Hay un lugar mágico en Río de Janeiro que en realidad es un instante. Ocurre cuando se dobla la esquina de la calle Rainha Elizabeth y se enfila Vieira Souto. En esa curva se descubre a los ojos un paisaje urbano inusitado: una avenida costera, una playa tropical —Ipanema— y, al fondo, las montañas mellizas llamadas Dois Irmãos, por cuyas laderas selváticas se desparrama la favela Vidigal hasta el océano Atlántico. Una postal. Y dentro de esa estampa hay otra viva, fina. Junto a ese punto del mapa, con vista de palmeras y arena y espuma de mar, espera un hombre delgado en un enorme apartamento repleto de libros, memorias familiares y guitarras expuestas frente a un piano de cola. Saluda dando la mano firme pero cariñosa y llama al interlocutor por su nombre en un español reconocible, con un timbre familiar, como el de un padre, aunque tiene edad de abuelo.
Caetano Emanuel Viana Teles Veloso (Santo Amaro, Bahía, Brasil, 1942) habla de su infancia como si hubiera sido ayer; recuerda el bar de Doña Digna, la gallega de su pueblo, al tiempo que da referencias filosóficas o detalla aspectos de la bossa nova, el género musical que nació en este mismo barrio de Ipanema. También se refiere a España como si fuera su propia casa y se atreve a decir que su música, la de él, no le satisface. En cuanto se pasa al portugués —que ya no abandonará— el discurso genera cadencias curvas, como si hablase en endecasílabos, y mete rimas sin querer al hablar de su propio país. Como él mismo dice de sus propias composiciones, con gestos joviales, agarrándose de los pelos, grises y abundantes, «las palabras se van ordenando en melodías». El ideólogo del tropicalismo, el transgresor de los sesenta, después autor de mil éxitos reconocibles y reconocidos en todo el planeta, encarcelado, exiliado, amado, se acomoda en un rincón y pide una Coca-Cola. Y escucha tras las gafas ovaladas antes de empezar a hablar.
Salir de gira con casi setenta y cinco años con pleno reconocimiento está al alcance de muy pocos.
En Brasil ha habido varias figuras que murieron cantando y en el auge del prestigio y la fama antes de mi generación. Dorival Caymmi, cantante y compositor, los clásicos de los años treinta, la época de oro de la música popular brasileña, que nunca fueron olvidados, gente que grabó más que nosotros, como Francisco Alves, en la época de los discos de 78 rpm., Orlando Silva, Noel Rosa, Ary Barroso. Lo que pasó en mi generación ocurre internacionalmente, los que empezamos en la segunda mitad de los sesenta seguimos tocando ahora. En ese momento hubo una inflexión en la historia del mundo y de la cultura que propició una intensificación de eso, pero ya antes Sinatra, Nat King Cole y Charles Aznavour o Amália Rodrigues, por poner ejemplos de varios países y realidades, también actuaron y se mantuvieron en la cumbre del reconocimiento público por muchas décadas.
¿Cómo se mantiene esa voz, igual hoy que hace cincuenta años?
Para mí no está igual [risas]. No hago nada especial. Busqué un fonoaudiólogo cuando tuve problemas, pero no me solucionaron mucho lo que tenía. Hace poco fui a un profesor de canto, que me dio ejercicios y consejos para humedecer las cuerdas vocales con un nebulizador. Si canto en el concierto o grabo algo, utilizo el nebulizador antes durante unos minutos, y ya está.
Has dado cientos de conciertos. ¿Recuerdas alguno con especial cariño?
[Sin dudar] Sí, tengo dos. El principal fue Circuladô ao Vivo (1992), aquí en Río, en el barrio de Realengo, frente al cuartel del ejército. No fue en el que estuvimos presos en la dictadura, pero lo estuvieron otros. En aquel show estaba todo el mundo, en la calle, gratis, el público más lindo del mundo. Fue un concierto impresionante. El otro fue en Buenos Aires, también en la calle, yo solo con la guitarra, con una multitud hasta donde se perdía la vista, y un silencio que llegaba a doler. Parecía que no había nadie, pero cuando venía el aplauso el entusiasmo era increíble. Los dos eran gratis para el público y ambos marcaron mi memoria.
¿Te pasa lo mismo con las canciones? ¿Tienes preferidas?
