Imaginábamos dos futuros. O uno distópico, con clases sociales decimonónicas, un control social como en la novela 1984 de George Orwell, el medioambiente destruido y Soylent Green, comida hecha a partir de cadáveres humanos como barritas energéticas en el supermercado. Y otro aséptico, con todo blanquito, de diseño, y tecnología punta aportando todas las comodidades imaginables a un ser humano que vive inmerso en una paz zen tocándose los huevos.
Parece que vamos bien encaminados. Tendremos los dos futuros a la vez. El distópico, para los que se queden descolgados del desarrollo y la prosperidad, en román paladino, las clases populares, y el que parece sacado de anuncio de vitrocerámicas para los de arriba, los ricos que escucharán música new age mientras un robot les masajea las cervicales indiferentes a las bolsas de pobreza, miseria y desolación que rodearán sus fortalezas ecológicas bien defendidas por implacables drones asesinos.
En el camino, al menos nos reiremos. Recientemente, un coche sin conductor ha atropellado a una persona y la ha matado. Uno se imaginaba que un suceso de estas características llevaría a un concienzudo debate sobre las carencias o defectos de ese conductor artificial. Un análisis, una búsqueda de errores. Pero no. ¿Qué ha tenido lugar entre los amigos de la tecnología? Una discusión de tráfico, que si por dónde ha cruzado, que si no miras. Solo podemos desear que en algún lugar del mundo se hayan bajado de sus laptops para llegar a las manos por este asunto.
En el pasado era complicado imaginar que la inteligencia artificial iba a ser bastante estúpida antes de ser inteligente y que iba a haber un proceso hasta llegar a ese punto, si se llega. Si uno lee el libro de divulgación Inteligencia Artificial de Margaret A. Boden descubrirá que estamos muy lejos de conseguir que una máquina sea lo que entendemos por inteligente.
En cómic, no obstante, sí tengo que citar una máquina inteligente legendaria. De las miles que hubo, mi corazón está con El Hombre Máquina. No con toda su saga, sino con un álbum nada más. Un tomo que apareció en la Colección Extra Superhéroes de Fórum en 1985 y que no obtuve en su momento, en esa época supongo que estaría empezando con el Don Miki, sino en la Cuesta Moyano de Madrid años más tarde, al culminar una visita dominguera al Retiro con mis papás. Recientemente fue reeditado por Panini.
En la primera página, el título de cada capítulo estaba escrito con la fuente de letra Data Seventy, que era la fashion en todo lo relacionado con los ordenadores. El libro en el que yo aprendí a programar en Basic en los ochenta, actividad que abandoné desinteresado cuando ya tuve conocimientos para recrear conversaciones pornográficas con un Amstrad —no necesitaba más en esta vida— tenía ese tipo de letra en la portada para el título Basic Básico. El de la historia de la historia cómic, se iniciaba con unas palabras muy sugerentes en dicha fuente: «Vivir otra vez».
Su autor, Tom DeFalco había escrito para DC algunos guiones de Superman y, en Marvel, donde pasó años, se encargó de Los Vengadores antes de concebir este álbum, para después pasar a encargarse de Spider-Man —su famoso traje negro o traje simbiótico es cosa suya— y series que merecen un recuerdo especial como los What if, que planteaban hipótesis a las historias ya conocidas de los superhéroes clásicos.
Aunque si por algo pasará a la historia es por haber creado la línea argumental de los muñecos G.I. Joe, que luego también fueron un cómic. Sin querer desmerecer a los Masters del Universo, los G.I. Joe como juguetes eran de una sofisticación apasionante. En la tristemente desparecida Butano Popular hubo un texto de recuerdo al muñeco Puerko que llegaba jondo. Los G.I. Joe tenían vocación militar de defensa del Estado, el orden y la ley, y nos parecía estupendo, pero en aquella época lo que queríamos era postapocalipsis, y muñecos como Puerko nos lo daban con su mazo y su protector de antebrazo que ahora se asimilaría a un rascador para gatos.
