A pesar de haber sido aclamado como el mejor mago de cartas de la historia, Juan Tamariz (Madrid, 1942) huye de cualquier tipo de reconocimiento que no se centre en lo tangible de su trabajo. Su vocación, de hecho, responde a algo mucho más sencillo y cotidiano, como lo es su generosa forma de estar en el mundo.
Tamariz vive por y para la magia, un innegable arte al que ha conseguido dar la visibilidad que merece a través no solo de sus célebres apariciones en televisión, también gracias a un profundo pensamiento teórico volcado en las numerosas monografías que ha publicado hasta la fecha.
Divertido, cercano, gran amante del cine y lector empedernido de filosofía, nos recibe junto a su familia en su retiro veraniego de San Fernando, lugar de encuentro y aprendizaje para esa gran hermandad de magos que Tamariz ha conseguido construir alrededor de su talento. Además de repasar con nosotros toda su carrera artística, por el camino nos regalará unos cuantos juegos de magia maravillosos. Esperamos que esta entrevista consiga reflejar el inolvidable rato que pasamos al lado de este genio irrepetible de la ilusión.
¿No es la vida más aburrida cuando se sabe uno todos los trucos?
La vida no es nada aburrida. Ese sería el adjetivo último que yo le pondría. Al menos en mi caso, que he tenido momentos maravillosos y exultantes, aunque también algunos muy jodidos, todo hay que decirlo. Luego, tampoco es verdad que me sepa todos los trucos. Tan solo me sé unos cuantos secretillos relativos a la existencia de algunos supuestos milagros maravillosos.
A estas alturas de la película, ¿conservas todavía intacta tu capacidad de asombro?
Seguro. En las charlas que suelo dar a otros magos, siempre hago la misma sugerencia, que además funciona muy bien: para que el mago se asombre debe fijarse en la cara del espectador, por eso me gusta tenerlos muy cerquita. Cuando ves que alguien hace «¡Oooooh!», esa sensación repercute en ti y en todos. Esto lo descubrí con mi hijo. Tengo un hijo que ya tiene dieciséis años, pero cuando era pequeño tenía una colección de pirindolas. Le gustaban mucho las peonzas y los trompos. Una vez le compré una peonza en un viaje y se la fui a dar por la noche, pero su madre me dijo que no, que estaba dormido, que se la diera por la mañana. Pero a la mañana siguiente yo me tenía que ir otra vez de viaje, así que me dijo la madre: «Yo se la doy». Y yo: «¡Nooooo!» [risas]. A mí lo que en verdad me hacía ilusión era verle la cara al niño en el momento de abrir el paquetico, así que lo desperté, y me quedé mirando cómo abría aquello, con ese suspense… Cuando el niño lo abrió y lo vio, gritó: «¡Ay, ay, qué chuli!». Y yo igual: «¡Ay, ay, ay!» [risas]. Me di cuenta ahí de que te puedes asombrar y emocionar igual tanto si sabes lo que va a pasar como si no.
¿No es entonces fingido el asombro del mago?
Yo intento guardar toda la capacidad de asombro que puedo a la hora de hacer magia, pero es complicado, no te digo que no. Si yo tengo aquí escondida una cosa y esa cosa aparece de repente, será difícil que me asombre, pero tengo que procurar hacerlo. El público sí puede asombrarse. Es más, ¡más vale que lo haga! [risas].
Bajo mi punto de vista, el objetivo del mago o la maga no es otro que el de trastocar la realidad de los espectadores, hacer que se pregunten qué es lo que han visto, y durante un momento conseguir que vivan algo insólito, no comprensible por la lógica. El gran Robert-Houdin decía que «el mago es un actor que hace de mago». También Orson Welles, en aquella película, F de Fraude, lo decía. Pero yo no pienso así, porque cuando yo estoy presentando un juego no hago de actor, hago de mí mismo. Los magos deben por tanto hacer jugar a la imaginación, sacar ese lado lúdico y festivo que todos llevamos dentro. Para ello, el mago o la maga no puede actuar, porque cuando uno está actuando está fingiendo y así nunca podrá asombrar al espectador.
Entre hacer un truco de magia y engañar a alguien, ¿qué diferencia hay?
A mí no me gusta la palabra truco, aunque se le haya llamado así muchas veces. Yo prefiero llamarlo juego. Truco, al menos en castellano, tiene un tono peyorativo. Se acerca mucho en significado a la palabra trampa.
El arte, por otro lado, siempre ha tenido ese lado de engaño, que en este caso podríamos llamar también de ilusión, porque en verdad tú no puedes engañar a nadie si le dices: «Desde este momento no te vayas a fiar de mí». El prestidigitador no puede engañarte nunca porque ya te avisa de quién es y de lo que va a hacer. Por eso la magia no es un engaño.
Te has referido a la magia como un arte.
Las definiciones son siempre complicadas, pero yo creo que la magia es, por encima de todo, un arte maravilloso. No sé de quién es la frase, pero en castellano se ha dicho siempre eso de «por arte de magia». Desde siempre se ha ligado el arte a la magia, lo que pasa es que le ha ocurrido un poco como al cine. Yo estudié unos años en la Escuela de Cine, a finales de los años sesenta, y recuerdo que por aquel entonces todavía quedaban actores de teatro que decían: «Sí, he hecho tal película, pero era porque pagaban muy bien». Se excusaban de hacer películas porque las consideraban un arte menor. Hoy no creo que nadie tenga esa percepción del cine. A la magia le sigue todavía ocurriendo algo parecido, porque mucha gente piensa que es un mero entretenimiento. La asocia con lo infantil, lo cual es muy bonito, porque hacer magia para niños es algo maravilloso, pero, claro… [le suena el teléfono]. Disculpa. Es que les he dicho a mis amigos que me llamen a esta hora para que parezca que soy un hombre ocupado [risas].
La magia será un arte, pero el gusanillo te lo contagió un juego: el Magia Borrás.
Bueno, es innegable que la magia es también un juego. Siempre ha ido además acompañada de ese elemento lúdico y festivo que hace que hablemos de juego de manos o juego de magia.
Yo en verdad empecé a interesarme por la magia porque de chiquitillo mis padres me llevaron una vez a ver a un mago y aquello me fascinó. Esto me lo han contado ellos, porque yo no recuerdo nada. Por lo visto me pegaba todo el día diciendo: «¡Llevadme al circo a ver un mago!» [risas]. Al final terminé pidiéndoles a los Reyes Magos —¡a quiénes si no!— un juego de magia, y me trajeron el famoso Magia Borrás.
Al hilo de esto, recuerdo que una vez me llamó uno de los hijos del primer Borrás. Me quería contratar para hacer un anuncio con ellos. Le dije que no, que yo no hacía publicidad de ningún tipo, pero él insistió. Me dijo que quería quedar conmigo en persona porque tenía una cosa que me iba a convencer. Así que quedamos, y me trajo una caja del Magia Borrás exactamente igual a la que yo había tenido de pequeño. Todavía conservo algunas piezas. Al final no me convenció, pero la verdad es que me hizo mucha ilusión que el hijo del hombre que había inventado el juego que fue mi entrada al mundo de la magia me regalara aquello.
