Fotografía: Ricard García Vilanova
Mientras Europa blinda sus fronteras ante el mayor desplazamiento de seres humanos desde la Segunda Guerra Mundial, los libios luchan por gestionar en casa la crisis. Otra más.
Una playa de arena blanquísima y un mar pintado a brochazos de esmeralda y turquesa. Muestren esa foto en el móvil. Nunca falla.
—¿Caribe?
Se trata de Zuwara, a unos cien kilómetros al oeste de Trípoli, aunque podría ser casi cualquier punto en los más de mil kilómetros de costa libia. Ya a las puertas del invierno se suceden los días de viento y las cometas de los kite surfers cabecean violentamente sobre el horizonte. Pero vayan hasta Khoms, donde podrán contemplar saltos y cabriolas sentados en el impresionante anfiteatro de Leptis Magna. Sí, esa ciudad romana en la costa sur del imperio. Hablar de Libia como un «paraíso perdido» no es caer en el tópico fácil, sino constatar una dolorosa certeza. Como cuando esa playa infinita amanece sembrada de cadáveres. Quizás ese mismo viento ahora atrapado en las cometas haya hecho volcar otra balsa más en mitad de la noche.
La de los cuerpos arrastrados hasta la costa es una noticia radiada casi a diario, solo varían los números y la localización. Desde casas aún marcadas por la guerra, desde taxis destartalados, o cafeterías donde se sirve el mejor café italiano, los libios muestran su empatía chasqueando tres veces la lengua contra el paladar. Se trata de un pequeño gesto que difícilmente podía ocultar un sentimiento de culpa en Zuwara. Durante muchos años, aquí se miró hacia otro lado mientras los traficantes de personas se hacían obscenamente ricos. Los zuaríes contemplaban perplejos pero impasibles el tránsito de los coches de lujo por sus calles. Eran los impertinentes cláxones de los Hummer y los Porsche los que les recordaban quiénes eran los nuevos amos en Libia.
Hasta que dijeron basta. En agosto de 2016, Zuwara se despertó con doscientos cadáveres en su inmensa playa. Era la mitad del pasaje de un viejo barco de madera que había volcado a pocas millas de la costa. Los zuaríes hicieron acopio de palas y cavaron una fosa común. Luego marcharon desde el centro de la ciudad hasta el puerto.
«Zuwara no puede ser refugio de sanguijuelas», gritaba una masa indignada. No era la primera vez que la ciudad se levantaba contra los traficantes de seres humanos, pero las dimensiones de la última tragedia exigían que fuera la última.
«Había que hacer algo», recuerda Sadiq Jiash, uno de los oficiales de seguridad de la Administración local. «No hay un Gobierno funcional en el país, por lo que nos dimos cuenta de que teníamos que organizarnos para garantizar la seguridad de los nuestros», añade este bereber —en Zuwara todos lo son—, que es también el presidente del Comité de Emergencia de la localidad. Se trata de una organización creada en 2014 y compuesta por treinta y cinco individuos como él: médicos, bomberos, policías, miembros de la Media Luna Roja… todos aquellos a los que se supone capaces de gestionar situaciones de crisis. Pero recoger y enterrar cadáveres no era suficiente, y así crearon una pionera brigada contra el tráfico de personas: los Enmascarados.
«Tras la guerra de 2011 nos organizamos para arrestar a los contrabandistas. En Zuwara no hay centro penitenciario, por lo que los transferíamos a localidades vecinas, pero a las pocas semanas estaban ya de vuelta en el negocio», relata Jiash. La corrupción en Libia, dice, es «endémica».
La brigada funcionó: diez días después de la tragedia del verano de 2016, los Enmascarados detuvieron a una docena de personas entre supuestos contrabandistas y sus colaboradores. Para evitar repetir los errores del pasado se les encerró en una prisión improvisada a las afueras de la ciudad.
Caos
Las calles de Zuwara no solo están cubiertas de arena y basura, sino que ni siquiera tienen nombre. Que el Ayuntamiento no funciona como debería lo reconoce hasta el alcalde, Hafed Bensasi:
«Nos limitamos a apagar fuegos, a tapar agujeros en un barco que no para de hundirse, ¿sabe usted?» —esgrime el edil elegido la pasada primavera—. El último desafío fue el que plantearon los cinco mil subsaharianos que llegaron a la ciudad el pasado 9 de octubre. Los enfrentamientos entre milicias en la vecina Sabratha —a quince kilómetros al este— provocaron la huida masiva de los refugiados de varios centros de detención, así como la de aquellos que esperaban allí que las condiciones del mar permitieran la travesía en patera. Llegaron a Zuwara caminando por el arcén de la carretera.