Por no mencionar a Zurro (de inequívoco nombre original: Thrasher) y su coche del tipo de los de Mad Max 2, el Thunder Machine, que, por supuesto, llevaba una involuntaria bandera de la Comunidad de Madrid invertida que daba buena cuenta del incipiente espíritu de las fuerzas vivas de la región.
Porque aquella época fue el máximo exponente de la ficción distópica y postapocalíptica. Ahora sigue presente el temor de que el planeta se vaya a paseo por una crisis ecológica, pero ni siquiera algo de tanta magnitud se puede comparar al riesgo de guerra nuclear y la vida neolítica con vestigios tecnológicos que surgiría sobre los restos humeantes.
En este álbum del Hombre Máquina el futuro era solamente distópico, no había habido tercera guerra mundial. Y su protagonista homónimo, un robot obsoleto. La idea de ficción se asemejaba también a la realidad del personaje, Marvel ya lo había abandonado, solo DeFalco creía en su potencial y consiguió que le publicaran esta serie de cuatro números autoconclusiva.
El resto de personajes principales «buenos» eran una panda de hackers, que en aquella época eran concebidos como tuneadores de robots. Se encontraban al Hombre Máquina desmontado en un vertedero. Robar basura era delito y eran perseguidos por robots que, andando a pie, les disparaban torpemente. Hoy ya sabemos que la muerte robótica nos llegará volando o, muy posiblemente, con artilugios del tamaño de un insecto. La forma de vida de estos chavales era reutilizar basura tecnológica para luego venderla. No iba desencaminado. Yo tengo un amigo emigrante en Canadá que hace lo mismo con máquinas Nesspreso que compra rotas por veinte dólares y vende arregladas en un santiamén por cien. Las Nesspreso no son robots asesinos, solo asesinan ahorros, pero la idea es similar.
Como el mismo Hombre Máquina cuenta cuando lo ensamblan, lo que en este cómic era ficción destinada a un público adolescente, es ahora la vanguardia científica. «Fui creado como parte de un experimento para desarrollar un robot… ¡capaz de pensar por sí solo!». En esas estamos, pero no hay manera.
No obstante, como señala Margaret A. Boden en su libro, el trato y la comunicación con robots que no tienen conversaciones con humanos, sino que la simulan, puede tener consecuencias psicológicas para las personas. En esta ficción, el creador del Hombre Máquina sucumbió el primero, según recordaba el robot: «Mi programador me trató como a su propio hijo. Cuando recibió la orden de acabar con el experimento, sacrificó su vida para salvar la mía». La idea de partida de este personaje de Marvel era que la única forma que se encontraba de que un robot pensase como un hombre en el campo de batalla era tratarle desde el principio como tal. Su creador, por tanto, se lo llevó a casa y lo cuidó como a un hijo. Al final se encariñó y la máquina igual, cogió papitis.
Los malos del tebeo eran los accionistas y políticos vinculados a una empresa, Baintronica, que quería lucrarse con la fabricación de robots asesinos. La pandilla de tíos guays que recogía de la basura y ensambla al Hombre Máquina era arquetípica, pero mixta. Es decir, había dos chicas, una que le disparaba a todo y otra karateka, y dos chicos, un forzudo y otro que destacaba por su inteligencia y manejo de la electrónica. Lo interesante es que el que se maquillaba la cara con motivos glam, estrellitas y cosas así, era el cachas calvo que solo repartía leches. El traje elegante y la actitud tipo Han Solo era la de la chica guapa. Había ahí un baile de roles de género muy estimulante que no debería de extrañar en alguien que también creó a Spider-Girl.
El calculín no, iba con pajarita, jersey de punto y gafillas redondas, como queriéndonos dar a entender que quien posee conocimientos profundos en tecnología desconoce el estilo y el glamur. De hecho, tampoco se atreve a expresar sus sentimientos a una mujer y eso le tortura. De ese tópico no habíamos salido.
