Decir simplemente que fue un explorador quizá no sea lo más justo. Como tampoco lo fue su vida. Fue un explorador, sí. Uno de los románticos decimonónicos. Pero a la curiosidad por adentrarse en las tierras ignotas del mundo se le sumaban otros impulsos. Manuel Iradier fue también soldado, montañero, filósofo, escritor, conferenciante, naturalista, cazador, taxidermista, fotógrafo, inventor y masón.
Nutrió su imaginación de libros, y sus inquietudes de noticias e historias que leía en las gacetas y folletines de entonces. Aventuras que le ayudaban a completar en su cabeza los huecos en blanco que existían en los mapas de la época. Especialmente ese blanco gigantesco que había en el interior de África. Completar esos puntos se convirtió en su obsesión. Al estilo de los clásicos como Park, Livingstone, Burton o Stanley quiso adentrarse en lo desconocido para dejarse fascinar por la aventura que se suponía debía de encontrar entre selvas tupidas, cursos de ríos profundos y salvajes, animales fieros y tribus desconocidas.
Manuel Iradier nació en la actual Vitoria-Gasteiz el día 6 de julio de 1854. Catorce años más tarde, en 1868, impartía su primera conferencia en la que explicaba sus intenciones de explorar el África desconocida. Tenía un plan y estaba decidido a cumplirlo.
Al igual que Alonso Quijano, unos pocos años de muchas lecturas habían sido suficientes para formar en su cabeza el objetivo de su vida. África sería la Dulcinea del explorador que, como al protagonista del Quijote, le llevó a cometer locuras en pos de una fantasía.
He calculado en veinte mil duros el presupuesto de gastos.
Esa era la cantidad de dinero que Iradier había estimado necesaria para llevar a cabo su propósito: emular a los clásicos exploradores británicos y adentrarse en la profundidad de África para llegar hasta los lagos que habían descubierto ya Burton y Speke.
Esperaba reunir ese dinero con ayuda del Gobierno de España y de las sociedades científicas del país, pero lo único que logró fueron ciento cincuenta pesetas anuales de subvención gracias a la sociedad que fundó: La Exploradora, que a la postre sería la primera sociedad geográfica de España.
«Se le ha calificado como un explorador de quimeras. Nada más falso y alejado de la realidad», comenta Miguel Gutiérrez Garitano en su libro Apuntes de la Guinea. «Si Iradier fue una figura quijotesca y quimérica, sus logros fueron tan tangibles como descomunales dados los medios con los que contó».
Es posible que la fundación de una de las primeras sociedades geográficas de Europa, simplemente con apoyo de su voluntad, hubiese sido un hecho suficientemente notorio como para que la figura de Manuel Iradier fuera reconocida, pero no sucedió así.
La Exploradora inició su andadura varios años antes que las de Madrid, Barcelona o Lisboa. Reunía a un pequeño grupo de jóvenes entusiastas naturalistas y montañeros de la ciudad de Vitoria (de unos quince mil habitantes por entonces). El espíritu de esta sociedad respondía a un ideal romántico científico, auspiciado bajo el lema: «Conocer lo desconocido».
A través de esta asociación, y de forma autodidacta, Iradier ejecutó un entrenamiento para el que sería su viaje iniciático por África. Junto a sus compañeros de la asociación realizó una serie de excursiones por tierras alavesas probando algunas técnicas que consideraba que le iban a resultar útiles en tierras africanas.
Los jóvenes de La Exploradora se fijaban jornadas de cincuenta kilómetros a pie a través de montañas y desfiladeros en los que todo era examinado, anotado y dibujado con sumo interés: las rocas, el agua, los insectos…
El resultado de estas excursiones locales lo anotó en sus diarios de explorador, o «Cuadernos de Álava», como los tituló; una compilación de costumbres e imágenes a lápiz de la provincia en la que había crecido. Pero todo esto no era más que un entrenamiento para su gran reto: recorrer África de sur a norte, desde Ciudad del Cabo hasta Trípoli pasando por el lago Chad.
El proyecto de usted es grandioso y realizable. Y su edad la más conveniente.
Estas palabras fueron pronunciadas en el año 1874, cinco años más tarde de la fundación de La Exploradora, por una persona que no era un cualquiera para el joven Iradier (tenía diecinueve años por entonces). «Henry Morton Stanley debió de quedar sorprendido al ser interrogado por un joven español de provincias sobre un asunto del que no era una autoridad», relata el escritor Ramón Jiménez Fraile en su libro África. Un español en el golfo de Guinea.