«Les tenemos que asistir porque son seres humanos, pero al hacerlo ponemos en peligro nuestra propia supervivencia porque apenas tenemos medios para nosotros», subraya Bensasi, recordando que la mitad del presupuesto municipal es «para defensa», y también que Zuwara, y Libia, no son ni origen ni destino de los migrantes, sino un «simple punto de paso».
Según datos de Naciones Unidas, más de cien mil individuos han llegado a Europa desde Libia en lo que va de año. Si bien las cifras son inferiores a las de 2016, Europa sigue intentando externalizar sus fronteras a través de proyectos que pasan por financiar a redes del tráfico para que interrumpan su actividad y la de otras similares —ese fue el principal detonante de los enfrentamientos en Sabratha el mes pasado—, o entrenar cadetes y equipar a una flota libia que carece de un mando central.
No fue siempre así. En 2010, Europa iba camino de normalizar sus relaciones con Libia, no solo por el interés en sus reservas de gas y petróleo, sino también por el deseo de varios Estados europeos de transferir el control migratorio al país magrebí. Cuando se cumplen seis años del linchamiento de Muamar el Gadafi, en Libia existen tres Gobiernos sobre el papel, pero son en torno a dos mil las milicias que ostentan el control real sobre el terreno. Son esas rivalidades entre grupos armados las que hacen casi impracticables las carreteras libias. Incluso en el caso de que trasladar a los presuntos traficantes a una prisión vecina fuera una opción viable, tampoco sería fácil. La carretera que conecta Zuwara con Trípoli apenas es transitable por los enfrentamientos con milicias afines a los distintos Gobiernos, o las que enarbolan la bandera del Estado Islámico en Sabratha. Desde la sede de la Media Luna Roja en la localidad se apunta a que los efectos de la fractura libia van más allá de intrincadas disputas políticas.
«Las carreteras están bloqueadas, por lo que cada vez resulta más difícil conseguir suministros médicos para atender a la población local y a los tres mil trabajadores extranjeros que tenemos registrados. E insisto en que solo son los registrados», lamenta Ibrahim Atushi, principal responsable de la legación de la ONG en la localidad. No obstante, el oficial se congratula de que el volumen de trabajo se haya visto reducido «drásticamente» en los últimos meses. Dice que la razón principal ha sido la labor de los Enmascarados.
Solo tras arduas negociaciones a través de terceros conseguimos una entrevista con Ayman al Kafaz, comandante en jefe de los Enmascarados.
El lugar elegido es el antiguo cuartel general de los servicios secretos de Gadafi en Zuwara. Se trata de un pequeño complejo amurallado junto al estadio, que hoy alberga la radio local, así como el centro de reunión de los voluntarios que trabajan en la normalización de la lengua bereber. Desde allí, Kafaz habla de un contingente formado por ciento cincuenta hombres entre policías y voluntarios a partes iguales. Cada uno trabaja «en la medida de sus posibilidades», generalmente en turnos de veinticuatro horas. El comandante insiste en que el de los refugiados es un problema «no solo demográfico, sino también económico, de salud y de seguridad para la Unión Europea».
«Esta es la última puerta hacia Europa. Si se quiere abordar esta crisis con éxito, se tendrá que apoyar a las autoridades locales a este lado del Mediterráneo. De lo contrario, todo esfuerzo será inútil», sentencia Kafaz, antes de despedirse.
Si bien no exenta de controversia, la operación contra la red de tráfico de personas en Zuwara se ha demostrado indudablemente eficaz. Lo confirma el hecho de que la flota de rescate internacional en la costa de Libia ya no patrulle frente a su costa. Además, a diferencia de lo que ocurre en Trípoli, Misrata u otras localidades costeras, los refugiados y migrantes en Zuwara no huyen cuando ven los coches de la Policía Local, y ni siquiera cuando los Enmascarados se paran en el semáforo que da acceso al centro de la ciudad.
«Aquí nuestra vida sigue siendo miserable, pero esto es más seguro que Trípoli», explica Amín, gambiano, mientras se limpia el polvo de obra en su cara. Llegó de la capital hace dos días, aprovechando el letargo del viernes por la mañana. Ese es el mejor momento para viajar por carretera en Libia porque apenas hay tráfico y, lo que es más importante, los puestos de control están casi vacíos por la costumbre de dormir hasta tarde el día santo musulmán. Consciente de que el número de pateras se reduce a medida que se acerca el invierno, Amín no tiene prisa. Hará trabajos esporádicos en la construcción hasta reunir la cantidad suficiente para poder saltar a una patera. Pero tendrá que ser en la vecina Sabratha, porque de Zuwara ya solo salen los libios. La falta de seguridad en el país y la brutal devaluación de su moneda están empujando a más de uno a usar su propia embarcación de pesca para intentar llegar a Lampedusa, si no hasta uno de los barcos de la flota de rescate.