Eso varía, porque mis canciones no me satisfacen. Lo primero que hice ahora en esta gira con la cantante Teresa Cristina fue decir: no quiero tocar las que toqué con Gilberto Gil en la gira anterior. Y ahora canto algunas que no cantaba hace muchísimo tiempo, y lo que me sorprendió es que me gustasen. No las encuentro satisfactorias, ninguna, pero me parecieron más bonitas de lo que solían.
Bob Dylan es Premio Nobel de Literatura y parece que ya pasó un siglo.
Parece que fue hace mucho porque realmente ha sido un asunto de hace muchos años, un debate de high and low culture. Simplemente creo que fue algo que empezó en los años sesenta y el Nobel tenía que llegar; llegó atrasado, pero tenía que llegar. Está muy bien dado, y fue gracioso, porque todo fue muy a lo Bob Dylan [risas]. Primero no aparecía, no daba señales de vida, luego respondió con la carta diciendo que no iba a la ceremonia, y finalmente mandó a Patti Smith, y ella, que es buenísima, una figura, se equivocó en la interpretación.
¿Cómo puede existir pánico escénico con tantos años de carrera?
A mí me acaba de pasar, acabo de estar en Nueva York en un homenaje a Bob Hurwitz, y me sentí muy nervioso, me equivoqué, sufrí muchísimo. En mis conciertos no me pongo nervioso, pero tocando y cantando lo de otros, sí. Allí canté muy nervioso «Un vestido y un amor», de Fito Páez, con Cronos Quartet. La primera parte no me venían ni las palabras a la mente, me quedaba fuera de tempo y sufría, pero allá fui. En la segunda parte, aquella de [cantando] «Te vi, fumabas unos chinos en Madrid» ya fui bien, todo seguido hasta el final. Pero ¡qué sufrimiento! Yo me siento inseguro musicalmente. En mi show al menos las inseguridades sé dónde están y me amparo, pongo todo en su sitio.
¿Cuál fue tu educación musical?
Yo oía sobre todo la radio, todo lo que salía a finales de los años cuarenta y el inicio de los años cincuenta, y de ahí en adelante. Oía también las canciones viejas para la época, porque las cantaba mi madre en casa siempre. La educación musical diaria era muy natural. Mi madre no tocaba ningún instrumento pero cantaba muy bien. Y, aparte de la radio, escuchábamos música latinoamericana, norteamericana, italiana y francesa.
¿De ahí el gusto por el bolero, presente desde el principio en tu carrera?
Es que el bolero tuvo una presencia fortísima en Brasil, en sus versiones originales y en portugués para ser cantadas aquí. Y el samba-canção, la samba lenta, se impregnó del bolero, hasta hubo reacciones nacionalistas contra eso, lo llamaban despectivamente sambolero. Pero a mí me encantaba, y ya durante la época del tropicalismo grabé un son cubano llamado «Las tres carabelas» y el tango «Cambalache».
Incluso en el disco Araçá azul (1973), el más experimental de tu carrera, incluiste «Tú me acostumbraste».
Es que fue muy experimental, pero a la vez muy Santo Amaro, por eso aparece «Tú me acostumbraste», porque era de lo que escuchaba de pequeño y a ello me remitía.
Alguien comparó una vez Santo Amaro con Macondo.
[Carcajada]. Pues no sé si no conocía nada o quizás conocía demasiado Brasil y el Caribe colombiano. Algo tienen en común, pero es que Macondo es en realidad la mezcla de cosas de las ciudades pequeñas de América Latina, una extrapolación imaginativa de la vida de un pueblo, fantasioso y simbólico. Y sí, es difícil que aquel Santo Amaro escape de eso. Yo creo que era interesante, antes más que ahora porque la arquitectura fue destruida al ganar la gente dinero, fue quedándose feo. Pero me sigue gustando.
Con trece años pierdes un año de colegio al venir a Río por un tema médico. Lo tenemos que agradecer, a la vista de lo que aquí viviste.
Puede ser, quizá. Me dediqué a oír mucha más radio aún de la que ya oía, leí mucho y, sobre todo, fui a ver espectáculos, los programas de auditorio de Radio Nacional, con la prima que me trajo a Río para curarme de un problema de salud. Iba a ser un periodo corto, pero terminé quedándome un año. Ella me llevaba allí, a la radio, y pude ver a todos esos grandes intérpretes de los que hablábamos: Orlando Silva, Dolores Duran, Cauby Peixoto, Dalva de Oliveira, Ângela Maria. Los vi cantar a todos, en vivo y con orquesta. Ese año en Río realmente lo agradezco por haber pasado todo eso, y eso que vivía en el suburbio de los suburbios, lejos de todo.
