Una de las muchas cosas que no deberíamos perdonarle al cine es que nos haya insuflado la vana esperanza de que, en algún momento a la vuelta de la esquina, esté acechándonos un twist ending*. Ya saben, ese tipo de revelación que no solo está destinada a hacernos replantearnos nuestra existencia, sino a hacerla añicos desde los cimientos, naufragando entre dos realidades: la que creíamos que estaba ocurriendo y la que ocurría realmente. Hay otras promesas que es fácil desechar (que combatiremos contra el Imperio galáctico, escalaremos el Everest o nos retorceremos en una trinchera) y esa imposibilidad es precisamente el motor que nos impulsa a la sala. Pero en algún rincón recóndito de nuestra estupidez algunos anhelamos que la vida, los astros o quien fuere que maneje los hilos, nos aguarde con algo inesperado por doloroso que sea. O precisamente por eso. Quizá sea fruto de un aburrimiento existencial que viene y va, pero pensar que no todo está tan atado y en algún punto de nuestra biografía habrá que recomenzar abruptamente después de una dislocación dota al futuro de una incertidumbre no solo tenebrosa, también deliciosa. Porque eso significaría que ahora, mientras estamos leyendo esto mismo, estamos siendo demasiado ciegos para detectar que algo no es como parece y se está fraguando un catártico instante. Trágico, en general.
Si no saben de lo que les hablo, deténganse un momento a recordar el final de películas como El planeta de los simios o Sospechosos habituales. Visualicen el rostro de sus protagonistas. Observen esa calidez profunda que emana de la tragedia. La expansión histérica de las pupilas cuando se resisten a interpretar lo que enfrentan. La respiración descompasándose, el miedo estrangulando la voz. Las comisuras desprendiéndose en un audible chasquido. La eternidad accionada y redefinida por las manecillas de un segundero. Ese labio inferior despegándose hacia el suelo por la digestión de la verdad: estaba equivocado. A veces no hay tiempo para más porque la bomba estalla, pero eso da igual. Hablo de ese momento ínfimo, en el que las lágrimas pugnan por salir pero el pavor las retiene como un dique invisible. El instante en el que todo cambió y nos dimos cuenta.
En la vida, ya lo saben, nunca es así. En esa suma de circunstancias más o menos fortuitas que se desarrollan por etapas, afrontamos un gran número de sucesos que lo cambian todo: la muerte, el abandono, la enfermedad, la paternidad u otros tantos, son los puntos de inflexión de nuestra película personal. Pero rara vez se viven esos cinematográficos twist endings. Me atrevería a decir que nunca. Por muy flojos que tengamos los tornillos, raramente estamos tan ciegos. Los sobresaltos que nos sacan con palanca de la placidez cotidiana acostumbran a hacer ruido cuando se dirigen hacia nosotros, como un presagio que no guarece pero sí avisa. A veces es una suerte, otras no. La mayor parte de la gente que se esfuma de nuestro lado lo hace con preámbulos: habitualmente tenemos noticia de que alguien se está muriendo —no de que se ha muerto— y hasta cuando vamos a ser abandonados en un arcén llevamos tiempo recolectando pistas (los «tenemos que hablar») que insinúan y aligeran el desenlace. No el dolor, solo el impacto. La tragedia es muy puta, pero si uno se fija bien, va diseminando miguitas para no pillarnos completamente desnudos y acolchar la colisión contra el linóleo. Para robarnos el twist ending.
Anatomía de un anhelo
Como la biología que divide en dos grandes reinos de plantas y animales, el llamado twist ending se fracciona también en dos categorías el closer y el clincher. A grandes rasgos, el primero sería el más clásico, que tiene una finalidad coral (reunir a los personajes juntos para recapitular, provocando así el sorprendente desenlace); y el más vigente clincher, que nos sorprende atando cabos de una manera inesperada o arroja luz sobre la realidad cambiándola por completo. De este último, que es el que aquí nos atañe, además hay por lo menos otras seis subdivisiones con sus respectivas normativas que establecen de qué modo nos llevan de la mano hasta el giro final que retuerce la realidad hasta dejarla irreconocible.
