras. Siempre de las afueras.
Hasta cierto punto, Sánchez Santiago ya había ensayado una técnica similar en su anterior «novela», Calle Feria. Pero en este nuevo libro hay, sin duda, una mayor voluntad de dejar constancia. ¿Constancia de qué? De vericuetos existenciales no explorados; del arte de escuchar al otro, advertir la magia que se cuela en su discurso —esa mariposa menuda que, a poco que uno se despiste, se escapa— y ser capaz de verter, en palabras, algo de su aleteo, el polvillo que dejó flotando en el aire; de poner la escritura al servicio de la vida, o la vida en las palabras, quién sabe. Para conseguirlo, en cualquier caso, no sirve vestir el traje ya cortado, sin más, de la literatura. Hay que buscarse uno nuevo —o quizá uno muy viejo—, de extraña hechura, y dejar que la criatura resultante salga así vestida a la calle, evitando siempre el centro pesado y complaciente de la ciudad.
Existen otros elementos que confieren unidad a esta manera peculiar de unir disparidad de tiempo, espacio y personajes en Años de mayor cuantía. El escritor hace en la nota preliminar su declaración de intenciones respecto a los acontecimientos que conforman el libro: «El espíritu que los engloba a todos ellos es, ya se supone, un desafío a la lógica. Parece que los años cruciales de una persona son aquellos en que cumplimos con esos menesteres vitales que se esperan de nosotros (ceremonias, fallecimientos, objetivos de horizonte laboral o social…). No digo yo que esto no sea así. Pero no siempre. No del todo. Para mí, no. En ocasiones, un rasguño inapreciable de la vida puede crecer por su cuenta hasta colonizarnos sin pedir permiso; solo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera». Esa es la verdadera materia de los años de mayor cuantía, los que terminan pergeñando «lo que se llama ordinariamente «personalidad»: un espejo estallado en un armario, una charla de cama a cama en un hospital de Madrid o el viaje en un taxi para resolver un episodio de honor sucedido en una pensión anodina de Salamanca…».
Y aún hay otro, u otros hilos conductores menos explícitos. El más relevante, posiblemente, el tratamiento de las palabras como si, en lugar de signos arbitrarios con los que describir la realidad, fueran piedrecillas de formas insólitas, salvadas de la escorrentía del vivir que todo se lleva por delante. Apartando esas palabras del destino seguro del olvido, poniéndolas a secar y a brillar de nuevo, el narrador, fabulador o cronista se vuelve ante todo poeta; poeta de bajo perfil público —no hay preciosismo ni voluntad de construir una novela lírica— pero testigo imprescindible de lo callado, lo que de otro modo quedaría para siempre del lado del silencio.
Sus palabras-piedra están, además, indisolublemente unidas al lugar que las alumbra: de ahí la imagen del narrador garabateando in situ frenéticas notas de la historia que acaba de escuchar. Porque sabe que, si lo deja para cuando haya partido de allí, en otra atmósfera y pisando otras estancias, se le habrá escapado irremediablemente. Acaso se trate, en esta cuestión, de una interpretación muy personal del llamado «espíritu del lugar»; ya que Sánchez Santiago no rehuye escenarios a priori anodinos por poco inspiradores: a saber, esos barrios uniformes y sin personalidad del continuo urbano, o esos pueblos desolados por los que se suele pasar de largo por la carretera con una cierta desazón. También sobre tales escenarios, sin embargo, o quizá por prestarles lo que en su deshumanización les falta, es capaz de poner el foco de luz de las palabras.
Asimismo, los personajes «marginales» a todo gran relato —los internos de un sanatorio, la castañera, un oscuro conserje jubilado que vive en el asilo, un adolescente ensimismado en su falta de habilidades sociales- son llevados al centro de la escena en estas páginas. En ellos, no menos que en el uso impredecible del lenguaje o en ese callejear por los arrabales se advierte, más que una voluntad de estilo, una inclinación —nada panfletaria, pues está mucho más allá de la inmediatez— a la subversión: lo inocente, lo banal, lo que no cuenta se convierte así, precisamente, en una bofetada en la cara insolente de los que parecen hallarse al frente de nuestros destinos. O eso creen. Y sobre todo ello, el humor siempre, revoloteando sobre el drama y aportando así la parte de luminosidad que le toca.
El último libro de poemas de Tomás Sánchez Santiago, elocuentemente titulado Pérdida del ahí, ya nos ponía tras la pista de un lugar del que, de pronto, se nos extravían las coordenadas. Sobre eso mismo toma el testigo Años de mayor cuantía: el ahí, lo fronterizo, memoria y fábula en indisoluble confusión; el gesto irredento del centrífugo, el mudo, el que rehúsa ser asimilado a una manera de mirar, y de ser, y de contar, por perímetros vallados. Toda una lección en tiempos de tanta sujeción y de tanta frontera.
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(1) Por el mismo motivo me fascinan algunas «novelas» de Antonio Tabucchi y de Patrick Modiano en las que, partiendo de una tenue intriga de corte pseudopolicíaco, el narrador de pronto parece renunciar a resolverla, contraviniendo así todas las leyes escritas y no escritas del género. En ese momento, su libro se convierte en «otra cosa» indefinible y deja, al terminarlo, una sensación mucho más abierta y duradera, como cuando acompañamos con agrado a nuestro «yo» más profundo por sus vagabundeos humanos y urbanos sin ningún objetivo concreto, ni siquiera literario. Idéntica inclinación me ha hecho sospechar siempre de las novelas con apellido, hoy pieza imprescindible del engranaje comercial: novela histórica, novela policíaca…
Beckett
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