Luego te vas a Salvador de Bahía con tu hermana Maria Bethânia, de hermano mayor guardián.
Sí, fue cuatro años después de eso. Volví a Santo Amaro y con dieciocho fui a Salvador. Esa mudanza fue más importante todavía que la Radio Nacional. No quería salir de Santo Amaro, pero no había segundo ciclo de secundaria allí y mis padres me mandaron a la capital de Bahía a completar mi educación. Había de todo en aquel Salvador. Hoy hay mucha cultura popular, carnavalesca, negra, de la base de la pirámide social. Pero en aquel momento la había de la parte alta también, por la Universidad de Bahía: teatro, danza, con un papel importantísimo en la ciudad. Había vanguardia y cosas muy bien hechas. Había seminarios libres, estaba Hans Koellreutter, que introdujo el dodecafonismo en Brasil. Tom Jobim y Tom Zé estudiaron con él. Yo asistía a conciertos increíbles, vi a David Tudor tocando a John Cage cuando yo tenía dieciocho años. Eso era muy estimulante. Veíamos obras de Paul Claudel y Bertolt Brecht. Íbamos al Museo de Arte Moderno. Era una efervescencia muy grande, con un cineclub muy activo, y Glauber Rocha haciendo cortometrajes y como agitador cultural.
¿Y Bethânia?
Iba conmigo y ponía cara de enfado, no le gustaba al principio, y a mí me veía alucinado. Ella no quería saber de Salvador, quería volver a Santo Amaro. Pero tanta campaña le hice que terminó viendo una obra de teatro, la historia de Tobías y de Sara, de Claudel. Y se quedó maravillada y empezó a salir conmigo, ella solo tenía catorce o quince años. Mi padre decía: ella solo puede salir contigo. Y salíamos.
¿Cómo llegas a convertirte en músico?
Yo ya estaba en la música, vivía en ella: mi madre cantando todo el día, yo le puse el nombre a Bethânia por una canción, cuando yo tenía solo cuatro años. En fin, estaba muy embebido en el mundo de la canción. Tenía un piano en casa y decidieron ponernos en clase de piano con una señora, que era muy buena, pero no sabía enseñar los tempos, solo las notas. Luego empecé a sacar de oído las músicas de la radio. Pero era todo muy precario porque no tengo mucho talento musical. No era como otros amigos que captaban la complejidad de las armonías y las reproducían con mucha facilidad. Yo lo hacía sin habilidad y eso me hizo emplearme a fondo en la música. Pero mis proyectos iban por otro lado.
Pintabas.
Sí, quería ser artista plástico, primero académico, y luego me enamoré de lo abstracto por un reportaje en la revista O Cruzeiro, muy en boga en la época. Hice varios cuadros, pero al mudarme a Salvador fui abandonando la pintura, no sé por qué [silencio]. Creo que era porque el mundo de la pintura no era para nosotros, que éramos bastante políticos, una vaga izquierda a la que yo pertenecía… y creo que pertenezco aún [risas]. Y los que pintaban hacían mucha crítica social, pero la idea de pintar algo para que sea vendido a una persona muy rica la encontraba, y la encuentro, un poco extraña. Está claro que la industria cultural de la música también tiene problemas, pero estos no se acercan al proceso de la creación, por lo menos en mi caso. ¿Que la distribución de música no está bien? Puede ser, pero el contacto con la gente real es directo, con la gente común, haces una canción y todos tienen acceso a ella.
¿Por eso elegiste la música?
Bueno, mi plan en realidad era hacer cine. Pero eso da más trabajo. Cuando conocí a Gilberto Gil pensé que él tenía un talento musical enorme, me quedé maravillado. Tiene esa capacidad que no encontré en mí, encontrar la esencia y saberla reproducir. Gil, como Dorival Caymmi, Milton Nascimento, Djavan, Marcos Valle, Edu Lobo, João Bosco, todos esos, tiene un talento natural y fácil. En mí no es así. Pero me gustaba y compuse canciones. A Gil le gusté mucho y me estimulaba. Bethânia, que quería ser actriz, cantaba canciones conmigo a la guitarra y lo hacía dramática, como ella es, y atrajo a los directores de teatro, pero como cantante. La música me pegó, y aun así hice planes para salir de la música pero aún no lo he conseguido. También estaba el factor Gil, que dijo que, si yo lo dejaba, él también.