La anatomía del de twist ending es más compleja de lo que parece. En parte, porque el cine no ha hecho más que traducir al lenguaje visual lo que ya era una técnica habitual en la literatura, con su propias derivaciones y triquiñuelas. Así, twist endings cinematográficos que ya son parte de la cultura pop como El sexto sentido o La escalera de Jacob tienen sus respectivos precedentes literarios en Lo que pasó en el puente de Owl Creek, de Ambrose Bierce, y La noche bocarriba, de Julio Cortázar. Obviamos que otros tantos de ellos son directamente adaptaciones, como Shutter Island o El club de la lucha. Y es que, contrariamente a lo que se pudiera pensar, el twist ending no tiene su origen en las obras de fantasía o abstracción, sino que, tal y como aclara el escritor y periodista Adam Gopnik, son los autores románticos quienes introducen en la historia literaria este elemento narrativo. Mientras la tradición prerromántica se centraba en el arranque (lo más célebre de las obras de Shakespeare son siempre los inicios y las primeras líneas de Orgullo y prejuicio están en los sótanos de todas las cabezas), la escritura evolucionó lentamente para colocar el peso importante del significado en el último movimiento. La culpa es suya, de acuerdo. Pero por algún motivo, es el cine y no la literatura el que nos despierta el anhelo de twist ending, el que ha logrado sembrar la esperanza secreta de que puede que estemos radicalmente equivocados respecto a algo de vital trascendencia.
Todo se debe a la naturaleza narrativa de ambas disciplinas. Y en lo mucho y en lo poco que el cine y la literatura se parecen a la vida real. Somos, por lo general, mucho más personajes literarios cuando vivimos, porque vamos desgranando las pistas que, como decíamos, nos dejan las tragedias o sorpresas que nos esperan. Las páginas y los días se asemejan mucho más entre sí: nada, por lo general, es tan abrupto para pillarnos completamente desprevenidos; y antes de que el terremoto nos alcance este había cruzado nuestra mente aunque sea en forma de fugaz temblor. Las llamadas «pistolas de Chéjov» son mucho más detectables en la página —incluso en el escenario— porque la palabra escrita las disimula peor.
Sin embargo en el cine es más fácil diluirlas. El ritmo de la narración no lo marca el propio protagonista con su lectura —nosotros— sino que viene predeterminado por el director que tiene mucho más margen para distraer la atención hacia donde quiere. Por decirlo en román paladino, la pistola es mucho más corpórea y específica cuando tiene que ser descrita mientras que la imagen es solo un fotograma entre otros cien de ceniceros o escritorios. El cine nos pilla con la guardia baja. La clave la resumía Stanley Kubrick como nadie: «Una película es (o debería ser) como la música. Debe ser una progresión de ánimos y sentimientos. El tema viene detrás de la emoción; el sentido, después».
Por eso ese anhelo de twist ending acostumbra a brotar provocado por el celuloide. Eso cuando brota, claro. Hay quienes considerarían insoportable que, de buenas a primeras, tuvieran que rehacer todo su universo porque algo inesperado ha surgido y ya no podremos ser nunca más los que éramos en el minuto anterior. Pero hablo de nosotros, los que en el fondo tenemos inoculada la pulsión de la emoción, del sobresalto. Los que vemos esos finales apoteósicos y trágicos, y nos preguntamos si los acontecimientos que nos reserva la vida serán los que nosotros mismos provoquemos y los inherentes a la propia existencia. O si hay algún twist más.
¿Deberíamos renunciar a los twist endings? Eso pensaba, hasta que me topé con unas miguitas y se enmarañaron las ideas inconexas.
No es más que una anécdota, un episodio cotidiano sin interés que si quieren pueden remozar de ficción para aligerar el rodeo personal. Mi abuela barría, como ha hecho después de fregar los platos que ha vaciado a lo largo de su vida. No sé cuántos días llevaría sin dormir por entonces, pero el caso es que también barría. En su silencioso danzar por una estancia sumida en el rumor de vajillas y calentadores que aúllan, se detuvo en seco. Como en esas películas, tenía los ojos redondeándose de asombro, como si las pestañas se hubieran sellado en los párpados con adhesivo indeleble. Sus dedos se abrazaban con tanta fuerza al palo de la escoba que empezaban a adquirir rojez sanguínea. Su labio inferior se descolgó.
Por primera vez vi a alguien fuera de la pantalla asistiendo a su propio twist ending. Porque ni yo ni nadie lo sabíamos en ese momento, pero lo que mi abuela miraba con semejante detenimiento era una baldosa. No una cualquiera, la baldosa sobre la que reposaba la silla en la que mi abuelo siempre se había sentado a comer. En ese cuadrado de gres no había nada, y en esa absolutidad de la nada estaba su «momento en el que todo cambió». Su twist ending.