Iradier había acudido al encuentro del por entonces corresponsal en España del New York Herald, quien estaba cubriendo para su periódico la guerra carlista tras el derrocamiento de Isabel II en 1868, para hacerle algunas preguntas acerca de las posibilidades de su viaje.
Entre el murmullo de las conversaciones que se generaban a su alrededor en un céntrico café de Vitoria, Iradier escuchaba con devoción, atención y aplomo las palabras de uno de sus referentes. La que le hablaba era la misma voz que pocos años antes había pronunciado la célebre frase: «El doctor Livingstone, supongo», justo antes de estrechar la mano del desaparecido explorador escocés en la aldea de Ujiji —en la actual Tanzania—.
«Los consejos de Stanley fueron puramente circunstanciales: que tuviera en cuenta el elevado coste de este tipo de actividades y que empezara la expedición por las posesiones españolas en Guinea», comenta Jiménez Fraile. A pesar de la escasa utilidad práctica del contenido de la conversación, es posible que estas palabras fueran el último y necesario estímulo para que decidiese emprender su viaje:
Si usted quiere apreciar el consejo de un viajero africano, realice primero este pensamiento que después yo le garantizo que encontrará los recursos que necesita para llevar a cabo su gran obra de exploración.
1875, viaje iniciático
En diciembre de 1874, poco antes de la Navidad, Iradier pone rumbo hacia las islas Canarias, donde pasaría tres meses de aclimatación antes de partir hacia el continente africano. Allí pondrá a punto su resistencia física y el equipo que iba a utilizar.
Será el 25 de abril de 1875 cuando se embarque en el vapor británico Loanda hacia la bahía de Corisco. Iradier iba a seguir el consejo de Stanley. Buscaría un camino accesible hasta el interior de África desde las posesiones españolas en el golfo de Guinea. Estas eran un puñado de islas que España había recibido de Portugal en el siglo anterior, a cambio de unos territorios en Brasil: Fernando Poo, Annobón y algunos islotes en la bahía de Corisco.
Entre sus pertenencias llevaba una carta para el rey de Convenyamango y solamente dos mil de los veinte mil duros que había presupuestado para su viaje. Era lo único que había conseguido reunir, y casi todo de su bolsillo.
Al menos, dejando a un lado las dificultades económicas, no iba solo en este viaje. Se embarcó junto a su mujer, Isabel de Urquiola, y su cuñada, Manuela de Urquiola, ambas más jóvenes que él.
A pesar de que la menciona poco en su libro, el hecho de que los tres realizasen la expedición, para los biógrafos y especialistas ya supone una diferencia sustancial en la biografía de Iradier con respecto a otros exploradores de la época. Con alguna excepción como, por ejemplo, la de Samuel White Baker —explorador británico del río Nilo— apenas existían exploradores que aceptasen incluir a sus mujeres en sus aventuras y menos que estas realizasen trabajo de campo como hicieron ellas con algunas anotaciones meteorológicas.
«De los dos viajes que Iradier hizo a Guinea, el primero fue el más importante desde un punto de vista filantrópico. Respondió exclusivamente a motivos personales del explorador relacionados con afanes científicos y altruistas», asevera Miguel Gutiérrez.
El ansia por los descubrimientos, por documentar todo lo desconocido se deja notar en cada una de las páginas de su libro de dos volúmenes: África. Viajes y trabajos de la Asociación Euskara La Exploradora, de 1887.
Este libro es una mezcla de relato biográfico y novela de aventuras al tiempo que una fascinante memoria documental de las tierras que visitó.
En sus páginas describe el comercio con los africanos; hace una tabla donde, con minuciosidad científica, describe la climatología de Guinea; reúne una compilación de palabras en lengua benga de la que dice el propio Iradier que es «pobre y poco trabajada. La pronunciación difícil, pero muy blanda al oído». También observa numerosos tipos de rocas y animales. No falta un estudio antropológico de los habitantes de la zona; una descripción detallada de las tribus. Así como también una referencia a la religión de los bengas, itemus, bundemus, pamues y demás tribus expandidas por el país del Muni. Dice Iradier: «Creen en la existencia de un Ser superior a quien adoran, pero ocultan con exquisito cuidado todo culto externo que revele su manera de pensar y obrar».
Para conseguir toda esta documentación recorriendo la red fluvial del río Muni —o río Peligro—, Iradier se sirvió de una pequeña embarcación, La Esperanza, y de un grupo de criados que harían las veces de porteadores, cocineros, traductores, forrajeadores, etc. Entre ellos se encontraba el benga Elombuangani, quien le salvaría la vida en más de una ocasión.