¿Recuerdas tu primera gran actuación?
Mi primera gran actuación ante un público desconocido la hice con once o doce años. En teoría fue una cosa desastrosa, pero a mí a la larga me sirvió de mucho y la gente, en el fondo, se lo pasó pipa. Fue en Suances, un pueblo de Santander, en una especie de fiesta benéfica en la que los niños de mi edad salían a cantar, a bailar, a lo que fuera, y yo decidí salir a hacer unos juegos de magia. Allí habría unas doscientas personas. Yo tenía un gorro, que me había prestado mi padre, donde había metido todas las cosas que iba a usar luego durante mi número. La chica que tenía que actuar antes que yo se puso de repente muy nerviosa, así que el presentador me cogió del brazo y me dijo: «Tienes que salir ya, ahora». Me preguntó cómo me llamaba y de qué iba mi número, y cogió el sombrero tal cual estaba, con todas las cosas dentro, me lo plantó en la cabeza, me empujó al escenario y dijo: «Con todos ustedes, ¡el profesor Juanet!» [risas]. Así que me planté allí delante de todo el mundo, con el sombrero puesto en la cabeza, que no era para eso, y con una cuerda que me salía de debajo del sombrero y me caía por la cabeza, y yo diciendo: «Ay, perdonen, es que esto no es así, es que me ha empujado el hombre ese…», y la gente muerta de risa, pensando que estaba actuando. Yo, todo apurado, me recompuse como pude y empecé a hacer un juego de cartas en el que parecía que me equivocaba, que la carta que elegía no era la correcta. Era la sota de bastos, me acordaré toda la vida. El juego consistía en eso, en que aparentemente fallaba adivinando la carta, pero luego, con magia, lo arreglaba todo y aparecía la verdadera. Pero, justo en el momento en que saqué la carta que no era, una madre que estaba allí sentada entre el público, en la primera fila, se levantó y se puso a aplaudir, gritándome: «¡No te preocupes, hijo! ¡Has fallado, pero lo has hecho todo muy bien!» [risas]. Entonces el presentador me agarró y me sacó del escenario. Todo el mundo aplaudiendo, y yo gritando: «¡Es que no he terminado el juego! ¡En verdad no he fallado! ¡La carta buena es esta!» [risas]. La gente muerta de risa, diciendo: «¡Qué gracioso el niño!», y yo desesperado. Me quedé mal unos días, ¿eh?
Aquello me sirvió luego de mucho, como te decía, porque nunca más he vuelto a ponerme nervioso, ni antes ni durante una actuación. Ni cuando he tenido que dar una charla en Hollywood ante los mejores magos del mundo o salir en televisión. Lo bueno del arte es que, si te equivocas, no pasa nada. Tenemos esa ventaja. Si eres médico y fallas, puede morir alguien. Pero en el arte de la magia lo peor que podemos hacer es aburrir al personal. Mi recompensa, por otro lado, no es tanto la retroalimentación que pueda recibir tras una actuación, aunque es evidente que prefiero que me aplaudan a que me tiren tomates, sino lo bien que me lo paso haciéndolo. Como yo con esto disfruto como un enano, procuro que los demás disfruten también.
¿Cómo y dónde se aprendía magia en España en aquello años?
Al principio aprendí por mi cuenta, gracias a los maravillosos libros del Padre Ciuró. Con once años yo únicamente conocía los juegos que venían en la caja de Magia Borrás, pero un amigo del colegio, Antonio Drove, que más tarde se dedicaría al cine, me dijo un día: «Mi tío me ha regalado un libro de magia». Y era uno del Padre Ciuró. Allí descubrí que había todo un mundo mágico dentro de los libros, porque en aquel volumen se hacía referencia a otros títulos que acabé comprando. Antonio Drove fue quien me inició en la magia, y curiosamente fui yo quien lo inició a él en el cine. Luego, al margen de los libros, me enteré de que había en Madrid una sociedad de magos, y allí que me presenté.
Te refieres a la Sociedad Española de Ilusionismo.
Eso es, la SEI. Todavía existe, ¿eh? En España hay muchas sociedades de magos y magas, de aficionados, que se reúnen una vez por semana y hacen muchas cosas juntos. Los magos tendemos a estar mucho con otros magos, para probar juegos, para que te sorprendan y te admires. Es una forma de mantener a flote la capacidad de asombro por la que me preguntabas antes. En el caso de la SEI, no tengo muy claro cómo surgió la iniciativa, pero sé que fueron los encargados de organizar los primeros Congresos Nacionales de Ilusionismo que se hicieron en España en los años cincuenta.
Para entrar en la SEI había que tener como mínimo veinte años. Yo tenía entonces dieciséis, así que en teoría no podía entrar, pero un amigo mío, Juan Antón, que luego se convertiría en mi maestro, me metía de tapadillo en las reuniones. De vez en cuando el encargado se daba cuenta de que estaba yo por allí, y decía: «Aquí hay alguno que no debería estar» [risas]. Entonces yo cogía y me iba, me esperaba tres meses o así, y volvía a colarme de nuevo. Cuando cumplí los dieciocho pedí entrar mintiendo como un bellaco. Les dije que estaba a punto a cumplir los veinte, que me quedaba poquito. Me hicieron una prueba y se ve que les gustó lo que hice porque me aceptaron. Cuando me miraron el carnet se dieron cuenta de que los había engañado, pero ya me habían dado el visto bueno. Allí aprendí muchísimo. Conocí a mucha gente importante.
En la SEI conociste a Arturo Ascanio, pionero de la cartomagia en España.
Sí, lo conocí allí, pero al principio, cuando yo entré, él no iba nunca, porque se estaba preparando las oposiciones a notario. En cambio, a través de Juan Antón, que era alumno de Ascanio, aprendí todas sus teorías.
Antes de Ascanio ya había habido cartomagos muy buenos en España. Aquí siempre ha habido una gran tradición con las cartas. Recuerda que las cartas entraron por España. Las trajeron los árabes, y desde aquí se expandieron al resto de Occidente. Las cartas han sido siempre un elemento muy presente en la cultura latina europea. Lo más grande que hizo Ascanio fue recopilar toda la teoría que había, hasta entonces muy desperdigada, pero profundizando enormemente en ella y construyendo por el camino una gramática maravillosa de la cartomagia. Luego hubo otros teóricos que tiraron para otro lado, incidiendo más en la cuestión creativa, pero la gramática de Ascanio es impresionante. Aparte, era un gran mago, hacía muy bien los juegos. Nos hicimos grandes amigos. Alguna vez discrepamos, aunque yo creo que lo hacía solo para pincharle, la verdad [risas].