Erais muchos bahianos de la misma edad, ¿una generación espontánea?
Creo que todo remite a aquellos años en que Salvador era muy estimulante para la creatividad.
Pero lo fundamental fue descubrir a otro bahiano algo mayor, João Gilberto.
Sin duda. Un año antes de ir a Salvador se lanzó el LP de João Gilberto y eso cambió todo en mi cabeza, no solo en la música, sino que es una idea que llevo hasta hoy en la cabeza, central en todo lo que hago en mi vida, que es la sensación de que Brasil, con su música, la de la bossa nova, había subido mucho respecto a todo lo que yo había conocido. Subió de nivel. Y João influenció la historia de la música brasileña, el futuro, pero también el pasado, porque desde que apareció todo pasó a ser visto desde otra perspectiva. Él fue un motivo importantísimo para atarme a la música.
¿Es verdad que cuando os conoció pidió apagar antes la luz de la sala?
Es verdad, en casa de Carlos Coqueijo, que era un juez laboral que nos adoraba porque le encantaba la música, le gustaba captar las armonías, componer y conocer a músicos. Era amigo de João y organizó un encuentro. Cuando vino, Miúcha [la esposa de João] estaba embarazada de Bebel, imagínate la época. Estábamos allí los jóvenes bahianos en la casa del juez y João no llegaba. Pensábamos que no iba a venir, cuando nos dijeron: «João está dentro de un dormitorio, para venir pide que apaguen la luz».
¿Era por timidez?
Mira, conozco a João hace muchos años y la palabra tímido no describe su personalidad. Lo pidió, simplemente, así era él. Lo veíamos, pero medio a oscuras. Cantó canciones de Tom Jobim, habló con nosotros, pero siempre misterioso, poético y luego, al conocerlo, supe que era así, un misterio permanente. Un gran artista también en su conversación, porque es muy poético, toca asuntos que ni siquiera conoce el resto y allá va él a tratarlos. Es muy impresionante.
¿Por qué crees que la música brasileña triunfa en el mundo hace tantos años?
Lo atribuyo a la sucesión de creadores de alta calidad, De Jobim a Pixinguinha, de Noel Rosa a Milton Nascimento, pasando por João Gilberto, que es el centro de todo. Y todo eso tiene un jeito, un algo brasileño, el hecho de ser Brasil como es: diferente, muchas veces frustrante, muchas veces irritante, pero muchas veces fascinante y apasionante. Porque somos un país de dimensiones continentales en América, en el hemisferio sur y que hablamos portugués. Es el único país de América en el que se habla portugués, pero a la vez somos una gran porción del continente. El portugués tiene poca presencia en el mundo fuera de los lusoparlantes. Y entonces creo que todo eso, sumado al hecho de que tenemos la mayor población negra y mestiza fuera de África, de que seamos el segundo país con más negros después de Nigeria, hace que resulte en tonos, ritmos y maneras que son diferentes y originales. Muchas otras cosas son horrendas: el último país de las Américas en abolir la esclavitud. Y el último en convertirse en república. Brasil puede tener problemas durante muchas épocas, pero parece un lugar fascinante y eso se ve a través de la música.
Y en esto llegó el tropicalismo y Caetano Veloso. ¿Crees que cambiaste la historia de la música?
Creo que contribuí para que cambiara el modo de producirse y divulgarse la música popular en Brasil. Pero no fui el único: Gilberto Gil, Gal Costa, Tom Zé, Os Mutantes, Rogério Duprat, todos lo hicimos posible con el tropicalismo. Eso significó una marca en el camino de la música brasileña. Creo que el tropicalismo es una herramienta, creo que tuvo más consecuencias que proporcionar influencias. Es una tentativa testaruda que persiste en nosotros de entender la originalidad de Brasil y sus precariedades y sus realizaciones a pesar del fracaso histórico que aún es el país. El tropicalismo procuró ser un diseño de herramienta para dar cuenta de eso.
¿Trascendiendo la música?
