Fotografía: Ricard García Vilanova
El sorpresivo avance sobre el Estado Islámico de una coalición interétnica respaldada por Washington en Siria deja a su paso el germen de un experimento político sin precedentes en Oriente Medio. Sus líneas fueron trazadas por un disidente kurdo en prisión desde 1999.
«Mohamed, ¿cuál es tu casa?».
El chaval señaló hacia el escombro sobre el que se alzaba otro edificio sin tripas. Un día vivió en el segundo piso. Había que imaginarse tres habitaciones, un baño y un hermoso balcón con rejas que albergaba un gallinero.
Mohamed, árabe de veintisiete años, nunca había empuñado un arma, pero sabía francés. Podía ayudar con la prensa por lo que, aquel día de agosto, convenció a sus mandos para que le dejaran acompañar a los periodistas. Una hora más tarde era escupido desde un vehículo blindado sobre el fantasma de lo que una vez fue su barrio. En otra vida Mohamed había sido profesor de instituto hasta que el EI cerró las escuelas de Raqqa y echó la persiana sobre las vidas de más de doscientas mil almas como la suya. Había abandonado la ciudad hacía dos meses tras pasar otros dos preso. Los yihadistas lo molieron a palos. Uno se podía acostumbrar a la falta de tabaco o de música; a la barba, a los dobladillos del pantalón cosidos a la altura de las pantorrillas e incluso a las ejecuciones públicas de asistencia obligada. Pero la tortura era otra cosa. Logró escapar, de noche, atravesando a nado uno de los canales que irrigan el Éufrates sobre este desierto. Luego se unió a las fuerzas que luchan por expulsar a los extraños de su ciudad.
Fue en la primavera de 2013 cuando una amalgama de grupos yihadistas se hizo con el control de Raqqa hasta que, en 2014, la ciudad se convirtió oficialmente en la capital del Califato en Siria. La única forma de poner fin a una pesadilla que duraba ya cuatro años parecía pasar por arrasarlo todo desde tierra y aire, como en Sirte o Mosul —las otras plazas fuertes de los yihadistas—. El paisaje lunar resultaba recurrente, pero los matices apuntaban a escenarios radicalmente distintos. Congelemos la imagen para distinguir a Mohamed —árabe, como ya hemos dicho— enrolado en las filas de una coalición multiétnica respaldada por Estados Unidos, pero que lideran kurdos afines a un movimiento incluido en la lista de organizaciones terroristas: el Partido de los Trabajadores de Kurdistán, o PKK. Reducir el capítulo de Raqqa a la mera expulsión de los yihadistas de su bastión sirio es perderse la película entera.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Para entender todo esto hay que remontarse un poco más atrás del año «cero» en la historia reciente de Oriente Medio. Fue en 2011 cuando se decidió resetear eso que se da en llamar «MENA» (acrónimo inglés para «Oriente Medio y Norte de África»).
Muchos recordarán aquella Siria en la que eran los turoperadores los que campaban a sus anchas entre Palmira y la ciudad vieja de Alepo. Seguramente también pervive en la memoria del turista de entonces aquel pintoresco detalle: efigies y retratos de Asad padre e hijo —la saga en el poder desde hace más de cinco décadas— alzándose en piedra o cartón en plazas, avenidas y azoteas, la misma que escrutaba con gesto adusto desde los parabrisas de los coches o salvapantallas de cibercafés donde, al igual que en cada comercio sirio, era obligatorio colgar su retrato de la pared.
Se maravillaba el turista, y con razón, de la libertad de la que gozaban las comunidades cristianas para profesar su culto. Cierto, Siria era un oasis en mitad del erial para la tolerancia religiosa que es Oriente Medio. Pero reivindicar una nacionalidad que no fuera la árabe era un desafío que se podía pagar muy caro. Los kurdos lo sabían bien, pero el mundo desconocía esa realidad por completo. Si un pueblo de cuarenta millones de individuos repartidos por el corazón de Oriente Medio apenas despertaba interés, ¿qué opciones tenían los miembros de esta comunidad en Siria, donde apenas sumaban tres millones?