Hicimos también viajes muy bonitos. Recuerdo uno que hice a Cádiz, en mi coche, con él y con René Lavand, aquel mago argentino manco que construía sus juegos de cartas a partir de cuentos de Borges y Cortázar, y que hablaba así con una lentitud maravillosa. Durante muchos años René me había estado dando la vara con el tema de la comicidad en la magia. Él, tan dramático, me decía siempre que lo que yo hacía estaba muy bien y tal, pero que las bromitas no le gustaban mucho, porque pensaba que la comedia rebajaba el arte. Yo discutía mucho con él por este tema, claro. El caso es que salimos de Madrid en mi coche y los llevé por la Mancha, por la zona de los molinos de viento, para que los vieran. Entones René, todo emocionado, me empieza a recitar trozos enteros del Quijote, y yo, para pincharlo, haciéndome el tonto, le digo a Ascanio: «Hay que ver lo dramático y trágico que es el Quijote, ¿verdad?». Y Ascanio como un loco: «Pero ¿qué dices, Juan? Si era una obra cómica. Su éxito vino precisamente porque fue una sátira, una parodia. La gente se moría de risa leyéndolo». Y yo: «¿De verdad?» [risas]. Y entonces René se dio cuenta de lo que estaba pasando y me soltó: «¡No me cargués, Juanito, no me cargués!» [risas]. Al final le convencí un poquito de que la risa y el arte no son incompatibles.
Ahora que mencionas a René Lavand, recuerdo que con Juan Antón, al principio de tu carrera, hacías un número llamado «Los mancos».
Sí, Juan y yo hicimos varias cosas juntos, lo que pasa es que el pobre murió muy jovencillo, con tan solo cuarenta y seis años. El número ese de «Los mancos» era muy divertido. Yo me ponía una chaqueta, pero me dejaba una manga libre, recogida con un imperdible, y me guardaba el brazo detrás de la espalda. Juan Antón hacía lo mismo, pero con el otro brazo. El que nos presentaba decía: «Ahora van a actuar dos magos, lo que pasa es que han tenido un accidente de coche viniendo para acá. Se las han arreglado como han podido y van a hacer el número entre los dos». Cada uno salía por un lado del escenario, nos sentábamos el uno pegado al otro, y yo con la izquierda y él con la derecha hacíamos todos los juegos. Quedaba muy bien. Me acuerdo de que lo hicimos en Holanda, y allí todavía me lo recuerdan cuando voy.
De todas formas, ese número no tenía nada que ver con René Lavand, a quien conocí más tarde en un viaje a Argentina. Antes que él ya había habido otros magos mancos muy famosos. En cualquier caso, Lavand fue un artista genial.
A pesar de tanto estímulo mágico, empezaste la carrera de Física, que quizás sea lo menos mágico del mundo.
Bueno, las ciencias físicas tienen a veces muchísima magia. Mira si no los agujeros negros [risas]. En aquella época lo que me gustaba de verdad era el cine, pero para entrar en la Escuela de Cine te exigían tener como mínimo veintiún años y haber estudiado antes tres años en una facultad. Cuando cumplí dieciocho años me metí en la carrera de Física, cuya facultad estaba enfrente de la de Filosofía, que en ese momento era donde más chicas había estudiando. Como no pensaba acabar la carrera ni loco, me apunté a Física por eso, para estar lo más cerca posible de las chicas [risas]. Estudié allí solo tres años. Cuando me fui me quedaban todavía un montón de asignaturas. Aprobé solo unas cuantas, la verdad, porque no iba casi nunca a clase. Mi único interés, como te digo, era entrar en la Escuela de Cine. El cine es, además, hijo de la magia, así que estaba todo muy relacionado.
Una vez dentro, estudié Dirección, y coincidí con José Luis García Sánchez y Miguel Hermoso. Éramos muy pocos, pero luego, cuando salíamos, quedábamos con mucha gente del mundillo, como Emilio Martínez Lázaro, o con los mismos profesores de la escuela: Berlanga, Borau… Me acuerdo de que Berlanga estaba empeñado en que yo era muy buen actor. Me decía: «La gente se ríe mucho contigo. Tienes que salir en una película mía». Pero yo me negaba, le aseguraba que era nulo como actor. Al final me convenció para salir en Moros y cristianos, que no es precisamente una de sus mejores películas, y me puso a hacer de fotógrafo. Me dio unas cuantas frases simpáticas, pero yo le insistía: «Yo no sé hacer esto, Luis. Yo no me he escrito un guion en mi vida, yo no me preparo nada de lo que digo cuando actúo, no soy capaz de memorizar nada». Y el tío: «Da igual. Vamos a probar». Salgo en mi primera escena, digo mi frase, y oigo: «¡Repetimos!». Es normal en cine repetir las escenas, y más trabajando con un novel como era yo, pero al final repetimos la toma como veinte veces. Yo me esforzaba, ¿eh? Pero al final se me acerca Berlanga y me dice: «Tenías razón, Juan. Eres malísimo» [risas]. Así que en esa película no digo ni una sola frase. Nada más que salgo de lejos, haciendo cosas raras.
Entrar en la Escuela de Cine me sirvió también para darme cuenta de que yo no valía para hacer películas, aunque nunca hice más allá de unos pocos cortometrajes espantosos. Bueno, uno de los que hice tenía su gracia, pero los otros eran más malos que la quina. El que me gusta iba sobre espiritismo. De repente, una amiga mía, que quería ser actriz, me pidió si le podía dar un papel en el corto, y el único papel que me quedaba libre era precisamente el de espíritu, que no tenía diálogo ni nada. Pero mi amiga se empeñó y me dijo: «Yo lo hago». Mi amiga era Carmen Maura, así que cuando le preguntan por su primera película, la pobre siempre dice: «Fue una que hice con Juan Tamariz» [risas].
Luego hice también un documental sobre magia, con Quico Rivas, que me gusta mucho. En aquella época yo salía mucho con los pintores de Madrid, sobre todo con Carlos Franco, y en ese ambiente conocí a Quico. Ese documental quedó muy bien. Ahí cuento lo que siento sobre la magia, que era muy similar a lo que sentía Quico, que terminó siendo muy amigo mío.
Ese Madrid de antes de la movida fue muy especial. Recuerdo estar un día haciéndole juegos de magia a Enrique Morente con una ratita de trapo. Enrique era muy supersticioso. Cuando yo movía la ratita de trapo, Enrique se asustaba un montón, salía corriendo [risas]. «Enrique, que es de trapo», le decía. «Ah, vale», y se volvía a sentar. Movía yo otra vez la ratita, y empezaba de nuevo a gritar como un loco [risas]. Yo actuaba entonces en La Mandrágora. Los viernes actuaba yo, y los sábados actuaban Joaquín Sabina, Javier Krahe y Alberto Pérez. Ellos venían a verme a mí el viernes y yo los veía a ellos el sábado. Fue una época muy bonita.
Al final, con tanta distracción, tampoco te graduaste en la Escuela de Cine.
No, no acabé nada, es verdad. Pero mis estudios de cine no los acabé porque cerraron la escuela, ¿eh? En aquella época había un dictador, cuyo nombre se me ha olvidado, uno que duró mucho, que nos echó a todos de allí para que no hiciéramos asambleas y cosas de ese tipo. El caso es que estuve doce años estudiando y no conseguí ningún título que demostrase mi inteligencia [risas].
