Arte y Letras Cómics

Superhéroes al borde de un ataque de nervios

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Black Hammer 1. Orígenes secretos, de Jeff Lemire y Dean Ormston. Editorial Astiberri.

La valía de un superhéroe se mide por sus villanos. Quizá incluso por sus hazañas. Pero, en algún momento, el héroe debe morir. La vida de los superhéroes está sujeta siempre a una obsolescencia, programada o sin programar, que los arrastra a un decadente acto final. Y ahí es donde algunas de las mejoras obras de este género se desarrollan. No sorprendió, por tanto, la nominación a los Óscar de la cinta Logan (James Mangold, 2017) por mejor guion adaptado. Aunque la obra que adapta, El viejo Logan de Mark Millar, poquísimo tiene que ver con la película. En un acto final de la tragedia del superhéroe, el mutante con garras de adamantium y poder de curación milagrosa va envejeciendo y perdiendo sus poderes. Los malos han vencido y al superhéroe solo le queda esperar la muerte mientras recuerda días mejores.

El final se acerca, pero una última prueba se interpone en su camino.

El acto final del superhéroe.

Pero en toda historia de superhéroes, nos guste más o menos, sea un género de masas o de entendidos, existe también un primer acto. El origen secreto. El paso de ser humano a ser extraordinario. Dando un salto desde un punto a otro, entre ese primer y último acto, es donde nos sitúa el cómic Black Hammer de Jeff Lemire, ganadora de un premio Eisner en 2017 a mejor nueva serie y premio del Gremio de Libreros de Madrid a Mejor Cómic. La primera entrega de esta serie, recogida y editada en España por la editorial Astiberri, nos sitúa en una granja del mitificado ambiente redneck de Estados Unidos donde un grupo de superhéroes conviven en el crepúsculo de sus carreras. El declive, el atardecer de una serie de vidas extraordinarias, atrapados en aquella granja junto a un pueblo y sin poder escapar tras supuestamente morir en la batalla final contra el Anti-Dios. Una suerte de limbo en que van a parar todos y que les hace reconectar con sus orígenes secretos. Con su historia. Con el paso de simple a extraordinario.

Con su primer acto.

Jeff Lemire es un conocido de la novela gráfica que se está haciendo un nombre con rapidez. Su trilogía Essex County sobre la vida rural americana recoge premios en reconocimiento de su calidad y su impacto; ha firmado alguna de las mejores obras recientes de DC y ha explorado el lado humano de las historias fantásticas. Lo que tanto nos gusta a algunos que andamos cansados de Marvel y sus efectos especiales y guiones construidos por los mismos cimientos y con el mismo cemento es ese lado humano del héroe. Si volvemos la vista atrás, nos toparemos con la sombra, alargada y oscura, de Watchmen. Publicado en 1986, el superhéroe realista y dramático tocó techo quizás con esta obra de Alan Moore, el mago del cómic. Al menos, tocó techo durante un tiempo, porque el cine siempre tiene una respuesta preparada. Y meterse en el tema de los superhéroes es siempre polémico, pero la cinta Unbreakable de M. Night Shyamalan mostraba un primer acto del superhéroe, un origen secreto, nunca antes visto.

Pero, ¿a qué se debe lanzar esta serie de datos? Pues a que estas son las claras referencias que tenemos en la cabeza al abordar la lectura de Black Hammer. Los superhéroes granjeros al borde de un ataque de nervios que han perdido todo: Lemire compone un caleidoscopio de frustración y alegría; de nostalgia y autodescubrimiento como un cómic no alcanzaba desde los años de Civil War, probablemente. En el plantel de héroes nos encontramos con un grupo atrapado durante una década; un grupo compuesto por un alienígena macho atraído sexualmente por los hombres de la Tierra, con todo lo que ello supone al vivir en una pequeña granja de un condado conservador y republicano de la Norteamérica profunda; una niña que no crece y cuyas fantásticas habilidades para volar y usar una fuerza sobrehumana no ayudan tras una década yendo a la escuela y fingiendo que por dentro no es una mujer que roza la vejez. Tenemos por otro lado a un robot-amo de casa que ha cambiado las luchas galácticas por las cenas y la limpieza, y al coronel Weird atrapado en la Para-Zona, una dimensión en que todos los acontecimientos de su vida suceden al mismo tiempo, teniendo que revivir una y otra vez sus peores momentos e inmediatamente sus mejores… para que vuelvan a terminar una vez más y dejar solo tristeza y confusión a su paso. Una mujer atada a una misteriosa cabaña; una bruja que se fabricó su propio amor en forma de monstruo, al que perdió tras la batalla final.

Y, por último, tenemos a Abe.