Además, Damasco había hecho lo imposible para que nadie los viera. Se expulsó a miles de sus casas, e incluso se retiró la ciudadanía a decenas de miles. Kurdos que, como única identificación, contaban con un documento que indicaba explícitamente que su portador era «de origen extranjero», aunque no decía de dónde, y que se le prohibía abandonar el país. Por supuesto, no podían casarse, ni comprar una casa o tierras, ni tampoco dar su apellido a sus hijos. Se les llamó ajanib —‘extranjero’ en lengua árabe—, o maqtum, ‘nada’.
Aquella legión de parias crecía inexorablemente mientras el Gobierno recolocaba en sus tierras a árabes traídos de otras zonas de Siria. A diferencia de las aldeas kurdas, las de los colonos tenían escuelas y mezquitas; sus casas luz y teléfono, así como agua corriente canalizada desde pozos artesianos, o del Éufrates. Damasco también les dio armas para defender lo que tan fácilmente habían conseguido. Uno de los decálogos de dichas políticas de asimilación y exterminio escrito por un oficial de los servicios secretos esgrimía que los kurdos eran «un tumor cancerígeno en el cuerpo de la nación árabe» y que, por lo tanto, había que exterminarlos. Todo valía, y fueron concienzudos. Miles de jóvenes desaparecían en manos de un servicio secreto diseñado por la Stasi —como el de Sadam en Irak o Nasser en Egipto—. Solo volvían a aparecer aquellos cuyas familias conseguían dar con un funcionario corrupto al que sobornar con sumas que se contaban en miles de dólares.
Asimilar a los kurdos, «arabizarlos», pasaba por borrarlos de la faz de la tierra, y a sus topónimos del mapa: Serekaniye se convirtió en Ras al-Ayn; Kobane en Ayn al-Arab; Derik en Al Malikiya… Siria podía ser multiconfesional, cierto. Había cristianos, drusos, musulmanes e incluso ateos, pero todos eran «árabes» por decreto. Lo dice el nombre oficial del país: «República Árabe Siria».
En aquel escenario, la actividad política se desarrollaba en la más absoluta oscuridad. Activistas kurdos se jugaban la cárcel, e incluso la vida, enarbolando siglas de partidos clandestinos que tenían sus réplicas legales en el Kurdistán iraquí, o igualmente prohibidas en el turco. Dar con ellos pasaba por complejas negociaciones con contactos de contactos, y de ahí a concertar entrevistas en lugares cuya localización no llegábamos a conocer hasta llegar allí. Y a veces ni eso.
Salih Muslim era uno de los hombres más buscados por el aparato de Asad. En la primavera de 2008, aquel disidente nunca dormía más de dos noches en la misma casa. Ingeniero químico por la Universidad de Ankara, Muslim pasó diez años trabajando en Arabia Saudí antes de volver al país y meterse en política. Fue uno de los fundadores del clandestino PYD (Partido de la Unión Democrática en sus siglas en kurdo) en 2005, un gesto que le condenaría a vivir bajo la sombra que cubría la vida de todo disidente político en Siria. Su apuesta para la solución del conflicto kurdo era la misma que la del PKK. Según Muslim, el PYD compartía la estrategia del maquis kurdo, un modelo que pasaba por cierto grado de autonomía para las zonas kurdas y el respeto de los derechos lingüísticos y culturales de su pueblo.
Durante aquella primera entrevista en una casa de Alepo que hoy ya no existe, Muslim habló de concentrar la lucha en Turquía: un golpe de timón en el país vecino, decía, provocaría un cambio de rumbo para la región en su conjunto. Poco podía imaginar entonces que, cuatro años más tarde, acabaría convirtiéndose en el líder de un movimiento que sacude hoy no solo los cimientos de Raqqa, sino los de todo Oriente Medio.
Salir a la superficie
—¿Cómo estás, Salih? ¿Todo bien?
—La misma situación, ya sabes. Todo bien, sí.
Cada llamada de control era prácticamente un calco de la anterior, y de la siguiente. Muslim no daba nunca detalles de su paradero por teléfono, pero su respuesta no dejaba de ser igualmente explícita durante los años que pasó antes de salir a la superficie definitivamente.
En 2011, y presionado por una coyuntura cada vez más hostil a sus intereses al calor de unas protestas que adelantaban lo que estaba por venir, Asad aflojó el puño sobre los kurdos del país. Fue aquella amnistía, tardía y forzada, la que posibilitó que disidentes como Muslim —que fuera ya elegido presidente del PYD en 2010— salieran de la clandestinidad, e incluso de las cárceles. Y lo que es más importante: a los maqtum y los ajanib se les devolvía su pasaporte tras décadas en el limbo. En el verano de 2012, los kurdos de Siria se hicieron oficialmente con el control de las zonas donde son mayoría, en el norte del país.