Frustrada tu vocación como director de cine, decides por fin dedicarte en cuerpo y alma a la magia.
Cuando entré en el mundo de la magia noté que había muy pocos magos profesionales. Por un lado, estaba el mago o la maga que se dedicaba a hacer magia solo un rato, después de trabajar y tal, y que, salvo excepciones, lo enfocaba más como un divertimento que como un arte; y, por otro, estaban aquellos que actuaban en salas, muy elegantemente vestidos, con frac y tal, y que hacían espectáculos cortos, muy musicales, orientados sobre todo al turista. Había magos y magas extraordinarios en esos ambientes, pero no era lo que yo quería hacer. Aunque yo siempre he sido un tipo muy elegante, no me iba eso de ponerme el frac. Yo quería ir vestido normal, quería hacer magia de cerca, juegos de cartas, y quería estar hablando todo el tiempo porque yo no puedo estar callado mucho rato [risas]. Entonces todo el mundo me decía: «No hay trabajo para ti». Al final conseguí trabajar en una gira por todas las costas de España durante las vacaciones, pero no me pagaban: me dejaban dormir allí donde actuaba, me daban la cena y el desayuno, y me echaban al día siguiente. Así pasé mis primeros cuatro años como mago, a principios de los setenta.
¿Es entonces cuando fundas la Escuela Mágica de Madrid?
Sí. No recuerdo exactamente en qué año fue, pero sería entre 1972 y 1973. Como en Madrid ya conocía a unos cuantos magos, muchos de ellos a través de la SEI, se me ocurrió fundar una especie de escuela o asociación, precisamente para tratar de profesionalizar un poco nuestra labor. Escribí un manifiesto, al que se adhirieron los seis o sietes magos que había interesados, y fundamos la Escuela Mágica de Madrid. Al principio estábamos Juan Antón, Camilo Vázquez, Ramón Varela, Pepe Puchol, Marré, Ascanio y yo. Hicimos este grupo y empezamos a estudiar, a buscar juegos y a analizarlos conjuntamente, a traer gente de fuera, y así fue como la cosa fue creciendo.
La incorporación de Pepe Puchol a este grupo fue muy importante. Puchol fue un señor bastante rico con un corazón increíble y maravilloso. Él quería hacer algo por la cultura en general y por la magia en particular. Tenía ya entonces una biblioteca bastante buena sobre magia, pero en esa época empecé yo a viajar mucho por el mundo, así que me pidió que le ayudara a completarla. Llegó así a tener una biblioteca extraordinaria. Más tarde, para no perderla, la donó a la Fundación Juan March, y allí está. Desde su donación se ha ido aumentando y hoy día habrá unos tres mil libros sobre magia. Está abierta al público, y en los últimos años muchos magos se han alimentado de esta biblioteca.
Tengo entendido que gracias a Puchol entraste en contacto con los míticos magos José Frakson y Tony Slydini.
No los conocí gracias a Puchol, pero sí es verdad que la primera vez que los vi, en 1973, fue en su casa. Frakson era un mago español, genial y maravilloso, que vivió sobre todo en Estados Unidos, aunque estuvo viajando siempre por todo el mundo. Yo creía que Frakson había muerto hacía mucho. Era un nombre legendario, famoso sobre todo por el número aquel de los cigarrillos. Slydini era un mago italoargentino que desde los veinte años vivió en Nueva York. Él ha sido el creador de un sistema increíble para hacer magia sentado. Muy poca gente se ha dedicado a aprenderlo realmente porque hay que estar un par de años dándole fuerte, ya que combina la gestualidad, la mirada, el tono de voz, los movimientos, lo combina todo, pero luego hay que ejecutarlo con naturalidad, claro, si no pareces un robot [risas]. Es un método alucinante, porque, incluso sabiendo lo que te van a hacer, si lo haces con el método Slydini, te sorprenderá. El caso es que estaba yo trabajando en Tarragona, en una gira veraniega de esas de las que te hablaba antes, y me llamó un amigo: «Vente a Madrid que están aquí Frakson y Slydini». Y yo: «Sí, claro» [risas]. ¡Pero era verdad! Fui a casa de Puchol y allí estaban. Conocerlos fue un cambio radical en mi vida mágica. Frakson, por ejemplo, se quedó diez años a vivir en Madrid. Se vino retirado de Estados Unidos y se murió aquí, a los noventa años. Nos veíamos, mínimo, dos o tres veces por semana. Venía mucho a mi casa. De Slydini también me hice muy amigo. Cuando iba a Nueva York pasaba mucho tiempo en su casa, y lo mismo cuando él venía a Madrid. Fueron, junto con Ascanio, mis grandes maestros, ambos muy cercanos conmigo. Aprendí con ellos infinito.
Me llama la atención que consideres a Frakson y a Slydini como tus maestros. Tú ya tenías un importante reconocimiento internacional cuando ellos aparecen en tu vida.
Sí, pero si lo dices por el primer premio del FISM de París, ya te digo yo que no creo mucho en los premios. Los premios competitivos en el arte no tienen mucho sentido. ¿Cómo puedes decir que una cosa es mejor que la otra? ¿Es Thelonious Monk mejor que Dizzy Gillespie? A mí me puede gustar más, vale, pero eso no se puede medir. Otra cosa son los premios que te dan como reconocimiento a una labor. Me dieron uno una vez en Las Vegas por mi labor como divulgador de la magia. Me reconocían así mi trabajo. Era una forma de decirme: «Usted ha trabajado mucho y con pasión». Pues sí, se agradece. Ese premio lo recoges con alegría. Otro premio que me gustó es el que me dieron en Hollywood al Mago del Año, que me lo dieron en verdad porque ese año yo hice un montón de programas de televisión en España, escribí también una historia de la magia, hice no sé qué. Vamos, que trabajé mucho. Entonces da gusto que tus compañeros lleguen y te digan: «Gracias». Tú dices luego: «De nada». Y todo el mundo contento. Pero los premios competitivos no me gustan, no creo en ellos.
Cuando fui a mi primer congreso, en 1962, en Zaragoza, mi padre, que era un andaluz de Écija muy gracioso, me llamó y me preguntó: «Juanín, ¿qué tal has quedado?». Y yo: «Estupendamente, papá. Me han dado un premio y todo». Yo en verdad no había ido a competir ni nada, solo quería mostrar mi trabajo, para que vieran que había estudiado y tal, pero le conté a mi padre lo del premio porque sabía que le iba a hacer ilusión. El caso es que mi padre insistió: «Muy bien, pero ¿cómo has quedado?». «Me han dado el tercer premio, papá», le dije. Y mi padre: «Pero ¿cuántos erais?», y ya le solté: «Dos» [risas]. ¡Era la verdad! Nos moríamos de risa luego recordándolo. «El tercero de dos está muy bien, Juanín», me decía [risas].
