«Quien nació bajo una estrella no puede vivir bajo otra». Emanuele Sibillo se lo dijo a su tutor al salir del centro para menores en el que había entrado diez meses antes por tenencia de armas. Dos años después de aquella despedida, Sibillo, convertido ya en un capo acreditado, murió tiroteado, con diecinueve años, en una calle de Nápoles, cuando iba a realizar junto a su hermano una stesa, una acción demostrativa en la jerga criminal, para demostrar quién mandaba en el barrio.
La historia de Sibillo es una de las más representativas de un fenómeno que se escapa a las estadísticas: el auge de las nuevas levas de las organizaciones criminales italianas. Los llaman baby-boss o baby criminales y son jóvenes que han recibido desde muy pequeños, directa o indirectamente, la educación criminal que se aprende en las calles de las periferias más deprimidas del Belpaese. Sus historias, el contexto en el que se desenvuelven, las dinámicas sociales que alimentan destinos sin vía de escape son relatadas en Under, un amplio dosier publicado por la asociación antimafia Da Sud con motivo de los veinticinco años del atentado de Capaci, en el que la mafia mató al juez Giovanni Falcone. El dosier de casi trescientas páginas, coordinado por los periodistas Danilo Chirico y Marco Carta, es la fotografía de una realidad que ha crecido a través de mecanismos de cooptación cada vez más eficaces y, como explican en el informe, a la sombra del generalizado estupor de fachada ante los casos de crónica más sensacionales.
Porque al leer Under, un trabajo coral de casi dos decenas de periodistas, lo que queda claro es la miopía —casi ceguera— que acompaña el análisis y las medidas con las que durante décadas se ha abordado en Italia la relación entre jóvenes y organizaciones criminales: «Mientras el mundo de los adultos se mueve desde hace más de medio siglo en la eterna víspera de la emergencia y según la lógica del orden público, el mundo de los jóvenes criminales, cuando no lucha por la supervivencia, sienta las bases para las mafias del futuro».
Es la lección que no se aprendió en los años ochenta y noventa y que hizo que se pasara de los jóvenes que mataban entonces por quinientas mil liras (pocos centenares de euros al cambio actual) al nacimiento de los baby-capos, bajo la imparable expansión del negocio del narcotráfico. Un dato es clarificador: si en 1984 había en Italia apenas 578 menores denunciados por asuntos relacionados con las drogas, seis años después eran 2113 y en 2016 eran 5123.
Una miopía que ignoró también las previsiones de quien conocía de cerca cómo las organizaciones criminales iban sembrando para el futuro. Ya en los noventa el presidente del Tribunal de Menores de Regio de Calabria, Ilario Pachì, advertía de que los hijos de los capos de la ‘Ndrangheta, la poderosa mafia calabresa, tendrían una carrera, para gestionar el cambio de la organización que, mientras, se convertía en un holding financiero internacional.
Escribe Carmen Vogani en Under: «Pasa así que en Calabria estudiantes de veinte o treinta años se inscriban a las logias masónicas junto a los capos y a los empresarios corruptos, y que los hijos de la ‘Ndrangheta tengan una carrera para trabajar en sectores estratégicos donde, si es necesario, pueden hacer favores y obtener acceso privilegiado a grandes intereses económicos. La Facultad de Farmacia sería una de las más codiciadas, según la fiscal Ilda Boccassini, que en marzo de 2016 levantó dudas sobre la adquisición de dos farmacias en la provincia de Milán y Turín donde aparecían los Strangio, familia calabresa que sembró terror y muerte desde San Luca, en Aspromonte [una zona montañosa de Calabria tristemente famosa por ser la guarida de muchos clanes], hasta Duisburgo, en Alemania». Antonio Pelle, considerado hasta su detención en 2016 uno de los cien fugados más peligrosos de Europa, eligió la Facultad de Arquitectura y entre sus hazañas contaba con nueve exámenes superados en cuarenta y un días. Nicola Marando, el nuevo capo del homónimo clan que se había trasladado a Lombardía (en el norte de Italia), habría pagado sesenta mil euros para obtener la licenciatura en Derecho.
Esa evolución de la organización corre paralela al mantenimiento de lógicas bárbaras. Como la omertá que rodeó el caso de una chica de trece años violada habitualmente y durante dos años por un grupo de jóvenes liderados por el hijo de uno de los capos de la zona. O como la precoz iniciación a la vida criminal de niños de diez años, cuyos padres les enseñan a manejar un Kaláshnikov.
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Miopía, decíamos. La primera señal de esa miopía ha sido creer que la relación entre jóvenes y grupos criminales se limita al uso de los primeros como mano de obra. Una visión, explican los autores de Under, que ignora el avance y las carreras estelares de los baby boss, los pequeños capos. Pequeños por edad, pero no por eso menos influyentes o, sobre todo, menos violentos.