Frente a la magia y la ciencia ficción que encarnan los demás personajes, Abe representa al ser humano en toda la extensión del término. Un soldado sin poderes que recuerda a las andanzas de Steve Rogers con su escudo y su patriotismo, pero que se hace viejo. Un hombre que encuentra en aquella ciudad que se ha convertido en su prisión, el amor en una dulce y cuarentona camarera que solo quiere vivir este dorado atardecer con un buen hombre que siempre acude puntual a por su café y su hamburguesa con queso. La figura de Abe, verdadero protagonista de la obra de Lemire, representa a la perfección la batalla del superhéroe: por un lado, la lucha, la justicia, la épica. Por el otro, la realidad. El amor, la pérdida, la vejez. Porque vivir no es fácil, ni siquiera para los que salvan el mundo una y otra vez. Aquí es donde brilla el Jeff Lemire que conmocionara con la trilogía de Essex County. Aquí es donde el lector se enfrenta al amargo final.

Como ya ocurriera con Watchmen, el autor nos hace emocionarnos con superhéroes a los que en realidad no conocemos. Recordando el final de Split (M. Night Shyamalan, 2017), donde el espectador se emociona al encontrarse con Dunn, llega un momento en que creemos haber crecido con ellos. Hay un punto de no retorno dentro de la historia en que estos héroes sustituyen en nuestra imaginación a los Superman, a los Batman o a la Patrulla X. Y esto se debe a la ingente labor de  construcción de personajes, pero también a un truco que usaran en su época con maestría Alan Moore, o Mark Millar en Kick-Ass: todos los superhéroes parten de un arquetipo reconocible. Sucede como apuntaba Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, el héroe pasa en todas las culturas por tres etapas: separación, iniciación y retorno. Si volvemos sobre nuestros pasos a la figura de David Dunn en Unbreakable tenemos que la separación ha sucedido fuera de plano. La historia de este superhéroe comienza con un personaje aislado de su familia; no comparte tiempo con su hijo, su mujer y él se alejan cada vez más. La separación, de alguna manera que no conocemos, ya se ha producido. La Iniciación viene de la mano de Mr. Glass, que le muestra el camino y su verdadera naturaleza como superhéroe. Y el retorno se da en esa escena durante el desayuno, al final de la cinta: Dunn le acerca a su hijo un periódico y le señala la noticia del enmascarado que ha salvado a una familia secuestrada.

Y se sonríen.

Ha nacido el superhéroe.

Sin embargo, la atípica manera que tiene Lemire de narrarnos el primer acto y el tercero de forma simultánea aportan una ruptura con las concepciones de Campbell: probablemente en todas las historias de sus personajes se den estas pautas, pero el lector no tiene forma de verlas. La historia de Black Hammer se construye de atrás hacia adelante, y no hay términos medios. El ocaso y el amanecer de estos héroes se superponen en una forma de narración más arriesgada de lo que viéramos en la incomparable Watchmen. Y sí, estas dos obras no pueden evitar ser comparadas. Probablemente muchas otras grandes novelas gráficas de superhéroes superen todo lo visto y por ver por parte del espectador medio, pero lo interesante de la obra de Jeff Lemire, y muy probablemente lo que le ha valido ese premio Eisner es que no existe villano en la historia.

En su acto final, el superhéroe en su declive, con la muerte o la soledad llamando a sus puertas, se enfrenta a una última amenaza. Tomando el cine de nuevo como ejemplo, la deconstrucción que Christopher Nolan realizó de la figura de Batman dio con un acto final en la tercera cinta, Dark Knight Rises, que culmina con la aparición de un nuevo supervillano que pone las cosas realmente difíciles al enmascarado. Un supervillano pone a prueba la resistencia del tramo final del superhéroe, teniendo que demostrar este una vez más que es digno de su propia leyenda.

En Black Hammer, la figura del supervillano no significa nada en el primer volumen de los dos que componen el cuerpo principal de la historia (dejaremos de lado spin-offs y otras cuestiones). El supervillano es la granja; la vida alejados de las heroicidades. El exmarido de la camarera con quien Abe busca una vida tranquila y romántica. La pubertad interminable de Gail. El pasado del coronel Weird y su prisión interdimensional. Lo que convierte a Black Hammer en un acto único es que el supervillano ya fue derrotado, pero la victoria no trajo más que una prueba mucho más dura. Sobrevivir a uno mismo. Encontrar el villano en el interior. Y, con suerte, vencerlo. Cada superhéroe en la serie se enfrenta con su propio archienemigo, pero lo lleva dentro.

El género de superhéroes se mueve, ahora más que nunca, entre dos dimensiones: por un lado las películas de Marvel y DC que pugnan por ser tomadas en serio pero que tienen muy presente su verdadero objetivo: vender merchandising. Y por otro, historias como Black Hammer, que buscan ahondar en la figura del héroe y romper las barreras que casi un siglo de vida le han impuesto; buscar el verdadero significado de estas historias que nos atrapan desde niños, pero de las que algunos seguimos disfrutando de adultos. La nueva obra de Jeff Lemire vuelve a levantar todos los costumbrismos ya conocidos en el género y los aglutina en un único acto que narra una historia no lineal, amarga y colorida; nostálgica y divertida, una sopa de contrarios que nos vuelve a enamorar de esa figura atormentada, vilipendiada y odiada pero, siempre, admirada: el superhéroe.

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