De todos modos, el que tuviera ya un cierto reconocimiento internacional no quitaba para que pudiera seguir aprendiendo, y más de gente tan grande como Frakson y Slydini. Si tú te dedicas al cine y viene un día Alfred Hitchcock y charla contigo un mes, te sale un libro como el de Truffaut. Uno no deja de aprender nunca.
Mira, os voy a hacer un juego, que estamos aquí hablando demasiado [interrumpe la entrevista por primera vez para hacernos un par de juegos de cartas y dejarnos de paso boquiabiertos].
¿Baraja española o francesa?
La baraja española es la que más me gusta, pero, como estoy todo el año viajando y fuera no la conocen, me he tenido que cambiar a la baraja francesa, que la venden en todos los países. Cuando empecé a salir fuera, me di cuenta de que, si le hablaba a un norteamericano de copas o bastos, me decía: «¿Eso qué es?». No sabían. En Latinoamérica sí conocen la baraja española, y en Italia, pero en el resto del mundo no. Por eso dejé de usarla.
Has hecho antes mención a tu faceta como teórico o divulgador de la magia. Sorprende la cantidad de libros que has publicado al respecto.
Como me dedico a esto todo el año, me gusta pararme a pensar qué es lo que siento y por qué. El último libro que he publicado, El arco iris mágico, un tocho aburridísimo de quinientas páginas que salió a finales del año pasado, me ha llevado veinticuatro años terminarlo. Es un libro para magos, como todo lo que escribo. Habla sobre todo de teorías que he ido poniendo en práctica con el tiempo. Muchas veces pienso una cosa y digo: «Si esta pausa la hago aquí, el público va a reaccionar de tal manera». Pero cuando lo pruebas te das cuenta de que no funciona. Lo vuelves a probar, y así a lo mejor necesitas estar cinco años poniendo en práctica tu idea, ante distintos públicos y ambientes, edades y situaciones. Luego se lo cuentas a otro mago para que te ayude y lo ponga en práctica él también…
En magia es muy importante estudiar todo lo que tiene que ver con las pausas y el ritmo. Hay que saber muy bien, por ejemplo, cómo combinar la magia y la comicidad, que es algo muy difícil, porque cuando te ríes te relajas, y si te relajas no te puedes asombrar. Por mucho que lo intentes, no puedes decir a la vez «Ja» y «Oh». ¡Inténtalo! No puedes, ¿eh? [risas].
¿Cuánto hay de filosofía en tu enfoque analítico de la magia?
Soy un gran lector de filosofía, pero mi enfoque no es nada filosófico. Te confieso que he leído treinta veces la Ética de Spinoza y creo que ya voy entendiendo algo [risas].
A mí lo que me gusta es buscarles el simbolismo a los juegos, porque, claro, la magia en el fondo lo que hace es colmar multitud de deseos humanos. Cuando un mago empieza a sacar de un cucurucho un montón de pañuelos, en el fondo lo que está haciendo es representar el mito del cuerno de la abundancia. La posibilidad de conseguir comida para todo el mundo. Este es un deseo que tenemos todos los humanos desde que éramos monos. Tú fuiste también un mono como yo, ¿no? [risas]. Todos los juegos de magia gustan más cuando llevan detrás un deseo colmado.
Al hilo de esto, un buen día cayó en mis manos el libro Mefistófeles y el andrógino de Mircea Eliade. En ese libro hay un ensayo sobre el juego de la cuerda hindú, que es legendario, hasta el punto de que no hay constancia de que alguien lo haya visto alguna vez. Escribía Eliade que la cuerda en la India representa la unión entre la tierra y el cielo. El niño sube por la cuerda, pero uno lo persigue con un cuchillo y lo despedaza antes de llegar arriba. La cuerda se cae, pues simboliza la vida, así como los trozos del niño, que caen en un cesto del que vuelve a salir resucitado. En magia hay un juego clásico que se llama el juego de la cuerda rota. En el fondo es un juego no de los mejores, pero los magos llevamos cinco siglos haciéndolo. Antes de leer este libro, yo ya había llegado a la conclusión de que ese juego gustaba tanto por lo que simboliza. Al fin y al cabo, se pasaba de una cuerda rota a una reconstruida. Representaba la resurrección. Cuando le dices a alguien que corte la cuerda con unas tijeras, siempre te dice: «¿Quieres que la corte de verdad?». Y yo: «Claro, si es mía la cuerda. Cuesta cincuenta céntimos el metro» [risas]. Si les pido que corten un papel, no habría problemas, pero a la gente le da no sé qué cortar una cuerda. Luego, claro, haces un nudo y la cuerda vuelve a estar entera. Si yo hiciera lo contrario, el juego no gustaría nada, porque ya no simbolizaría la resurrección.
Yo creo mucho en esto de la simbología, la he investigado en profundidad. Ahora bien, cuando luego uno hace magia no tiene que estar pensando en todas estas cosas, ¿eh? [risas].
Quizás el culmen de esta faceta tuya como pensador sea la Teoría de las Pistas Falsas. ¿Nos la puedes explicar?
¡Pero si para eso he escrito un libro! [risas]. No tiene nada de particular: cuando yo hago un juego de magia trato de que el espectador contemple «el arco iris», que es donde te encuentras con la maravilla. Pero para llegar allí hay que recorrer un camino y, por tanto, te puedes perder. ¿Cómo? Muy fácil: si yo te hago un juego de cartas y tú estás todo el rato pensando en dónde me he guardado la carta, no vas a poder nunca disfrutar del juego: te has perdido entonces por el camino. Si ahora lloviera aquí, y saliera el arco iris, diríamos todos: «Oh, qué bonito». Nos quedaríamos mirándolo embobados. Pero imagina que uno de nosotros es un físico muy pedante, que empieza a decir: «Esto se explica muy fácil. Newton lo explicó muy bien: ocurre que el rayo del sol se refracta…» [risas]. Le diríamos: «Bueno, cállate, déjanos disfrutar. Luego si quieres nos lo cuentas», ¿no? Y si hubiera un niño, seguramente nos diría: «Llevadme a coger el arco iris», y habría que explicarle que no está ahí, que no se puede tocar. «Pero ¿cómo que no? ¡Si lo estoy viendo!», nos diría. Está pero no está, porque es una ilusión, igual que la magia. Es una ilusión que detrás tiene una razón, pero no hace falta pensar en ella. Tan solo hay que disfrutarla, sentirla y gozarla.
Ronda por ahí la leyenda de que la CIA se ha dedicado a estudiar esta teoría tuya. ¿Qué sabes de esto?
No sé nada al respecto y, de hecho, no te creas que me hace especial ilusión que la CIA tenga mis libros [risas]. Sí que creo que hubo una vez un mago que trabajaba para ellos y, según se cuenta, tenía algunos libros míos, pero yo no tengo constancia de que eso sea cierto. Es más, te puedo confirmar que yo no soy de la CIA. Aunque, claro, si lo fuera, no te lo iba a decir [risas].