El Berlín de la guerra fría no sería muy diferente de aquello: zanjas alambradas y minas para separar dos ciudades, Nusaybin y Qamishli; la primera en Turquía y la segunda en Siria, pero a ambos lados de una misma calle, literalmente. Muslim se encontraba a unos centenares de metros, pero al otro lado de la valla. Hizo falta un rodeo de cuatrocientos kilómetros a través del Kurdistán iraquí para poder reunirnos de nuevo.
Bajo un ventilador que movía una batería de coche, Muslim explicaba que ellos, los kurdos, no se posicionaban ni con el régimen ni con la oposición. Fue entonces cuando escuchamos oír hablar por primera vez de la «tercera vía» en Siria, una propuesta que parecía arriesgada en un momento en el que nadie apostaba por la supervivencia de Asad. Se daba por hecho que, antes o después, el líder sirio acabaría cayendo como Mubarak en Egipto, Ben Ali en Túnez o Gadafi en Libia.
La prensa internacional, más concentrada en lo que sucedía en Alepo o en Homs, apenas reparó en aquel fenómeno que veía la luz en el noreste del país.
Resultaba difícil de explicar que la zona hubiera pasado a estar bajo control kurdo sin apenas mediar tiros mientras las principales capitales sirias se desintegraban en el fuego cruzado. La narrativa oficial, la del PYD de Muslim, era que Asad no quería abrir un nuevo frente con la principal minoría del país y que, básicamente, les dejó hacer. Se trataba de un pacto, tácito o explícito, que, como supimos después, pasaba por que la nueva Administración abortara todo conato de los kurdos de la zona de sumarse al Ejército Libre Sirio, la oposición mayoritariamente árabe.
Otro secreto a voces era que centenares de kurdos del PKK, la mayoría sirios, habían vuelto a casa desde su bastión de montaña iraquí para gestionar la seguridad. Se crearon las llamadas Unidades de Protección Popular (YPG en sus siglas en kurdo), y fue gracias a ese paraguas militar, y el político del PYD, que los kurdos de Siria pusieron en marcha su proyecto. De la noche a la mañana se abrieron las oficinas de esos partidos políticos que habían permanecido en la clandestinidad durante décadas, así como centros de formación para mujeres en situación de marginación. Arrancaba el proceso de alfabetización en lengua kurda, vetada en la Siria de los Asad: las primeras clases, los primeros periódicos y hasta un canal de televisión.
Mientras el resto del país se sumía en una pesadilla de la que todavía sigue sin despertar, en el noreste se levantaba una sociedad civil y se apostaba por la autogestión de un territorio autónomo dividido en cantones a través del llamado «confederalismo democrático». No se desafía la territorialidad de Oriente Medio, pero se apuesta por una descentralización de los poderes monolíticos de la región hasta atomizarlos a niveles casi municipales.
Las líneas generales de este ideario que bebe del anarquismo en su versión más actualizada fueron trazadas en 2005 por Abdullah Öcalan. Hablamos el líder del PKK encarcelado en solitario en la isla-prisión de Imrali —en el estrecho del Bósforo— desde su arresto en 1999. Aunque se sigue acusando al movimiento de liberación kurdo de secesionismo, lo cierto es que el propio Öcalan descartó la idea de un Estado propio como solución a la cuestión kurda ya a principios de los noventa. La evolución de su ideario iría mucho más allá, virando del marxismo-leninismo clásico hacia el llamado «municipalismo libertario». Se dice que la correspondencia que Öcalan mantuvo desde la cárcel con Murray Bookchin, quien esbozara esa concepción de un Estado descentralizado, se encuentra detrás de ese giro ideológico.
El feminismo o el ecologismo son otros de los pilares de un pensamiento que sigue reivindicando los valores de Oriente en contraposición a lo que Öcalan llama «hegemonía ideológica eurocéntrica».