Mira, ese sobrenombre del tropicalismo se pegó a la música popular, pero en realidad venía de una obra del artista plástico Hélio Oiticica. Yo ni lo conocía, pero alguien creyó que mi música se parecía a aquello y le puso esa etiqueta a la canción que sería «Tropicália». Finalmente conocí a Oiticica y el nombre terminó quedándose en esa canción. Era 1967. Todo en un año, incluida la obra de Oiticica y la obra de teatro O rei da Vela, de Oswald de Andrade, montada por el director José Celso en São Paulo. Todo eso tiene una identidad grande con características parecidas, y tiene que ver con esa tentativa de crear un instrumento que lleve el caso Brasil al mundo. También atribuimos ese impulso a la película Terra em Transe de Glauber Rocha. Que también se estrenó en el 67.
Todo de vértigo. Porque también en el 67 fue el Festival de la TV Record donde aparecisteis con guitarras eléctricas.
Sí, el público comenzó silbando y terminó aplaudiendo, cuando canté «Alegría, alegría». El del año 68 fue otra cosa. Era de la TV Globo y no era tan representativo como el del año anterior, pero allá fuimos, con «É proibido proibir». Y nos abuchearon. El tema de los abucheos era un tema ideológico, de patrullaje cultural. Ya sabíamos que pasaba. Y ahí la grada sí que fue agresiva.
Tú reaccionaste con el histórico discurso en el que decías aquello de «No están entendiendo nada». ¿En aquel momento te sentiste un poco como Bob Dylan en Newport 65, cuando fue abucheado por electrificar su repertorio?
Mira, yo en ese momento no sabía nada, lo supe después, pero sí, se parecía. Solo me enteré precisamente cuando nos encerraron en la cárcel a Gilberto Gil y a mí.
Justo al año siguiente, con el endurecimiento de la dictadura, acusados oficialmente de mancillar el himno y la bandera de Brasil.
Estuvimos dos meses en prisión y luego cuatro meses confinados en la ciudad de Salvador. Alquilamos una casa en Pituba, cerca de la playa, y teníamos que presentarnos a un coronel todos los días, no salir del perímetro urbano y ni podía ir a Santo Amaro, que está a setenta kilómetros de Salvador. Por allí aparecía todo tipo de gente y, entre otras, estaba una chica estadounidense que chapurreaba portugués, y recuerdo que estábamos escuchando un disco de Elizeth Cardoso. «¿Quién es?», dijo ella. «Es una cantante tradicional», dije yo. «Ah, muy brasileño. ¿Y ustedes por qué están presos?». Cuando le conté la historia y para enmarcarla conté lo del festival, me dijo: «Ah, como Bob Dylan y la guitarra eléctrica, exactamente». Y me miró medio desconfiada, como pensando: «Pero ¿cómo es posible que no lo supiera este hombre?». Eran otros tiempos.
Tú eras entonces Bob Dylan y al mismo tiempo los Beatles, y no solo por la música, sino por el fervor de los fans y las fans. ¿Cómo fue el episodio de tu boda?
Uf, la boda. En principio, solo mi familia y la familia de la que era mi esposa sabíamos dónde iba a ser, pero alguien lo filtró a la prensa y la radio. Nosotros ni sabíamos lo que nos íbamos a encontrar, porque la ceremonia fue por la mañana, nos levantamos, fuimos en coche, un atasco terrible, y al llegar a la iglesia estaba repleto de chicas, muchas faltando a clase, dentro de la iglesia, con el uniforme del colegio y todo. Todo por verme casarme, y todas cantando a coro «Alegría, alegría», y mi madre se sintió mal, se desmayó, Bethânia con la ropa toda rasgada por las chicas, igual que otra amiga periodista, que se quedó casi en ropa interior. Increíble.
Tenías veinticinco años y ya te había pasado de todo. En esos meses de prisión pasaron cosas que te llevaron a inspirar canciones. Pero tiempo después.