Venga, os voy a hacer otro juego, que estamos otra vez hablando mucho [y nos adivina cómo empieza una página de la última Jot Down Smart, escogida por nosotros al azar].
Gracias a la televisión consigues que el gran público se interese por la magia de cerca.
Como te conté antes, cuando dejé lo del cine me quise dedicar a un tipo de magia que no existía en España. Aquí no había ningún sitio donde poder actuar así, con las cartas, de cerca. Para colmo, la gente seguía teniendo muchos prejuicios con la magia. Recuerdo que un día le dije a un compañero de la Escuela de Cine que si se quería venir conmigo a ver a un mago que actuaba por la noche, y me dijo: «A mí la magia no me gusta mucho». «¿Has visto a muchos magos?», le pregunté. «No, solo a uno», me dijo [risas]. Al final lo convencí. Se vino y le encantó. Pero, claro, ahí me di cuenta de que lo que hacía falta es que la magia llegara al gran público, así que pensé que la televisión podía ser el medio ideal. En la televisión, además, podía ir vestido como me diera la gana, podía hablar con la gente, podían enfocar las cartas de cerca. Pensé también que, si la cosa funcionaba, podía luego traerme a magos de todo el mundo. Toda esta reflexión surgió de un viaje que hice a Argentina, donde fui a dar una charla para otros magos. Así que a la vuelta me presenté en Televisión Española con esta idea.
Lógicamente, a mí no me iba a recibir el director de programación, así que me hice acompañar de Julio Carabias, un gran cómico y mago al que conocía de la SEI y que ya era bastante famoso entonces. Julio de algún modo intercedió por mí. Nos presentamos allí los dos, el director nos recibió muy amablemente, pero en cuanto abrí la boca y dije que lo que quería era hacer un programa de magia, el hombre dijo: «Ah, no. Magia no». Se levantó, como hacen los ejecutivos, y se dirigió a la puerta invitándonos a marcharnos. Pero yo me quedé sentado. Insistí en que mi propuesta giraba sobre la magia de cerca, que era algo que no se había visto nunca. Para venderle la moto, saqué una navaja, pero no para intimidarlo, ¿eh? [risas]. Era una navaja blanca cerrada. Se la enseñé, le dije que pusiera la mano, la solté y al cogerla él se volvió roja. El tío se quedó asombradísimo. Le dije: «¿Ve usted? Esa emoción no se consigue en ningún otro sitio». Le hice entonces otro juego a su secretaria, pero la pobre, con el jefe al lado, no sabía qué hacer, así que le dije: «Búscame a dos o tres más de la oficina y me los traes». Yo ahí mandando a todo el mundo, y el jefe mirándome con una cara… [risas]. Al final vinieron cuatro, los senté un momentito en el despacho del jefe, y les hice el mismo juego de la navaja. Y ahí el hombre vio claro el potencial del programa. Además, hice algo que no he vuelto a hacer en mi vida: coloqué al jefe en un lugar desde el que podía descubrir el secreto del juego. Así que cuando los demás dijeron «Oh», el jefe dijo «Ah», y se sintió entonces superior a todos, y así fue como me lo metí en el bolsillo [risas].
De aquella reunión surgió Tiempo de magia, que se estrenaría en 1975. Solo hicimos trece programas, pero ahí fue donde empezó en serio mi periplo televisivo.
Gracias a Tiempo de magia, Chicho Ibáñez Serrador se fijó en ti para Un, dos, tres… responda otra vez.
Sí. Yo estaba en Londres cuando me llamó y me propuso salir en su programa. Le dije que sí, claro, pero cuando llegué a Madrid, el que hacía de Don Cicuta se había puesto enfermo, así que Chicho me pidió que lo sustituyera temporalmente haciendo de un personaje parecido llamado Don Estrecho. Le dije que la idea no me gustaba, que yo no era actor —lo mismo que le decía a Berlanga, vamos—, pero me terminó convenciendo diciéndome que solo iban a ser unos pocos programas y que luego iba a poder hacer magia si quería. ¡Me engañó como a un chino! [risas]. Estuve tres o cuatro meses haciendo de Don Estrecho hasta que me negué en rotundo a continuar con aquello. Le dije a Chicho que le estaba quitando el trabajo a un actor de verdad, y que yo solo quería hacer magia, y a partir de entonces ya sí empecé a salir en el programa como mago. De hecho, Chicho, que fue un genio de la televisión pero también algo supersticioso, me invitaba siempre al primer y al último programa de cada temporada, porque decía que yo le daba suerte. Tras salir en Un, dos, tres… empezaron a llamarme de otras televisiones, de Latinoamérica, Francia, Inglaterra, y ya no paré. Hasta 1992, que me retiré por completo de la televisión.
Te llamaron también para formar parte del programa infantil El recreo, presentado por Torrebruno. ¿Cómo es hacer magia para niños?
A mí la comunicación con bebecitos de tres o cuatro años me cuesta. Con el bebé interior que todos tenemos sí me comunico, pero con los niños pequeños no soy capaz y por eso casi nunca he hecho magia infantil. En cambio, Consuelo Lorgia, mi mujer, es maravillosa en ese campo. Cuando me llamaron para participar en El recreo les dije esto mismo, pero me dijeron que mi público serían niños de entre ocho y diez años, que ya es otra cosa. La verdad es que no adapté mucho mi discurso, no lo rebajé de ningún modo. Eso sí, los trataba a los pobres de una forma hoy día impensable. Les decía: «Niño, qué bruto eres, coge bien la carta» [risas], y les pegaba unos capones… Suaves, ¿eh? Pero si eso lo hago ahora me meten en la cárcel.
En ese programa puse en práctica una idea muy curiosa: yo salía, hacía un juego durante diez minutos o así, y al final contaba alguna cosa relacionada con la historia de la magia, con tiza y pizarra, como si estuviéramos en la escuela. Recuerdo que un día les conté a los niños la historia del juego que hacía Orson Welles con Rita Hayworth, y de cómo el famoso director de cine, que también era mago, metió un día a su mujer, que era una actriz también muy famosa y muy guapa, en una caja que cortó por la mitad, de forma que las piernas de la actriz, que eran además muy bonitas, salieron andando como si nada, mientras la otra parte del cuerpo se quedaba en la caja y tal. Luego esas piernas volvieron tranquilamente, y el cuerpo de la actriz se recompuso. Yo esto lo dibujaba en la pizarra mientras lo explicaba. Pasaron veinte o treinta años de aquello, y un día me llega un hombre mayor y me dice: «Qué buenos recuerdos tengo de aquel programa que hacías para niños. Lo veía todos los días. Me acuerdo perfectamente del día que cortaste a aquella chica por la mitad» [risas]. Y yo: «Pero, oiga, yo eso no lo he hecho nunca, fue solo una explicación, una cosa que conté». «No, no, no. Me acuerdo perfectamente, cómo cortaste a la chica, las piernas por ahí andando…» [risas]. Lo de El recreo duró solo un año, pero estuvo bien, me gustó la experiencia.
¿Por qué dejaste la televisión?