Lo demuestra lo que está pasando en los últimos años en la Camorra, la organización afincada en la región de Campania (desde donde se expandió para invertir el dinero de sus negocios en España, por ejemplo). Una evolución cuyas señales ya se veían en los noventa.
Entonces estaban los muschilli, muchachitos de nueve años que vendían droga a cambio de cincuenta mil liras al día (menos de cincuenta euros al cambio actual). Ahora, chicos que con menos de veinte años llegan a controlar barrios enteros, exasperando las dinámicas tradicionales del ejercicio del poder en el territorio. «Los nuevos camorristas —explican en Under— están fuera de control; amenazan por la calle armados hasta los dientes y en las redes sociales sin eufemismos; están obsesionados con la reivindicación estética de su pertenencia [al clan] y la espectacularizan. Como los afiliados del clan de los barbudos, que se hacen tatuar el nombre del jefe —Marco Di Micco, llamado Bodo, detenido en 2013— entre dos pistolas humeantes».
O como el 17, imitación de la numerología de las maras, que aparece en los edificios y los palacios antiguos de las callejuelas de Nápoles: el 17 era el número que había elegido Emanuele Sibillo, su marca como jefe de un grupo que se conoce como la paranza dei bambini («la banda de los niños», que es también el título del libro de Roberto Saviano). Su historia, a la que se refieren las primeras líneas de este texto, la escribe en Under la periodista Amalia de Simone, que lleva años contando desde el terreno la realidad de la Camorra. Cuenta De Simone cómo el nombre de Sibillo, su número y su muerte han entrado en el imaginario de los jóvenes aspirantes camorristas. No es solo el busto que las mujeres de su familia hicieron instalar en una capilla en el portal de su casa (que se encuentra justo enfrente de un colegio). Es también el homenaje póstumo que Sibillo recibe en Facebook, como un mártir. «Cuando muere, en Facebook aparece un sinfín de símbolos que celebran su heroica muerte. Un relato virtual y engañoso de una existencia que ha tenido un inicio y un final intensos pero demasiados cercanos, sin un “durante”, sin la plenitud de una vida transcurrida en el tiempo. Parecen los muros de los fanáticos del EI que celebran a sus mártires», escribe De Simone. Se empieza también a hablar en Italia de la fascinación de los jóvenes camorristas por la última marca del terror yihadista internacional. Como testimonian las barbas largas que algunos grupos se dejan crecer.
Pero el culto que recibe Sibillo va más allá, hasta expresiones que podrían parecer pintorescas si no formaran parte de una educación en la que la hegemonía la tiene el imaginario criminal. «En Carnaval, por ejemplo, hay quien viste a su hijo como Emanuele Sibillo, con barba, Rolex de oro y arma en la mano. Una apología de la mafia que se basa en la construcción de iconos infernales que se convierten en una gran losa en el destino de chicos animados a parecerse al boss». Y basta darse una vuelta por YouTube para encontrar, buscando por «Emanuele Sibillo», varios vídeos de homenaje. Son los héroes de un mundo con reglas paralelas, donde los códigos de comportamiento están marcados por lógicas que solo se entienden en el contexto en el que se aplican. «Cuando tenía el kalash en las manos, yo me sentía el jefe…», dice, desde la prisión en la que está detenido, uno de los protagonistas del documental Robinù, que cuenta qué hay detrás de la paranza dei bambini. La primera vez que este joven cogió ‘u kalash, un Kaláshnikov, tenía diecisiete años. Ahora está condenado a dieciséis años de cárcel.
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En enero de 2017 las escuchas de una investigación contra el clan Elia de Nápoles revelan cómo la organización usaba a hijos y nietos, niños de entre diez y catorce años, para preparar las dosis de cocaína o enviar mensajes.
La misma edad de los niños que en Sicilia entran en contacto con ambientes criminales, en barrios como el Zisa de Palermo, donde puede pasar que los niños que están en la calle vean cómo desde los balcones se bajan las cestas con las dosis de droga. Pero en Sicilia las nuevas levas del crimen raramente actúan de forma autónoma y fuera del control de los clanes históricos, como sí pasa en Nápoles.
Menores son también los jóvenes que en Roma engrosan las filas de los grupos criminales que gestionan el tráfico y el menudeo de droga en la capital italiana. Una ciudad en la que en los últimos años la distancia —no solo física (por la escasez de conexiones), sino de diferencia de oportunidades económicas, culturales y sociales—entre el centro y la periferia se ha hecho sideral. Y allí, en aquellas periferias deprimidas, donde el abandono escolar alcanza niveles alarmantes, se dan casos como el de Pagnotella (‘panecillo’), un chico de dieciséis años que ya abastecía a camellos mayores que él. O como el de Lorenzo, que empezó su carrera criminal con doce años, trapicheando droga, y cuyo testimonio recoge en Under el periodista Marco Carta: «Mi vida ha sido siempre esta. No sabría decir cómo empecé ni cómo acabaré. No pienso en el futuro, el futuro no existe. El futuro es cuando te vas a tomar por culo».