Catarsis
Fue en el norte de Siria donde se pasó de las palabras a los hechos. La respuesta más inmediata a este experimento político sin precedentes en la región no tardaría en manifestarse. Yihadistas llegados desde el espacio geográfico entre Marruecos y Pakistán cruzaban la frontera desde Turquía gracias al apoyo logístico de Ankara y a la indiferencia permisiva de Bruselas y Washington. Todo valía para tumbar a Asad; los kurdos que quedarían en las cunetas serían un daño colateral necesario, sobre todo para Turquía, que cuenta con la mitad de los kurdos del planeta en su territorio y contempla impotente cómo el plan diseñado por su preso más odiado toma cuerpo en su frontera sur.
Pero el mundo seguía mirando hacia otro lado, a lugares como Ginebra, donde se celebraban esas inútiles conversaciones de paz entre Damasco y una oposición siria cada vez más descabezada, pero a las que nunca se invitó a los kurdos.
Paradójicamente, fue el EI el que los puso definitivamente sobre la mesa. En su avance entre las fronteras de Irak y Siria, el monstruo llegó hasta Kobane, una localidad incrustada contra la frontera turca que se convirtió en el principal escaparate de un pueblo condenado al ostracismo hasta entonces. La prensa generalista nos abría los ojos hacia la realidad de aquellas «guapísimas» combatientes kurdas, a pesar de que eran las mismas que llevaban luchando desde hacía más de treinta años en las filas del PKK.
Kobane se convirtió en una catarsis mediática a nivel planetario; el mundo ponía rostro a sus héroes y heroínas en la lucha contra el mal. Hipérboles a un lado, fue entonces cuando el suflé islamista empezó a desinflarse. Un año más tarde, en octubre de 2015, se crearon las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF, en sus siglas en inglés), el combinado militar que dirige hoy la operación sobre Raqqa. La matriz de dicha estructura eran, y son, las YPG kurdas, pero había que crear unas siglas nuevas con las que árabes, turcomanos, siriacos, armenios e incluso chechenos, sirios todos, pudieran sentirse identificados.
Ha sido esa cintura política demostrada por los kurdos una de sus bazas. Hablaron con Asad para proteger sus zonas al comienzo de la guerra, pero también mantuvieron alianzas puntuales con elementos del Ejército Libre Sirio. Fueron capaces de coordinarse en la batalla de Alepo con las fuerzas de Damasco a la vez que se enfrentaban al régimen en Qamishli o Hasaka, ciudades norteñas en las que el Gobierno sigue teniendo presencia.
En la arena internacional fueron igualmente diestros, como demuestran las delegaciones del PYD en Europa, que incluyen una en Moscú, y las alianzas con Washington, a día de hoy su principal aliado en la lucha contra el EI.
Y así llegamos hasta el barrio de Mohamed, ese profesor de francés que buscaba su casa en la ciudad vieja de Raqqa.
Hablando de la revolución
La campaña contra el Estado Islámico en el noreste de Siria es hoy una eficaz maquinaria sostenida por un contingente de unos cincuenta mil combatientes sobre el terreno, y que cuenta con apoyo logístico en forma de suministros y ataques aéreos de firma estadounidense. A los americanos solo se les ve camino de sus bases protegidas con «hescos», esos cestos de alambre con forro de molesquina que las tropas internacionales utilizaron en Afganistán o Irak. Desde allí hacen volar los drones, o los helicópteros Apache que rompen el suelo bajo el cielo estrellado de Raqqa cada noche. Es entonces cuando se intensifica la ofensiva desde el aire.
Amnistía Internacional ha criticado recientemente la campaña de fuego aéreo y de artillería de Estados Unidos, subrayando que Raqqa se ha convertido en un «laberinto mortal» para los civiles aún atrapados en la ciudad. Según estimaciones de Naciones Unidas, hay aproximadamente veinticinco mil civiles atrapados en Raqqa, muchos de los cuales son usados como «escudos humanos» por los yihadistas.
«Es una cuestión de puro azar, porque nunca sabes dónde va a caer la siguiente bomba», aseguraba Amina, una residente que pudo escapar cuando los yihadistas que la retenían abandonaron precipitadamente su posición.
Los americanos no pisan el frente; para eso están los locales, así como la legión de combatientes internacionales en las filas del SDF: desde bolivianos hasta chinos y japoneses, pasando por escandinavos, griegos e incluso gallegos.