Sí, Estrangeiro, en los ochenta, porque en la cárcel leí la novela de Camus, que me pasó un colega de prisión, dueño de una editorial de autores de izquierda. Qué cosa, ¿eh?, a la cárcel por publicar a gente de izquierda. Y cómo esas cosas siguen pasando hoy en día, qué cosa terrible. Todo eso se me quedó en la cabeza cuando volví a Brasil del exilio, después de la cárcel. También me pasó con las canciones de mi primer disco en Londres, como el tema que abre el disco, «A Little More Blue», habla de todo aquello. Y luego en 1978 pasó lo de «Terra», que fue un poco más elaborado. Moreno ya había nacido y fui con mi amigo, el escritor Zé Agrippino, y Dedé, mi mujer, a ver al cine Star Wars. Al salir, ya quería hacer una música sobre la Tierra, porque los personajes eran seres humanos típicos terrestres, terráqueos, y yo pensaba: esta gente en algún periodo había vivido en la Tierra, podían tener saudade de la Tierra. A mí me parecía que si los personajes, siendo de origen terráqueo, vivían lejos de aquí, en otros planetas, seguramente sentirían amor por la Tierra. Por eso escribí en la canción aquello de «quem jamais te esqueceria» [que jamás te olvidaría]. Era un tema de amor al planeta. Aquel estímulo de la película me llevó a lo que vi en la cárcel en Río de Janeiro en 1968: las primeras fotos de la Tierra tomadas por astronautas desde el espacio. Así que empecé la canción por ahí, por las fotos que vi en prisión.
¿Siempre vienen así las canciones, de inspiraciones y vivencias cruzadas a lo largo de muchos años?
Sí. Mayormente sí. Es muy frecuente.
¿Sueles trabajar la letra primero en este tipo de composiciones?
Depende. De «Gema» tenía una música y no sabía la letra, pero en «Terra» yo sabía el sentimiento que quería expresar en la canción, y ya tenía el camino medio hecho. Las ideas que aparecen en las palabras ya se ordenaban en mi cabeza para ser cantadas en algún tipo de melodía. Por ejemplo, en este tema pensé inmediatamente en meter un sitar a las palabras que yo tenía preparadas, y así tocó Serginho, de Os Mutantes. Pero es algo que no llega solo. Llega la melodía y a lo mejor no el acorde. En este caso no es muy elegante, no es como un tema de Milton Nascimento, musicalmente no lo es, sin duda, pero al menos es peculiar. A lo mejor se puede perdonar y puede gustar lo que tiene de bueno.
Solo hablas del talento musical de tus colegas, pero ¿cuál es el talento de Caetano Veloso entonces?
Debe de ser el de conversar [risas].
¿Y para la música?
[Se pone serio] Para la música es la imaginación. Porque a mí me gusta mucho la música desde muy niño y tengo mucha imaginación. Conozco a muchas personas con esas capacidades que te describía, captando y entendiendo instintivamente cómo se da la música, tienen acuidad musical, pero no tienen imaginación para crear melodías nuevas o canciones originales, o ninguna canción, a veces. Solo la capacidad para comprender el proceso. Y luego estoy yo, que no lo entiendo instintivamente, pero tengo imaginación para hacer canciones. A Noel Rosa, por ejemplo, le pasaba un poco lo mismo: una imaginación espectacular, pero nunca demostró la musicalidad de un Ary Barroso o un Pixinguinha.
¿Tienes más imaginación o memoria?
Ah, memoria también, siempre tuve mucha, aunque ahora voy más despacio. A Gilberto Gil siempre le ha impresionado mi memoria.
Vamos a ejercitarla. ¿Cómo recuerdas su primera vez en España?
La recuerdo entera, jamás la olvidaré, porque estaba exiliado en Londres, entre el 69 y el 72. Recibí una carta de Glauber Rocha, estaba en Barcelona dirigiendo su película Cabezas cortadas, que fue medio frustrada pero muy interesante y loca. Quería verme y discutir cosas de política y cultura brasileña, y me mandó una carta para que fuera. Allá volé con Dedé, mi mujer entonces, y pasamos unos siete días. Me presentó, ya que hablábamos de Macondo, a Gabriel García Márquez, que vivía allí, y fuimos a cenar. Me quedé enamorado de Barcelona, y pensaba que eso era España, todo lo veía desde la óptica de esa primera vez. Me quedé maravillado por el flamenco en la plaza Real, la gente en la calle, Gaudí, todo aquello que no conocía. Y me presentaron también a otros literatos latinoamericanos del boom. El productor de la película de Glauber era Pere Fages, al que quiero muchísimo, me recomendó varios libros. Fue por él, por aquel viaje, que conocí y leí a Borges y Cortázar y a García Márquez. Leí a todos y me enamoré de Borges. Lo máximo.