Pero, también en Roma, quien logra subir en el escalafón criminal tiene que pararse ante el predominio de los clanes de las mafias tradicionales que han extendido sus tentáculos en la capital. En la urbe operan, según el Observatorio para la Legalidad y la Seguridad del Gobierno regional, veintitrés organizaciones que se dedican al narcotráfico. Y hay muertos. Jóvenes muertos. Como el chico de diecisiete años al que un coetáneo mató de un disparo en la nuca en enero de 2014.
Las periferias son, en todas las regiones, el territorio favorito por las mafias también a la hora de captar nuevos adeptos. Porque es allí donde es más evidente la potencia del «estado de bienestar» paralelo que las organizaciones criminales implantan en las brechas dejadas por el Estado. Desde las famosas Velas de Scampia, en Nápoles, hasta el Zen de Palermo, es allí donde los jóvenes criminales aprenden de los mayores y echan los cimientos de sus carreras, ante el reiterado fracaso de políticas de renovación de estas zonas deprimidas. Es allí donde se concentra otro de los elementos que explica el atractivo que las mafias siguen teniendo en algunos lugares: la pobreza y la marginación social.
El abandono escolar en las regiones del sur es aún alto: el 25,4 % en Sicilia (datos parecidos al de Roma), el 24,3 % en Cerdeña, el 21,9 % en Calabria, el 19,9 % en Apulia, frente a una media nacional del 15 % y un objetivo europeo del 10 %.
En Under también hay una entrevista con la actual ministra de Educación de Italia. En una de sus respuestas, recuerda una frase que quizá resume el reto de luchar contra la captación de los jóvenes por parte de las mafias. Son palabras del escritor siciliano Gesualdo Bufalino: «La mafia será derrotada por un ejército de maestros». Pero uno de los problemas más acuciantes es que, por ejemplo en Calabria, en tierra de ‘Ndrangheta, «se ha abandonado completamente una idea social y la lucha contra la criminalidad organizada solo está en manos de fiscales, policía y ejército», como recuerda el fiscal italiano Francesco Cascini, citado en el informe.
«Nuestro deber sería ofrecer alternativas también a los hijos de los mafiosos. Si lo consiguiéramos, quizá podríamos romper la cadena de las barbaries», escribe en Under Bruno Palermo, periodista y autor del libro Al Posto Sbagliato, ‘en el lugar equivocado’, dedicado a las historias de los niños víctimas de las mafias. Y la pregunta que queda al acabar la lectura del informe es precisamente esta: ¿qué alternativa tienen estos jóvenes? En la provincia de Regio de Calabria dos de cada tres menores viven en municipios cuyos Ayuntamientos han sido disueltos por infiltración mafiosa en los últimos diecisiete años.
El presidente del Tribunal de Menores de Regio, Roberto Di Bella, desde hace unos años ha puesto en marcha una estrategia que permita a los hijos de los mafiosos tener una vía de escape y ha actuado para sustraerlos de la potestad de sus progenitores. Desde 2012 son cuarenta los chicos que han abandonado su familia para poder tener una alternativa y no ser obligados a recibir la herencia criminal de los padres. En algunos casos, las autoridades han contado con el apoyo de las madres. «Han entendido —explica Di Bella en una entrevista publicada en el dosier— que nuestras acciones no tienen una lógica punitiva, sino que sirven para tutelar a los chicos y nos piden que intervengamos, que los alejemos de los contextos criminales. En algunos casos son apoyos silenciosos, de quienes no se oponen. En otros, en cambio, se van junto a sus hijos y buscan ellas también una ocasión para rehacer su vida».
Excelente artículo. Pero todavía la solución no se ve. Es escalofriante comprobar esa fascinación por los yihadistas, por las armas y el lujo chabacano.
Este artículo me devuelve a “Gomorra”, que terminé de leer hace 15 días, impactante testimonio de Roberto Saviano, amenazado de muerte por unos “malditos bastardos”, fracasos con forma humana que saben y aceptan que morirán en la calle o en la cárcel más pronto que tarde, pero que también pueden estar seguros de que la dignidad y la verdad de personas como Roberto no morirán jamás, aunque intenten silenciar sus palabras.” “Ma verrà un giorno che tutte quante lavoreremo in libertà.”
Por qué en Italia del sur proliferan zonas como ZEN en Palermo o las velas de la Scampia que son proyectos fallidos de barrios de protección oficial para personas con menos recursos que se han convertido en nidos mafiosos? Ha faltado quizás un seguimiento social por parte de las instituciones?