Para Christian, un californiano «empotrado» con los cristianos siriacos en Raqqa, constituye una nueva oportunidad de combatir «por una causa justa», aunque su pasado reciente habla de motivaciones que van más allá de la mera filantropía. A sus veintiséis años, este exveterano de la guerra de Irak dejó los Marines para unirse a la Legión Extranjera, de la que acabaría desertando para llegar a Siria.
«No me movilizaron nunca y yo no puedo estar parado», dice el chaval, de cuerpo completamente tatuado, desde su posición de francotirador en el frente oeste de Raqqa. Christian comparte batallón con Macer Gifford y, probablemente, poco más. Macer —es nombre falso como el de Christian— se presenta a sí mismo como un «internacionalista», pero sin olvidar que era un bróker más en la City de Londres cuando decidió dejarlo todo para venir hasta aquí, a finales de 2014. Por el momento, apenas chapurrea algo de kurdo, no habla árabe, y mucho menos el arameo siriaco de sus anfitriones.
«Es lamentable cómo hemos despreciado en Occidente a los pueblos de Oriente Medio», lamenta el voluntario británico durante la que, dice, es su «primera conversación real» en semanas. «Todavía sigo escuchando aquello de “esta gente necesita un gobernante fuerte para mantenerlos bajo control; no saben gobernarse a sí mismos, no entienden qué es la democracia”… Hoy resulta que son los kurdos los que nos están dando una lección a todos con un modelo democrático propio que echa raíces en una región que ha sido un desierto político; un lugar donde dictadores, o reyes, se han sucedido en el poder durante décadas».
El inglés habla de una revolución «con todas las letras» y dice soñar con ver cómo se extiende por toda Siria, y luego al resto de Oriente Medio. Entre tanto, apunta, pasará por casa para dar conferencias y participar en campañas de sensibilización. Pero no será fácil. Tras el arresto seguro en el Kurdistán iraquí, Gifford puede tener problemas con las autoridades británicas.
El pasado agosto, un informe publicado por la Henry Jackson Society —un think tank británico de ideología conservadora— señalaba que voluntarios como Gifford pueden suponer un problema de seguridad doméstica a su vuelta a casa. Dicho informe apunta a supuestos vínculos entre el PKK —organización listada como «terrorista»— y las YPG, cuyas filas engrosan los voluntarios extranjeros. Entre otras recomendaciones, la Henry Jackson Society hablaba de la necesidad de valorar si dichos combatientes precisaban de la atención del Estado, fuera a través del sistema judicial o de los servicios sociales. Hay controversia.
«Nosotros vinimos aquí a ayudar a los kurdos, los árabes y el resto de las comunidades a luchar contra el Estado Islámico; vinimos a compartir experiencias y aprender los unos de los otros», se defiende la también inglesa Kimmie Taylor desde el centro de prensa del frente oeste de Raqqa. A sus veintisiete años, esta licenciada en Matemáticas por la Universidad de Liverpool es la primera británica en las filas del YPJ, el contingente kurdo formado exclusivamente por mujeres.
Tanto Taylor como Gifford son conscientes de que su principal aportación no pasa tanto por su destreza en el combate como por su capacidad de elaborar un discurso que recabe apoyos en el plano internacional. Sea como fuere, numerosos analistas y expertos coinciden en la relevancia de lo que hoy sucede en el noreste de Siria. Manuel Martorell, periodista e investigador, así como una de las mayores autoridades sobre Oriente Medio en el Estado español, habla de «un momento de enorme trascendencia histórica».
«Se está poniendo sobre la mesa que en Oriente Medio son posibles sistemas democráticos basados en el respeto a las diferencias culturales, religiosas y a los derechos de la mujer, y que no es cierto que en esta región las únicas alternativas fueran las dictaduras o los movimientos islamistas, como hasta ahora generalmente se pensaba», subraya el experto navarro.
Martorell suscribe la tesis de que nos encontramos ante una «verdadera revolución», añadiendo que dicho modelo político-social es ya una «referencia que puede revolucionar las sociedades musulmanas, al menos en esta castigada región de Oriente Medio». Desgraciadamente, añade, ha tenido que estallar una cruel guerra, quedar destruidos los Estados de Siria e Irak y emerger la grave amenaza del Dáesh para que se haya revalorizado esa concepción plural y diversa.