Bajo nuestros pies
Descartar Zuwara como punto de salida de subsaharianos hacia Europa no impide que el mar siga arrastrando cadáveres hasta sus playas. Ni ellos ni nadie pueden controlar las corrientes marinas.
«Hacemos lo que podemos por enterrar los cadáveres», dice Yousef Nanis desde el Comité de Emergencia, justo antes de detallar los pormenores de una iniciativa cuyos antecedentes también hay que buscar en la playa.
«En 2014 encontramos ciento ocho cadáveres. En un principio los quisimos enterrar en el cementerio, pero mucha gente se quejó porque algunos no eran musulmanes. Decían que no podían mezclarse unos con otros», recuerda el voluntario, mientras conduce hacia el oeste en un vehículo de la Media Luna Roja. Nos dirigimos al lugar en el que Zuwara enterró a aquellos ciento ocho, y a los que llegarían después. Nanis dice que también se barajó la idea de enterrar los cuerpos en zonas deshabitadas a las afueras de la ciudad. Pero en Zuwara la tierra útil escasea, y pertenece a campesinos que no quieren ver sus huertas llenas de muertos.
«Ninguno estaba dispuesto a ceder sus terrenos, pero tampoco se les podía culpar», lamenta Nanis, sin quitar la vista de una carretera rectilínea que muere en la frontera de Túnez. Nanis levanta el pie del acelerador para que podamos ver desde el coche los restos arqueológicos únicos de una ciudad púnica y romana descubierta en 2001. Puede que se trate de la mismísima Pisindon, pero es algo que nunca sabremos porque fue ya saqueada antes de que se pudiera llevar a cabo ninguna excavación. Algo parecido pasó con la fortaleza otomana a nuestra izquierda, a la que un inusual pero fallido intento de restauración había desprovisto de forma y alma.
Apenas son veinte kilómetros de trayecto, pero que resumen más de dos mil años de historia libia hasta nuestros días, acabando justo en una planta química levantada por Gadafi y desahuciada tras la guerra de 2011. Nanis para el coche a unos trescientos metros de aquel complejo de cisternas y chimeneas que, dice, es el responsable directo de la elevada casuística de cáncer en Zuwara. Mientras se espera a un estudio científico que probablemente nadie conduzca jamás, el mercurio que sigue escupiendo ese monstruo de óxido seguirá envenenando el agua, los peces y la sangre de la gente.
El área a su alrededor se asemeja a una huerta en la que solo crecen ladrillos. Son las «lápidas» de más de dos mil desgraciados a los que el mar ha arrastrado sin vida hasta la playa.
Nanis dice echar en falta un muro alrededor y un guarda, aunque ni siquiera así cumpliría los requisitos más básicos de un cementerio.
«No podemos dejarlos aquí de forma permanente porque es una zona muy cercana a la costa y el mar acabará por sacarlos a la superficie. Además, cuando llueve, encontramos agua a cuarenta centímetros y esto se llena de perros atraídos por el olor», explica el voluntario. Por supuesto, no hay ataúdes, y casi nunca bolsas de plástico con las que aislar los cuerpos. Tampoco hay señalización de las calles de este cementerio improvisado, ni marca alguna en los ladrillos, porque nadie conocía sus nombres. Se trata de un mapa que, muy probablemente, solo exista en la cabeza de Nanis.
«Entre esas palmeras y donde estamos ahora hay ochenta cuerpos. Tuvimos que recurrir a fosas comunes porque no teníamos medios», explica antes de invitarnos a seguirle sin pisar las tumbas de los que sí cuentan con un ladrillo propio. El voluntario parece esforzarse en honrar la memoria de aquellos náufragos desconocidos recordando cifras exactas: cuarenta y tres a nuestra izquierda y veintiuno en la parcela anexa; diecinueve mujeres un poco más adelante; diez niños enterrados en fila… Han enterrado a ochenta en los últimos cuatro días, lo que da un total un total de dos mil doscientos veintiséis.
Nanis no olvida las cifras, pero lamenta no poder hacer más. Lo repite hasta tres veces antes de señalar que ciento tres es el número exacto de cadáveres bajo nuestros pies.
Dado que en Libia ya no existe ningún gobierno real, los italianos respaldados por la otan deberían ser quienes vigilen las aguas territoriales libias.
Extendería la acción a desembarcos de fuerzas expedicionarias itálicas en puntos estratégicos para impedir los embarcos. ya hay comandantes italianos que lo han planteado es la única solución practica.
¿»refugiados»? Qué palabra tan abusada. Ya se ha convertido en errónea sustituta de «migrate». Pareciera que sirios que huyen pasan por Libia. Disparate.