Y todo en una semana. Pero ¿no percibiste el ambiente de la dictadura, tú que venías de otra?
Sí, mira, ni pensé en ir a Madrid, ni esa vez ni al año siguiente, que volvimos a Barcelona y pasamos un mes entero en L’Escala en la playa. Hice amistad con Joan Manuel Serrat, Pau Riba, que me encantaba, porque era más contracultural, y tuve un cariño muy grande por Pi de la Serra, que tengo hasta hoy. Por eso tuve esos años un perfil catalán, y más con Pere Fages, que era catalanista y de izquierdas, antifranquista. Todos me decían que Barcelona era más libre, y los que no eran de allí estaban de acuerdo. Madrid estaba demasiado cerca de Franco. Al final, allí solo fui cuando murió Franco, y me enamoré de la ciudad, con la movida y las películas de Almodóvar.
Pero no fue entonces cuando conociste su ahora gran amigo Pedro.
No, fue aquí, en Río, en un festival de cine. Chema Prado, que dirigía la Cinemateca de Madrid, era amigo de Pedro y nos hicimos amigos. Fue en mi casa donde Pedro escuchó mi versión de «Cucurrucucú paloma» en Fina estampa, la versión con violoncello de Jaques Morelenbaum, y la metió en La flor de mi secreto. Pero finalmente tuvo que cambiarla, porque Wong Kar-wai la había cogido también para su película Happy Together sin permisos ni autorización de ningún tipo [risas]. Después lo arregló, sin problema, me mandó a una gente en un viaje mío a Tokio, con varias chicas asiáticas con unas flores y disculpas. Y entonces Pedro cambió «Cucurrucucú» por «Tonada de luna llena», que fue la que salió en la película.
Pero la amistad con Pedro creció.
Mucho. Vino luego varias veces a mi casa en Bahía. Aún ha venido ahora a pasar el año nuevo, el Reveillon. Como las otras veces —hacía años que no venía y repetimos— anduvimos por la Barra a pie, y fuimos hasta el Faro da Barra, el fuerte de Salvador, impresionante.
¿Y en qué momento te pide no solo que toques «Cucurrucucú» definitivamente, sino que además lo hagas en pantalla y entres hasta en el guion de Hable con ella?
Pasados unos años me escribió invitándome a la escena, y fui, sin más, con Jaques, Pedro Sá y Jorge Helder. Y grabamos. Primero grabamos por si no salía bien en la escena, sin gente, pero terminó quedando mejor en el directo de la filmación, y fue lo que quedó. Lo que es interesante es que ahora la canción la metieron en Moonlight, que ganó el Óscar, en una escena de alta emoción.
Así que al final todo está ligado al cine, desde Fina estampa (1994).
Sí, y mucho antes. Mira qué historia. Neville de Almeida, que era de la segunda generación del cinema nôvo, vivía en Londres en la misma época que yo, y me decía [engola la voz]: «Vosotros, tropicalistas, grabasteis “Coração materno”, y “Tres carabelas”, y otras músicas latinoamericanas… pero yo quiero verte tener coraje para cantar “Cucurrucucú”. “Cambalache”, todo bien, pero quiero verte tocar eso». Y quedó ahí. Acabó el exilio, volví a Bahía, luego a Río, mil discos, una vida entera, y me piden que haga un disco cantado en español. Con otros cantantes, como Chico Buarque o Roberto Carlos, lo que hacían era traducir sus temas, pero yo no quería, yo quería cantar aquellas canciones hispanoamericanas que escuchaba de pequeño en la radio. Les gustó e hice Fina estampa, que es un disco que me gusta mucho, y es muy autobiográfico. Grabé de todo y me gustó el resultado, registro amplio, muy bien, feliz. Hasta que voy a una fiesta y me encuentro, tantos años después, con Neville de Almeida. Y me viene con el dedo apuntándome: «¡Cobarde!». «¿Cómo que cobarde?». «No grabaste “Cucurrucucú paloma”». Y es verdad, no estaba en el disco. «¡Es que no me acordé!». Así que la metí en el álbum en directo, del año siguiente. Le pedí a Jaques que me hiciera unos arreglos minimalistas con orquesta de cámara, y la hicimos. Y ahí fue cuando la escuchó Pedro y la metió en La flor de mi secreto, hasta que apareció Wong Kar-wai y todo lo que hablamos.