El «arquitecto»
Por el momento, son los árabes de Raqqa, a petición propia, los que engrosan la primera línea de combate frente al EI. Se trata de un gesto simbólico pero muy político, que pasa por reconocer el derecho de los azotados por el Dáesh no solo a liberar su ciudad, sino también a gobernarla una vez expulsado el invasor. El Consejo Civil de Raqqa, una suerte de Gobierno interino de la provincia, se concentra en la pequeña localidad de Ayn Issa, a cincuenta kilómetros al norte de la ciudad. Está formado por doscientos notables de la zona, la mayoría de ellos árabes, como el jeque Amir Mohamed Habur. Los kurdos, insiste Habur, los liberaron del yugo islamista, y hoy este representante de uno de los clanes más numerosos al norte del Éufrates no contempla un futuro que no pase por una Siria federal.
«Cualquier otro sistema fallará, y esta es la única alternativa a Dáesh y a Asad», matiza el jeque.
Las palabras de Habur sobre una Siria federal caen como un jarro de agua fría para otros miembros del consejo.
«Siria es una, y nadie tiene derecho a romperla», interviene el jeque Hasán al-Mandi, otro miembro del consejo. Alguien le replica que Alemania y Estados Unidos siguen siendo países «solventes» a pesar de ser Estados federales.
El jeque Bashir Faysal al-Hueidi no pertenece al consejo, pero tampoco lo necesita para ganarse el respeto de los presentes. No solo es el líder de los Bushaba, otra respetable familia de miles de miembros a esta orilla del Éufrates, sino que se jacta de haber rechazado una petición de entrevista del mismísimo Brett McGurk —el enviado estadounidense para la Coalición contra el EI—. Aun así, se ofrece generoso a posar para una exclusiva foto que, dice, nadie tiene.
Según al-Hueidi, el Consejo de Raqqa nunca habría sido posible de no ser por Omar Alush, el kurdo sentado justo a su lado.
Alush ha dedicado su vida a la causa kurda y a la pura filantropía. Fue uno de los fundadores del PYD en 2005, pero también uno de los impulsores de un hospital en su Kobane natal del que se beneficiaron muchos residentes hasta que fue destruido durante el asedio de 2014. Alush, de sesenta años, bromea pretendiendo ser el «Lavrov» —ministro de Exteriores ruso— del Consejo de Raqqa, pero lo cierto es que su papel pasa por ser el auténtico «arquitecto» de lo que se está gestando aquí. Desde su Kobane natal ha ido cambiando de residencia a las zonas árabes limítrofes que eran liberadas del yugo islamista. Estuvo en Manbiy y hoy reside en Tal Abyad, en una casa que comparte tabique con los restos de otra reventada por una bomba de la Coalición. Ahora le toca gestionar Raqqa, donde fijará su residencia cuando se expulse definitivamente al EI.
«Podemos elegir entre vivir juntos o seguir matándonos entre nosotros», esgrime Alush, reduciendo un elaborado discurso a la mínima expresión.
Sin embargo, se acumulan las preguntas sobre el futuro del proyecto a corto plazo. ¿Hasta qué punto depende su supervivencia de la presencia americana en la región? ¿Se prevé una zona de exclusión aérea, como la que posibilitó la existencia, en el norte de Irak, de lo más parecido a un Estado que han tenido los kurdos? ¿Qué hará Asad? ¿Y Turquía?
Alush arquea las cejas y reconoce que ni siquiera se atreve a elucubrar sobre los siguientes renglones de esa historia que él mismo está ayudando a escribir. Ante el devenir más inescrutable, el kurdo zanja la cuestión con otra frase hecha:
«El futuro es ahora».
La verdad es que Zurutuza se lo está currando, sus escritos bien pueden acabar en un libro de referencia sobre el secesionismo kurdo en el contexto de las guerras de Oriente Medio.
Eso sí, no dejan de suponer un blanqueo del intervencionismo americano y un aval de secesionismos más cercanos.
Por cierto, si enfocamos siempre los conflictos bélicos por el lado humano, salen piezas literarias preciosas, pero luego, siempre, hay que dejar el idealismo moralista y pasar a la realidad de la política.
«Municipalismo libertario», sí, la delicia de un cupaire, pero creo que los pueblos de Oriente Medio necesitan otras cosas: menos fragmentación (ni siquiera bajo el velo de las identidades), menos integrismo islámico (ni EI, ni tampoco al-Qaeda en sus diversas expresiones), menos yanquis husmeando, más soberanía con Estados fuertes…