Durante nueve meses Iradier cumplió su sueño de ser un explorador por el África desconocida a través del curso del río Muni. En esas semanas tuvo tiempo para conseguir un permiso del rey Boncoro III para que le dejase deambular por su reino de diez aldeas y más de doscientos cabezas de familia. También para naufragar en su embarcación; intentó experimentar como cazador, pero el intento a punto estuvo de costarle la vida; fue envenenado por uno de sus criados y despojado de sus posesiones, aunque con los cuidados de Elombuangani sobrevivió; contactó incluso con los caníbales en su excursión más profunda por ese territorio. Allí conoció a los fang o pamues y su belicosidad le disuadió de continuar adentrándose en la profundidad de la selva. Tiempo tuvo también de enfermar. Sufrió setenta y seis ataques de fiebre, su mujer, treinta y siete, y la hermana de esta, dieciséis. Pero quizá los acontecimientos más importantes, y que más le marcarían a la postre, fueron el nacimiento y el fallecimiento de su hija Isabela en apenas unos meses.
La pequeña Iradier nació en el mes de enero de 1876 en Elobey, el islote que había sido campo base para sus exploraciones. Meses más tarde, el 28 de noviembre de 1876, moría en la isla de Fernando Poo —actual Bioko—.
Los últimos días de Iradier en tierras africanas estuvieron marcados por el recuerdo de su hija. «No quedé solo, el recuerdo de mi hija me perseguía por todas partes», escribe en su libro un Iradier agotado físicamente y hundido psicológicamente. Se sentía tremendamente culpable de aquella muerte.
A su regreso a Europa nadie le esperaba en Cádiz, tampoco en Madrid. Había recorrido 1876 kilómetros. Volvía repleto de datos, con su familia enferma y arruinado. El único consuelo que le esperaba era la carta que su amigo Fermín Herrán le entregó a su llegada a Vitoria.
La Sociedad Geográfica de Madrid se había hecho eco de su viaje y aseguraba contar con él para una eventual incursión en el río Camarones en un futuro próximo.
Iradier tuvo que esperar más de seis años, arruinado como estaba, para que esa propuesta se hiciese realidad.
Instrumento político
En 1883, la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, creada por Alfonso XII, recurrió a Iradier para que capitaneara un nuevo viaje, esta vez con la intención de adquirir territorios para España en el golfo de Guinea y desarrollar una doble labor, científica y comercial. «No obstante, a Iradier no se le escapó la verdadera intención de la misión: la conquista», explica Gutiérrez Garitano.
Europa estaba inmersa en una carrera por el reparto de África. Las grandes potencias como Francia y Alemania se repartían el pastel africano a través de la ocupación militar. España, desgastada por la guerra, permanecía rezagada, ajena a esa carrera colonial. Aun con todo, a raíz de la llegada de la Restauración borbónica en 1876, la situación cambia ligeramente. Es en este periodo cuando un inquieto Joaquín Costa funda la Sociedad Geográfica de Madrid. En su primer congreso se acuerda la defensa de los intereses españoles en las islas y costas del golfo de Guinea. Para ello rescatan el nombre de Iradier. Es el elegido para capitanear esa misión.
«Antes de aceptar el nuevo cargo que me conferían lo pensé mucho. El fin político me preocupó bastante al no ver en este proyecto la salvación para nuestras colonias africanas», escribe Manuel Iradier. Los recursos de los que le iban a dotar eran escasos y el apoyo, justo. Pero su determinación por volver a sentirse un explorador, por recuperar la motivación y el entusiasmo por la vida, le hizo renunciar al objetivo de promocionar el comercio español allí, pero sí aceptó «ensanchar» los dominios españoles en el golfo.
Iradier inició su segundo viaje africano en 1884, esta vez acompañado de otro explorador: el asturiano Amado Osorio. Lo que se encuentran ambos hombres es desolador: los ingleses han ocupando la costa de la actual Nigeria; los franceses, inquietos en Gabón, piensan ocupar la orilla sur del río Muni y los alemanes, liderados por Nachtigal, ocupan la costa del actual Camerún. El Muni, su desembocadura, era la única bandera española que le quedaba por proteger a Iradier y a su expedición de todos los territorios que en un principio podrían haber reclamado.
A pesar de todas las dificultades, con una vieja balandra medio podrida como única embarcación frente a las armadas europeas y «a costa, una vez más, de su salud», escribe Miguel Gutiérrez, «con un puñado de hombres tan valientes como él y con la dosis justa de suerte y determinación Iradier obtuvo para España los territorios que hoy conforman la Región Continental de Guinea Ecuatorial: las tierras del Muni, el país de Iradier».