Parece que siempre vas dejando a alguien disconforme con tus decisiones. Como cuando ya en este siglo volviste al rock. Con tres discos, nada menos.
Conozco muchas personas que reaccionaron mal al disco Cê (2006). Pero también conozco muchos jóvenes que se unieron porque se vieron identificados. Yo creo que después vinieron más los elogios con el último, Abraçaço (2012), le gustó a todo el mundo, los críticos estaban más relajados, sin problema. Y ahora lo que hago es tocar la guitarra sin más, mis canciones y ya está. Y toco «Cucurrucucú paloma». Oye, Obama antes de irse publicó una playlist y estaba «Cucurrucucú».
¿Continúas componiendo?
Hace tiempo que no, lo último fue para una chica cantante, Ana Cláudia Lomelino. Me pidió una canción y la hice. Tengo ideas para hacer canciones nuevas, pero aún no, hace meses que paré.
¿Cantas en casa con tus hijos [Moreno, cuarenta y cuatro años, Zeca, veinticinco, Tom, veinte]?
Exacto, todos cantan y tocan, y justo esta semana estuvimos los cuatro haciendo cosas juntos con nuestra música.
¿Hay algún proyecto con ellos?
Claro, por eso nos juntamos todos. Aunque Moreno está en Bahía, pero sí, queremos hacer algo juntos, quizás algo de temporada pequeña y solo aquí en Brasil.
¿Continúas acostándote tarde?
Un poquito, sí. Me voy a cama a las 5:30 de la mañana. Esa era mi tendencia, la de noctámbulo. Pero ahora ya voy a esa hora porque me gusta conversar. Es lo que me gusta. Aparte de cantar, claro.
¿Cómo es tu relación con internet? ¿Sabes que el Twitter es peor que aquellos festivales?
Veo que hay linchamientos y euforias histéricas alrededor de ciertos comportamientos, políticos sobre todo, pero yo no manejo mis redes. Están ahí solo para informar y dar agenda.
¿Qué opinas del acceso a la información en internet? ¿Y los músicos?
Es interesante. Cuando Gil fue ministro de Cultura fue muy criticado en su día por ser receptivo a todas las posibilidades que daba, pero creo que estaba en lo cierto. Con el paso de los años veo que hay ciertos problemas. Los músicos no pueden vivir de derechos autorales, y, sobre todo, que nadie sabe nada de cómo va a seguir. Streaming no es exactamente ejecución pública de música, así que no puede entrar en la ley que habla de ejecución pública. Tiene que llegarse a un punto nuevo. Pero a mí me impresionan ciertas cosas que leí. Por ejemplo, el otro día en The Economist decían que internet apareció como una posibilidad de hiperdemocratizar la comunicación y también el entretenimiento, porque puedes escoger lo que quieras, un abanico enorme. Pero el resultado ha sido el opuesto: nunca el entretenimiento ha estado tan centralizado y unificado. Esos algoritmos llevan al consumidor a querer oír y ver lo que más gente ve, así que queda aún más concentrado que antes. Creo que las diez primeras películas más vistas son todas de Disney. Y eso también hace concentrar las posibilidades de entretenimiento en la lengua inglesa. Ya estaba concentrado en eso, pues hoy con internet está todavía más concentrado.
¿Crees que el tropicalismo hubiera salido ahora del mismo modo que lo hizo en su época?
Ni idea, porque justo el tropicalismo mostraba la aceptación real de la cultura norteamericana. Tú creces oyendo y viendo cosas norteamericanas y no puedes fingir, hay que tratarlo. Por eso aquella idea de antropofagia de Oswald de Andrade servía de metáfora para muchas de nuestras acciones. No significaba someterse a los poderes impositivos.
Devorabais la cultura de masas.
Devorábamos, digeríamos y hacíamos de ello otra cosa: metabolizábamos. El problema de hoy es distribuir con visibilidad y con remuneración de los creadores, eso es lo difícil hoy. Hace falta inventar algo.
Iba leyendo y esperaba alguna pregunta o referencia al disco ‘Transa’ (1972), uno de mis preferidos y creo que de los más revolucionarios de su obra.
Muy buena entrevista, la he disfrutado mucho, me gusta cuando dejan al entrevistado hablar a sus anchas. Y Pimentel es un genio! Gracias!