Las peleas estaban sazonadas con diálogos de vaciles, lo que ahora las hace insoportables, y el Hombre Máquina explotaba sus facultades de toda la vida que no eran otras mucho más allá de alargar sus extremidades. Lo apasionante estaba en lo emocional. Sus enemigos de otro tiempo ahora eran ancianos decadentes. Y él, como máquina, estaba obsoleta. Ese enfrentamiento entre tecnologías viejas y nuevas —que años después nos enloqueció a una generación en Terminator 2— era espectacular.
Todo lo demás eran hallazgos que ahora no vemos tan extraños. Como los gamers o fans de los videojuegos, calificados como «idiotas» a los que «han implantado quirúrgicamente enchufes especiales ¡que unen sus mentes a las máquinas!». Poco nos diferenciamos ahora mismo de esta entonces estrafalaria idea, solo que, como es sabido o lugar común, el «enchufe especial» no está implantado quirúrgicamente sino en un móvil que llevamos en el bolsillo y da buena cuenta al big data de nuestros movimientos, conversaciones, gustos y material masturbatorio. Es gracioso también que les llamen «vidiotas», término que más de uno gustaría de atribuir a nuestros youtubers.
En esta distopía no había internet que hackear para alterar el comportamiento de las máquinas, o de la información, pero sí habían concebido un «distorsionador electrónico, que confunde las órdenes de los circuitos internos de los bots». Con ese truco, los saqueadores de vertederos pueden calmar a su amigo robot cuando se le cruzan los cables y cargarse a sus enemigos. La aventura que se inicia no tiene, sin embargo, mucha profundidad. Consiste en ir en búsqueda del consejero delegado de la corporación, darle dos tortas y que cese en su lucha contra los que cogen materiales de sus basuras. Tiene algo de copyleft, aunque con lo que pretenden comerciar estos desahuciados es con residuos.
El mayor obstáculo era un mercenario, un especialista, dicen, contratado por la multinacional para aplacar al Hombre Máquina. Nada menos que Arno Stark, es decir, Iron Man en el año 2020. Las particularidades de esa armadura diseñada en el pasado que todavía sigue siendo del futuro era que la ranura de la boca tenía dientes ¿para masticar tuercas? y que por hombreras llevaba ruedas dentadas. En el rasgo más simpático del señor Stark, su alcoholismo, su hígado cuarenta años después seguía siendo también de acero y pimplaba de lo lindo.
Lo curioso llegaba cuando el Hombre Máquina hacía gala del mayor avance científico de todos los tiempos. La generación de sentimientos en una máquina. La inteligencia es imposible sin sentimientos, esa es otra de las dificultades a las que se enfrentan los científicos que desarrollan esta tecnología. El robot protagonista del cómic en un momento dado se ve obligado a pegar cuatro gritos: «¡Pensáis que soy otro robot para el mercado negro! ¡Para venderlo al mejor postor! Estáis equivocados. Mi cuerpo puede ser de circuitos y acero ¡pero también tengo sentimientos! ¡como los humanos! ¡Estoy cansado de ser tratado como un objeto incapaz de pensar!». La bravata no es moco de pavo, ahí el Hombre Máquina sí consigue lo imposible, algo fuera del alcance humano: las personas que le rodean rectifican y le piden perdón.
Más adelante, flotando en las nubes, es decir, en lo que hoy sería en mitad de la carretera, está Santuario, una nave, una disco, donde los humanos, al margen de la ley, hacen lo que les gusta —emborracharse, ligar y/o consumir drogas— también vemos reflejos de la inteligencia artificial. Los robots en una visión muy acertada, llevan las copas. Quitan puestos de trabajo de camareros. Sin embargo, el rock lo siguen haciendo humanos, cuando esa actividad ya puede desempeñarla perfectamente un robot. Tal vez le cueste más innovar al mecanismo, crear estilos nuevos, pero la función de cuarentones apostando una y otra vez por el ejercicio de estilo, la repetición machacona de clichés rockeros, eso ya lo podría hacer la inteligencia artificial sin comprometer los viernes de nadie con sus conciertos ineludibles.