El recuerdo de Iradier en Guinea Ecuatorial
«Guinea Ecuatorial no sería un país sin la figura de Manuel Iradier». Esto fue lo que le dijo en persona el actual y más que polémico presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, a Álvaro Iradier, bisnieto del explorador decimonónico.
Poco más de cien años después del primer viaje del explorador, en 1986, Álvaro decidió seguir los pasos de su bisabuelo tratando de indagar en la historia de su familia, tan ligada a Guinea como está. Allí esperaba rellenar los espacios en blanco que habían dejado los relatos de sus padres y abuelos sobre la figura del explorador y conseguir interconectarlos todos para tener un retrato lo más ajustado posible a la realidad.
«Tenía mucho miedo de lo que me iba a encontrar allí. Cómo lo iban a recordar. A él y a mis padres, que vivieron allí seis años como colonos», confiesa Álvaro. «Pero lo que encontré me sorprendió para bien. Todo el mundo recordaba su figura con mucho cariño. Al igual que a mis padres».
Para avalar este recuerdo echa mano de una anécdota referente a un monolito construido en el puerto de Cogo con una placa en recuerdo al explorador. Con la llegada del dictador Macías al poder tras la independencia en 1968, se ordenó eliminar todas las referencias colonialistas y españolas que hubiese en el país: nombres de calles, esculturas, monumentos… La orden incluía también el derribo del monolito y la eliminación de la placa.
El monolito cayó. Sin embargo, la placa sobrevivió protegida por algunos «a riesgo de su vida», comenta Álvaro. Hubo algunas personas que se arriesgaron a conservar la memoria de Manuel Iradier, escondiendo la placa en sus propias casas. «Eso es lo que me hizo ver el cariño que le profesan», explica.
A finales de los años ochenta el monolito fue reconstruido en el mismo lugar frente al mar, en el puerto de Cogo, donde hoy en día, de nuevo, se puede leer el contenido de esa placa.
Contrariamente a la imagen militar, colonialista y dominadora que ha quedado de los exploradores clásicos, el recuerdo de Manuel Iradier sigue siendo bueno entre los ecuatoguineanos. «Es posible que sea porque viajaba solo —con su mujer en el primer viaje— y nunca pegó un tiro», reflexiona su bisnieto. «Si hubiese sido belga o británico, sería algo así como un héroe. Pero lo de siempre… En España apreciamos más lo de fuera que lo que tenemos dentro».
En Vitoria-Gasteiz existen varias reseñas que recuerdan la figura de Manuel Iradier. El explorador tiene una calle; una estatua en un céntrico parque; una placa que conmemora su encuentro con Stanley; incluso varias instituciones de la ciudad llevan su nombre. Pero, a pesar de estas referencias, muy pocos vitorianos son capaces de relacionar a Manuel Iradier con las grandes exploraciones de África en el siglo XIX.
En la época franquista su persona y recuerdo también se politizó —como sucedió con otras figuras—, convirtiéndolo en un héroe del bando nacional, lo que quizá influyó en el recuerdo que de él se tiene actualmente. Pero, «más allá de los rocambolescos avatares que condujeron a la creación de la Guinea española, el libro África es el palpitante relato de un individuo profundamente humanista que no merece pasar a la historia como un conquistador de tierras ajenas, sino como un explorador del alma, el sentir y el vivir de los africanos», relata Ramón Jiménez Fraile.
Para el escritor Miguel Gutiérrez Garitano, «Manuel Iradier buscaba vencer el mito de África; sortear sus trampas y utilizar su leyenda para catapultarse a sí mismo a las esferas de la inmortalidad. Lo consiguió, aunque por el camino lo dejó todo: su salud y la de su familia, su estabilidad matrimonial y su escaso patrimonio. Sobrevivió a las exploraciones, pero a cambio de la vida de su hija y del amor de su esposa».
Sea como fuere, de Iradier se puede decir, al menos, que consiguió el propósito que se forjó de niño: el de no morir de esa enfermedad tan feroz y mortal que es poseer una vida no vivida.
Manuel Iradier, olvidado explorador de África. Una exquisita lectura para mañana o tarde de cualquier día.
Una lectura amena y emocionante que te contagia con su cuidado relato del personaje. Interesante y profesional documentación.
Al final te quedas con las ganas de más…de querer saber más del personaje, qué pasó con su esposa y cuñada….
Muchas gracias por promover éste tipo de lecturas.
creo que aun mas olvidado es Amado Osorio, pena de pais, …no se encuentran articulos sobre el ni en google