Ella llevaba meses alicatándose las entrañas para la ausencia que se le venía encima. Había visitado suficientes hospitales, dormido suficientes noches sola y escuchado suficientes diagnósticos para que la muerte no fuera imprevista y sí una certeza funesta. Ya había empezado a recomponer una rutina en soledad asumiendo que de ahora en adelante tocaba desayunar de pie, deshacer solo un lado de la cama, reducir la colada a la mitad y dejar de restringir la sal en la comida. En resumen, hacía días que él había muerto y meses de preámbulo que la ayudaron a preparase. Había llorado todo lo que un cuerpo es capaz de soportar y recibido toda la salmodia de pésames correspondiente.
Pero lo entendió —con toda su crudeza— mirando ese día la baldosa, no antes. Durante días pasó frente a la funda de sus gafas de leer que nunca se pondría, guardó sus abrigos en el altillo y dejó de preparar las pastillas diarias y el vaso de leche de la mañana. Sabía que él no estaba y que no volvería a estar. Pero lo entendió cuando se percató de que bajo las faldas de la silla había desaparecido la selva de migas que mi abuelo acostumbraba a dispersar cuando comía.
De repente, sin que nadie le preguntara a qué se debía esa congelación momentánea, mi abuela salió del trance y habló. Y lo hizo con un tono de voz completamente neutro, desapasionado. Como si se limitara a constatar un hecho irrebatible: «Pues ya se fue. No habrá más migas aquí», dijo. Y entonces se le paró el mundo para siempre. Y otro nuevo empezó a andar. Más feo, más triste, un epílogo.
Por supuesto, dirán que es la asunción aplazada de un momento traumático. Una maniobra del cerebro para protegernos del dolor, que lo consigna para liberarlo cuando reunamos la entereza para encararlo. Nada extraño, en cualquier caso. Mucha gente no derrama una lágrima en los entierros de un ser querido pero le arrasa el llanto meses después porque alguien usa la misma fragancia del difunto. Puede ser, sí. Puede que esto solo sea una cuestión de ausencias, recuerdos y duelos. Aunque nada me robará la impresión de que aquello fue un twist ending, una vuelta de tuerca a la existencia de mi abuela, que llevaba toda la vida preocupada por cómo diantres sobreviviría mi abuelo cuando ella se fuera. Y de repente se dio cuenta de que estaba equivocada.
La vida tiene twist endings. No como los que anhelamos, porque generalmente barremos tan rápido que las baldosas desnudas pasan inadvertidas, desenfocadas. Al cine hay que perdonárselo. Con quien hay que ajustar cuentas es con la otra.
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*Aunque no existe una traducción exacta de twist ending, en castellano suelen utilizarse indistintamente las expresiones «giro final» o «vuelta de tuerca». Se trata de un vuelco en el argumento de la historia que cambia el sentido y la esencia de todo lo que hemos visto. El clásico final que deja el culo torcido, vaya.
Lo único malo de los giros finales inesperados es que precisamente esperes que haya uno. Fue una de las cosas que hundieron la carrera de M. Night Shyamalan.
Cuando lees historias con «giros finales inesperados», como las mencionadas «El puente sobre el río del búho» de Ambrose Bierce o «La noche boca arriba» de Julio Cortázar, u otras memorables como «La casa de Asterión» de Jorge Luis Borges, o «Respuesta» de Fredric Brown (un especialista), te embarga una profunda satisfacción. Pero son su exquisitas dosis las que provocan el placer, en tanto que un exceso resultaría empalagoso.
Anagnórisis le llamaban, por no decir «se llama». Cortázar rozó el exceso con ese tipo de recurso (Lejana, la isla al mediodía, axolotl y otros tantos) No es para pegarle al bueno de Julio, sino para observar que claramente es un recurso tentador. Luego julio se fue por los rios metafísicos y la ensalada psicológica.
Hola Bárbara, recuerdo que lo de tu abuela barriendo las migas ya lo mencionaste en otro artículo, pero no doy con él. ¿Me podrías decir cuál es, si es que lo recuerdas? ¡Gracias!