La televisión es durísima. Si te soy sincero, nunca me ha gustado mucho la magia que he hecho en televisión. Nunca la he disfrutado del todo. De los ochocientos juegos que habré hecho yo en mis programas, he acabado contento de veinte. Siempre pasaba algo: o la cámara no estaba en su sitio, o el público llevaba media hora esperando y cuando llegaba el momento te lo encontrabas ahí medio muerto… En 1992 hice mi último programa, Chan-tatachán, en el que conseguí traer a magos de todo el mundo. Un día me pasó una cosa… ¿Sabes que esta entrevista me está viniendo muy bien? Estoy precisamente escribiendo un libro de memorias, y me estás haciendo recordar anécdotas que tenía muy olvidadas, así que luego cogeré tu entrevista, la firmaré yo y ya está [risas]. Te decía antes que en 1992 hice mi último programa. Le dije entonces al productor, el gran Pío Núñez, que me retiraba de la televisión, que no quería saber nada más del medio. Ese año además me había comprometido con una editorial para sacar, por fascículos, una historia de la magia. Cada semana tenía que escribir un fascículo, y a la vez tenía que grabar el Chan-tatachán. Fue terrible. No dormía, estaba desesperado. Por un lado, estaba muy contento por poder hacer todo eso, claro, pero cuando acabaron los treinta programas contratados me dijo el productor que quería hacer otros treinta. Yo me negué, pero el productor, para pincharme, me dijo: «Claro, has traído ya a ochenta o noventa magos, y ya no conoces a nadie más con la misma calidad, por eso no quieres hacer más programas». Entonces cogí un boli y un papel, me puse a escribir, y le pasé al productor una lista muy larga con los nuevos magos a los que tenía que llamar para la nueva temporada. El productor se puso muy contento: «Entonces, ¿lo vas a hacer?», y yo le dije: «No, no. Yo te pongo en contacto con ellos si quieres, pero luego te las arreglas tú como puedas» [risas]. Me retiré por completo, me quité de en medio y me vino muy bien. No he vuelto a salir en televisión salvo alguna que otra vez, en plan promocional, para anunciar que estoy en Madrid o en Barcelona haciendo un espectáculo. Solo para eso.
Háblame de esa camaradería de los magos de la que tanto presumes.
El mundillo de los magos es muy curioso, porque nos llevamos todos bien. Yo creo que esto se debe al hecho de que para ser mago o maga hay que dejar salir al niño que tienes dentro y los niños, ya sabes, juegan juntos sin conocerse de nada. Los magos nos reunimos mucho, y cuando hay cosas malas entre nosotros, que las puede haber como en todo grupo humano, ocurre igual que cuando dos niños se pelean. Al ratito te ves al mago enfadado tomando una caña con el otro. Eso es muy bonito.
Aquí en mi casa de San Fernando, en verano, vienen un montón de magos amigos. De China, Japón, Alemania, Francia… Son en verdad todos unos mentirosos, porque dicen que vienen a verme, porque aquí se aprende mucho y tal, pero nada más llegar al aeropuerto, antes de saludarme ni nada, lo primero que dicen es: «¿Cuándo vamos a comer tortillitas de camarones?» [risas]. No preguntan ni cómo estoy ni nada. La verdad es que lo pasamos de maravilla. Nos sentamos justo aquí donde estamos ahora, por la noche, porque los horarios en esta casa son de seis de la tarde a seis de la madrugada, y así con la luna, el olor a jazmín, y el velo este, ¡hay algunos magos que flotan! [risas].
¿No hay reparos a la hora de contaros «los trucos»?
Los antiguos magos eran muy secreteros. Todos, ¿eh? Era tremendo. Creían que eso les iba a perjudicar. Pero luego, cuando empezaron a proliferar las sociedades de magos y a publicarse libros con cierta asiduidad, se fue relajando un poco la cosa. Cuando fundé la Escuela Mágica de Madrid, fuimos abiertos totalmente a este respecto. Nuestra política partía de la idea de que la cultura se comunica así. Si venía alguien de Barcelona o de Valencia, de Francia o de Inglaterra, se lo contábamos todo. Ahora bien, las cosas hay que contárselas a la gente que tenga el nivel técnico suficiente para entenderlas. Los secretos se van enseñando poco a poco, para que la gente los pueda luego poner en práctica. Así fue como surgieron las famosas jornadas en El Escorial, que era donde yo vivía antes.
Empezamos organizando unas jornadas solo de cartomagia con la idea de estudiar en profundidad la parte teórica de tal cosa. Todo el mundo me decía que eso iba a ser un rollo, pero yo siempre argumentaba que viniera quien quisiera. Al primer encuentro fuimos treinta personas. «Esto no va a durar mucho, la cosa no da para más», me decían. Ya llevamos cuarenta y cuatro años, vienen magos de todo el mundo y se han hecho jornadas iguales en Alemania, Argentina y Nueva York [risas].
¿Los juegos de magia se llegan a patentar?
Algunos juegos de ilusionismo, así con grandes aparatos y mecanismos, que plantean una escena, un montaje o una coreografía muy específica, sí se patentan. Pero, por lo general, no. Gracias a que ahora hay tanta intercomunicación entre nosotros, sí que existe cierto reconocimiento en relación con quién inventó tal o cual juego, pero cuando yo empecé no sabíamos nada de nada.
Me imagino que hacerle un juego a un mago profesional será más difícil que a un profano.
No, para mí no, desde luego. Mi trabajo ahora consiste, básicamente, en dar conferencias por todo el mundo, y la mitad de ellas son para magos. Una vez contados mis métodos, los publico en un libro y así los pueden usar otros. Por eso estoy constantemente buscando métodos nuevos.
Cuando un mago me hace un juego, en primer lugar me pongo en la posición del asombro. Yo en esto tengo cierta ventaja porque soy bastante brutito. Por ejemplo, los chistes no los entiendo. Cuando salía por televisión me paraban por la calle para contarme chistes, por si los quería contar luego, y yo no los entendía, de verdad. No sabía nunca cuándo habían terminado de contarlo, así que soltaba una risita de vez en cuando, para que no se pensaran que era un malvado [risas]. Mi parte lógica se duerme en esos momentos, y lo mismo me ocurre ante la magia. Luego ya, cuando estoy con los magos y tal, sí que me pongo a analizar los juegos concienzudamente, pero he tenido la suerte de ver muchas veces juegos que no conocía y que he disfrutado mucho. Me acuerdo de uno que se llamaba el Zig-Zag. En una caja entra una persona de pie, a la que cortan en tres partes. La parte central se desplaza y ves la cara y los pies separados del tronco. Te puedes acercar incluso. Este juego lo vi en Austria por primera vez, y me quedé pasmado. En el descanso del espectáculo cogí y me levanté para ir al servicio y a la vuelta me encuentro un papelito en mi asiento con un dibujo contándome el secreto del juego. Me lo había dejado un mago americano. Y yo: «¡Para qué me lo cuentas!» [risas]. Lo pensaba ver cincuenta veces y me tuve que conformar con verlo solo tres.