La peleíta final con Iron Man tiene su aquel, porque en toda ella los vaciles que se meten hacen referencia a si una máquina puede vencer a un hombre. De hecho Stark, suponemos que ya ligeramente tajado, le dice que por mucha máquina que sea nunca podrá «pelear como un hombre». Debajo de la armadura de Iron Man hay un señor con bigote y lo que eso supone no lo altera el paso de los siglos. Sin embargo, le cae la del pulpo y se come estas palabras: «No eres nada Stark ¡nada! ¡Solo un hombre pretendiendo ser un robot! ¡Frágil carne en una armadura dorada! El haber nacido humano no te hace superior a mí. Podría matarte pero no quiero. ¡Porque soy más hombre que tú!».
El final no lo revelaré a quien no le haya dado tiempo estos treinta y ocho años de leerlo, pero es digno de Hollywood. No en vano, los lápices de Barry Windsor-Smith, uno de los mejores dibujantes de Conan, poco tienen que envidiar a los productos de la meca del cine. Empezó trabajando sobre los dibujos de Herb Trimpe y al final se encargó de todo en el último tomo, la cuarta parte de la historia.
Lo más desasosegante es la percepción del futuro que tenía el autor. Calculaban que en los ochenta el hombre empezaría a producir robots. En 1996 se iniciaría el movimiento antirobot. Hasta que en 2001 se regularizaría su venta y añaden «trabajando veinticuatro horas al día, revolucionaron la industria automovilística». Así los coches volaban en 2020, sí, en un futuro de mierda.
DeFalco siempre quiso continuar esta serie o, al menos, sacar una segunda parte, pero admite que se le echó el tiempo encima. Casi mejor que esta obra quedase cerrada y olvidada en los cajones de segunda mano; un antiguo retrato del futuro destinado para el consumo popular y olvidado… hasta que llegas a ese futuro.
oooooh! ya no me acordaba! era fantástico aquel tebeo. me pregunto qué cabrón me lo robó a mis quince años!
al final la mala tenía patas de gallo galore y jocasta y él se cogían de la mano, ¿no? mucho sentimiento, pero de empuje y pelo rien de rien.
j
Yocasta está obligada a cuidar de directora general de la multinacional y ahí se queda. El Hombre Máquina le pone ojitos tiernos, se cogen de la mano en el final hollywoodiense, pero se quedan sin consumar. Una muestra de que El Hombre Máquina era un robot, en su faceta masculina, también con suerte muy humana.
Extra superhéroes, la colección que todo ochentero de bien debería leer al menos 14 veces en su vida.
Bonito tebeo, muy beneficiado del dibujo y color melancólico marca de la casa Windsor-Smith, que volvía a la madre Marvel después de años dedicado a la ilustración pura y dura. Se le notan algunas costuras y algunas influencias evidentes -Blade Runner- y sobre todo parece un piloto para futuras aventuras de un grupo de héroes antisistema de manual, en la onda de Star Wars o la Patrulla-X (fue, por cierto, Claremont el primero o de los primeros en prestar mucha atención a los personajes femeninos y darles roles verdaderamente protagonistas:)-. Leído en la infancia te vuela la cabeza, desde luego. Es interesante el juego que han terminado dando los personajes robóticos en el universo Marvel: la historia de Ultrón, por ejemplo, partiendo de nada, retomada por uno y otro guionista, se convierte en un relato muy potente, de mitología pura, más allá de sus diferentes y concretas plasmaciones (algunas muy ridículas).
Ah, un tebeo muy majo de esa época y muy similar, en el que se cumple ese futuro sucio para unos y limpio de sala de ensambla de discos duros para otros, y también injustamente olvidado, es el álbum Basura, de Carlos Trillo y Carlos Giménez. Dibujos impresionantes, guión lamentablemente poco desarrollado para lo que podría haber sido, como por otra parte era común entonces. Échadle mano si lo encontrais por ahí.
Juan Giménez, perdón.