Te odio Bárbara, como otros antes, destruyes la ilusión de que descubro algo. Con que facilidad me robas mis instantes de revelación, de descubrimiento y los encierras dentro del gran cajón de lo ya dicho, lo ya hecho. Lo repito te odio Bárbara, odio tus categorías, tus salvas de palabros ingleses, que se muerden unos a otros luchando por convertirse en neologismos. Si, odio tu facilidad para reducirme a la ignorancia.
¿Quién eres Bárbara? Donde aprendiste ha conseguir en solo mil palabras hacerme sentir tan demode. Te imagino en la facultad, en cualquier facultad estudiando una de esas carreras que ha todas les salieron como granos hace quince años. Intentaban que sus nombres fueran sugerentes: Comunicación audiovisual, Lenguaje cinematográfico, Producción, algo así, no conseguí retener los nombres, las titulaciones, los grados todas esas cosas que han resultado al final no tener importancia.
Ahora continuo imaginándote, joven, segura, protegida por tu falta de experiencia. Afirmas alegremente que los cambios en la vida llegan siempre avisados, que en la vida real nunca hay giros de guión, porque claro, la enfermedad, la muerte, el desamor, son cosas que les pasan a otros, cosas de las que solo eres espectadora.
Me apenas Bárbara, tú y esa erudición de entomólogo, con la que quieres reducir a piezas mas o menos ensamblables el placer, si el placer, de contar historias. Por que puestos a cuestionar: ¿Que historia cuentas? ¿Un apéndice a un tratado sobre el guión cinematográfico? ¿Que la vida se empeña, tozuda, en no seguir el esquema clásico de los tres actos? ¿Las películas que alquilaste el fin de semana en el videoclub? ¿Que te dieron puerta y no eras capaz de asumirlo? ¿Que querías mucho a tu abuela?
Te envidio Bárbara, si supiera todas esas cosas que tú sabes no habría dando tantos palos de ciego, no hubiese emborronado tantas cuartillas. Quizás hubiese conservado mi empleo, no hubiese sido expulsado del plató por una marea de jóvenes entusiastas, convencidos de dos cosas principalmente: De que estaban sobradamente preparados y de que tenían que trabajar gratis para conseguirse un sitio en el mundillo. Me engaño a mi mismo pensando que las dos cosas eran y son mentira.
Te amo Bárbara, adoro tu necesidad de poner por escrito lo que vuela por dentro de tu cabeza, tengo el mismo problema. Ahora mismo pienso en un cuento: Barbara sufre un desengaño, pese a que lo ve venir, aunque cree que puede controlarlo, el desenlace es súbito y casi violento: Se encuentra abandonada en el arcén, al principio de un fin de semana largo. No hay problema un taxi la deposita sana y salva en casa, donde decide no comerse la cabeza y drogarse con una mezcla de helado de chocolate y películas (¿Micromachismo?) Se sorprende al comprobar que sin haberlo pretendido todas ellas tienen giros de guión en el último momento, conoce la mecánica del recurso narrativo, puede desarmarlo en sus piezas como un relojero desarma un reloj. Puede describirlo para un auditorio imaginario. Eso le lleva a preguntarse (No ha afirmar) si esto es posible en la vida real. Si el cerebro humano es capaz de lidiar con ello, si es capaz de asumir al cambio súbito, drástico inmediatamente, ¿Se ve obligado a empujarlo al fondo y dejar que se ocupe el subconsciente, hasta que sea digerible? o el instante se repite una y otra vez, espasmodico, igual y diferente como los danzarines bajo una luz estroboscópica, como le pasa a ella ahora (Esto es bueno,me gusta el simil ¿Pero se llama así la luz esa?) y si en cada destello le es/sera más aceptable, hasta que bajo la silla no se encuentren migas. (¿Ok?) Con los últimos restos de helado escribe un texto para la mejor revista en castellano de internet (Guiño al moderador)… que no parece interesar a nadie excepto a un desconocido que se toma mucho tiempo en escribir un comentario inconexo que acaba con el esquema de un cuento que parece ser una fabulación de su texto acabando con el esquema de un cuento, que acaba con el esquema de un cuento….
Tengo que embarcar, has sido víctima de mi aburrimiento. Ponme una demanda. Demanda mi atención. La tienes toda.
El cine nos enseña lo que es la vida: «Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido» (Los puentes de Madison). Quien aprende esto pronto lo sabe todo sobre la vida, salvo que le toque la lotería (lo que es estadísticamente improbable).
Precioso y revelador artículo.
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