Para terminar, cuéntanos alguna anécdota extravagante que te haya pasado durante una actuación.
Te puedo contar dos o tres millones [risas]. Tendríamos que estar diez días aquí hablando. Tengo una parte de mi libro de memorias dedicada a esto, y ya llevo ciento ochenta páginas. Muchas de estas anécdotas tienen que ver con el funcionamiento técnico de los juegos, son solo entendibles por magos, pero con espectadores tengo también un montón. Al principio, siendo yo muy jovencillo, con dieciocho o diecinueve años, siempre me salía un listillo en las actuaciones. Coincidió también con la llegada a España de las multinacionales, donde te encontrabas con el «ejecutivo agresivo» de turno, que no era más que uno que había aprendido a chapurrear inglés y que se creía muy importante por trabajar en una empresa grande, y que cuando le hacías un juego iba siempre de sobradillo, como si me hubiera pillado el secreto, aunque en verdad no tenía ni puñetera idea de lo que le había hecho [risas].
Luego, en sitios muy de campo, en pueblos así chiquititos, en principio les encanta la magia, pero en el fondo son muy desconfiados. Entonces les dices: «Pon aquí la carta», y la ponen, pero luego están todo el rato mirando para ver si sigue ahí o qué [risas].
Cogiendo a gente del público también me ha pasado alguna que otra cosa, porque algunos se ponen muy nerviosos. Yo les digo siempre eso de: «¡Esto es pa pasarlo bien!», pero no siempre funciona [risas]. Una vez en un pub, en la época esa en la que trabajaba mucho de noche, empecé a hacer un juego a las tres de la mañana, y le pido a tres tipos que había allí, con una mala cara tremenda, que me ayuden. Los pongo a mezclar cartas, y me dice uno por lo bajini: «Te advierto que hemos venido a darte una paliza a la salida» [risas]. Yo, como soy un tipo fuerte, no me amilané, pero… [risas]. Al final me salvé porque lo conté todo allí en medio, en voz alta: «Así que en vez de pensar en una carta me dices que habéis venido a darme una paliza. Pero ¿cómo vais a poder conmigo? Si yo estoy hecho un toro. ¡Toca aquí, toca aquí!…» [nos dice marcando bíceps] [risas].
Bueno, acabamos con un juego, ¿no? [y se frota las manos].
Q maravilla cuando alguien transmite tanta pasión y felicidad por lo q hace, q envidia sana. Da gusto leer una entrevista larga y no querer q se acabe, enhorabuena a la entrevistadora y x supuesto a tamariz
¡Bravo!
Probablemente la entrevista más divertida que he leído en esta página. Tamariz es un jodido genio.
Como mago, lo vi recientemente en un teatro y es algo increíble, pero para mi también está entre los mejores humoristas de este pais
Genio y figura
Maravilloso Juan Tamariz! Se me ha hecho corta la entrevista :)
Tamariz es genial y entrañable, desde siemprelogra transmitir su pasion y carisma en sus actuaciones, al igual que en esta entrevista.
Desde hace años, cuando alguien busca algun objeto, no puedo evitar decir «Niananianania… Ha desaparecido» (Mientras hago el gesto de tocar un violin).
Magnífica entrevista, bien documentada, amena y divertida. Recuerdo de Tamariz que su magia de cartas, su humor y su «violin» hacian sus trucos de para mi tan fascinantes como aquellos en los que podías ver a una mujer cortada en dos. Esa magia cercana, con la gente alrededor, sentada con él, tocando las cartas y de repente, Zas!! Esta desaparece, aparece o cambia!!
Nianananiaaaa!!!!
Eso nunca se olvida. Gracias Tamariz
Ha sido un «mago y humorista» especial y con buenas ideas para entretener a las personas que lo veía.—-!!!!
Un auténtico genio. Inteligente, divertido, siempre cercano, entrañable, transmitiendo alegría y buen humor hasta por el sombrero. Verle actuar, escucharle o leerle siempre es un momento «mágico». Un tipo admirable, Juan Tamariz!
El mago más querido. Creo que es decir Tamariz y ya el sólo nombre produce alegría, una especie de memoria colectiva de felicidad. Admiro mucho su trabajo y la humildad de quién ha visto mucho y aún sigue estudiando. Maestro.
Me haga otro pase mágico de magia literaria, don Juan! Qué grande! De pibe me quedaba con la boca abierta, como ahora, de grande, cuando miro el cielo estrellado. Debe de haber un hilo de plata entre estos dos tejes y manejes. Lo que nunca entendí es cómo podían tener un conejo, chito, chito, dentro de la galera. Muy bueno! Aplausos.
Excelente Entrevista ! Simplemente GRACIAS por haberla hecho. Fantasio me inspiró desde niña y Juan (Tamariz) desde la adolescencia. Además de admirarlo lo quiero mucho y ha sido un Placer haber leído gracias a su mujer, la maga y colega Consuelo Lorgia, ésta entrevista que tan gentilmente nos la ha compartido a todos los del mundo mágico. Saludos a vosotros, desde Argentina, maga Mary Potter ( Mariana Bouza )
Ya no es que sea el puto amo en lo suyo, y los innumerables buenos ratos que me ha hecho pasar, y lo que me he reído con él. Es que gente que lo ha tratado dice que de cerca es igual de simpático y de buena persona como parece.
Sólo queda darle las gracias.
Juan Tamariz es la personificación de la simpatía. Es incluso capaz de transmitirla a través de una entrevista escrita. Cada vez que leía alguno de los chascarrillos que ha soltado durante la charla, me he imaginado su voz y sus gestos, y he soltado una carcajada.
Gracias a gente como Tamariz, el mundo es menos malo.
Qué manera de disfrutar la entrevista, se me ha hecho corta. Me pasaría todas las horas de mi vida escuchando hablar a D. Juan Tamariz, de lo que sea.
No es un truco de magia, es el secreto del juego.
Eso ya lo dice casi todo. Y a partir de ahí, un mundo de singulares enfoques y pasión por ese arte… Porque exuda esa pasión incluso a través de una página web.
Enhorabuena.
Qué tío más cojonudo.
Maravillosa charla. Este hombre transite tal cantidad de cosas buenas que sólo se le puede desear lo mejor. Debió de ser todo un placer compartir ese rato con él. Todos tenemos grabado en el cerebro su mítico violín y esa voz para terminar sus juegos….
MAESTRO sí, con mayúsculas.
Me he reído mucho con esta entrevista.
Grán SEÑOR y GRANDÏSIMA persona, tengo muy gratos recuerdos de mi paso por la escuela de Ana, la SEI y las cenas después.
Creé un jueguecito para mi ingreso en la SEI, y posteriormente, otro mago se lo presentó a Juán y éste le dijo que no era suyo, sino mío, (y eso que le he llamado cabr….azo más de una vez después de hacerme algún juego que me descolocaba del todo :-D :-D, pero eso sí, en su cara)
Juán, mi mas sincero abrazo
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